VI

La muerte no reconoce tiempos verbales, lo he aprendido.

La Triple A me busca. La Triple A es una banda de criminales y sicarios al estilo del Somatén catalán. Ellos son los que me buscan, y en su rabiosa búsqueda escarban el cielo y la tierra de Córdoba.

Escucho, casi todos los días, un pequeño helicóptero que escruta los cuatro vientos, y presiento las patrullas que, sin uniforme, olfatean las calles persiguiendo mi rastro. Si soy hallado voy a procurar venderles cara la cacería a la que se han lanzado, y en el mejor de los casos solo se llevarán por trofeo un misérrimo cadáver.

Existe un instante en el que el terror se corre dando espacio a la ira, y la ira puede correr de su eje a los mares.

La clandestinidad me da refugio, y en ese refugio, a veces, el temor da lugar a la ira. Es cuestión de coincidir, nada más. La clandestinidad es como el destierro, pero peor porque es adentro.

Soy un militante que se refugia en la clandestinidad, porque la Triple A me busca por cielo y tierra.

No obstante, sigo.

No obstante la Triple A y la enfermedad que ignoro, pero sé que me devora, sigo.

¿Qué nos deja el muerto más ilustre de este tiempo que es el abuelo de las tragedias que nos colman?

El general Perón ha dejado como guardián de sus desvelos a López Rega, su mayordomo, un facineroso, un degenerado y meticuloso asesino al que le debemos la Triple A. Cariñosamente, el general llamaba Lopecito aLópez Rega. Lopecito, le ataba los cordones al general y desde abajo observaba fascinado y servil la enormidad de su metro noventa y pico. Jugaba a las muñecas con el cadáver embalsamado de Evita, le pintaba las uñas y besaba en la boca el cadáver de Evita. Ese tipo de cosas le gustaba hacer al mayordomo en los años de frío y bruma de Madrid, donde el general sobrevivió a un letargo eterno y lluvioso.

Cuentan los que estuvieron en Puerta de Hierro, y los testimonios siempre coincidieron, que López Rega soportaba todas las humillaciones que el general le infligía, entonces, tal vez, sea razonable que el humillado se haya vengado cuando tuvo oportunidad. A propósito, cuentan otros que vieron cómo López Regale escondía los medicamentos a Perón y le decía que un macho como él no necesitaba de esas cosas de viejos.

En nuestra tierra, en la que todo se ha degenerado, las hienas comen antes que los leones.

Lopecito, es una hiena. La hiena no ruge, apenas si suelta unas risitas asquerosas en medio de su festín de tortura y sangre.

En nuestra tierra una hiena ha heredado a un león.

 

General, usted que ha sido el hombre más sabio de este siglo ¿por qué nos ha legado tanta mierda?

Pese a mi enfermedad, parado frente a la ventana de la cocina, fumo.

El humo es azul y espeso, y dibuja siluetas de mujeres en el aire, al trasluz dorado de la mañana.

Salgo al pequeño patio que es un pasillo con macetas desbordadas de geranios, y escucho el apacible silencio de esta mañana de invierno. El invierno, que ha sido crudo, me ha dado una tregua, y el helicóptero de la Triple A también.

Sobre una de las macetas flota un picaflor de colores tornasolados y entre los frenéticos aleteos suelta chirridos intermitentes. Puedo ver que sus pequeños ojos brillan como carbones mojados.

El picaflor se detiene un segundo, liba y sale disparado como un rayo.

Respiro hondo.

Tomo mate, pese a que el médico me lo ha prohibido; ni qué hablar del cigarrillo, pero fumo. Largo el humo en poderosas columnas que se deshacen en el aire.

Estoy preso, como cuando me tuvieron preso y jugaba al ajedrez con Santucho, en Rawson.

Pienso en mis compañeros, en los que ya fueron asesinados, y siento tristeza y temor. Sé de compañeros que no hablaron, pese a la electricidad licuándoles los músculos del cuerpo, pese a los golpes, a las quemaduras, pese a la asfixia, pese a los huesos rotos a martillazos, pese a la humillación, al silencio afrentoso, a la extirpación de la dignidad, que pese a todo eso no hablaron.

Padezco el miedo más elemental de todos, tal vez el único, el miedo a la muerte.

Me apoyo en una de las paredes del pequeño patio de los geranios, mientras el cigarrillo se consume, y adivino que mi rostro está desencajado.

Empujo la puerta que dejé entornada, y vuelvo a la cocina.

Cierro con llave.

Enciendo una vieja estufa a kerosén y me quemo con el fósforo. Puteo. Siento, de golpe, cómo el vaho denso y aceitoso del kerosén satura el ambiente. Tarda un rato el vaho en volverse calor.

Tirito de frío y de soledad.

La clandestinidad es como una mina, que no es novia ni esposa, que es una amante a la que no se muestra, pero tampoco se deja.

