LA VENTANA ARQUEADA
Por la inercia o lo que podríamos definir como el carácter vegetativo de su estado de ánimo habitual, Clifford se habría contentado, tal vez, con pasar un día y después otro en interminable sucesión —o, al menos, durante el verano—, viviendo la vida que se acaba de detallar en las páginas anteriores. Consciente del hecho, no obstante, de que podría beneficiar al anciano cambiar un poco de atmósfera de vez en cuando, Phoebe le sugería en ocasiones observar la vida de la calle. A tal fin solían ascender juntos la escalera hacia la segunda planta de la casa, donde, al final de una amplia entrada, había una ventana con forma arqueada de unas dimensiones enormes y poco comunes, cubierta por un par de cortinas. Quedaba justo encima del porche, en el lugar que otrora había ocupado un balcón, cuya balaustrada había entrado en decadencia hacía tiempo y había sido retirada. A través de esa ventana arqueada, una vez abierta aunque manteniéndose en una oscuridad relativa gracias a la cortina, Clifford tenía la oportunidad de observar una parte de la vida del vasto mundo como se desarrollaba en una de las apartadas calles de una ciudad no muy populosa. Sin embargo, Phoebe y él la contemplaban como si fuera el escenario más interesante que la población podía ofrecer. El aspecto pálido, gris, infantil, envejecido, melancólico, aunque en ocasiones sencillamente alegre y, en otras, delicadamente inteligente de Clifford, espiando, parapetado tras el ajado carmesí de la cortina —al observar la monotonía de los sucesos cotidianos con una especie de interés y avidez incongruentes—, con cada pequeña vibración de su sensibilidad, se volvía en busca de comprensión en la mirada de la joven y enérgica muchacha.
Si se encontraba sentado y concentrado junto a la ventana, ni siquiera la calle Pyncheon podía ser tan opaca y solitaria para que, en algún extremo de toda su extensión, Clifford no descubriera alguna cuestión en la que clavar la mirada, y despertar, cuando no quedar absorto, por la observación. Las cosas que al niño que empieza su exploración de la existencia ya le resultaban familiares, eran extrañas para el anciano. Un carruaje, una diligencia con su poblado interior, dejando a los pasajeros aquí y allá y recogiendo a otros, asemejándose así a ese vasto vehículo rodante, el mundo, cuyo destino final es todas partes y ninguna parte… Clifford seguía con la mirada llena de ansiedad esos objetos, pero los olvidaba ante la polvareda que los caballos y las ruedas habían levantado a su paso. Mientras observaba las novedades (entre las que se contaban los coches de pasajeros y las diligencias), su mente parecía haber perdido su capacidad de asimilación y retentiva. En dos o tres ocasiones, por ejemplo, durante las horas más soleadas del día, un carromato de agua pasaba junto a la casa Pyncheon y dejaba una gruesa estela de tierra humedecida, para sofocar el polvillo blanco que hubiera levantado hasta la más delicada pisada de una dama; era como un chaparrón estival que las autoridades de la ciudad habrían podido atrapar y domesticar, y convertir en la más común de las costumbres a su conveniencia. Clifford jamás logró familiarizarse con el carromato del agua; siempre le asombraba provocándole la misma sorpresa que la primera vez. Parecía que su mente se quedaba impresionada con él, pero olvidaba el recuerdo del recorrido de su aspersión, antes de su siguiente aparición, pese a hacerlo por toda la calle, donde el calor no tardaba en volver a resecar el polvillo blanco. Ocurría lo mismo con el tren. Clifford oía el escandaloso aullido del diablo de vapor y asomándose por la ventana arqueada podía vislumbrar los vagones de los trenes, pasando en rápida sucesión por el cabo de la calle. La idea de esa tremenda energía era nueva para él cada vez que la veía y parecía afectarle de forma desagradable y casi con la misma sorpresa la centésima vez que la primera.
Nada produce una sensación más triste de decadencia que esa pérdida o anulación de la capacidad para enfrentarse a objetos novedosos y seguir el ritmo de la fugacidad del momento pasado. Tal vez se trate, sin más, de un instante de suspenso, pues si esa capacidad pereciera en realidad, de poco serviría la inmortalidad. Seremos menos que fantasmas siempre que nos sobrevenga una calamidad de esas características.
