ALICE PYNCHEON
Un día llegó un mensaje del venerable Gervayse Pyncheon dirigido al joven Matthew Maule, el carpintero, requiriendo su inmediata presencia en la casa de los siete tejados.
—¿Y qué quiere tu señor de mí? —preguntó el carpintero al criado negro del señor Pyncheon—. ¿La casa necesita alguna reparación? A estas alturas bien podría ser, ¡y no sería culpa de mi padre, quien la construyó, precisamente! Justo el domingo pasado leí el epitafio de la lápida del coronel y, haciendo cálculos a partir de esa fecha, llegué a la conclusión de que la casa llevaba cien años en pie. No me extrañaría que hubiera que hacer alguna reparación en el tejado.
—Yo no sabe qué quiere el señor —respondió Escipión—. La casa, casa muy buena, y viejo coronel Pyncheon cree también casa muy buena, sí. Si no, ¿por qué el viejo se queda en casa embrujada y asusta a pobre negrito?
—Bueno, bueno, amigo Escipión, haz saber a tu amo que acudiré a su casa —respondió el carpintero entre risas—. Para un buen trabajo de reparación, yo soy su hombre. ¿Así que la casa está embrujada? Hará falta un peón más difícil de encontrar que yo para ahuyentar a los espíritus de los siete tejados. Aunque se deshicieran del coronel —añadió hablando entre susurros—, mi viejo abuelo, el hechicero, se quedará con los Pyncheon para evitar que las paredes se vengan abajo.
—¿Tiene usted problema, Matthew Maule? —preguntó Escipión—. ¿Y por qué mira a mí con ojos tan negros?
—No pasa nada, morenito —dijo el carpintero—. ¿Crees que solo tú puedes tener la mirada negra? Ve a decir a tu señor que voy para allá. Y, si ves a la señorita Alice, su hija, preséntale los humildes respetos de Matthew Maule. Ha vuelto con un hermoso rostro de Italia, ¡esa Alice Pyncheon tiene un rostro agraciado, amable y orgulloso!
—¡Él habla de señorita Alice! —exclamó Escipión al regresar de su mandado—. ¡Ese carpintero pobre! ¡Él solo puede mirar señorita de muy lejos!
El joven Matthew Maule, el carpintero, era una persona incomprendida y que no contaba con las simpatías de muchos en la ciudad donde residía. No podía reprochársele nada a su integridad, ni a sus habilidades, ni a la diligencia en el oficio que desempeñaba. La aversión (como podría calificársela justamente) que sentían muchos hacia él era, en parte, el resultado de su propia personalidad y conducta, y, en parte, de su herencia.
Era nieto de otro Matthew Maule, uno de los primeros habitantes de la ciudad, que había sido un famoso y terrible hechicero en su época. Ese viejo réprobo fue una de las víctimas de la época en que el famoso puritano Cotton Mather, los ministros de su hermandad y jueces aleccionados, otros hombres sabios y sir William Phipps, el astuto gobernador, realizaron loables esfuerzos para debilitar al gran enemigo de las almas y enviaron a una multitud de sus seguidores por la pedregosa senda del patíbulo. Desde aquella época, sin duda alguna, había empezado a sospecharse que, como consecuencia de una desafortunada exageración en la meritoria obra en sí, los procesos contra las brujas eran mucho menos aceptables para el caritativo Creador que para su archienemigo, a quien pretendían molestar y aplastar definitivamente. No obstante, no es menos cierto que el espanto y el horror mancillaba la memoria de quien había muerto por el crimen de la brujería. Se dice que las sepulturas de esos difuntos, situadas en las grietas de las piedras, son incapaces de retener a los ocupantes a los que con tanta celeridad habían enterrado en ellas. El viejo Matthew Maule era famoso por no dudar mucho, ni encontrar muchas dificultades, a la hora de levantarse de su tumba como lo haría un hombre normal y corriente de su cama, y podía vérsele con frecuencia a medianoche como a los vivos a mediodía. Ese hechicero mortal (para quien el justo castigo no parecía haber supuesto ninguna clase de mejora) tenía la empedernida costumbre de andar rondando por cierta mansión, parecida a la casa de los siete tejados, con cuyo dueño afirmaba tener una disputa pendiente sobre la concesión de un arrendamiento de terreno. El fantasma, por lo visto —con la obstinación, que había sido una de sus más notables características en vida—, insistía en que era el propietario por derecho del solar donde se encontraba la casa. Sus condiciones eran: que o bien el mencionado arrendamiento de terreno debía de satisfacerse con aspecto retroactivo desde el día en que empezaron a cavar en él, o bien que la mansión debía entregarse. En caso contrario, él, el acreedor espectral, intervendría en todos los asuntos de los Pyncheon y haría que todo les saliera mal, aunque tuviera que hacerlo durante mil años después de muerto. Era una historia descabellada, quizá, aunque no parecía del todo increíble a aquellos que podían recordar lo obstinado e inflexible que había sido el viejo hechicero Maule.
En el presente se decía que el nieto del hechicero, el joven Matthew Maule de nuestra historia, había heredado algunas de las cualidades más cuestionables de su antepasado. Resulta asombrosa la cantidad de ridiculeces que llegaban a rumorearse con respecto al joven. Se contaba, por ejemplo, que tenía el extraño poder de penetrar en los sueños de la gente y que podía manipular los hechos de los mismos a su antojo, como si fuera el director escénico de un teatro. Había mucho cuchicheo entre los vecinos, especialmente entre las personas que llevaban falda, sobre lo que llamaban la visión embrujada de Maule. Algunos decían que al mirar a las personas podía penetrar en su mente y otros, que, por un maravilloso poder de la mirada, podía hacer que las personas entraran en su mente, si le apetecía, para ordenarles misiones en el mundo de los espíritus en nombre de su abuelo. Aún había otros que decían que poseía la capacidad de echar mal de ojo: para apestar el maíz y secar a los niños hasta convertirlos en momias con su acidez de estómago. Sin embargo, y en definitiva, lo que más flaco favor le hacía al joven carpintero era lo reservado y serio de su carácter, y después de eso, el hecho de que no comulgaba en misa y la sospecha de que tenía principios herejes en cuestiones religiosas y políticas.
