El hombre casado dominante

Una lenta tarde de domingo, la luz del sol entraba a raudales por la ventana abierta de la habitación de Lizzie, cubriéndole la cara con el cálido brillo.

Se acurrucó con fuerza contra su almohada favorita, y sobre la funda aun estaba el rastro de lágrimas con rímel de la noche anterior.

Por lo general, ya se habría levantado a esa hora, habría ido a correr por el barrio, habría leído un libro en el parque, o habría tonteado online.  Pero hoy, la mera idea de levantarse de su pequeño refugio de mantas, hacía que se volviera  a poner a llorar. Y la idea de desayunar hizo que el nudo del estomago fuese a peor.

En algún punto, encontró fuerza para alcanzar a ciegas el móvil.  Desesperadamente miró a ver si tenía alguna llamada perdida o mensaje de texto. Ninguno, Lizzie tiró el móvil a los pies de la cama y se acurrucó de nuevo en su oscuridad autoimpuesta.

Carson.

Quería olvidarse de él, pero los recuerdos del tiempo que estuvieron juntos aparecían en su mente una y otra vez,  como un DVD programado para recrear hasta el infinito las mismas escenas de una película.

Nitya, su jefa, había invitado a Lizzie al picnic anual del 4 de julio. Su hogar estaba demasiado lejos como para ir sólo en un fin de semana, y la idea del picnic ganó por goleada al plan de sentarse en el tejado de su edificio con un perrito caliente de microondas. Lizzie estaba feliz de poder asistir.

Se puso el par de sandalias de cuña más bonito que tenía, una falda vaquera nueva, y su camiseta favorita con la señal de la paz en colores de la bandera americana. Incluso se entrelazó en el pelo unas pocas margaritas (aun lo llevaba teñido en una tonalidad rojo brillante que le encantaba y hacía lo posible por mantener). No tenía la intención de impresionar a nadie, pero quería estar guapa.

La única cosa que no pegaba con su look temático era el pendiente de dragón plateado enroscado que llevaba en la oreja.  Estaba tan acostumbrada a llevarlo, que se olvidó que estaba allí, como si fuese una extensión de su propio cuerpo.

Por lo que mientras esperaba una cola para la bebida, se sorprendió cuando alguien recorrió con el dedo la espina del tragón.

Se movió por la fiesta hasta toparse contra el pecho de un hombre con el aspecto de poder aplastarla con tan sólo una de sus enormes y solidas manos. Era pelirrojo casi 30 cm más alto que ella, con un pecho imponente y ojos color azúcar moreno, que parecían duros pero ardientes al mismo tiempo. A Lizzie se le secó la boca al momento. Nunca había conocido a nadie que la hiciera sentirse tan pequeña y a la vez impactada.

-Es más pesado de lo que parece-, dijo, como si hubieran estado hablando durante horas y hubieran retomado el hilo de la conversación.  –Para serte sincero, casi esperaba que se moviese. No estoy seguro de te que quede bien, pero es realmente interesante.

Y así, tal como había aparecido de pronto, se giró abruptamente y se marchó, dejando a Lizzie de pie con cara de tonta por ese autentico atrevimiento. El desconocido se había marchado ya hacía tiempo antes de que Lizzie pudiera encontrar algo ingenioso que contestarle. El hombre se situó junto a un grupo de gente más mayor, todos ellos riéndose.

Durante el resto del picnic, Lizzie lo estuvo vigilando. Él no miró a Lizzie ni una sola vez. Aunque el hombre había estado en el límite de lo ofensivo invadiendo su espacio personal, Lizzie estuvo pensando en él.

¿Quién era? ¿A qué se dedicaba? ¿Por qué la había alterado tanto que no podía centrarse en nada ni nadie más?

Estaba aun tan disgustada al atardecer que lo utilizó como excusa para marcharse, aunque Nitya le instó a quedarse. La fiesta seguiría hasta mucho después de los fuegos artificiales.

Encontró su coche. Tan pronto como sacó las llaves del fondo del bolso, escuchó tras ella una tos ruidosa. Era tan profunda que tenía que ser de un hombre.

Lizzie agarró las llaves, y las colocó saliendo de entre sus nudillos. Por si acaso. Se giró.

-¿Te vas tan pronto? -, dijo el alto esconocido. –No hemos tenido ocasión de presentarnos.