Clifford era, en realidad, el más empedernido de los conservadores. Apreciaba todos los elementos antiguos de la calle, incluso aquellos caracterizados por una tosquedad que habitualmente habrían disgustado a sus sentidos. Le encantaban los ruidosos y traqueteantes carros, cuyo antiguo surco todavía podía hallar en su recuerdo hacía tanto tiempo enterrado, al igual que el observador actual considera interesantes las huellas de las ruedas de los carros antiguos de Herculano. El carro del carnicero, con su nívea capota, era un objeto aceptable, al igual que el del pescadero, anunciado por el canto de la caracola; lo mismo le ocurría con el carromato de las verduras del campesino, que avanzaba con pesadez de puerta en puerta, con largas pausas del paciente caballo, mientras su dueño vendía nabos, zanahorias, calabacines, vainas, guisantes y patatas nuevas, a la mitad de amas de casa del vecindario. El carro del panadero, con la penetrante melodía de sus campanas, tenía un agradable efecto en Clifford, porque, como pocas otras cosas lograban, resonaba con el mismo tono desafinado de otros tiempos. Una tarde, un afilador de tijeras montó su rueda justo debajo del olmo Pyncheon, enfrente de la ventana arqueada. Los niños acudieron corriendo con las tijeras de sus madres, o con su navaja para tallar madera, o con la navaja de afeitarse de sus padres, o con cualquier otro objeto que necesitara volver a ser afilado (salvo, claro está, el pobre ingenio de Clifford), sobre el que el afilador pudiera aplicar su rueda mágica para devolverlo como si estuviera nuevo. La máquina rotativa giraba sin cesar, movimiento propulsado por el pie del afilador, y desgastaba el duro acero contra la resistente piedra, que emitía una intensa y maliciosa prolongación de un bufido tan intenso como los emitidos por Satanás y sus secuaces en el Pandemonio, aunque limitado a un alcance más reducido. Era como el horrible, agudo y venenoso siseo de una serpiente, pues no producía más que una pequeña molestia al oído humano. Con todo, Clifford lo escuchaba con un deleite embelesado. El sonido, pese a lo desagradable que era, poseía gran vitalidad y, sumado al corillo de niños curiosos que observaban las revoluciones de la rueda, daba a Clifford la sensación de una existencia más vívida, bulliciosa y radiante de la que había experimentado jamás. No obstante, su hechizo permanecía sobre todo en el pasado, puesto que la rueda afiladora había siseado en sus oídos infantiles.
En ocasiones, el anciano se quejaba, compungido, de que en la actualidad no había diligencias como las de antes. Y preguntaba en tono ofendido qué había sido de esos chasis de techos cuadrados, con alerones que asomaban por ambos costados, que solían ir tirados por un percherón y conducidos por la esposa y la hija de un granjero, que vendían puerta por puerta arándanos y moras en la ciudad. Su desaparición hacía dudar a Clifford, según decía, de si las bayas no habrían dejado de crecer en los vastos campos y en las umbrías carreteras comarcales.
