PRÓLOGO DEL AUTOR
Cuando un escritor llama a su obra romance, no es muy necesario añadir que desea señalar un enfoque determinado, tanto en lo referente a la forma como al contenido, lo que no se habría sentido obligado a especificar de haber decidido escribir una novela. Se supone que esta última modalidad de composición presenta los hechos con una fidelidad descrita al minuto, no solamente en lo relativo a la experiencia posible del ser humano, sino al transcurso probable y habitual de la misma. El romance, en cambio —que, aunque como pieza artística debe ceñirse con rigidez a las normas, y aunque transgreda las mismas al apartarse de la verdad del sentimiento albergado por el corazón humano—, permite al autor presentar cierta realidad en circunstancias que sean de su propia elección o creación. Además, si el creador lo considera apropiado, puede manipular el medio para intensificar o atenuar las luces de la obra, así como profundizar y enriquecer sus sombras.
El autor será capaz, sin duda, de hacer un uso en extremo moderado de los privilegios aquí mencionados, con especial atención a la proporción del elemento fantástico, que añadirá para dar a su obra un toque ligero, delicado y evanescente, más que como ingrediente básico del plato que ofrece a su público. Difícilmente se le puede acusar, no obstante, de cometer un crimen literario aun cuando descuide dicha moderación.
En la presente obra, el autor se ha propuesto —aunque con qué grado de éxito, por suerte, no le corresponde juzgarlo— no traspasar los límites de la inmunidad creativa. Este relato se enfoca como obra romántica por el intento de relacionar un tiempo ya pasado con el momento presente. Se trata de una leyenda que se prolonga por sí misma, desde una época ahora difuminada por la distancia hasta llegar a la luz de nuestros días. Por otro lado transporta hasta el presente parte de esa mítica bruma que la acompaña, y que el lector, dependiendo de sus gustos, puede o bien pasar por alto o bien dejar flotar de forma casi imperceptible sobre los personajes y hechos por mor del efecto pintoresco. Quizá el entramado narrativo posea una urdimbre tan simple que requiera este recurso, y, al mismo tiempo, dificulte más aún su entendimiento.
Muchos escritores hacen hincapié en una moraleja definida a la que destinan sus obras. Con tal de no carecer de ella, el autor ha ideado una moraleja propia. A saber: la realidad de que el mal obrado por una generación pervive en las siguientes, y que, al no contar este con la ventaja del paso del tiempo, se convierte en un menoscabo genuino e incontrolable. Al respecto, el autor sentiría una gratificación singular si este romance convenciera a la humanidad —o, de hecho, a cualquiera de su componentes— del despropósito que supone verter sobre las cabezas de desafortunados herederos una montaña de oro o propiedades mal habidos, que, desde ese instante, no harían otra cosa que aplastar y demoler a los receptores hasta que la masa acumulada se desintegrara y solo quedasen los átomos originales.
Pese a actuar de buena fe, el autor no osa imaginar ni por un segundo la posibilidad de albergar tal esperanza. Cuando los romances enseñan algo o producen cualquier resultado efectivo, suele ser gracias a un proceso mucho más sutil que no tan manifiesto. Por ello, el escritor no ha considerado útil ensartar la historia en una moraleja, como si de una picana de acero se tratara —o, mejor dicho, como si clavara una mariposa en un alfiler—, privándola así de vida y provocando que se convirtiera en un ser rígido con una apostura desgarbada y poco natural. Una verdad rotunda, de hecho, forjada con detenimiento, habilidad y atención al detalle, que se intensifica a cada paso y que culmina al final del desarrollo de una obra de ficción, puede contribuir a la gloria artística, pero jamás será más cierta, y pocas veces más evidente, en la última página que en la primera.
Tal vez, el lector decida situar en una localidad real los hechos imaginarios descritos en esta narración. De haberlo permitido la relación histórica —que fue esencial para la planificación inicial, aunque ligeramente—, el autor lo habría impedido por todos los medios. Por no mencionar otras objeciones, esto expone el romance a un tipo de crítica inflexible y en extremo peligrosa, pues acerca las descripciones imaginadas por el autor al momento en que entrarán en contacto, de forma casi segura, con las realidades del momento. No era parte de su objetivo, no obstante, describir costumbres locales, ni entrometerse en los rasgos definitorios de una comunidad por la cual profesa el debido respeto y siente la natural consideración. El autor confía en que no se considere una ofensa imperdonable el hecho de que haya creado una calle cuya existencia no viola los derechos individuales de nadie, ni el apropiarse de una gran extensión de terreno sin propietario visible, ni el construir una casa con unos materiales que llevan siglos usándose para la construcción de castillos en el aire.
En cuanto a los personajes de la historia —aunque ellos se jacten de pertenecer a un antiguo linaje de renombre— son fruto de la imaginación del autor, o, en todo caso, una combinación de características de creación propia. Las virtudes de estos individuos no enaltecen, ni sus defectos redundan, en lo más mínimo, en el descrédito de la venerable ciudad en la que aseguran habitar. El autor se sentiría feliz, por tanto, si el libro se leyera estrictamente como un romance —y sobre todo en la zona en la que se ha inspirado—, pues la obra está mucho más vinculada a las nubes que nos cubren que a cualquier porción del suelo real del condado de Essex.
Lenox, 27 de enero de 1851