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RODRÍGUEZ VEGA, ASESINO DE ANCIANAS

José Antonio Rodríguez Vega nació el 3 de diciembre de 1957. En un solo año, del 15 de abril de 1987 al 19 de abril de 1988, se le imputan dieciséis muertes de ancianas en una misma ciudad, Santander. Era un delincuente sexual, capturado como violador, con una peripecia parecida al Estrangulador de Boston, pero, en su caso, asesinaba por asfixia. Sorprendía a sus víctimas, de entre 60 y 90 años, y las mataba con la mano o una almohada. Luego, arropaba los cadáveres, aunque fuera con buen tiempo. Los cuerpos de las mujeres eran encontrados en sus camas, a veces con la ropa interior bajada o incluso con la dentadura postiza atravesada en la garganta, y se diagnosticaba el hecho como muerte natural.

La aversión oficialista en aquella época a reconocer la existencia de asesinos en serie en España facilitó la tarea de este criminal desalmado, psicópata, que sometía a sus víctimas a un aberrante trato sexual y que las eliminaba con la tranquilidad que le ofrecía su coartada de hacerse pasar por albañil para cualquier chapuza o técnico mantenedor de televisión.

Una vez atrapado, seguía obsesivamente con un triste discurso contra su madre, a la que hacía objeto de rencores no determinados. En la cárcel desarrolló un ansia vengativa contra el psiquiatra forense que lo diagnosticó como psicópata, incluso prometía ajustarle las cuentas cuando saliera. Desgraciadamente para él, otro preso, quizá celoso de la fama del «asesino de ancianas», lo acuchilló en el patio de recreo, con más de cien puñaladas. Después lo lanzó victorioso contra las cámaras de televisión. Se llama el Zanahorio, por su pelo pelirrojo, y gritó al mundo: «He matado al Mataviejas».

Rodríguez Vega tenía sueños de grandeza, como que algún día escribiría sus memorias y le pagarían por ellas hasta cuatro cientos millones de las antiguas pesetas. También que conseguiría salir de nuevo de una larga condena, como ya hizo cuando fue capturado como violador. Era el violador de la Vespa y sus víctimas le fueron perdonando, todas menos una, lo que acortó su tiempo de condena. Rodríguez Vega tenía pinta de machote, agraciado físicamente y con una actitud, en principio, servicial y autosuficiente.

Una vez que se probaba su trato era fácil descubrir que se estaba en presencia de alguien retorcido, con pretensiones inalcanzables, quizá por el sobado tópico de una infancia difícil en la que, según trataba de hacer creer a quienes le escuchaban, había sufrido el rechazo de su familia. Fue condenado como violador el 20 de diciembre de 1979, y no tardó ni una década, después de sus múltiples abusos, en convertirse en asesino.

José Antonio sufría un embotamiento afectivo y perversión sexual. En abril de 1987 tapó la boca y la nariz a Victoria Rodríguez Morales, de 61 años, cuando estaba en su domicilio y luego recorrió la casa para llevarse diversos objetos. En julio dio muerte a Simona Salas, de 83 años, a la que había captado ayudándole a subir la compra a casa. Abrigó el cadáver con una manta y le robó un San Pancracio, el santo de la suerte.

En agosto, sorprendió a Margarita González, de 82 años, le quitó la ropa interior y con una enorme fuerza le desplazó la dentadura postiza que le obstruyó las vías respiratorias. Una vez muerta, la metió en la cama, la tapó de forma exagerada y le robó un televisor y un anillo. En septiembre atacó a Josefina López, de 86 años, que vivía con su hermana Lucilda, impedida, a la que engañó repartiendo tarjetas de visita con su oferta de chapuzas para todo. Abusó de la anciana y le sustrajo un transistor, un reloj y dinero. El 30 del mismo mes, Manuela González, de 81 años, fue su siguiente víctima. Se llevó un reloj, la alianza de oro y la cartilla de ahorros. En octubre asaltó a Josefa Martínez, de 84 años, la hizo objeto de abusos y le quitó algunos objetos. El 30 de octubre, Natividad Robledo, de 66 años, recibió la visita del asesino que la despojó de la ropa interior y le introdujo un objeto romo en la vagina, produciéndole la asfixia tras desplazarle un puente dental.