Aunque no todo cuanto despertaba ese gusto por lo bello, pese a lo humilde que pudiera ser, debía estar relacionado con viejos recuerdos. Este fue un fenómeno apreciable cuando uno de esos muchachos italianos (que son una característica bastante moderna de nuestras calles) llegó con su organillo y se instaló bajo la amplia y fresca sombra del olmo. Gracias a su ágil capacidad de observación profesional se apercibió de los dos rostros que lo observaban desde la ventana arqueada y, tras abrir su instrumento, empezó a propagar sus melodías a lo largo y ancho de la calle. Llevaba un mono en el hombro vestido con tela de tartán escocés y, para completar el conjunto de espléndidas atracciones con las que se presentaba ante el público, tenía una serie de pequeñas figuritas, cuyo hogar era la caja de caoba de su organillo, y cuya fuente de vida era la música que el italiano tocaba para ganarse el pan. Por todas sus variadas ocupaciones —el zapatero, el herrero, el soldado, la dama con su abanico, el beodo con su botella, la lechera con su vaca—, podía considerarse que esa afortunada y reducida sociedad disfrutaba de una existencia armoniosa y que convertía la vida literalmente en un baile. El italiano hacía girar una manivela y, ¡oh, maravilla!, todos esos pequeños individuos se movían con la más curiosa vitalidad. El zapatero se afanaba en el remiendo de un zapato; el herrero martilleaba su yunque; el soldado blandía su brillante espada; la dama levantaba una diminuta brisa con su abanico; el alegre beodo bebía con avidez de su botella; un colegial abría su libro con sed de conocimiento y volvía la cabeza para recorrer la página de un lado a otro; la lechera ordeñaba con brío a su vaca; y un avaro contaba el oro de su caja fuerte. Y todo eso con el mismo giro de manivela. Sí, y movido por el mismo impulso, ¡un amante saludaba a su amada con un beso en los labios! Tal vez algún cínico, a un tiempo cómico y amargado, había deseado representar con esa escena de pantomima, que nosotros los mortales, al margen del negocio al que nos dediquemos o qué hagamos para entretenernos —sin importar lo serio o trivial que sea—, bailamos todos al mismo son y que, pese a nuestra ridícula actividad, al final no conseguimos que ocurra nada. Pues el aspecto más destacable de todo el asunto era que, con el cese de la música, todo el mundo quedaba petrificado al instante; pasaban de la vida más extravagante al letargo mortal. Ni el zapato del zapatero quedaba remendado, ni el acero del herrero pulido; no caía ni una gota más de coñac de la botella del beodo, ni una gota más de leche en el balde de la lechera, ni otra moneda en la caja fuerte del avaro, ni el escolar podía volver otra página de su libro. Todos quedaban en la misma postura que antes de ponerse en ridículo con su apurado afán por trabajar, disfrutar, acumular oro y volverse sabio. Lo más triste de todo: ¡que el amante no era ni un ápice más feliz por el beso de la joven dama! Sin embargo, en lugar de tragar con este último y amargo detalle, rechazamos toda la moraleja del espectáculo.
El mono, mientras tanto, con su grueso rabo asomando con ridícula prolijidad por debajo del tartán, tomó posiciones a los pies del italiano. Volvía su carita arrugada y abominable en dirección a todos los viandantes y hacia el corrillo de niños que se había reunido a su alrededor, y hacia la puerta de la tienda de Hepzibah, y la levantaba en dirección a la ventana arqueada, desde donde Phoebe y Clifford contemplaban la escena. Cada dos por tres, el mico se levantaba la boina escocesa, realizaba una reverencia y se rascaba la cocorota. Algunas veces también se dirigía de forma personalizada a algún individuo, tendía su palma negra o hacía cualquier otro gesto para expresar su codicia por cualquier miserable cantidad de dinero que pudiera encontrarse en el bolsillo de los allí presentes. La expresión malvada y decadente, aunque extrañamente humana de su mustio rostro; la mirada indiscreta y picarona, que demostraba que estaba dispuesto a aprovechar cualquier mísera ventaja; su enorme rabo (demasiado enorme para quedar decentemente oculto bajo su gabardina); la diabólica naturaleza que representaba ese rasgo… En resumen, si uno tomaba a ese mono sencillamente por lo que era, vería con claridad al dios dinero de cobre, símbolo de la forma más ordinaria de amor por el parné. Tampoco existía posibilidad alguna de satisfacer al codicioso diablillo. Phoebe lanzó todo un puñado de centavos, que la criatura recogió con avaricia carente de júbilo, se los pasó al italiano para que los pusiera a buen recaudo y de inmediato retomó su pantomima para pedir más.
Sin duda alguna, más de un nativo de Nueva Inglaterra —o, para el caso, de cualquier otra localidad— pasó por allí, dedicó una mirada al mono y siguió su camino sin imaginar lo bien representada que estaba allí su propia condición moral. Clifford, no obstante, era un ser de otro orden. Había disfrutado con deleite infantil de la música y había sonreído, además, con las figuras que la melodía ponía en movimiento. Sin embargo, tras observar durante un rato al macaco de largo rabo, se sintió tan sorprendido por su horrible fealdad, tanto espiritual como física, que, de hecho, rompió a llorar; debilidad que los hombres de atributos delicados y que carecen del poder de la risa, más feroz y más trágico, difícilmente pueden evitar cuando el peor y más aciago aspecto de la vida se presenta ante ellos.
