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MARGARITA JIMENO, EL CRIMEN POR ENCARGO

Hay un momento de indefensión máxima: mientras la víctima duerme apaciblemente. Por eso la inolvidable Margarita Landi, la dama del crimen español, solía recomendar que si te llevabas mal con tu esposa, lo mejor es que fueras a echar la siesta al casino. En estos tiempos donde no hay casino a mano, la tocaya Margarita Jimeno, en la ciudad de Alicante, la madrugada del 8 al 9 de febrero de 1999, propinó una serie de fuertes martillazos a su esposo, Juan Galán, electricista, de 42 años, reventándole el cráneo y provocándole la muerte de una forma cruel e inmediata.

Debían de ser las cinco de la mañana pasadas cuando puso en marcha un plan minuciosamente dibujado. En él intervenían dos compañeros de instituto de su hijo, M. y F., con los que había acordado el asesinato. Ellos esperaban en la puerta del edificio mientras el confiado marido dormía ajeno a todo. La propia asesina se había quedado profundamente traspuesta en la insoportable espera. Es preciso un acto lleno de frialdad y planificación para acordar con otros la muerte pactada. Los chicos aguardaban bajo la promesa de algo más de seis millones de las antiguas pesetas, unos 36.000 euros.

Según la primera de las dos sentencias judiciales, la esposa le suministró a la víctima determinados medicamentos que le produjeron un sueño abismal en el que se hundió sin remedio. Seguros de su indefensión, los criminales, presididos por la instigadora, penetraron en la habitación donde salpicaron las paredes de sangre. ¿Empuñaba Margarita el martillo con el que le abrieron el cráneo a su marido? Había pagado para que hicieran ese trabajo, por lo que se supone que esperaría tranquilamente en el salón, ahorrándose el espectáculo. Una instancia superior tuvo que corregir el veredicto del jurado que culpaba sobre todo a la mujer, condenaba escasamente a F. y absolvía a M., el único que no abrió la boca en el proceso, pero contra el que había fuertes testimonios.

Hay que contemplar también el grado de odio y de complacencia en el crimen, que podría atenazar a Margarita, lo que no es fácil de medir. El jurado estimó que sin duda ella era la principal culpable, creyéndola también autora material, y que solo uno de los chicos la ayudó a trasladar, horas después, el cadáver ayudado por un carrito de supermercado hasta abandonarlo en una casa en ruinas, cerca de Villafranqueza, donde le prendieron fuego. Algo maléfico perturbó al jurado al margen de indicios y pruebas que debieron valorar más tarde los jueces de carrera.

El asunto es que Margarita declaró que su esposo le daba mala vida, la maltrataba y le era infiel. Colocado todo esto en una balanza no cabe duda de que ella le maltrató mucho más a él, y de tal forma que no tiene remedio.

La Policía identificó el cadáver carbonizado gracias a la chapa de un reloj barato que no fue destruido por el fuego, así como por un trozo de cortina en el que había sido envuelto. Ella no había denunciado la desaparición del esposo y fue capturada al intentar reunir el dinero para pagar a los ayudantes. En el segundo juicio, los tres fueron condenados a más de veinte años de prisión cada uno.

No hay por qué poner en duda que hubiera malos tratos en el seno de la familia, pero para establecerlo como verdad incontestable sería precisa una investigación, más allá de la mera palabra de la asesina. Margarita tenía buena salud, un trabajo en un hotel que le procuraba independencia y dos hijos a los que cuidar, fruto de su matrimonio. Cualquier cuenta que hiciera le habría hecho más rentable la separación, el divorcio y la partición de bienes. Todo menos el crimen por encargo. Decidir la eliminación de otro es entrar en el terreno diabólico de la ilegalidad. Aquí pesan menos las desavenencias y mucho más los actos traicioneros. Margarita Jimeno tal vez sentía más odio que dolor, más celos que miedo. La cosa es que aprovechó el traslado al nuevo domicilio para hacer amistad con dos de los muchachos que la ayudaron. No le detuvo el hecho de que fueran compañeros de su hijo, que por cierto la noche del crimen estaba en casa del abuelo. Les propuso ganar un dinero fácil como si te dieran seis millones por aplastar una calabaza con una piedra.

Los chicos, en especial el más callado, entraron en seguida en el juego. Descubrieron que ante ellos tenían a una persona capaz de pagar, y de incluso empeñarse por el dinero que no tenía, con tal de lograr su propósito.

Fue un hecho mal calculado, aunque cuidadoso, porque se fijó en todos los detalles: otros harían el trabajo sucio, el cadáver desaparecería del hogar, como si lo hubieran secuestrado, y no habría testigos. Pero quedaron algunos cabos sueltos, la mente criminal también falla: el cuerpo carbonizado dejó restos que se convirtieron en pruebas, el lavado de la escena del crimen estuvo lleno de defectos, y se mostró incapaz de mantener los nervios hasta el final. Resulta un asesinato cobarde, auxiliado por jóvenes sin escrúpulos, con el fallo fundamental de que era demasiado para la inteligencia del criminal.

DESPIECE: DE BAJA POR ASESINATO

El cadáver de la víctima estaba casi consumido, pero quedaba lo suficiente para establecer que había muerto a golpes. La cara era irreconocible y precisó de un examen forense para establecer el sexo. Era el único cuerpo que aquellos agentes habían visto nunca únicamente vestido con calcetines negros flambeados con gasolina. Su reloj, uno de esfera incombustible, ya no podía dar la hora pero sí identificar al dueño. Margarita no informó a la Policía de que no había ido a trabajar el día que desapareció su esposo, ni al siguiente, lo que la convertía en la sospechosa número uno, pero no tuvo más remedio que declarar dónde había comprado el maldito reloj que la llevaría a la cárcel.