Tras recibir el mensaje del señor Pyncheon, el carpintero se entretuvo lo justo en terminar un trabajo que en esos momentos tenía entre manos, y luego se encaminó hacia la casa de los siete tejados. Esa notable edificación, aunque su estilo pudiera estar quedándose algo pasado de moda, seguía siendo tan respetable como residencia familiar como la de cualquier caballero de la ciudad. Se decía que el dueño actual, Gervayse Pyncheon, le tenía cierta antipatía a la casa a consecuencia de un impacto emocional experimentado en los primeros años de su infancia, debido a la repentina muerte de su abuelo. Justo cuando el pequeño se disponía a subir al regazo del coronel Pyncheon, había descubierto que el viejo puritano era ya cadáver. Al llegar a la edad adulta, el señor Pyncheon había viajado a Inglaterra, donde había contraído matrimonio con una dama de gran fortuna. En consecuencia había pasado muchos años residiendo en su país natal así como en diversas ciudades del continente europeo. Durante esa época, la mansión había quedado a cargo de un familiar, quien había accedido a convertirla en su residencia temporal, con el compromiso de mantener el edificio en condiciones. Ese compromiso se había cumplido tan a raja tabla que, en ese momento, mientras el carpintero se acercaba a la casa, su ojo profesional no localizó nada que criticar al estado de la edificación. Los hastiales de los siete tejados estaban erguidos y afilados; las tejas estaban bien aisladas y dispuestas para evitar las filtraciones de agua; y el reluciente enlucido cubría por completo las paredes de la fachada, que brillaban con el sol de octubre, como si lo hubieran puesto hacía solo una semana.
La casa lucía ese agradable y vívido aspecto que es como la alegre expresión de una cómoda actividad en el rostro humano. Se apreciaba a simple vista que en su interior se desarrollaba el trajín de una familia numerosa. Alguien introducía una gran carga de madera de roble por la puerta hacia el jardín trasero; la obesa cocinera —o tal vez fuera el ama de llaves— estaba de pie en la puerta de la fachada lateral, regateando para comprar unos pavos y otras aves que le ofrecía un campesino. De tanto en tanto, una doncella de pulcro uniforme o, en otro momento, la reluciente cara afilada de un esclavo, se veían ir de aquí para allá a través de los ventanales de la planta baja de la casa. En la ventana abierta de una habitación de la segunda planta, apostada sobre unas macetas con hermosas y delicadas flores —exóticas, pero que jamás habían disfrutado de un sol más maravilloso que el del otoño de Nueva Inglaterra—, se encontraba la silueta de una joven dama, exótica como las flores, hermosa y delicada como ellas. Su presencia otorgaba una gracia indescriptible y un delicado hechizo a la totalidad del edificio. En otros aspectos, la casa era una bonita mansión y parecía adecuada como residencia de un patriarca, quien podría establecer su propio cuartel general en la habitación bajo el tejado frontal de la casa y asignar las restantes a todos y cada uno de sus seis hijos; mientras que la imponente chimenea central simbolizaría el calor de hogar del hospitalario anciano, que los mantenía a todos calientes y formaba una gran unidad con las otras siete pequeñas chimeneas. Había un reloj de en la fachada frontal, y cuando el carpintero pasó por debajo, levantó la vista y miró la hora.
—¡Las tres en punto! —dijo para sí—. Mi padre me contó que ajustaron ese reloj solo una hora antes de la muerte del viejo coronel. ¡Con qué puntualidad ha seguido funcionando durante estos treinta y siete años! La sombra va reptando y reptando, y ¡siempre está mirando por encima del hombro del sol!
Habría sido adecuado que un artesano como Matthew Maule, al ser enviado a casa de un caballero, hubiera entrado por la puerta trasera, por donde solían ser admitidos los criados y otros trabajadores, o, al menos, por una de las puertas laterales, por donde los comerciantes de mejor rango hacían sus negocios. No obstante, el carpintero era de naturaleza muy orgullosa e implacable y, en ese momento, se sentía dolido por el agravio hereditario, pues consideraba que la gran casa Pyncheon estaba construida en un terreno que debería haber sido de su propiedad. En ese mismo solar, junto a una fuente de deliciosa agua, su abuelo había talado los pinos y había construido una casita rural, en la que habían nacido sus hijos; el coronel Pyncheon había usurpado las escrituras de los dedos entumecidos de un cadáver. Así que el joven Maule fue directamente hacia la entrada principal, bajo un portal de madera de roble labrada, y le dio tal golpe a la aldaba de acero que se habría dicho que el rígido y viejo hechicero en persona era quien llamaba a la puerta.
El negro Escipión respondió a la llamada con una celeridad prodigiosa, pero abrió los ojos como platos al ver que se trataba solo del carpintero.
—Dios asista a mí, ¡qué hombre fuerte este señor carpintero! —murmuró el criado entre dientes—. ¡Parece que él da a puerta con su martillo más grande!
—¡Ya estoy aquí! —exclamó Maule con severidad—. Condúceme hasta la sala de tu amo.
Cuando entró en la casa, una nota de suave y melancólica música resonó y vibró por el pasillo, procedente de una de las habitaciones del piso de arriba. Era el clavicémbalo que Alice Pyncheon había traído consigo de allende los mares. La hermosa Alice repartía gran parte de sus aficiones de joven dama entre las flores y la música, aunque las primeras solían marchitarse y las melodías solían ser tristes. Se había educado en el extranjero y no lograba adaptarse bien a las costumbres cotidianas de Nueva Inglaterra, que jamás habían generado nada hermoso.