La calle Pyncheon se animaba en ocasiones con espectáculos de pretensiones más imponentes que el descrito con anterioridad, y que atraían una multitud con ellos. Con una repugnancia llena de estremecimiento por la idea de contacto con el mundo, un poderoso impulso todavía se apoderaba de Clifford, siempre que el bullicio de la marea humana se hacía demasiado audible para él. Esto resultó bastante evidente un día que una manifestación política —con su fanfarria de cientos de pancartas y tambores, pífanos, toques de rebato y címbalos que retumbaban entre las hileras de edificios— marchó recorriendo toda la ciudad y pasó con su retahíla de pisotones y un alboroto espectacular por delante de la tranquila casa de los siete tejados. Como mero objeto de contemplación, no hay nada más decepcionante en cuanto a rasgos pintorescos que un desfile visto a su paso por calles angostas. El espectador tiene la sensación de que es una payasada, pues puede distinguir la tediosa vulgaridad del rostro de cada hombre, cubierto de sudor y esa expresión de arrogancia, y hasta el mismo corte de sus pantalones, la rigidez o laxitud del cuello de su camisa y el polvo en los faldones de su abrigo negro. Con tal de convertirse en algo majestuoso, el desfile debería contemplarse desde un punto de vista aventajado, como ocurre cuando despliega toda su variedad por el centro de una ancha planicie o en la más señorial de las explanadas de una ciudad. En esos casos, por la lejanía, se difuminan todas las patéticas personalidades de las que se compone hasta convertirse en un amasijo de existencias —una gran vida, un solo cuerpo reunido de humanidad—, con un vasto y homogéneo espíritu que la anima. Aunque, por otro lado, si una persona impresionable, situada en solitario al borde de esa procesión, la observara, no al detalle, sino como un todo —como un poderoso río de vida, de vasto oleaje, con la misma profundidad en su interior—, la continuidad intensificaría su efecto. Le fascinaría de tal modo que difícilmente podría evitar zambullirse en el oleaje en movimiento de afinidades humanas.
Eso le ocurrió a Clifford. Se estremeció, palideció, miró de forma suplicante a Hepzibah y a Phoebe, quienes se encontraban junto a él en la ventana. Ellas no entendieron en absoluto las emociones del anciano y supusieron que simplemente se encontraba inquieto por el tumulto inusitado. Al final, con las piernas temblorosas, Clifford se levantó, apoyó un pie en el alféizar de la ventana y al minuto siguiente estaba prácticamente asomado al balcón sin balaustrada. En su situación, todo el desfile podría haberlo visto: una figura demacrada y febril, con los mechones canos movidos por el viento que ondeaba las pancartas; un ser solitario, aislado de su especie, pero que en ese momento volvía a sentirse un hombre gracias al instinto incontenible que se había apoderado de él. De haber llegado a salir al balcón, Clifford habría saltado a la calle, aunque no era fácil adivinar si lo habría hecho por esa especie de terror que a veces urge a su víctima a lanzarse al precipicio del que intenta apartarse, o por algún magnetismo natural, que lo atraía hacia el gran cúmulo de humanidad. Ambos impulsos podían haberse apoderado de él a un tiempo.
Aunque sus acompañantes, asustadas por su reacción —la de un hombre que se precipitaba a pesar suyo—, agarraron a Clifford por la ropa y lo obligaron a retroceder. Hepzibah chilló. Phoebe, para quien cualquier extravagancia era un horror, rompió a llorar y gimotear.
—¡Clifford, Clifford!, ¿te has vuelto loco? —gritó su hermana.
—Me cuesta saberlo, Hepzibah —respondió Clifford, e inspiró hondamente—. No temas, ya está, pero de haber seguido ese impulso y haber sobrevivido, ¡creo que me habría convertido en un hombre del todo distinto!
Quizá Clifford tuviera razón, en cierto sentido. Necesitaba un impacto o tal vez necesitara sumergirse en las profundidades de un océano de vida humana, hundirse y quedar cubierto por su masa, y emerger luego, sereno, tonificado, recuperado para el mundo y para sí mismo. Quizá necesitara nada más y nada menos que el remedio definitivo: ¡la muerte!
