John Gotti, John el Elegante, nacido en 1940 en Brooklyn, fue el último gran jefe de la mafia estadounidense. Murió el 10 de junio de 2002 en la cárcel de Springfield (Misuri), donde cumplía cadena perpetua por catorce delitos, entre los que destacan asesinato, extorsión y evasión fiscal. Tenía 61 años y padecía un cáncer de garganta. Llevaba diez años encarcelado. Era conocido por sus cortes de pelo, sus trajes caros, los enormes cochazos en los que se desplazaba y su afición a los diamantes. John Gotti fue para Nueva York lo que Al Capone para Chicago.
Sobresalía por su violencia y dirigía la familia de los Gambino, una de las cinco que se repartían la gran ciudad junto a los Genovese, los Bonanno, los Colombo y los Lucchese. Fue el último gran Don, el último gran padrino, capo di tutti capi. Nacido en una familia de trece hermanos, hijos de John y Fanni, comenzó como integrante de bandas juveniles en el Bronx, por lo que frecuentaba las comisarías, hasta que, como en Uno de los nuestros, entró a formar parte de la mafia bajo la protección de Carlo Gambino. Forjado en los duros callejones de lo más bajo de la ciudad, no tuvo empacho en saquear los materiales de construcción del aeropuerto JFK, asumir una condena por robo y participar en la desaparición de un irlandés al que el clan consideraba asesino de un sobrino de don Carlo. Eso le llevó a prisión por otros dos años, pero también le hizo escalar rápidamente puestos en la pirámide de la organización. Al salir de la cárcel, profesó el juramento de la omertá.
La muerte de Carlo Gambino significó su gran oportunidad. Durante la lucha por el poder, Gotti se adelantó a todos, distinguiéndose por su capacidad de acción y su falta de escrúpulos. Los refinados capos de otras familias le acusan de vulgaridad: para ellos es la insufrible escalada de un simple matón. Sin embargo, Gotti actuaba sin complejos. Sabía que su gran obstáculo era la existencia de Big Paul Castellano, lugarteniente que además impedía el desarrollo de la familia con su anticuada oposición a la venta de droga, como sucede en El Padrino de Coppola con Vito Corleone.
El 16 de diciembre de 1985, Big Paul tendría motivos para arrepentirse de ser un hombre de costumbres rutinarias. En los alrededores de uno de sus restaurantes preferidos, el Sparks Steak House, en la calle 46 de Manhattan, le esperaban dos hombres armados que nada más tomarse el postre le frieron a tiros. Según recogen los diarios, Gotti observaba la escena envuelto en un rico abrigo de cachemir que lo protegía del frío y la nieve. Al ver caer los cuerpos, se acercó despacio y tomó nota de que no tendría más remedio que asumir la sucesión de Big Paul, autorizando el tráfico de cocaína entre los Gambino.
Los que le tachaban de patán no tenían razón. El viejo capo don Carlo le había enseñado que jamás debía dejar que los escrúpulos le estropearan el negocio y también una dimensión aristocrática de la mafia, porque le mostró que para ocupar su puesto era imprescindible leer El Príncipe, de Maquiavelo. Gotti aprendió la lección con tal empeño que recitaba los capítulos de memoria.
John el Elegante, con sus trajes oscuros de rayas y sus chaquetas cruzadas, rematados por un tupé de cabellos canos, esculpido, como es imposible de conseguir fuera de una película de mafiosos, logró convertir a los Gambino en la principal familia de Nueva York. Los procesos contra él empezaron a menudear. Los agentes federales lo pusieron al principio de la lista de los top ten más perseguidos. Gotti, como Lucky Luciano, supo resbalar del banquillo de los acusados. Las víctimas y los testigos sufrían amnesia en su presencia. El periodo más brillante de su dominio, narcotráfico, extorsión y asesinato, fue en los ochenta, cuando se le veía reinar de la Little Italy al Village: la Gran Manzana estaba agujereada por la carcoma de los Gambino. Los negocios y el dinero se los repartían como buenos herederos sicilianos. Eran tiempos en los que la mafia manipulaba las apuestas y las obras públicas, incluso la recogida de basuras.
La época de esplendor empezó a declinar cuando comenzó el estrellato de otro asteroide italoamericano, el alcalde Giuliani, con su cruzada antimafia. Mientras, el Elegante había cultivado fama de cruel. Uno de los episodios que se le atribuyen es la desaparición de un vecino, presunto responsable del atropello de su hijo, Frank Gotti. El niño murió en un accidente, pero a John no se le vio tranquilo hasta que el presunto culpable no se hizo humo.
En tanto, los Gambino habían llegado a su cenit: centenares de soldados y miles de socios. Al Elegante le perdió su ludopatía, descubierta en medio del mareante triunfo, y también su histrionismo, que le llevó a recrearse en su impactante notoriedad. Uno de los suyos acabó traicionándole. Sammy Bull Gravano entró en connivencia con el FBI y con lo que largó tuvieron materia para procesarle por asociación mafiosa y por el asesinato de Big Paul.
Entre las conversaciones grabadas por los federales había una en la que Gotti presumía de haber liquidado a un hombre por el mero hecho de «no haber acudido cuando lo llamé». Su buena estrella se apagó e hizo fracasar el intento desesperado de seguir mandando en la familia desde su celda, a través de su heredero, Peter, al que sus cómplices y subordinados creían un incapaz. Aunque todavía el FBI intenta averiguar si se trata de un tipo tonto o de uno que se hace.
El funeral de Gotti fue digno de su esplendor y conmocionó a toda Norteamérica. El último gran Don ha entrado en la Historia. Le sacaron de la funeraria Papavero en un ataúd bañado en oro, lo pasearon en una procesión de más de cien limusinas y coches de respeto, tras espectaculares adornos florales que reflejaban sus cosas más queridas: el juego, el champán, representados a gran tamaño. Una espectacular despedida: «Nunca te olvidaremos, jefe». Lágrimas de mafioso y de cientos de neoyorquinos. El último destino fue el cementerio St. John, en Queens, donde descansa en un mausoleo de cinco pisos. Comparte camposanto con Lucky Luciano, Vito Genovese, Salvatore Maranzano, Neill Dellacroce, Carlo Gambino, Carmine Galante, Joe Colombo y otras figuras de la Cosa Nostra.
Víctimas: enemigos de la familia Gambino, componentes de la misma que se oponían a sus deseos, personal bajo su mando que se mostrara remiso y explotados de todas clases.
El juicio: se sentó ante el juez por la traición de su confidente, Salvatore Gravano, que se vendió al FBI y permitió que fueran grabadas unas conversaciones incriminatorias.
Singularidad: la crueldad extrema de un simple matón callejero que ascendió, según las memorias de Bill Bonanno, «por el hecho de ser más duro que los otros soldados».
Condena: recibió la perpetua por una concatenación de delitos que van desde la asociación mafiosa hasta el asesinato, prácticamente por capricho.