Puesto que el señor Pyncheon había esperado con impaciencia la llegada de Maule, el negro Escipión no perdió ni un minuto en llevar al carpintero en presencia de su amo. La habitación en la que se encontraba este caballero era una sala de dimensiones moderadas, con vistas al jardín de la casa y las ventanas parcialmente ensombrecidas por el follaje de los árboles frutales. Era la peculiar dependencia del señor Pyncheon y estaba amueblada con piezas carísimas y elegantísimas, procedentes en su mayoría de París; el suelo estaba cubierto por una alfombra (que no era algo muy típico en esa época), tejida con tanta habilidad y complejidad que destacaba como si estuviera tapizada con flores naturales. En un rincón se alzaba una mujer de alabastro, cuya belleza natural era la única y necesaria vestimenta que portaba. Algunos cuadros —que parecían antiguos y conservaban un añejo matiz difuminado bajo su artero esplendor— adornaban las paredes. Cerca de la chimenea había una espaciosa y hermosa vitrina de ébano con incrustaciones de marfil; un mueble antiguo que el señor Pyncheon había comprado en Venecia y que hacía las veces de expositor para las medallas, monedas antiguas y cualquier pequeño tesoro que hubiera ido coleccionando en sus viajes. Pese a esa variedad decorativa, podían apreciarse las características originales de la habitación: sus techos bajos, sus vigas ensambladas y su chimenea de baldosines al antiguo estilo holandés. La sala reflejaba una mentalidad amueblada con industriosidad de ideas externas, reconvertida con un refinamiento artificioso, pero ni más espaciosa en sí misma, ni más elegante que antes.
Había dos objetos que parecían bastante fuera de lugar en esa sala de bello mobiliario. Una era un enorme mapa de un terreno, o plano topográfico, delineado hacía muchos años, que estaba amarilleando con el humo y tenía manchas de huellas dactilares en varias partes. El otro objeto descolocado era el retrato de un serio anciano con atuendo puritano, pintado con tosquedad, aunque con un efecto llamativo y una intensa expresión en la mirada.
Frente a una mesita, ante un fuego alimentado por carbón auténtico procedente de Inglaterra, se encontraba sentado el señor Pyncheon, sorbiendo café, bebida que se había convertido en su favorita durante su estancia en Francia. Era un hombre de mediana edad y de un atractivo innegable, tocado con una peluca que le llegaba hasta los hombros. Llevaba una chaqueta de terciopelo azul, ribeteada de raso por los bordes y en los ojales, y el fulgor del hogar se irisaba sobre la amplitud de su chaleco, cubierto por completo de flores bordadas con hilo de oro. Cuando entró Escipión acompañando al carpintero, el señor Pyncheon se volvió a medias, aunque retomó su posición inicial y procedió, de forma deliberada, a terminar su taza de café, sin apercibirse de inmediato del invitado cuya presencia había requerido. No es que pretendiera ser grosero o incorrecto —lo que le habría avergonzado reconocer—, sino que jamás se le habría ocurrido que una persona de la posición de Maule tuviera nada que reprochar a sus modales o se molestara en hacerlo de en forma alguna.
El carpintero, no obstante, se dirigió hacia la chimenea y se situó cara a cara con el señor Pyncheon.
—Usted me ha mandado a llamar —espetó—. Haga el favor de explicarme qué quiere para que pueda regresar a mis asuntos.
—¡Ah! Discúlpeme —respondió el señor Pyncheon con calma—. No pretendía aprovecharme de su tiempo sin recompensarle. Su apellido, tengo entendido, es Maule. Es usted Thomas o Matthew Maule, ¿hijo o nieto del constructor de esta casa?
—Matthew Maule —respondió el carpintero—, hijo del hombre que construyó esta casa, nieto del verdadero propietario de este terreno.
—Estoy informado del litigio al que hace alusión —observó el señor Pyncheon con una tranquila ecuanimidad—. Soy muy consciente de que mi abuelo tuvo que recurrir a la vía de la demanda judicial con objeto de reivindicar su legítimo derecho sobre el solar en el que se levantó este edificio. Si a bien tiene, no retomaremos la discusión. La cuestión ya fue zanjada en su época y por las autoridades competentes, de forma equitativa, se supone, y, en cualquier caso, con carácter irrevocable. Con todo, y resulta bastante curioso, sí que hay una referencia casual a esa cuestión en el tema que voy a plantearle a continuación. Y ese mismo y empedernido rencor, esa irritabilidad que ha demostrado ahora, y discúlpeme porque no pretendo ofenderle, no está del todo inconexa con la cuestión en sí.
—Si cree que existe algo que pueda serle de utilidad, señor Pyncheon —respondió el carpintero—, en el lógico resentimiento de un hombre por los agravios infligidos a la sangre de su sangre, le invito a aprovecharlo.
—Le tomo la palabra, buen Maule —respondió el propietario de los siete tejados con una sonrisa—, y procederé a sugerir la forma en que sus resentimientos hereditarios, justificables o no, pueden haber tenido algo que ver con mis asuntos. Habrá oído decir, supongo, que la familia Pyncheon, desde la época de mi abuelo, ha reclamado los derechos de propiedad de una vasta extensión de terreno en el este.
—Lo he oído bastantes veces —respondió Maule, y al decirlo le afloró una sonrisa—, bastante a menudo. ¡Me lo contó mi padre!
—Al parecer, esa reclamación —prosiguió el señor Pyncheon, tras hacer una breve pausa, como para pensar qué podía significar la sonrisa del carpintero— estaba a punto de fallarse a nuestro favor en el momento en que falleció mi abuelo. Bien sabido era, para aquellos más allegados, que mi abuelo no preveía problemas ni retraso alguno en la resolución de dicha cuestión. Ahora bien, el coronel Pyncheon, poca falta hace que lo diga, era un hombre práctico, buen conocedor de los negocios públicos y privados, y no muy propenso a creer en esperanzas infundadas, ni a intentar seguir ningún plan impracticable. Resulta evidente concluir, por tanto, que tenía motivos, aunque no aparentes para sus herederos, para estar convencido del éxito relacionado con la cuestión de la reclamación de propiedad de las tierras del este. En una palabra, tengo la convicción, y mis asesores legales coinciden conmigo (además de contar con el aval de una creencia familiar), que mi abuelo poseía algún derecho de propiedad, o algún otro documento esencial para esa reclamación, pero que ha desaparecido.
—Es muy probable —dijo Matthew Maule y, nuevamente, cuando lo dijo, afloró una siniestra sonrisa en su rostro—, pero ¿qué tiene que ver un pobre carpintero con los elevados asuntos de la familia Pyncheon?