El 16 de diciembre, Catalina Julia Fernández, de 93 años, le abrió la puerta al criminal que se arrojó sobre ella, produciéndole la muerte por asfixia. Después trasladó el cuerpo a la cama donde lo dejó muy bien tapado.

El 31 de diciembre, se cree que entre las tres y media y las cuatro de la tarde, fue atacada Isabel Fernández Vallejo, de 79 años. Trasladó el cadáver al dormitorio y se llevó dos alianzas de oro. A principios de enero, María Lanzazábal, de 78 años, cayó en la trampa del asesino que la desnudó, abusó de ella y la mató. Se llevó un llavero con una virgen y un abanico.

El 20 de enero de 1988, Carmen Martínez, de 65 años, se enfrentó al asesino que le levantó la bata, la desnudó y le introdujo un objeto no determinado en la vagina, produciéndole a continuación la muerte. Se llevó una sortija y un lazo con una medalla.

Engracia González, de 78 años, en febrero, abrió su casa a aquel chico tan simpático que la empujó hasta el dormitorio, la desnudó de cintura para abajo y le produjo la muerte. Se llevó dos llaveros y un billetero. A María Josefa Quirós, de 82 años, le dio prácticamente el mismo trato. Le quitó un adorno de madera con termómetro de esos de las tiendas de souvenirs y una cerámica con la efigie de Pablo VI.

Florinda Fernández, de 85 años, fue engañada por un supuesto contrato de mantenimiento de su televisor y al acoger en su casa al indeseable firmó su sentencia de muerte. La señora se salvó de ser mancillada y sufrir abusos porque se produjo un extraño ruido en la escalera que espantó al criminal.

A principios de abril, Sirena Ángeles Soto fue igualmente víctima del cuento del contrato de mantenimiento. El 19 de abril, Julia Paz Fernández, de 70 años, se vio asaltada por el albañil que le había estado arreglando algunos deterioros del domicilio. La tiró al suelo, le quitó la faja y la ropa interior y le introdujo un objeto, tal vez un palo, en la vagina. La mujer murió por paro cardiaco y el criminal, antes de huir, se llevó un espejo, una efigie de la Virgen de Lourdes, una agenda con bolígrafo, un sonotone y un poco de dinero.

Con los objetos más kitsch de lo que había robado, estableció una especie de altar al fetichismo en su habitación sobre terciopelo rojo. Rodríguez Vega era un fantasioso, medio impotente, asaltante de abuelas, con un gusto horroroso por los recuerdos. Y uno de los peores asesinos de todos los tiempos.

Estaba en la cárcel cumpliendo por el asesinato de dieciséis mujeres en un año cuando le cogió el teléfono a la periodista de una productora de televisión.

El célebre «Mataviejas» pasaba por entonces de persona de verbo fácil, algo descarado y largón. En el fondo el gran asesino se sabía poseedor de un misterio insondable: el de los criminales en serie, del que en otras circunstancias quizá habría sido clave de revelaciones sin cuento. Entonces le sirvió para desahogarse. Lo primero que le dijo a la hábil colega es que no quería hablar de su madre, porque la culpaba de las desgracias de su existencia. Y en segundo lugar, le dio por amenazar a uno de los doctores que le habían examinado, el prestigioso psiquiatra-forense José Antonio García Andrade. El doctor lo había calificado de psicópata y no estaba conforme con este diagnóstico. «Yo no soy un psicópata y cuando le vea se va a enterar…»

Pocas veces un estudio forense podía estar más claro: José Antonio había dado muerte a una enorme cantidad de mujeres de avanzada edad, en Santander, en solo doce meses, de 1987 a 1988, sin escrúpulos ni arrepentimiento. Se hacía pasar por albañil o mantenedor de televisores. Entraba en los hogares aprovechando que era un tipo de unos cuarenta años de buena planta y apariencia gentil y servicial. En realidad aquel hombre con encanto se convertía en un monstruo asfixiador, que tapaba los canales de la respiración hasta provocar el óbito, con la mano o con una almohada.

Tenía una señal imborrable: siempre abrigaba los cuerpos, que tendía a dejar en sus propias camas, donde había abusado de ellos. Rodríguez Vega le explicaba a la periodista que solía matar a mujeres de edad, como su madre, porque así la mataba a ella cien veces.