Esta casa, en la que me enrosco con la clandestinidad, es como un hotel que mañana deberá ser cambiado por otro, para no dejar rastros, y al que no podré volver.

No sé de quién es esta casa, solo sé que me trajeron mis compañeros hace dos o tres noches, y que cuando llegué me bajaron de un auto, emponchado en una frazada que olía a grafito.

En esta casa nunca hay nadie, solamente viene Raúl, me trae algo para comer, los cigarrillos y charla un rato cuando el sol se pone oblicuo.

Con el viejo 38, que es mi escolta, le voy a quemar los pelos al primero que se asome y que no sea Raúl. Creo que mañana a la madrugada me llevarán a otra casa, en barrio San Martín, y así, continuamente, iré con esta amante que la juega de esposa. Ya no tengo casa propia, ni familia, solo deambulo por hoteles que tienen el olor del amor.

Pienso en mi hijo, hoy es su cumpleaños.

Sobre la mesa de esta cocina prestada le escribo una carta y se me fractura el pulso. Escribo querido hijo; tacho y reescribo, queridísimo hijo.

Soy un hombre que clandestinamente habita una casita que huele a hotel alojamiento, y, aunque enfermo, escribe cartas y fuma como un murciélago.

Soy un prófugo que lo mismo puede escribir una carta a su hijo en el día de su cumpleaños que un atlas de tragedias y atiborrarlo de datos majestuosos o repugnantes.

Puedo profetizar.

Para mis compañeros y para quien quiera leer, escribo que puedo profetizar; escribo que manos anónimas, anacrónicas, en sepia, renombrarán, una y otra vez, no importa los años que pasen y darán testimonio e impedirán la ignominia del olvido, una calle; puedo profetizar que esas manos tacharán Colón, mil veces, y escribirán Pampillón, no importa cuántos años pasen, y así el ángel de la revolución que no fue volverá a caminar la calle que llevará su nombre, para pavura de su asesino que lo volverá a ver, mil veces, casi niño, obrero y estudiante, con su espalda agujereada por un tiro de su mano.

Compañeros: ¿qué fue de la revolución que soñamos? ¿Es posible que ese sueño sea este estropicio que ha quedado? No es verdad que nos hayan devorado. Jamás cederemos, ni nos aggiornaremos. No es cierto que los fuegos que encendimos se hayan apagado, ni que el vacío sea el porvenir. Es mentira, por sobre todas las cosas, que se mal usarán nuestros nombres y nuestros sacrificios, porque hemos clavado los cimientos, porque hemos abonado el suelo con los huesos de nuestros muertos y con la sal de nuestras lágrimas hemos regado los caminos. Es mentira, compañeros, que el tiempo pasará y que ni siquiera seremos recordados por lo poco o por lo mucho. Nuestros hombres y mujeres jamás se amansarán, ni serán obsecuentes. Nuestras jornadas de lucha nunca serán meros datos de almanaque. Es mentira el robo, el atropello, la rendición y la prostitución de nuestros líderes, es mentira la depredación y el deshonor. No creamos, compañeros, porque todo es mentira.

 

Yo, mientras una infección malvada me mastica por dentro, y mientras me escabullo de la Triple A, escribo para mis compañeros y para quienes quieran leer, profecías que me ayudan a pasar el rato.

Los dolores se agudizan y me doblan el cuerpo en espasmos de pesadilla.

Dejo de escribir.

Busco la ampolla de analgésico que el médico me dejó y guardé en un bolso de lona verde; rompo el cogote de vidrio, me tomo el líquido.

Al ratito el dolor cesa.

Con el mentón en el pecho, recostado en un sillón, miro el techo; respiro con dificultad, hasta que, por fin, cuando el líquido se ha deshecho en mi sangre, creo ver llegar la tarde.

Arrastró un banco junto a la mesa de la cocina y se sentó. Dejó la bolsa en el suelo. Tosco siguió escribiendo bajo la luz gris que pendía del techo, sin siquiera dar cuenta de su presencia. Un silencio liviano llenó el espacio.

Raúl sacó de la bolsa la pequeña olla con la mazamorra, y la depositó con cuidado sobre la mesa. También, sacó a montones las cartas y las ordenó según el origen de los remitentes. Una vez que terminó de vaciar la bolsa guardó silencio y se detuvo con los ojos cansados en el desorden generalizado de la cocina. Miró el rostro de Tosco, concentrado en la lectura, y tuvo la sensación de que ese hombre estaba peor que ayer. Sintió una pena profunda.

Tosco levantó la mirada, borrosa, como perdida, e intentó sonreírle.

—La mazamorra —dijo Raúl, devolviendo la sonrisa, mientras señalaba con un movimiento de cabeza la olla en medio de la mesa.

Tosco destapó la cacerola y percibió el perfume del maíz y de la leche azucarada. Sintió como si el alma se le curara en el aroma del azúcar cocido y con dos dedos sacó un poco de la preparación y se la metió en la boca. Tragó con dolor, pero se relamió.