Lizzie odiaba notar cómo le subía la carne de gallina por el brazo. Él no sólo se había dado cuenta que se marchaba, sino que había ido tras ella.

-No, no hemos tenido ocasión-, dijo ella. – Pero lo has fastidiado. Te marchaste y luego me ignoraste.

-Tengo que socializar en todos estos eventos, y nadie cree que estoy siendo grosero con ellos.

Lizzie se cruzó de brazo, esperando que el rubor no le subiese a las mejillas como señal de haberse dado cuenta de lo apretados que llevaba él los vaqueros.

-Si hubieras querido empezar una conversación, has tenido infinidad de oportunidades-, le dijo.

-¿Por qué crees que te estaba ignorando?

-Venga, por favor. ¡No me has mirado ni una sola vez, y he estado allí durante tres horas!

-Y sabes eso porque me estabas observando ¿verdad?

-Si, esto...espera, no, eso es que... ¡olvídalo!-, Lizzie se giró para abrir la puerta del coche, pero la mano de él se posó firmemente sobre su hombro.

-Sólo porque no me has visto mirándote no significa que no supiera dónde estabas. De hecho, he estado observándote de cerca, lo creas o no. Eres diferente y eso me gusta.

-¿Y eso que se supone que significa?,- Lizzie quería abofetearse. Se supone que debía salir de ésta de manera digna y enfurruñada, y en cambio sonaba sin aliento y anhelante.  Se notaba que eso lo sabía él también, porque su sonrisa se volvió algo depredadora mientras se inclinaba sobre ella para murmurarle en el oído:

-Lo que significa, pequeña, es que no me aburres. No hay muchas que pueda decir lo mismo-. Hábilmente introdujo una tarjeta de visita en la cintura de su falda, retirando los dedos antes de que ella se diera realmente cuenta de donde estaban.

–Escríbeme cuando estés preparada. Conduce con cuidado.

Y así, tal cual, se marchó de nuevo, silbando con las manos en los bolsillos completamente despreocupado. Lizzie se quedó ahí de pie, temblando con una emoción que no sabría definir.

Se sacó la tarjeta de visita. Era gruesa, en negro mate con una letra preciosa opalescente, con el email en un lado y en el otro un solo nombre.

Carson.

Tras una semana, por fin se dejó llevar y le mandó un email, aunque no entendía en absoluto el porqué.

O entendía el porqué, pero el lado más sensible de su personalidad no quería admitir que estaba siendo una tonta.

Carson era un grosero, un arrogante, demasiado enterado de su atractivo, avasallador, y un ligue inútil. Daba igual, Lizzie estaba fantaseando de lo que sería que él la levantase  como si no pesase nada, poniéndola contra la puerta de la habitación, embistiéndola una y otra vez hasta dejarla ronca de los gritos. Era exasperante por decir algo, pero tras imaginárselo muchas veces, se sintió obligada de al final hacerlo.

De cualquier manera, con el paso del tiempo, se dio cuenta que su arrogancia provenía de un sentido del humor muy seco y de negarse a hacer algo que no se le antojara, especialmente a la hora de dar una opinión. Dentro de su honestidad estimulante y brutal a la vez, Carson le recordaba mucho a Shea.

Pronto la invitó a salir, sorprendiéndola por tomar la iniciativa.

El sábado por la noche, cenaron en un local exclusivo pero intimo del que nunca había oído hablar, el típico sitio que no se molestaba en imprimir los precios en el menú. Si tienes que preguntar los precios, es que no debías estar allí.

Cuando pidieron, Carson soltó los nombres en francés con gran facilidad. Lizzie se puso roja y murmuró que tomaría lo mismo.

Carson llevó a cabo un intrincado ritual a la hora de seleccionar el vino, y de verter el fragante alcohol en las frágiles copas de cristal con sus grandes manos pero sorprendentemente delicadas a la vez. Lizzie se hundió un poco en la silla y dócilmente pidió café, para ahorrarse la vergüenza de que se le viera el plumero y la rechazara.

Esto era tan típico de él, pensó sombriamente, arrastrarla a un sitio donde no se sintiese cómoda, haciéndola sentirse como una recién llegada del pueblo.

Pero cuando llegó la comida, Lizzie sintió que sus problemas se evaporaban. Carson insistió en cortar la comida en trocitos y dárselos de comer él poco a poco, y se puso extravagantemente petulante ante los ruidos de placer que emitía ella. Eran sabores que ni en un millón de años pensó que bailarían en su paladar, deliciosos y muy satisfactorios.