La ignorancia en el ámbito criminal de la actuación de los psicópatas y el desprecio secular sobre el conocimiento de las figuras del crimen hizo que se tardara mucho tiempo en atrapar a Rodríguez Vega. Cuando sucedió, muchas mujeres confiadas habían entregado su vida y habían sido víctimas de su gerontofilia criminal. Pero José Antonio tenía un pasado anterior que habría podido evitar su reaparición como el exterminador de abuelas más importante de la historia criminal. Rodríguez Vega había sido el célebre Violador de la Vespa, y, gracias a que en España no hay memoria criminal, pudo trabajar en la sombra hasta lograr que sus víctimas le perdonasen. Consiguió así salir antes de prisión y obtener la oportunidad de convertirse en un nuevo criminal.

Respecto a su enfrentamiento con García Andrade, Rodríguez Vega no pasó de perro ladrador. Mientras se desgañitaba lanzando amenazas, el comedido doctor le contestaba de una forma simple, eficaz y contundente: su apreciación científica es que se trataba de un perturbado con una personalidad asocial, lo que llaman psicópata. Respecto a sus malas palabras no valía la pena rebatirlas. García Andrade dio una muestra excelsa de su saber y el criminal siguió bramando en su celda. Pasado algún tiempo se le acabó la suerte. El Violador de la Vespa, que llegó a Mataviejas, fue atacado en la prisión de Topas, Salamanca, por dos reclusos, uno de ellos el Zanahorio, que le dieron hasta ciento cuatro pinchazos o puñaladas. Si se extiende la piel de un hombre como esa que dicen que le quitaron al Negro de Bañolas, apenas se encuentra sitio para hacer tanto agujero.

De modo que allí quedó tendido y abandonado, en el patio de la prisión, el hombre que pensaba hacerse rico con el relato de sus memorias, como Caryl Chessman, el Bandido de la Luz Roja. Decía que le ofrecieron 400 millones de pesetas y que pronto saldría para disfrutar de fama y dinero. Dentro de la cárcel le precedía un aura negra de soplón, probablemente falsa. Lo más seguro es que le mataran para robarle el prestigio criminal. En el ambiente carcelario todavía se mantiene viva la leyenda de que si matas al número uno, ocupas su lugar en el podio, algo absolutamente falso. Rodríguez Vega fue un psicópata criminal de la peor especie, tal vez asesinado por otro en el que se observan algunas de sus características esenciales.

Los periodistas lo adivinaron en el Diario Montañés, aunque más que adivinar habría que hablar de buena información, pero las autoridades se resistieron a reconocer los pasos de un serial killer en las calles. Mientras, las familias de las víctimas descubrían contradicciones y datos alarmantes en las muertes de sus seres queridos. Algunas con las faldas revueltas o la ropa íntima fuera de lugar. La caza del psicópata empezó muy tarde en nuestro país. Mientras Rodríguez Vega iba fabricando un museo de recuerdos sobre un manto de terciopelo rojo. De una casa se llevaba unas flores de plástico, de otra, recuerdos de una visita turística. Era por encima de todo un fetichista irredento. Cada una de aquellas cosas inocentes, horteras, sin valor aparente, pero que le recordaban una descarga de adrenalina, apretaron la cuerda en torno a su cuello. Lo peor es que nos perdimos la explicación de qué es lo que buscaba con tanta muerte.

FICHA JUDICIAL

Víctimas: mujeres de avanzada edad, preferiblemente solas. La más joven doblaba la barrera de los 60. Según él, le recordaban a su madre y una vieja deuda emocional.

El juicio: muy mediático, con un Rodríguez Vega tratando de apoderarse del influjo de las cámaras y deseando en todo momento conquistar la gloria de los quince minutos de fama.

Singularidad: conseguía que las mujeres cedieran ante su capacidad de seducción. Las jóvenes le perdonaron las violaciones de sus años mozos y las mayores le abrieron la puerta.

Condena: le cayeron veintiséis años, ocho meses y un día, por cada uno de los dieciséis delitos de asesinato de los que fue hallado responsable, a lo que se añadían otras condenas por abusos y hurto.