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PILAR PRADES, EL MATAHORMIGAS ESTÁ SERVIDO

Pilar Prades ha pasado a la historia del crimen por ser la única envenenadora que robaba familias enteras. No se limitaba a quitarle el marido a otra, sino que pretendía sustituirla quedándose con la casa, el marido y el negocio. El procedimiento era diabólicamente sencillo: se ganaba la confianza de las señoras que la contrataban, fingía ocuparse de ellas y estar atenta al menor de sus caprichos, pero en realidad mezclaba veneno en su café o infusiones, con la intención de eliminarlas.

Nació en 1926, en una familia de escasos recursos. De pequeña tuvo que ocuparse de sus cinco hermanos menores. Tenía una gran curiosidad intelectual y aprendía deprisa. Logró leer y escribir en un medio totalmente hostil. Probablemente le ayudó a imaginarse que se podía salir de la pobreza y conseguir lo que anhelaba a golpe de voluntad. Tenía razón, pero no contaba con que el procedimiento sería demasiado lento.

Cumplida la adolescencia se convirtió en una jovencita de cabello negro y pecho marcado, con los ojos grandes. Siguiendo su ambición se desplazó a Valencia. Encontró un empleo de costurera donde conoció a la que sería su primera víctima, Adela Pascual Camps, una señora de buen nivel económico que buscaba sirvienta. Aquello significaba subir otro escalón.

Entró a trabajar en casa de doña Adela, casada con Enrique Villanova, dueño de una tienda de prestigio en la calle Sagunto en la que vendía salchichas, justo en los bajos de la casa que habitaban. El matrimonio no tenía descendencia y estaba muy unido. La mujer ayudaba en el comercio excepto cuando se lo impedían sus achaques. Pronto Pilar concibió la idea de que todo aquello podría ser suyo: el hogar respaldado por un buen negocio, con un hombre trabajador y cariñoso. Para eso solo había que salvar un pequeño escollo: quitar de en medio a la señora.

Lo primero que hizo fue mimar a Adela y colmarla de atenciones. Se levantaba temprano, arreglaba la casa e iba al mercado. A la vuelta vigilaba el estado de salud de la señora, la reconfortaba y le preparaba infusiones azucaradas. También el café estaba muy dulce, como le gustaba a la enferma.

A mediados de 1955, la señora se sintió aquejada de un repentino mal que le producía vómitos y hormigueo en piernas y brazos.

Es posible que la idea le viniera del efecto devastador que tenía el insecticida Diluvión sobre las hormigas. Usaba un preparado de arsénico y melaza, de sabor dulce y resultado mortal. Un poco de ese preparado en las infusiones y el café podían ayudarla a allanar su camino hacia la cima.

Adela no mejoraba pese a los excelentes cuidados de la sirvienta. Podría decirse que se ponía peor cada vez que entraba en su habitación. El médico de cabecera se sentía confuso e incapaz para el diagnóstico. Su paciente evolucionaba mal y no sabía por qué. Tenía la intención de consultar a otros colegas y preparaba el ingreso en el hospital. Según salía de la casa, todavía perplejo, entró Pilar a ver a la señora: «Le traigo una tisana». Y añadió de su cosecha: «Por consejo del médico». Adela la bebió obediente y confiada. Inmediatamente entró en un profundo sueño del que no pudo despertar.

Pilar, tras el desgraciado fallecimiento, trató de hacerse la imprescindible, pero su comportamiento fue inoportuno y precipitado, porque el viudo no pudo soportar que tratara de llenar el hueco de la esposa a la que tanto había querido. Al ver que se ponía la bata con la que Adela trabajaba en la tienda la despidió furioso.

Fue un fuerte golpe para sus intereses, pero Pilar no se desanimó. Una vez emprendida la carrera para llegar a la cumbre no se detendría. Con su amiga Aurelia Sanz, cocinera, logró un nuevo puesto de trabajo en la casa en la que esta trabajaba, la del doctor Manuel Berenguer, casado con Carmen Cid, de la que tenía dos hijos, de 17 y 9 años, que vivían en Isabel la Católica. Una vez instalada volvió a las andadas utilizando el matahormigas en el momento de cocinar. Esta vez se trataba de una familia completa, con dos hijos. Incluso empleó su remedio secreto contra su amiga Aurelia que le había quitado un novio. No la mató, pero la dejó en silla de ruedas, con las manos agarrotadas y las piernas inservibles. A su nueva ama tampoco la mató, porque el marido médico entró en sospechas y la despidió a tiempo. Había descubierto sus malas artes con la ayuda del libro de diagnóstico del doctor Marañón. En sus páginas se describían todos los síntomas que padecía la esposa: dolores agudos, debilidad muscular, parálisis progresiva… lo que conformaba un cuadro de envenenamiento. Berenguer avisó a la Policía.

DESPIECE: EL VERDUGO DE BADAJOZ

Pilar Prades fue la última mujer ajusticiada en España. Condenada a la última pena, se encargó de cumplir la sentencia el verdugo de Badajoz, en la cárcel de mujeres de Valencia, el 19 de mayo de 1959. Había estado año y medio esperando. Tenía cumplidos los 31. Había nacido en Begís (Castellón). Hasta el último momento pensó que llegaría el indulto. Pero poco antes de las seis de la mañana, la enfrentaron al palo con el garrote vil. En ese momento, se derrumbó: «¡No quiero morir! ¡Quiero cuidar leprosos, pero no quiero que me maten!» Con firmeza, y venciendo su resistencia, la sentaron en el aparato y le pusieron el corbatín. El tornillo giró. Pilar tardó en morir. Todos los que presenciaban la escena estaban fuertemente emocionados. La envenenadora, más allá de sus crímenes, era una mujer joven a la que dolía dar muerte.