-Solo tienes que confiar en que se lo que me hago Liz - . Carson tomó unos cuantos bocados, y los bajó con un sorbo de vino. –Te voy a abrir la mente a tantas cosas nuevas. Voy a ser el que te de lo que realmente quieres-.

-¿Y qué crees que es lo que quiero, Mister Lo-se-todo?-, preguntó Lizzie, con cuidado de recoger hasta la última cucharada de la creme brulee.

Carson se inclinó hacia delante, pestañeando mientras la estudiaba atentamente.

-Quieres un hombre que te haga sentir de nuevo como una virgen que se pone colorada.

A Lizzie casi se le cae la cuchara. Se empezó a ruborizar, y eso lo odiaba.

Pero para el profundo alivio de Lizzie, Carson pidió la cuenta sin decir nada más. En seguida se encontraron fuera del restaurante con la brisa de una noche agradable esperando a que el aparcacoches trajera el coche.

-Bien entonces. ¿Crees que estás preparada para aprender algo más esta noche?

Puso su mano sobre la espalda de Lizzie, devolviéndole de nuevo el rubor a las mejillas. A través del vestido podía sentir el calor que desprendía la palma de su mano.

-Nunca he tenido miedo de aprender cosas nuevas-. Dijo ella con una fanfarronería que no sentía, pero al haberla tocado, le daba una valentía como para no recular.

Carson arqueó la ceja, mientras sus ojos oscuros escaneaban las facciones de Lizzie buscando el mínimo indicio de que se tratase de un farol. Lizzie pensó que debía de haber pasado la inspección, porque cuando el aparcacoches llegó, Carson le abrió la puerta del coche.

Y justo cuando pensaba que tenía ya ciertos conocimientos sobre él, hizo que Lizzie saltara por otro aro, conduciendo hasta el centro de la ciudad a un hotel bastante pijo, y arrastrándola casi hasta el ascensor sin ni siquiera una mirada a recepción.

Carson estaba tan descaradamente seguro de sí mismo y de hasta dónde iba a llegar esta noche con ella, que obviamente lo había planeado con antelación. Pulsó un botón de la parte superior del panel y el ascensor subió sin la más mínima sensación de movimiento.

Lizzie respiró hondo, intentando parecer menos furiosa de lo que estaba, pero Carson estaba más avispado que nunca.

-En el momento en el que salgamos de este ascensor, lo único que tienes que hacer es obedecer las órdenes que te dé. No actúes ni pienses por tu cuenta. Déjate llevar haciendo lo que yo diga. ¿Ha quedado claro?

Lizzie quería gritar, ¡ni de coña! Pero – extrañamente- no tener nada que hacer a excepción de seguir órdenes era inexplicablemente excitante. Le quitaba un gran peso de los hombros. No tenía que ser creativa, ni romperse la cabeza para impresionarle o chulearse. Todo lo que tenía que hacer era obedecer. Parecía bastante sencillo.

-¿Te ha quedado claro? - , preguntó Carson de nuevo.

- Si.

El timbre del ascensor sonó sutilmente, de manera apagada.

-Sal del ascensor, después gira a la izquierda y continúa caminando hasta que llegues a la habitación 3016, y luego detente.

Era simple. Delante de la habitación 3016 Lizzie se detuvo.

-Bien-, dijo Carson. – Sigue haciendo lo que te digo.

Se sacó la tarjeta de la habitación del bolsillo del traje, y la metió en la abertura, después empujó la puerta abriéndola. Entró primero, y luego sujetó la puerta para ella.

Aunque su tono de voz no era nada educado. – Entra y camina hasta el lado de la cama. Quítate los zapatos, después arrodíllate junto a la cama con las manos a la espalda.

Cerró la puerta tras ella. –No hablarás hasta que te dé permiso. Cuando hables, te dirigirás a mí como «Señor». Si las cosas se pasan de la raya, di «fuegos artificiales » y pararemos. ¿Ha quedado claro?

-Um, si...s-si Señor-. Lizzie se quitó los zapatos, poniéndolos en un rincón antes de arrodillarse en la alfombra junto a la enorme cama de tamaño queen size. Se encontraban en una suite de lujo que probablemente costaba más por una noche que su alquiler de un mes.