—Quizá nada —respondió el señor Pyncheon—, posiblemente ¡mucho!
Se intercambiaron muchísimas palabras, entre Matthew Maule y el propietario de los siete tejados, relacionadas con el tema que este último acababa de mencionar. Al parecer (aunque el señor Pyncheon tenía ciertas reservas a la hora de dar crédito a los rumores demasiado absurdos a ese respecto), la creencia popular señalaba la existencia de alguna misteriosa conexión entre la familia de los Maule y ese vasto terreno sin explotar de los Pyncheon. Se rumoreaba que el viejo hechicero, gracias a su firmeza, había obtenido la mejor parte de la negociación en ese litigio con el coronel Pyncheon: había conseguido la posesión de la gran propiedad del este a cambio de una par de acres de terreno del jardín. Una mujer muy anciana, fallecida hace poco, solía decir metafóricamente cuando cuchicheaba que kilómetros y kilómetros de las tierras de los Pyncheon habían rellenado la tumba de Maule; que, dicho sea de paso, era un hueco bastante superficial entre dos piedras, cerca de la cumbre del patíbulo. Retomando la cuestión que nos ocupa, cuando los abogados estaban haciendo indagaciones sobre el documento desaparecido, se dijo que jamás lo encontrarían a menos que buscaran en la mano esquelética del hechicero muerto. Tanto crédito dieron los leguleyos a esos rumores que (aunque el señor Pyncheon no consideró adecuado informar al carpintero de este hecho) habían mandado profanar en secreto la tumba del hechicero. No descubrieron nada, salvo que, incomprensiblemente, la mano derecha del esqueleto había desaparecido.
Ahora bien, y esto era algo de una importancia incuestionable, parte de esos rumores populares tenían cierta inspiración real, aunque bastante dudosa y vaga, en palabras cazadas al vuelo y misteriosos comentarios sobre el hijo del ejecutado hechicero, y el padre del Matthew Maule del presente. Y ese fue el momento en que el señor Pyncheon pudo sacar a colación la cuestión que le atañía personalmente. Aunque no era más que un niño en esa época, o recordaba o imaginaba que el padre de Matthew tenía que haber realizado un trabajo el día antes, o, tal vez, la misma mañana en que se produjo la muerte del coronel, en la habitación privada donde se encontraban conversando el carpintero y él en ese preciso instante. Ese aciago día, ciertos documentos pertenecientes al coronel Pyncheon, como recordaba su nieto con claridad prístina, se encontraban repartidos sobre la mesa.
Matthew Maule entendió la sospecha que estaba insinuándosele.
—Mi padre… —empezó a decir, todavía luciendo esa oscura sonrisa, lo que convertía su rostro en un enigma—… ¡Mi padre era un hombre más honrado que el condenado coronel! ¡No habría robado ni uno de esos documentos para recuperar sus derechos de propiedad!
—No voy a discutir con usted —comentó el señor Pyncheon, educado en el extranjero, con altiva compostura—. Ni seré yo quien se moleste por cualquier grosería dirigida ni a mí ni a mi abuelo. Antes de entablar una relación con alguien perteneciente a la clase que usted pertenece, un caballero considerará, en primer lugar, si la urgencia de la finalidad compensa lo desagradable del medio. Y así es en este caso.
Entonces, el caballero cambió el cariz de la conversación e hizo cuantiosas ofertas monetarias al carpintero, siempre que recabase información que ayudase a encontrar el documento perdido y así conseguir el fallo favorable a la reclamación de las tierras del este. Cuentan que Matthew Maule se quedó como si tal cosa ante aquellas proposiciones durante un buen rato. Al final, no obstante, con una extraña risotada preguntó si el señor Pyncheon le entregaría el terreno de la casa del viejo hechicero, junto con la casa de los siete tejados, edificio levantado allí, a cambio de la prueba documental que le imprecaba con tanta urgencia.
En este punto, la descabellada leyenda (en la que, sin copiar todas sus extravagancias, se inspira esencialmente mi historia) refiere un extraño comportamiento por parte del retrato del coronel Pyncheon. Debe tenerse en cuenta que dicho cuadro estaba relacionado de forma tan inextricable con el destino de la casa y adscrito a sus paredes de forma tan mágica que, si alguna vez era descolgado, la vivienda al completo se vendría abajo en medio de un gran estruendo y quedaría reducida a una polvorienta montaña de escombros. A lo largo de toda la conversación entre el señor Pyncheon y el carpintero, el retrato había tenido el ceño fruncido, un puño cerrado y había dado otras muestras de excesivo malestar, aunque sin llamar la atención de ninguno de los dos dialogantes. Al final, cuando Matthew Maule realizó la audaz sugerencia del trueque con la casa de los siete tejados, se dice que el espectral retrato perdió los estribos y llegó a manifestar la intención de abandonar el marco. Sin embargo, esos incidentes tan increíbles no pueden ser más que anotaciones al margen.
—¡Entregar la casa! —exclamó el señor Pyncheon, asombrado de la proposición—. Si lo hiciera, ¡mi abuelo jamás descansaría en paz!
—Eso jamás lo ha hecho, si todo lo que dicen es cierto —comentó el carpintero con serenidad—. Pero esa cuestión corresponde a su nieto más que a Matthew Maule. No tengo nada más que proponer.