Una feroz pelea de gatos estalló en el patio. Raúl pegó un salto y se asomó por la ventana. Solo vio el invierno y el frío.

—Todos los días como a esta hora es lo mismo — dijo Tosco, mientras abría una de las cartas —. Esto es un puterío de gatos. El olor a mierda no se aguanta.

Raúl giró la cabeza y después volvió a mirar entre las rejas de la cocina hacia afuera: volvió a ver el invierno. Permaneció unos minutos de pie, simulando buscar a los gatos que un segundo antes lanzaban alaridos escalofriantes. En realidad, no supo qué decir. Bajó la vista; vio, pegoteados, secos, algunos granos de arroz en la bacha de la cocina y una botella de grapa, a la mitad, sobre la mesada. El desorden, el invierno, la histeria de los gatos, la tos pesada de Tosco detrás suyo y la realidad en sí misma, hacían muy difícil su estadía ahí.

Tosco siguió tecleando, como si la presencia de Raúl le molestara, como si no debiera irse en pocos minutos.

—¿Qué novedades hay? —preguntó, siguiendo un protocolo innecesario.

—¿Novedades?, Gringo, ¿novedades? —dijo Raúl sonriendo—. Acá las novedades ocurren por minutos. No existen las novedades, Gringo.

Tosco cargó papel en la máquina de escribir haciendo sonar el rodillo como un ronquido áspero. Siempre hay novedades, dijo, mientras disparó letras que sonaron como tiros sobre el papel.

Ambos compusieron un silencio monocorde.

Luego, de espaldas, con la cabeza inclinada hacia abajo y las manos apoyadas sobre la mesada como soportando el peso de la tarde sobre su cuello, Raúl dijo:

—Rumores sí hay, Gringo…

—¿Rumores de qué? —preguntó Tosco, sin dejar de escribir.

Raúl alzó la cabeza y la movió lentamente, hacia ambos lados. Se sirvió grapa. Tomó un trago. Miró hacia el patio, de nuevo. Suspiró y con la uña del pulgar derecho se rascó la frente.

—Hay rumores de golpe —respondió, cortando de un tajo el aire de la cocina que se había vuelto denso y espeso. Tosco dejó de teclear. Raúl, sin darse vuelta, pudo ver la expresión de su rostro. Ambos permanecieron callados. La tarde agonizó anunciando esa agonía en los sonidos de la noche.

Ante el mutismo, dio razón de las fuentes de sus dichos. Eran confiables. Venían de adentro de las propias fuerzas armadas. Aún de espaldas, con la mirada apagada y clavada en la nada del patio, escuchó repetidas veces el encendedor de Tosco. Luego el cigarrillo crepitó levemente y percibió el olor del tabaco quemando. Tomó otro trago de grapa. Se dio vuelta y lo vio con la mirada al suelo, soltando el humo por la nariz. Se distrajo por un momento y apreció el arte de fumar en sus maneras. Se acercó y volvió a sentarse en el banco junto a la mesa.

El rostro de Tosco reflejaba una fatiga de siglos. En ese momento se paró, caminó hasta la ventana y siguió fumando. Raúl vio que el papel cargado en la máquina contenía una carta, una más, pero no se atrevió a espiar a quién iba dirigida. Tosco se sentó sobre la mesada de la cocina, sus piernas colgaron. Raúl, en ese instante, lo vio más desmejorado aún, demasiado delgado, el cabello escaso y las ropas arrugadas, aunque dignas.

—Ya no soy el mismo, Raúl —dijo Tosco—. Todos los días pienso en eso, y esa sensación me asusta. Es como cuando tuviste una mujer a la que quisiste. Con esa mujer andabas por determinados lugares, que eran tus lugares habituales, cotidianos. La avenida Hipólito Yrigoyen, supongamos. Un buen día, por el motivo que vos quieras, esa mujer desaparece de tu vida, y otro día, al tiempo, volvés a caminar por Yrigoyen. Pero Yrigoyen ya no es igual por más que nada haya cambiado. Se ancló en una época, en un momento. Volvés a pasar, tiempo después, y el sentimiento es el mismo. Nada es igual y sentís que jamás nada va a ser igual. Te gana una sensación de ajenidad, de desamparo.

Raúl tomó los restos de grapa y se sirvió un trago más. Encendió un cigarrillo. Tuvo ganas de irse, pero decidió quedarse.

—¿Dónde está lo que defendimos? —preguntó Tosco.

—No sé, Gringo.

Al rato, y luego de un silencio prologando, algo se renovó en el ánimo de Tosco. Raúl lo percibió en el tono de su mirada, fue como si de algún modo reapareciera, pese a lo que él mismo acababa de decirle, el de antes.

—Hay que formar un frente de partidos —dijo Tosco—, y ese frente tiene que ser múltiple para impedir el golpe.