Su corazón palpitaba al triple de velocidad de lo normal, mientras lo veía avanzar por la habitación.

Corrió las cortinas antes de sentarse a los pies de la cama. Carson le pasó los dedos por el pelo reconfortándola y acariciándola. Ella se aproximó demasiado a las caricias, y el pendiente del dragón le dejó un arañazo profundo en un lado del dedo.

-¡Maldita sea! Anda, dame eso y lo guardaré.

-¡No!-, gritó Lizzie. – Lo siento, es que nunca me lo quito.

-¿Te has olvidado de las normas tan pronto?- lo dijo de manera silenciosa, pero algo en su tono hizo que se le erizaran los pelos de la nuca.

-No, Señor...pero es que no...

-¿No puedes o no quieres, Liz?-, Carson le agarró el pelo con fuerza. –Dijiste que seguirías las instrucciones. Eso no significa que sean las que a ti te convengan. Quítate el pendiente.

Parte de ella quería descubrir a donde iba todo esto. Se  dijo a si misma que dejara de ser una idiota diciendo tonterías. Por lo que más quieras, quítate el pendiente. Deja de fastidiar algo bueno. 

Aun así, Lizzie lo miró con la mandíbula temblorosa, tragó saliva a pesar del nudo de la garganta, y sacudió la cabeza en silencio. La tensión en la habitación subió hasta un nivel casi insoportable antes de que la expresión de Carson cambiara de nuevo a una sonrisa afilada.

-¿A si? ¿Me estas probando, eh? Tiró de su mano, poniendo a Lizzie de pie con la única amenaza de tirarle del pelo. Usó su iniciativa para colocar a Lizzie sobre su regazo, levantándole la parte trasera del vestido y recorriendo con un dedo todo el tanga.

-Vas a enterarte de lo que les pasa a las niñas malas que no escuchan.

Al principio Lizzie no comprendía lo que quería decir, se encontraba todavía muy perdida en la sensación alivio de poder dejarse el dragón puesto. Pero rápidamente esa sensación desapareció con el primer azote con la mano abierta que recibió en su culito de Carson.

Lizzie aulló por la sorpresa e inmediatamente intentó escapar, pero entre que Carson la tenía bien sujeta por el pelo y la postura extraña en la que se encontraba, escapar era imposible.

-Esta primera es por olvidarte de decir «Señor». Y esta por la primera negativa-. Carson volvió a azotarla llenandole los ojos de lágrimas. –Esto es por la segunda negativa, y esta por la tercera. Y esta por la réplica no verbal a una orden directa.

A Lizzie no le importó quién escuchara sus gemidos. Ent ese punto ya había pasado el límite de agarrarse a un ápice de dignidad. Lo que no tenía sentido es que a pesar de que fuese un castigo doloroso y humillante, se mojase de excitación. Debería de pasar lo contrario.

-Es una pena que haya tenido que hacer eso-. Carson dibujó círculos sobre uno de los cachetes.  La sensación de cosquillas sobre la piel más que sensible y enrojecida volvió a mandar un escalofrió por todo el cuerpo de Lizzie. –Anda, mira. Estas disfrutando esto un poco demasiado, ¿no?

-S-sí, Señor -. Lizzie chilló mientras Carson la volvía a poner en el suelo, señalando la gruesa y pesada erección que le sobresalía de los pantalones.

Sin decir una palabra, Lizzie comprendió lo que él esperaba. Le bajó la cremallera del pantalón y no perdió el tiempo quitándole los bóxers, directamente empezó a lamer la rajita de su polla. Le comió la cabeza de la polla centímetro a centímetro lentamente, hasta que un tirón de pelo fue la señal que Carson se estaba impacientando.

Lizzie tomó la base del rabo con la mano abierta, introduciéndose todo lo posible de ese monstruoso tamaño en la boca, y haciendo hueco hasta que le sobresalió un bulto en una de las mejillas. Carson echó la cabeza para atrás mientras embestía contra su boca y murmuraba ánimos.

-Ya vale. Es suficiente, he dicho... ven aquí-. Se la saco de la boca a Lizzie, moviéndose hacia la mesilla de noche y sacando un objeto pequeño, morado y con forma de huevo. Lo puso en la cama, se quitó la corbata y la utilizó para atar juntas las muñecas a Lizzie.

