Era un niño solitario, melancólico, que se llevaba restos de animales muertos al sótano. A medida que fue creciendo, los animales eran mayores y más completos. Nadie se preguntaba si encontraba cadáveres o los fabricaba él mismo. Jeffrey era taciturno, introvertido, capaz de pasarse muchas horas con su siniestra diversión de los cadáveres de animales. Mientras iba creciendo, trataba de asumir su identidad sexual. Había tenido experiencias traumáticas con sus juguetes disecados y trató de llevarlas a la realidad. Necesitaba compañeros sexuales que no reaccionaran, que recibieran impasibles lo que les quisiera dar. Trató de expansionarse con un maniquí robado de una tienda, pero resultaba un sexo soso y abúlico. También ensayó la necrofilia con cadáveres. Se enteró de la inhumación de un chico de 18 años y acudió solo al cementerio con la intención de desenterrarlo. No lo logró, porque la tierra era demasiado dura y había helado.
El 18 de junio de 1978, en Bath, Ohio, recogió a un chico en la carretera, Steven Hicks, tras envolverle en una cháchara infernal, con aquel tono suyo monocorde le convenció para tomar unas copas, y luego le golpeó con las mancuernas que llevaba para ejercitarse y le estranguló. Jeffrey en su supuesto primer crimen encontró la razón de todos los siguientes: los mataba para que no se fueran de su lado. Descuartizó el cuerpo, guardó algunas partes y el resto lo tiró por un barranco. Su malformación de fetichista, masturbador abracadabrante y coleccionista de despojos había comenzado a la vez que su carrera criminal.
En 1979 se alistó en el Ejército y comenzó a beber de una forma desproporcionada. Pasó un tiempo en Alemania y le acabaron expulsando de la milicia. A su regreso, tras un tiempo en Florida, se instaló en West Allis, Wisconsin, en la casa de su abuela, más cerca de donde sería descubierto, Milwaukee. Empezó a frecuentar clubes de busca de parejas y lugares donde era fácil encontrar prostitución masculina. Ofrecía dinero para un falso posado de fotografías. Y solía salir acompañado.
Se alojó en una habitación del Ambassador con Steven Toumi. Después de una noche de excesos y mucha bebida, se despertó abrazado a un cadáver. Reaccionó como un asesino con experiencia. No perdió la calma y se fue a comprar una maleta grande con ruedas, pasó otra noche en la habitación y luego desapareció con aquel pesado bulto. Volvió a cometer un nuevo asesinato en la persona de Jaime Doxtator, de 14 años, y de nuevo en marzo de 1988, mató a un chico mexicano. Su intensa actividad mortal le obligó a mudarse a un apartamento de Milwaukee, porque la abuela se quejaba demasiado de su vida desordenada.
Un chico de 13 años le denunció por abusos y fue condenado a un año de cárcel. Pese a ser descubierto, prosiguió su actividad. Cada vez era un asesino más sólido, con un modus operandi más sofisticado. En el colmo de su innovación decidió la creación de un zombi al que convertir en esclavo. Mientras pintaba los cráneos recuperados de sus víctimas, a veces con aerosol plateado, desarrolló una técnica consistente en drogar, como hacía siempre a los que reclutaba para sus juegos sexuales, y mientras estaban dormidos, trepanarles el cráneo con una taladradora. Luego, en el agujero solía echar un poco de ácido o de agua caliente. Al menos una de sus víctimas logró sobrevivir varios días.
Dicen que en la madrugada del 27 de mayo de 1991, uno de los chicos sometidos al tratamiento de esclavo zombi se le escapó y montó un escándalo que estuvo a punto de terminar con su aventura criminal. Konerak, asiático, desnudo, de 14 años, estaba en la acera, cerca de la casa de Dahmer, drogado, vacilante, incapaz de tenerse derecho y proclamando que huía del infierno. Los policías que acudieron para intervenir en aquella ruptura de la calma no se preocuparon de observar si tenía heridas, por ejemplo, un agujero en la cabeza. Quedaron hipnotizados por aquel chico rubio, educado, que les explicaba que el joven escandaloso era su amante, tenía 19 años, y que había bebido en exceso. Los policías creyeron al hombre blanco, inteligente y pausado, que les daba tan amables explicaciones. Se cree que nada más se marcharon, el chico asiático fue arrastrado al interior de la vivienda y estrangulado.
Pero el 22 de julio de 1991, dos agentes, Robert Rauth y Rolf Mueller, divisaron a un sujeto negro, de baja estatura, Tracy Edwards, de 32 años, en los alrededores de La Marquette University. Llevaba el torso desnudo y de una de sus muñecas pendían unas esposas. Le interrogaron y descubrieron que se trataba de alguien huyendo de un hombre blanco, rubio, que le había drogado. Los llevó hasta el apartamento 211, donde abrió el rubio con aspecto aseado, extremadamente amable, que se ofreció a darles las llaves de las esposas de lo que según dijo no era otra cosa que un juego. Dijo que estaban en el dormitorio y que iría a por ellas, Edwards le interrumpió entonces para decirle que allí estaba también el cuchillo con el que le amenazaba.
Uno de los policías decidió comprobar la historia de Edwards y pasó al dormitorio. Todo parecía estar en calma y en su sitio, excepto por el hecho de que olía como si alguien se hubiera cagado allí dentro. Luego se sabría que se trataba del hedor que soltaba el bidón de ácido con el que hacía desaparecer restos humanos.
En la habitación no había nada llamativo ni delator, salvo un cajón abierto en el que se adivinaba una colección de fotografías instantáneas. El agente cogió algunas para examinarlas y rápidamente quedó horrorizado: las fotos se habían tomado allí, en aquella habitación, con trozos de seres humanos y cadáveres completos. El grito le salió de lo más hondo: «Detén a este tipo». En el registro descubrieron cuatro cabezas humanas en el refrigerador. En el armario del dormitorio había varios cráneos, huesos humanos y al menos un esqueleto completo. En tarros había partes cortadas de cuerpos como manos o penes conservados en alcohol. El carnicero había sido descubierto.
Víctimas: niños y hombres jóvenes a los que drogaba para convertirlos en juguetes sexuales. Incluso trató de fabricar muertos vivientes a los que quiso reducir a esclavos sin cerebro.
El juicio: se le imputaron quince cargos de asesinato y se debatió largamente si era responsable o no, puesto que el procesado alegó incapacidad mental.
Singularidad: hacía beber y drogaba a sus víctimas porque prefería tener relaciones con quien no respondiera a sus caricias, como había aprendido en su niñez con animales muertos.
Condena: fue sentenciado a quince cadenas perpetuas, una por cada una de sus víctimas probadas. A mediados de los noventa fue asesinado en la prisión por un recluso con una barra de hierro.