Pese a lo imposible que le pareció en primera instancia cumplir con las condiciones de Maule, pensándolo mejor, el señor Pyncheon opinó que al menos podrían discutirlo. Él no sentía ningún vínculo personal con la casa, ni tenía recuerdos agradables de la infancia que pasó en ella. Todo lo contrario, transcurridos treinta y siete años, la presencia de su abuelo fallecido todavía parecía invadirlo todo, como en esa mañana en la que el muchacho aterrorizado se quedó mirándolo: tenía un aspecto terrorífico y estaba muy tieso en su sillón. Por otra parte, los largos períodos de residencia que el señor Pyncheon había pasado en el extranjero y su familiaridad con muchos de los antiguos castillos y salones de Inglaterra, y los palacios de mármol de Italia, hacían que considerase con desdén la casa de los siete tejados, ya fuera por su esplendor o su conveniencia. Era una mansión en extremo inadecuada para el estilo de vida que el señor Pyncheon consideraba adecuado para sí tras ser consciente de sus derechos territoriales. Podía ser una digna morada para su administrador, pero jamás, sin lugar a dudas, para el importante propietario. De hecho, en el caso de fallo favorable del litigio en cuestión, tenía la intención de regresar a Inglaterra. A decir verdad, no había partido ya a esos territorios más confortables porque su fortuna así como la de su difunta esposa empezaban a mostrar síntomas de agotamiento. En cuanto la sentencia de las tierras del este estuviera resuelta y estableciera las bases de una propiedad en pleno derecho, la posesión del señor Pyncheon —medida en millas y no en acres— sería equivalente a un condado, y lo situaría en posición de solicitar, o de permitirle comprar, ese codiciado título concedido por la monarquía británica. ¡Lord Pyncheon! —¡o conde de Waldo!—, ¿cómo podía esperarse que alcanzara esa grandeza entre las patéticas paredes de los siete tejados?
En resumen, desde un punto de vista más general, al señor Pyncheon las condiciones del carpintero se le antojaron de una sencillez que apenas si pudo evitar reírsele en la cara. Tras las conclusiones que había extraído, le daba bastante vergüenza proponer cualquier reducción en una recompensa tan moderada por el inmenso servicio prestado.
—¡Acepto su propuesta, Maule! —exclamó—. ¡Hágame poseedor del documento fundamental para reclamar mis derechos y la casa de los siete tejados será suya!
Según algunas versiones de la misma historia, un abogado redactó un contrato con las especificaciones recién expuestas, y este fue firmado y sellado en presencia de testigos. En otras versiones se dice que Matthew Maule se conformó con un consentimiento por escrito, en el que el señor Pyncheon se comprometía, por su honor e integridad, a cumplir las condiciones acordadas. A continuación, el caballero ordenó que sirvieran vino, que el carpintero y él bebieron juntos, para consolidar su transacción. Por lo visto, durante toda la discusión previa y las subsiguientes formalidades, el retrato del viejo puritano había insistido en sus oscuros gestos de desaprobación, aunque sin ningún efecto, pues cuando el señor Pyncheon dejó la copa vacía, creyó ver el ceño fruncido de su abuelo.
—Este jerez es demasiado fuerte para mí, me ha afectado al buen juicio —comentó, tras echar un vistazo asombrado al cuadro—. A mi regreso a Europa, debo limitar el consumo de alcohol a los caldos más delicados de Italia y Francia, cuyas refinadas calidades no soportan bien el transporte.
—Mi señor lord Pyncheon puede beber el vino que se le antoje y donde se le antoje —respondió el carpintero, como si tuviera conocimiento de los ambiciosos planes del señor Pyncheon—. Pero antes, señor, si desea recibir nuevas de ese documento perdido, debo rogarle que me permita mantener una pequeña conversación con su hermosa hija Alice.
—¡Está usted loco, Maule! —exclamó el señor Pyncheon con altivez y ahora, por fin, se apreció la rabia mezclada con su orgullo—. ¿Qué tendrá que ver mi hija con un asunto como este?
De hecho, ante aquella nueva exigencia del carpintero, el propietario de los siete tejados se mostró incluso más airado que ante la fría propuesta de entregar su morada. Al menos, para esa primera condición había un motivo justificable, sin embargo, no parecía haber ninguno para la más reciente. No obstante, Matthew Maule insistió con obstinación en que se mandara a llamar a la joven dama. Incluso dio a entender a su padre, con una misteriosa explicación —que hizo que la cuestión resultara aún más confusa que hasta ese momento—, que la única forma de obtener el dato necesario sobre el paradero del documento era a través del medio transparente como el agua de una inteligencia virginal, como la de la bella Alice. No es nuestra intención obstruir nuestra historia con reflexiones sobre los escrúpulos del señor Pyncheon —ya estuvieran estos relacionados con su conciencia, su orgullo o su afecto paterno—, pero sí diremos que, al final, mandó llamar a su hija. Sabía muy bien que la joven se encontraba en su alcoba, entretenida en cualquier ocupación que podía abandonar en cualquier momento. Puesto que daba la casualidad que, desde que se había pronunciado el nombre de Alice, tanto su padre como el carpintero habían empezado a oír a lo lejos la triste y dulce música de su clavicémbalo, y la más etérea melancolía de su propia voz al acompañamiento.
Así pues, se mandó llamar a Alice Pyncheon y ella hizo aparición. Cuentan que un retrato de esta joven dama, pintado por un artista veneciano y dejado por su padre en Inglaterra, cayó en manos del actual duque de Devonshire y que ahora se conserva en la mansión de Chatsworth. El motivo no es ninguna relación de la modelo original con el dueño actual de la obra, sino con el valor de la misma como pieza artística y la intensidad de su bella expresión facial. Con todo, si alguna vez nació una verdadera dama y se distinguió de la vulgaridad de la masa por cierta majestuosidad amable y fría, esa fue la mismísima Alice Pyncheon. Aunque poseía cierto encanto femenino en su naturaleza: la ternura o, al menos, la capacidad para ser tierna. Por esa cualidad redentora, un hombre de naturaleza generosa podría haberle perdonado todo el orgullo y haberse contentado con tenderse en su camino y permitir que Alice posara un delicado pie sobre su corazón. Todo cuanto ese hombre habría requerido era la simple confirmación de que en realidad era un hombre y un ser humano, modelado con los mismos elementos que la dama.
Cuando Alice entró en la habitación, se le fueron los ojos hacia el carpintero, quien se encontraba próximo al centro de la sala, vestido con una chaqueta de lana verde, un par de pantalones holgados abiertos a la altura de las rodillas y con un bolsillo profundo para la regla, cuya punta sobresalía por la prenda. Se trataba de un símbolo tan apropiado de su vocación artesana como la elegante espada del señor Pyncheon, símbolo de sus pretensiones aristocráticas. En el rostro de Alice Pyncheon brilló un destello de su aprobación como artista. Quedó prendada de admiración —impresión que no intentó ocultar en absoluto— por el notable encanto, fuerza y energía de la silueta de Maule. Sin embargo, el carpintero jamás perdonaría esa mirada de admiración (que la mayoría de hombres, quizá, habrían atesorado como dulce recuerdo durante el resto de su vida). Debe de haber sido el mismísimo diablo quien hizo que Maule tuviera una percepción tan sutil.