No le dolía, pero desde luego no le permitía escaparse. Carson le quitó la ropa interior, luego la tiró como un tirachinas al otro lado de la habitación y se colocó entre las piernas de Lizzie.

-Ábrete bien para mi...aquí vamos-. Lizzie se mordió el labio, y no tenía muy claro lo que quería hacer con esa cosa rara con forma de huevo.

Separó las piernas tanto como pudo, y Carson lo empujó contra su raja, con lo mojada que estaba fue sencillo que entrara hasta el fondo. Era algo raro, y Lizzie se retorció hasta que recibió otro azote en su muslo exterior.

Antes de volver a romper las normas de nuevo, y antes de poder preguntar qué era lo que se suponía que tenía que hacer, Carson presionó un pequeño control remoto. Apretó el botón y Lizzie casi salta fuera de la cama cuando el huevo empezó a producir una ola de vibración que produjo que le palpitara el chochito.

-¡Ooooohhh... Dios, Carsonnnn vas a hacerrrrr que meeee corraaaaaa! Lizzie se las apañó para gritar de entre dientes, tratando en vano por tener a Carson entre las piernas de apretar los muslos uno contra el otro

-No hasta que yo te diga que puedes. Mírame, Liz. No hasta que te lo diga.

Volvió a presionar el botón, aumentando la fuerza de la vibración.

Lizzie sintió que los ojos se le iban para atrás. Podía hacer esto, todo lo que tenía que hacer era concentrarse en seguir las órdenes y todo iría bien. Era más fácil decirlo que hacerlo. Mientras, Carson le desabrochaba el sujetador por detrás del vestido con un ingenioso apretón de dedos, moviéndolo a un lado para poder lamerle los pezones a través de la tela sedosa. Lizzie arqueó la espalda desesperada por recibir más contacto.

-¡Por favor, me muero, Carson por favor!-,  Lizzie se revolvía, el sabor a cobre bailándole por la lengua tras morderse el labio con fuerza. Carson respondió subiendo la vibración más aun, dejando a Lizzie como un autentico trapo de sudor y sin palabras.

-Vale nena, vamos. ¡Córrete para mi... joder, eres preciosa!-. Carson metió dos dedos para agarrarle el clítoris inflamado, sonriendo mientras la fuerza del orgasmo de Lizzie expulsó completamente el vibrador de su vagina.

Estaba bajando de las alturas de la gloriosa confusión cuando se dio cuenta que Carson se estaba masturbando justo encima de su estomago.

-¿Qué estás haciendo?-, Carson no contestó de inmediato. Las venas de su cuello sobresalían mientras se la seguía cascando, y no contestó hasta que finamente el semen caliente se disparó a través del pecho y la cara de Lizzie.

-Unng. Perdona. No puedo hacer nada vaginal o anal. Esas son las reglas.

-¿Reglas? ¿De qué estás hablando? ¿Reglas de quién?

Carson parpadeó mirándola como si le hubiera crecido una segunda cabeza.

-De Allison, claro. Ella es mi mujer, ella pone las reglas. Es lo justo-.  Lizzie sintió como la sangre se le bajaba de la cara. Como si alguien la empapara con un cubo de agua helada sin previo aviso.

-Allison, quieres decir... ¿mi JEFA Allison? ¿ES TU MUJER?

-Esto..., ¡eh cálmate!

-¡No me voy a calmar! ¡Desátame de inmediato, Carson!-, Lizzie intentó pegarle una patada pero sólo consiguió atizarle en las costillas.

-Estás actuando como si no lo supieses. ¿No te llamó ella y te lo explicó...? ¡Oh! esa zorra manipuladora....

-No intentes culparla por esto. ¡TÚ eres el que le está poniendo los cuernos a su MUJER!

-No tienes derecho a venirte arriba conmigo, señorita Lizzie, ya que fue ella la que me puso los cuernos contigo.

Carson desató los nudos rápidamente y de manera brusca, tirando y estirando hasta que le liberó las muñecas. –Así es, señorita inocente. Se te mintió en esa limusina. ¿A lo mejor estaba demasiado ocupada comiéndotelo para explicarte esa parte?

Lizzie meneaba la cabeza mientras se le caían las lágrimas.

-El trato es, que desde que me puso los cuernos ella primero y viaja todo el tiempo, tengo vía libre. Y te elegí a tí. Tan simple como eso. Y cuando se lo dije de hecho parecía feliz, puso las normas básicas, y me dijo que te explicaría todo.