Un anhelo similar de renovar los vínculos de hermandad rotos con los de su especie se manifestaba en ocasiones de forma más tenue. Una vez, ese anhelo fue hermoso gracias a la religiosidad que subyacía incluso en el fondo. Durante el incidente que nos disponemos a describir, hubo un conmovedor reconocimiento, por parte de Clifford, del cuidado que Dios tenía de él y el amor que le profesaba; amor por ese pobre hombre abandonado, que, de haber estado en manos de algún mortal, podría haber sido indultado por considerarse rechazado, olvidado y convertido en solaz de algún desalmado, embelesado con sus propias diabluras.
Fue una mañana de domingo, uno de esos soleados y tranquilos domingos, con su particular atmósfera consagrada, cuando el cielo parece difuminarse sobre la faz de la tierra con una solemne sonrisa, no menos dulce que solemne. En una mañana así, si fuéramos lo bastante puros para convertirnos en sus canalizadores, deberíamos ser conscientes de la devoción de la propia tierra en su ascensión a través de nuestros cuerpos, en cualquier punto del planeta que nos encontráramos. Las campanas de la iglesia, con diversos tonos aunque todos en armonía, llamaban y se respondían entre sí —«¡Es domingo! ¡Domingo! ¡Sí, domingo!»—, y, a lo largo y ancho de la ciudad, los tañidos propagaban los sonidos sagrados, ora con pausa ora con un júbilo más enérgico, ora una sola campana, ora todas las campanas a la vez. Exclamaban con euforia: «¡Es domingo!», y proyectaban su voz a lo lejos hasta que esta se confundía con la brisa y la impregnaba del verbo sagrado. El aire, con la más dulce y tierna luz del sol divina en él, existía para que la humanidad lo inspirase hasta llevarlo a su corazón y lo expulsara al pronunciar sus oraciones.
Clifford se sentó junto a la ventana con Hepzibah, para observar la salida de los vecinos a la calle. Todos, pese a lo poco espirituales que pudieran ser el resto de los días, se transfiguraban con la influencia del domingo. Por ello, hasta sus vestiduras —ya fuera el decente abrigo de un anciano, cepillado hasta decir basta, o el primer traje de pantalón largo de un chiquillo, al que la madre del retoño había dado la última puntada el día anterior— tenían cierto parecido a las túnicas de la ascensión. De forma similar salió Phoebe por el portal de la vieja casa, levantando su delicada sombrilla verde y echando una mirada hacia arriba acompañada con una sonrisa de amable despedida, dirigida a los rostros de la ventana arqueada. En su aspecto se apreciaba una alegría ya conocida y una santidad que invitaba al júbilo, y con todo, evocaba más reverencia que nunca. La joven era como una oración pronunciada con la más conmovedora belleza de la lengua materna. Phoebe presentaba un aspecto fresco y delicado, como si nada de lo que llevara —ni su vestido, ni su pequeño sombrerito de paja, ni su delicada pañoleta, no más que sus níveas medias— hubiera sido estrenado antes, o, de habérselo puesto ya, estuviera todo recién lavado y perfumado, como si hubiera estado guardado entre rosas.
La joven dedicó un gesto de despedida con la mano a Hepzibah y Clifford, y se lanzó a la calle. Era la viva imagen de la religión: cálida, sencilla, sincera, hecha de una materia que podía pisar la tierra y un espíritu capaz de llegar al cielo.
—¿Hepzibah —empezó a preguntar Clifford, tras observar a Phoebe hasta que la joven dobló la esquina—, alguna vez vas a misa?
—¡No, Clifford! —respondió la anciana—, ¡no en todos estos largos años!
—Si yo fuera —prosiguió su hermano—, creo que podría volver a rezar con todas esas almas humanas orando a mi alrededor.
La vieja dama se quedó mirando el rostro de Clifford y se apercibió de una suave efusión natural, pues el corazón de su hermano se manifestaba, por así decirlo, y se reflejaba en su mirada, gracias a la complacida reverencia que sentía por Dios y el amable afecto que sentía por el prójimo. Esa emoción se transmitió a Hepzibah. La anciana sintió el deseo de agarrarlo de la mano y arrodillarse con él, los dos juntos —ambos hacía tanto tiempo separados del mundo y, como ella reconoció en ese momento, no muy amigos del Altísimo—; sintió el impulso de ir a arrodillarse entre los demás y reconciliarse con Dios y los hombres al mismo tiempo.