«¿Esa muchacha está mirándome como si fuera un animal? —pensó con los dientes apretados—. Se preguntará si tengo espíritu humano y, lo que es peor para ella, ¡si será más fuerte que el suyo!»
—Padre mío, me ha mandado usted a llamar —dijo Alice, con su melodiosa y dulce voz—. Pero, si tiene negocios pendientes con este joven, le ruego que me deje marchar de nuevo. Usted sabe que esta sala no es de mi predilección, pese a ese cuadro de Claude, con el que usted pretende evocar soleados recuerdos.
—Quédese un instante, jovencita, ¡si no es molestia! —dijo Matthew Maule—. Los negocios que tenía pendientes con su padre ya han finalizado. El que tengo pendiente con usted, ¡empieza ahora!
Alice miró a su padre, con gesto sorprendido e interrogante.
—Sí, Alice —respondió el señor Pyncheon, con cierta perturbación y confusión—. Este joven, que se llama Matthew Maule, asegura, por lo que he podido entender, estar en poder de descubrir, gracias a ti, cierto documento o pliego que se extravió mucho antes de tu nacimiento. La importancia del escrito en cuestión hace aconsejable no rechazar por imposible, o incluso improbable, cualquier método para recuperarlo. Por tanto, mi querida Alice, me harías un favor si respondieras las preguntas de esta persona y cumplieras con sus peticiones decentes y razonables, siempre que parezcan tener el objeto que acabo de exponerte. Puesto que yo no abandonaré la sala, no debes temer ninguna actitud grosera ni impropia por parte de este joven. Y, al más mínimo deseo tuyo, por supuesto, la investigación, o como desees llamarla, será interrumpida de inmediato.
—Señorita Alice Pyncheon —empezó a decir Matthew Maule, con una exquisita deferencia, aunque con cierto sarcasmo mal disimulado en su mirada y en su tono de voz—, no dude en sentirse segura en presencia de su padre ni bajo su omnipresente protección.
—Sin duda alguna no sentiré aprensión alguna teniendo a mi padre cerca —respondió Alice con pudorosa y casta dignidad—. ¡Ni tampoco concibo que una dama, mientras sea sincera consigo misma, deba temer nada de cualquiera ni en cualquier circunstancia!
¡Pobre Alice! ¿Por qué infeliz impulso se habrá puesto a la defensiva frente a un poder que no podía calibrar?
—Entonces, señorita Alice —prosiguió Matthew Maule, ofreciéndole asiento, lo cual fue un gesto bastante gentil procediendo de un artesano—, le ruego que se siente y me haga el favor, aunque sea mucho pedir para un carpintero, de fijar su mirada en la mía.
Alice accedió. Era muy orgullosa. Al margen de todas las ventajas de su clase, esa bella joven era consciente de un poder —combinación de pureza altiva e impoluta y la fuerza tradicional de la feminidad— que hacía que su rostro resultara impenetrable, a menos que fuera traicionado desde el interior. Quizá ella detectara de forma instintiva algún poder o fuerza siniestra que luchaba por traspasar sus barreras, aunque tampoco iba a negarse al enfrentamiento. Por ello, Alice opuso su fuerza femenina a la masculina; encaramiento en el que la mujer no está, a menudo, en igualdad de condiciones.
Su padre, mientras tanto, se había vuelto y parecía absorto en la contemplación del paisaje de Claude, donde un panorama sombrío, bañado por unos cuantos rayos de sol, penetraba tan a lo lejos en un antiguo bosque que no habría resultado sorprendente que su imaginación se hubiera perdido en las abrumadoras profundidades del cuadro. Aunque, en verdad, la obra no significaba más para él que la pared en la que estaba colgado. Estaba totalmente concentrado en los numerosos y extraños rumores que había oído, que atribuían misteriosos, cuando sobrenaturales, poderes a los Maule, incluido el nieto allí presente, así como sus dos antepasados más inmediatos. La prolongada residencia en el extranjero del señor Pyncheon, y su relación con hombres de ingenio y modernidad —cortesanos, hombres de mundo y librepensadores— habían contribuido en gran medida a borrar las macabras supersticiones puritanas a las que ningún hombre nacido en Nueva Inglaterra durante esa época podía escapar del todo. Sin embargo, por otra parte, ¿no creía una comunidad al completo que el abuelo de Maule era hechicero? ¿No había sido el suyo un delito probado? ¿No había muerto el hechicero por ello? ¿No había legado una herencia de odio contra los Pyncheon a su único nieto, quien, al parecer, estaba a punto de ejercer cierta influencia sobre la hija de la casa de su enemigo? ¿Esa influencia no podría ser equivalente a lo que llamaban brujería?
Sin llegar a volverse del todo, el señor Pyncheon pudo ver un reflejo de la silueta de Maule en el espejo. A unos cuantos pasos de Alice, con los brazos levantados en el aire, el carpintero estaba haciendo un gesto como si lentamente dirigiera un peso plúmbeo e invisible hacia la joven virginal.
—¡Alto, Maule! —exclamó el señor Pyncheon dando un paso adelante—. ¡Le prohíbo que continúe!
—Se lo ruego, querido padre, no interrumpa al joven —pidió Alice, sin cambiar de postura—. Sus esfuerzos, se lo aseguro, demostrarán ser muy inofensivos.
Una vez más, el señor Pyncheon volvió la mirada hacia el Claude. Era voluntad de su hija, opuesta a la suya, que el experimento llegara hasta sus últimas consecuencias. De ese momento en adelante, por tanto, debía aceptarlo, no intentar acelerarlo. ¿Y no era por un beneficio personal por lo que deseaba que todo saliera bien? En cuanto se recuperase ese pliego, la bella Alice Pyncheon, con la cuantiosa dote que le entregaría su padre, podría desposarse con un duque inglés o algún príncipe reinante alemán, en lugar de hacerlo con algún clérigo o abogado de Nueva Inglaterra. Al pensarlo, el ambicioso padre estuvo a punto de aceptar que, si era necesario para alcanzar ese elevado objetivo, Maule invocase el poder del mismísimo maligno. La pureza de Alice sería su propia salvaguarda.