-No lo hizo-. Lizzie se vino abajo. ¿Es que nunca se os ocurrió que soy una persona con sentimientos? No soy un juguete que os podéis pasar el uno al otro. No soy alguien con la que os podáis acostar para sentiros mejor con vosotros mismos. No soy una especie de hada mágica del polvo para solucionar vuestros problemas de pareja.

Lizzie no se molestó en buscar su ropa interior a oscuras. Buscó sus zapatos, se colgó el bolso al hombro y salió de la habitación, sin importarle la imagen que podría darle a los otros clientes o al taxista que la llevó a su casa.

Por lo que a la mañana siguiente era un ovillo de humillada miseria, evitando al resto del mundo para poder sentirse mal y lamentarse por cada una de las elecciones de los amantes de ese año.

A lo mejor su madre había tenido siempre razón. En el fondo no había sitio para una chica de pueblo en una ciudad tan grande y siniestra. Ni una sola de las veces de toda la gente con la que se había acostado, había sentido nada que se aproximara al amor verdadero o al afecto. Ninguno a excepción de Shea, que no había hecho otra cosa que dar. Pero eso había sido hace mucho, y todo lo que tenía para recordarlo era un mantra falso y un baratija barata.

Lizzie se deshizo de las mantas, se obligó a ponerse en pie, y calzarse las zapatillas. Salió del apartamento y fue hasta la azotea. Las lágrimas amenazaban con brotar, pero se negó a dejarlas escapar. Despacio, se quitó el pendiente del dragón, sin ello la oreja se le quedó fría y desnuda, y caminó hasta el borde del tejado. Las escamas que con tanto cariño acarició a lo largo del año, ahora le estaban dejando marcada la mano de lo fuerte que las agarraba.

Lo único que tenía que hacer era dejarlo caer y sería libre...del pasado, de sus malas elecciones...y de Shea.

Lizzie se quedó allí durante diez minutos, deseando que su mano se relajara para poder dejar caer  el dragón plateado a la acera  de abajo.

Nunca pasó. Con lagrimas de derrota bajo las escalera y volvió a su apartamento. El dragón volvió a su sitio de siempre, y Lizzie se estremeció cuando se dio cuenta  que una pieza de sí misma volvía a su sitio.

Sonó el timbre. ¿Quién podría ser? Lizzie intentó ignorarlo. Lo último que quería era pretender estar normal hablando con alguien.

Pero el timbre siguió sonando. Finalmente, se decidió a contestar y decirle a quien estuviera llamando que se fuera, que estaba enferma. Tampoco algo muy alejado de la realidad.

Abrió la puerta, una rendija, y vio...

A la última persona que esperaba encontrarse.

Allí de pie con una bolsa de bagels y dos vasos de cartón estaba Shea.

Parecía como si hubiese estado tan sólo ausente durante un día y no un año entero.

Lizzie se quedó paralizada, convencida que finalmente había llegado a su límite y estaba viendo visiones.

-¿Te parece bien que entre? Lo entenderé si no quieres hablarme, o si hay algún tío allí contigo.

Su voz era todavía suave y aterciopelada, vivamente oscura como el cielo de la noche, y profunda como las corrientes del océano. ¿Durante cuantas noches había soñado con poder volver a escuchar una voz así?

Debía de estar resentida. Debía de estar fría. No debía perdonarlo, debía de ser despiadada y  parecer apática, como todo los otros urbanitas.

-Aun llevas puesto mi dragón-, dijo con una expresión atónita.

Eso hizo que su corazón desprendiera un suspiro de felicidad.

Abrió del todo la puerta, pero aun se mantuvo de pie frente a él.

-Sólo si me prometes que no te irás de nuevo.

Shea dejó caer la cabeza.

- No estoy lo suficientemente fuerte-, dijo Lizzie. -Si tengo que pasar otro año más sintiéndome así, simplemente yo creo que...

Shea abrió los brazos hacia ella sin mediar palabra, y Lizzie corrió hacia él sin un ápice de vergüenza, llorando contra su pecho como si los trescientos sesenta  y cinco días de soledad hubieran emergido.

Shea la sujetaba tan estrechamente que podía oír el latido de su corazón. Era la música más bonita que jamás había oído nunca.

-Bienvenida a casa Lizzie.