—Querido hermano —dijo Hepzibah de todo corazón—, ¡vamos! No pertenecemos a ninguna parte. No nos corresponde ni el lugar que ocuparían nuestros cuerpos para arrodillarnos en una iglesia; pero vamos a algún lugar de culto, aunque nos quedemos de pie en el pasillo. Pobres y abandonados como somos, ¡alguna puerta se nos abrirá!
Así que Hepzibah y su hermano se prepararon para salir —todo cuanto podían prepararse con sus mejores y anticuados ropajes, colgados en percheros o guardados en baúles tanto tiempo ha que la humedad y el aire viciado del pasado los impregnaba—, lo mejor que su gris aspecto les permitía, con intención de acudir a la iglesia. Descendieron juntos la escalera: delgada y adusta Hepzibah; pálido, consumido y ajado por la edad, Clifford. Abrieron la puerta de la casa y cruzaron el umbral, y ambos sintieron que estaban en presencia del mundo en su vasta totalidad y tenían la terrible e imponente mirada de la humanidad sobre ellos. Les daba la sensación de que el Padre Eterno había apartado la mirada y no les daba su aliento. El cálido aire de la calle los hizo temblar. El corazón se les desbocó en el pecho con la simple idea de dar un paso adelante.
—¡Es imposible, Hepzibah!, ¡es demasiado tarde! —exclamó Clifford con profunda tristeza—. ¡Somos fantasmas! ¡No tenemos derecho a estar entre los seres humanos, no tenemos derecho a estar en ninguna parte más que en esta vieja casa, que está maldita, y en la que, por ello, estamos condenados a vagar! Y, además —prosiguió con la fastidiosa sensibilidad tan característica de ese hombre—, no sería apropiado ni bello acudir a ese lugar. Es una idea horrible el pensar que puedo resultar aterrador para mis semejantes, ¡y que los niños se aferren al vestido de su madre al verme!
Retrocedieron hasta llegar al oscuro pasillo y cerraron la puerta. Sin embargo, al volver a subir la escalera, sintieron el interior de la casa diez veces más lúgubre y el aire más viciado por el contraste con el destello fugaz y la pequeña bocanada de libertad que acababan de inspirar. No podían huir; su carcelero había dejado la puerta entreabierta para burlarse de ellos y se había apostado tras el paño para poder observar cómo se escabullían. Porque ¿qué mazmorra hay más tenebrosa que el propio corazón?, ¿qué carcelero más implacable que uno mismo?
Con todo, no sería una descripción adecuada del estado mental de Clifford el presentarlo como alguien siempre desdichado ni este como su rasgo más característico. Todo lo contrario: no había otro hombre en la ciudad, nos atrevemos a afirmar, ni con la mitad de años que él, que disfrutara de tantos momentos despreocupados y aliviados. No tenía carga alguna que soportar; no existían para él esas preguntas ni contingencias relacionadas con el futuro que desgastan la vida de los demás y las hacen miserables por el proceso necesario para sustentarlas. A este respecto, Clifford era un niño, un niño durante toda su existencia, ya fuera larga o corta. En realidad, su vida parecía estar detenida en un período no muy posterior a la infancia, y conservaba todas las reminiscencias de esa época, como cuando, tras el aturdimiento de un fuerte golpe, la conciencia revivida de la víctima retorna a un momento muy anterior al del instante en que se produjo el accidente que la dejó inconsciente. En ocasiones, el anciano relataba a Phoebe y a Hepzibah sus sueños, en los que invariablemente él interpretaba el papel de un niño o de un joven muchacho. Eran unas experiencias tan vívidas, por cómo las relataba, que una vez discutió con su hermana con relación al bordado de un camisón que había visto llevar a su madre en el sueño de esa misma noche. Hepzibah, puntillosa como buena mujer en esa clase de matizaciones, sostenía que la prenda era ligeramente diferente a cómo la describía Clifford, pero, cuando él sacó la prenda de un viejo baúl, demostró que era idéntica a cómo la recordaba. Si cada vez que Clifford despertaba de sueños tan vívidos hubiera tenido que sufrir la tortura de la transformación abrupta de niño a anciano decrépito, el impacto diario habría sido demasiado para soportarlo. Habría constituido una punzante agonía estar estremeciéndose desde el alba y todo el día hasta el anochecer; e incluso en ese momento, una mezcla de dolor sordo e inescrutable habría cubierto con un pálido velo de infortunio el visionario florecimiento y adolescencia que vivía en sueños. Sin embargo, el brillo lunar nocturno se entremezclaba con la bruma del amanecer y envolvía a Clifford como con una túnica, con la que él se arropaba y no solía dejar que penetrara en ella la realidad. No estaba despierto del todo muy a menudo, sino que dormía con un ojo abierto. Tal vez, en esos momentos de duermevela, imaginaba lo que soñaba.