Con la cabeza llena de sueños de magnificencia, el señor Pyncheon oyó una exclamación pronunciada entre dientes y procedente de labios de su hija. Fue un sonido muy tenue y lento, tan vago que daba la impresión de que la persona no deseaba verbalizar las palabras y demasiado indefinido para resultar inteligible. Con todo ¡era una petición de ayuda! —jamás lo habría dudado— y, aunque poco menos que un susurro para sus oídos, era un chillido desesperado y resonó largo rato como tal ¡en lo más profundo de su corazón! No obstante, en esa ocasión, el progenitor no se volvió.
Tras una pausa prolongada, Maule habló.
—Mire a su hija —dijo.
El señor Pyncheon avanzó hacia ella a toda prisa. El carpintero estaba muy erguido delante del asiento ocupado por Alice y señalando con un dedo a la casta dama con una expresión de poderío triunfal. Los límites de esa fuerza no quedaban muy bien definidos, puesto que su alcance se extendía con cierta vaguedad hacia lo invisible e infinito. Alice estaba sentada en actitud de profundo reposo, con sus largas pestañas caídas sobre los ojos.
—¡Ahí la tiene! —dijo el carpintero—. ¡Háblele!
—¡Alice!, ¡hija mía! —exclamó el señor Pyncheon—. ¡Mi Alice! —Ella no se movió.
—¡Más alto! —ordenó Maule sonriendo.
—¡Alice! ¡Despierta! —le gritó su padre—. ¡Me angustia verte así! ¡Despierta!
Le habló muy alto, con la voz tomada por el terror y muy cerca de ese delicado oído que siempre había sido tan sensible a cualquier disonancia. Pero resultaba evidente que el sonido no le llegaba. Es indescriptible la sensación de distancia remota, oscura e inaprensible entre Alice y él que sentía su padre por esa imposibilidad de llegar hasta ella con su voz.
—¡Será mejor que la toque! —sugirió Matthew Maule—. ¡Agítela también, con brusquedad! Yo tengo las manos callosas por el uso excesivo del hacha, el serrucho y la garlopa, ¡si no, lo haría yo!
El señor Pyncheon tomó a Alice de la mano y se la apretó con la impaciencia del sobresalto. La besó, con el corazón tan palpitante al hacerlo que creyó que su hija podría sentirlo latir. A continuación, en un arranque de rabia por el aturdimiento de la joven, sacudió su cuerpo virginal con una violencia que, pasado un segundo, le asustó recordar. Dejó de abrazar a Alice, y ella —cuyo cuerpo, aunque flexible, había permanecido inmóvil durante todo ese tiempo— recuperó la actitud que tenía antes de que se iniciaran todos esos intentos de reanimarla. Maule había cambiado de postura, y la cara de la joven estaba vuelta ligeramente hacia él y parecía estar buscando la orientación del carpintero en sueños.
Fue extraño observar cómo el hombre de los convencionalismos se sacudía el talco de la peluca; cómo el caballero noble y reservado olvidaba su dignidad; cómo el chaleco bordado con hilo de oro se agitaba y relucía con las llamas del hogar en una convulsión de ira, terror y pena contenidos en el corazón humano que latía bajo esas vestiduras.
—¡Villano! —gritó el señor Pyncheon, agitando el puño en dirección a Maule—. Se ha conchabado con el mismísimo demonio para robarme a mi hija. Devuélvamela, progenie del viejo hechicero, ¡o acabará ascendiendo al patíbulo tras los pasos de su abuelo!
—¡Tranquilo, señor Pyncheon! —advirtió el carpintero con una desdeñosa compostura—. Tranquilo, si no le importa a su señoría, ¡o se estropeará esos puños de encaje de la camisa! ¿Es culpa mía que haya vendido a su hija por la mera esperanza de recuperar un pliego amarillento? Ahí vemos sentada a la señorita Alice, sumida en un pacífico sueño. Ahora permita que Matthew Maule compruebe si es tan orgullosa como ha demostrado hace un rato.
El carpintero habló y Alice respondió con una conformidad llena de dulzura, sometimiento e introversión; doblada sobre sí misma y ligeramente inclinada hacia él, como la llama de una antorcha cuando sopla sobre ella una ligera corriente de aire. El joven hizo unas señas con las manos y, tras levantar a la joven de la silla —mientras ella avanzaba a ciegas, aunque, sin duda, buscando inconscientemente su centro de gravedad—, la orgullosa Alice se acercó a él. El carpintero le indicó que retrocediera, y ella, al tiempo que le obedecía, volvió a dejarse caer en el asiento.
—¡Es mía! —exclamó Matthew Maule—. ¡Mía, por el derecho que me otorga el más poderoso espíritu!
La leyenda sigue e incluye un largo, grotesco y en ocasiones terrorífico relato sobre los encantamientos (si es que pueden llamarse así) realizados por el carpintero con objeto de encontrar el documento perdido. Al parecer, su intención era convertir la mente de Alice en una especie de medio telescópico a través del cual el señor Pyncheon y él pudieran echar un vistazo al mundo espiritual. Tuvo éxito, como había previsto, pues entabló una especie de comunicación imperfecta, a un paso de conseguirlo por completo, con los personajes difuntos en cuya custodia había estado un secreto tan valioso más allá de los confines de la tierra.
