«Odia el delito y compadece al delincuente», decía Concepción Arenal, que tenía que vestirse de hombre para asistir a clase en la universidad. En aquella época, la sociedad estaba seguramente en deuda con los delincuentes que salían de la miseria y tenían que robar para comer. Los asesinos de hoy, en su mayoría, proceden más de impulsos que de carencias. Los tiempos han cambiado, pero el vicio de compadecer más al delincuente que a la víctima no ha hecho más que empeorar. La muerte frustrada del condenado Romell Broom, en Lucasville (Ohio, EE. UU.), el pasado 15 de septiembre de 2009, resaltaba el intolerable tiempo que gastaron los ejecutores en buscarle una vena para suministrar la inyección letal.
Sin duda, el premioso relato de Broom, en la camilla, con las venas cerradas, ocultas, profundas, mueve a piedad, como ante el Cristo de Mantegna. Encima él lo transforma en una confesión ante notario, puesto que se libró del último castigo, debido a sus malas venas, en la que destaca que sufrió en total dieciocho pinchazos, pinchacillos, introducción de la aguja de venopunción, nada que pueda asustar a un tipo que ha pasado veinticinco años entre rejas. Pero suficiente para aterrorizar al mundo blandito de fuera, seres blancuzcos acostumbrados al esqueleto exógeno del coche y a la protección anónima de la masa ante el televisor.
Sin duda un martirio, pero nada que ver con la tortura a la que el propio Broom sometió en su día a su víctima, una joven adolescente, Tryna Middleton, de 14 años, a la que secuestró a punta de cuchillo, violó y acuchilló hasta la muerte. El relato de estos hechos no figura en el tratamiento sensacionalista de lo ocurrido en el corredor de la muerte. Ha habido que buscarla en el Cleveland.com y traducirla del inglés. Se ve que no vende. El mundo podría estar harto de jóvenes violadas y cosidas a puñaladas. Y hambriento de condenados a muerte salvados por la campana, tras el martirio de las agujas.
El caso es que ojalá Tryna hubiera podido decir al público de todos los países: «Me sorprendió con una hoja de cuchillo tan grande como la planta del pie, que me raspaba la carne, haciéndome sangre. Me insultaba y maltrataba hasta que me arrancó la ropa. Luego me obligó a tener sexo contra mi voluntad. Era él, ejerciendo el poder de su fuerza sobre mí, una niña solitaria y débil. Cuando se hartó de mi cuerpo, empezó a darme puñaladas… Os aseguro que duele mucho la hoja como la planta del pie, en el vientre o en el pecho, rompiendo la piel, entrando por los órganos y la garganta…» Pero no, ella no tuvo la oportunidad de dictarle esto al notario. Además lleva veinticinco años muerta y olvidada.
Lo palpitante es este hombre de medio siglo, Romell Broom, de quien dicen que tiene las venas inútiles del abuso de heroína, pero no será verdad. Porque entonces dieciocho pinchazos serían como si se acariciara con una pluma de ave.
A lo largo de la aplicación de la última pena, los verdugos han sufrido a veces lo suficiente para convertirse en víctimas, como José María Jarabo en el garrote vil (Madrid, 1959), cuando se tiraron media hora apretando la tuerca sin conseguir que se doblegara su cuello, fuerte como el de un toro. O uno de los cómplices del cacique Paredes, en el crimen de don Benito (Badajoz), al que el garrote vil apretó su cuello con bocio y tardó mucho en morir. El caso es que habían asesinado a una joven virgen y a su madre, con el fin de abusar de ellas, y las apuñalaron por no ceder a sus deseos.
El cuchillo entra cortando venas, abriendo huesos, atravesando sacos pulmonares, bolsas de intestinos, hiriendo nervios y causando un profundo dolor. También el auténtico terror a la muerte, que llega mientras el cuerpo se vacía de sangre por las heridas…
Con el garrote vil, regalo del infame Fernando VII a su esposa, nadie sabía, excepto el experimentado ejecutor de Burgos, cuánto podría tardar el cumplimiento de una sentencia, dicho sea con la mayor de las piedades. Los ejecutores no tenían una escuela que les enseñara a manejar la herramienta. Tenían que aprender sobre la marcha, a solas con el cliente, como enseña la película El verdugo, de Berlanga.
Dado esto y que la herramienta no es fácil de manejar, la mayoría de las veces la muerte no se producía por descoyuntamiento de las vértebras, sino por estrangulación, por asfixia, lo que es una muerte horrible. La culpa la tenía la imprevisión y la falta de entrenamiento de los que tenían que aplicar la sentencia de muerte. Lo mismo que ocurrió en Lucasville, con Broom, que ha hecho estremecerse de horror y llorar al público progre de medio mundo.
La que no se estremeció ni lloró fue la madre de la niña asesinada, Bessye Middleton, del este de Cleveland, que ha pasado veinticinco años esperando para ver morir al asesino de su hija y que ahora duda si vivirá para verlo.
Los médicos no participan del bárbaro ritual de provocar la muerte. Ellos sanan y su trabajo es curar. Inyectar el fármaco de la muerte va en contra del juramento hipocrático. Así que los encargados de aplicar la inyección letal son funcionarios; con suerte, enfermeros. A veces, poco duchos; y desde luego con poca o ninguna experiencia a la hora de liquidar a un condenado del pasillo de la muerte. De tal forma que hay que añadir los nervios del debut, las dificultades de un toxicómano y la mala suerte con la aguja que no encuentra una vía. La pequeña carnicería de la tétrica escena hizo suspender el brutal acto. Ahora hay una posibilidad de que no se pueda repetir, tal vez de esto venga todo el alboroto. El llanto de los sensibleros que sufren por los verdugos puede hacer que no se considere humano repetir el intento de ejecución. Eso libraría a Broom de la muerte. Una oportunidad que él no le dio a Tryna, aquella niña inocente de solo 14 años, a quien ya ha sobrevivido un cuarto de siglo, según su condena a la inyección letal.