Por ello, como siempre andaba merodeando tan cerca de su propia niñez, se llevaba bien con los niños y así conservaba más fresco su corazón, como un embalse, no muy lejos del manantial, en el que confluyen los arroyos. Aunque prevenido por un sutil sentido de lo apropiado de relacionarse con los más pequeños, pocas cosas le gustaban más que mirar por la ventana arqueada y ver a una niñita empujando su aro por la acera o a los colegiales jugar a la pelota. Sus voces, además, le resultaban muy agradables oídas de lejos: un confuso barullo de sonsonetes, como un remolino de moscas en una habitación soleada.
A Clifford le habría encantado compartir sus juegos. Una tarde le invadió el deseo irresistible de hacer pompas de jabón soplando; entretenimiento este, tal como Hepzibah contó a Phoebe en un aparte, que había sido el favorito de su hermano cuando ambos eran niños. ¡Obsérvenlo ahora, junto a la ventana arqueada, con una pipa de barro en la boca! ¡Véanlo con su pelo cano y esa lánguida e irreal sonrisa en el rostro, donde todavía se vislumbra una hermosa belleza cuyo peor enemigo debe de haber sido espiritual e inmortal, puesto que había logrado sobrevivir durante tanto tiempo! ¡Véanlo, lanzando volátiles esferas desde la ventana hasta la calle! Esas pompas de jabón eran pequeños mundos intangibles con el gran mundo reflejado sobre su superficie transparente, con colores tan intensos como los de la imaginación. Resultaba curioso ver cómo los paseantes se quedaban mirando esas relucientes fantasías, a medida que descendían flotando y convertían la aburrida atmósfera que los rodeaba en un mundo imaginativo. Algunos se paraban a mirar y quizá se llevaran consigo un agradable recuerdo de las pompas hasta doblar la esquina; otros miraban, malhumorados, hacia arriba, como si el pobre Clifford los incordiara al generar una imagen de belleza que flotaba tan cerca de su polvoriento camino. Muchos de ellos levantaban un dedo o el bastón para explotar las pompas y sentían una maliciosa gratificación, sin duda, cuando la burbuja, con la escena del cielo y la tierra en su reflejo, desaparecía como si nunca hubiera existido.
Al final, justo cuando pasaba un anciano caballero de muy digna presencia, una enorme pompa descendió planeando con majestuosidad ¡y fue a explotarle delante de las narices! El anciano levantó la vista, al principio con una mirada severa e intensa que atravesó la oscuridad de detrás de la ventana arqueada; luego miró con una sonrisa que podría haber sido concebida para mitigar el bochorno ambiental de una día de canícula en varios metros a la redonda.
—¡Vaya, primo Clifford! —exclamó el juez Pyncheon—. ¡Todavía haces pompas de jabón!
El tono parecía amable y tranquilizador, aunque sí denotaba cierto sarcasmo. Clifford se quedó totalmente paralizado por el miedo. Aparte de cualquier causa concreta del pasado que justificara tal reacción, al ver al juez, sintió el horror natural y primigenio propio de una personalidad débil, delicada y aprensiva en presencia de un poder inconmensurable. La debilidad no es capaz de asimilar la fuerza y, por tanto, se torna más punzante. Para cualquier círculo familiar no existe peor pesadilla que un pariente tenaz.