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MIGUEL GRIMA, FAGOCITADO POR SER UN HOMBRE BUENO

Que se calle de una vez Santiago Mainar, el presunto asesino del alcalde de Fago. Basta ya de vituperios, descalificaciones y ofensas. Que deje de hablar como un disco rayado, como una máquina parlante, como un poseso verborreico. ¿Es que nadie se va a alzar en contra de tanta retórica? ¿Por qué hay que aguantarle a este guarda forestal que ensucie la memoria del alcalde? Al final del juicio, al menos, una vez que se le pregunta si quiere añadir algo antes de declararlo visto para sentencia, se le deja hablar si añade, corrige o se arrepiente, pero si aprovecha para una vez más arrojar basura sobre el buen nombre del que fuera alcalde del PP, el presidente del tribunal tendría que haber dicho ¡Santiago, chitón!

Si vuelve usted a insultar la memoria del fallecido, de uno que no puede defenderse, al que asesinaron en una vuelta del camino de Majones, de forma criminal y cobarde, cuando volvía a casa de una reunión, después de comprar el pan, le saco a empellones, le digo a la fuerza que le acompañen al calabozo con un esparadrapo de bozal.

Que no diga más eso de la muerte del tirano es justa, ni lo abyecto que el muerto era, según él, con el poder político. No se juzga a Miguel Grima, un hombre bueno que ejercía de alcalde después de ganar las elecciones. Se juzga a Mainar, el hombre de las manos y la boca sucia. El hombre de bario, plomo y antimonio en las manos y en la boca ¡A ver si vamos a tener que reírle las gracias a los presuntos! Yo no sé si Mainar es el asesino, eso que lo diga el tribunal, pero que se deje de alardes y arrogancias. Que no hable más como el rey Lear o un personaje de Macbeth. Mainar es presunto de haber disparado la carga lobera con una escopeta contra un hombre desarmado en la soledad de la noche. Si hay algún tirano aquí, es el asesino de la escopeta, el político que no respeta la ley y el voto. Que le arranca la vida al que le quita un voto.

Hay una costumbre en España que es la de hablar bien cuando alguien se muere, costumbre contra la que conspiramos en el Palace, con Enrique Beotas, José Luis Coll y Paco Umbral entre otros, pero no nos referíamos a esto. Se trataba de que los malvados no se fueran al otro mundo de rositas; de forma que el que había sido malo en la Tierra no se fuera sin castigo a la eternidad. Este no es el caso. Aquí estamos ante un narcisista verborreico que desde el primer momento reclama para sí el derecho de juzgar al muerto, sin procedimiento y sin defensa. Es más, algunos medios emiten una y otra vez el aluvión de sus palabras. Y mire usted, señoría, da la casualidad de que este bocazas ya se ha pasado tres pueblos.

Miguel Grima, según sus votantes, a muchos de ellos de cierta edad, les hacía sentir bien cuando lo sabían durmiendo en el pueblo; para los vecinos era una garantía sanitaria. Como una UVI móvil. Era además, el mando y el orden. Cumplía con rigor sus funciones y aplicaba las normas. De los treinta vecinos que habitaban Fago todo el año, las tres cuartas partes le votaban y admiraban. Solo unos cuantos y algunos amigos de estos jugaban en su contra.

Tenía un duro enfrentamiento con sus rivales políticos, pertenecientes a otra ideología, de los que era componente principal este Mainar decidor, maldecidor e incansable agorero de su lucha sin fronteras contra el edil. Mainar, que reclama la atención de los periodistas, que pone al muerto a dar a luz, que se desgañita en una crítica sin fin; él, que se debería haber ido con viento fresco, si es que uno de los dos estaba de más. Mainar dice con detalle que tomó una escopeta, de esas que se encuentran todos los días en la montaña, listas para disparar, y la cargó con un cartucho de postas, con una carga para matar animales, prohibida incluso en la caza del jabalí, que guardaba al descuido, por casualidad. Y se fue a esperar a Grima a la vuelta de Majones; eso dice, sin pensar.

Le preparó una trampa con piedras y cuando estaba distraído limpiando el camino para pasar con su viejo coche, ¡pumba!, le tira a bulto, sin que importe que sea zurdo, tenga cataratas ni haya leído tragedias y comedias de Shakespeare. Y acto seguido, a dar la murga, a aburrir a las ovejas transido de una antigua obsesión: Miguel Grima pesa más muerto que vivo. Mainar desde que se culpó, no descansa; se le ve consumido; y no deja de arrojar rayos y centellas por esa boquita que la justicia debiera lavarle con agua y jabón.

Yo no sé si ha matado a Miguel Grima, eso que lo diga el tribunal, pero que deje de matar su buen nombre y su fama, de herir a su familia y sus descendientes, de insultar a los que le votaron o los que piensan como él o militan en su partido. A Grima lo han asesinado por ser un alcalde electo, por ser una persona decente entre lobos criminales y por andar por el mundo confiando en las instituciones. Ahora las instituciones debieran devolverle su buen nombre, castigar a los que se están pasando con su memoria, hacerle un homenaje y taparle la boca a todos sus asesinos.