Durante su trance, Alice refirió la presencia de tres siluetas vistas a través de su percepción espiritualizada. Una de ellas era un caballero anciano, digno y de mirada severa, ataviado como para alguna festividad solemne con un atuendo costoso y sobrio, aunque con una gran mancha de sangre en la banda de ricos bordados que llevaba. El segundo personaje, otro anciano, iba vestido con humildad, tenía un rostro sombrío y maligno, y llevaba una soga cortada alrededor del cuello. El tercero era una persona de una edad no tan avanzada, aunque sí había cumplido los cuarenta; llevaba una tosca túnica de lana y bombachos de cuero, y le asomaba una regla de carpintero por uno de los bolsillos laterales. Estos tres personajes visualizados poseían un conocimiento compartido sobre el documento extraviado. En realidad, uno de ellos —el que tenía la mancha de sangre en la banda—, y a menos que sus gestos fueran malinterpretados, parecía tener el pliego en su poder, aunque sus dos compañeros le desaconsejaron desprenderse del documento. Al final, cuando dicho personaje manifestó el propósito de gritar el secreto en voz alta para que fuera oído desde su propia esfera y llegara a la de los mortales, sus compañeros tuvieron una refriega con él y le taparon la boca. De inmediato —ya fuera porque estaba asfixiándose con el secreto o porque el secreto en sí era de color rojizo— apareció un borbotón de sangre fresca en su mano. Al verlo, los dos hombres de vestimenta humilde se burlaron y rieron del avergonzadísimo y anciano dignatario y señalaron con el dedo la mancha.
Aprovechando esa coyuntura, Maule se volvió hacia el señor Pyncheon.
—¡Jamás lo permitirán! —anunció—. La custodia de ese secreto que tanto enriquecería a sus herederos forma parte del castigo de su abuelo. Debe asfixiarse con él hasta que el documento haya perdido todo su valor. ¡Y quédese usted la casa de los siete tejados! ¡Todavía es una herencia demasiado cara por la maldición que recae sobre ella para que los descendientes del coronel puedan canjearla!
El señor Pyncheon intentó hablar, pero —por miedo y perturbación— no pudo más que emitir un murmullo.
El carpintero sonrió.
—¡Ajá, venerable señor! ¡Por fin bebe usted la sangre del viejo Maule! —exclamó con tono burlón.
—¡Demonio con forma de hombre! ¿Por qué os habéis apoderado de mi pequeña? —gritó el señor Pyncheon, cuando logró utilizar su voz ahogada—. ¡Devolvedme a mi hija! ¡Y volved por dónde habéis venido! ¡Y que no volvamos a encontrarnos!
—¡Su hija! —exclamó Matthew Maule—. ¡Es mía de pleno derecho! Sin embargo, por no ser demasiado duro con la bella señorita Alice, la dejaré en su poder, aunque no le garantizo que recuerde jamás a Maule el carpintero.
Agitó las manos hacia arriba y luego, tras repetir un par de veces el mismo gesto, la bella Alice Pyncheon despertó de su extraño trance. Despertó sin tener el más mínimo recuerdo de su experiencia visionaria, sino como si hubiera estado perdida en un ensueño momentáneo y hubiera regresado a la conciencia de la vida real, en un intervalo casi tan breve como el que experimentaba la llama que se consumía de pronto para reavivarse de inmediato en el fuego del hogar. Al reconocer a Matthew Maule, adoptó una pose de fría aunque amable dignidad. Eso fue lo más que se conmovió el orgullo natural de la bella Alice, pues el carpintero lucía una peculiar sonrisa. Así finalizó, por el momento, la búsqueda del título de propiedad perdido del territorio del este de los Pyncheon. Aunque se ha renovado varias veces desde entonces, ningún Pyncheon ha vuelto a ver ese pliego.
Pero, ¡ay de la hermosa, amable aunque demasiado altanera Alice! Una fuerza en la que jamás había ni soñado se había apoderado de su alma pura y virginal. Una voluntad muy distinta a la suya la había obligado a cumplir con sus grotescas y fantásticas órdenes. Su propio padre había hecho que su pobre niña sufriera ese martirio por un exorbitante deseo de medir sus tierras en millas y no en acres. Y, por tanto, mientras Alice Pyncheon viviera, sería esclava de Maule, con una esclavitud más humillante, mil veces más, que la que apresa un cuerpo con grilletes. Sentado junto al humilde fuego de su hogar, Maule no tenía más que agitar una mano y, estuviera donde estuviese la orgullosa dama —ya fuera en su habitación, tocando para los aristocráticos invitados de su padre o rezando en la iglesia—, fuera cual fuese su ubicación u ocupación, su espíritu dejaba de estar bajo su control y se sometía a la voluntad de Maule. «¡Alice, ríe!», decía el carpintero sentado junto a su chimenea, o quizá se limitaba a desearlo intensamente, sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra. Incluso en un momento de oración o durante el transcurso de un funeral, Alice podía romper a reír de forma histérica. «¡Alice, entristece!», y, en ese instante, empezaban a correrle las lágrimas por las mejillas, lo que sofocaba todo el regocijo que sentían cuantos la rodeaban, como una lluvia repentina caída sobre una hoguera. «¡Alice, baila», y ella bailaba, no con los modos cortesanos que había aprendido en el extranjero, sino alguna jiga de pasos exagerados, o algún rigadoon digno de un saltimbanqui, apto para las alegres muchachas en alguna celebración campestre. Por lo visto, la intención de Maule no era condenar a Alice ni procurarle ninguna desgracia oscura y desmesurada, que habría dignificado las penas de la muchacha por el cariz trágico, sino hacerla sufrir un ridículo de los más bajo y mezquino. De esta forma conseguiría que perdiera toda su dignidad. ¡Alice se sentía tan humillada que de buen grado se habría cambiado por una lombriz!
Una noche, durante un banquete nupcial (aunque no el suyo, puesto que, sin ser dueña de sí misma, habría considerado un pecado contraer matrimonio), el invisible déspota que gobernaba la voluntad de Alice le hizo una señal y la obligó —cuando ella iba ataviada con su blanco camisón blanco ligero y vaporoso, y sus zapatillas— a correr por las calles hasta la morada de un humilde trabajador. En el interior se oían risas y celebraciones, puesto que Matthew Maule, esa misma noche, iba a casarse con la hija del trabajador y había convocado a Alice Pyncheon para que fuera testigo de su boda. Y así fue. Y cuando la pareja estuvo unida para siempre, Alice despertó de su sueño encantado. Sin rastro ya de orgullo —con humildad y una sonrisa teñida de tristeza—, besó a la esposa de Maule y se marchó por donde había llegado. Era una noche inclemente, el viento del sudoeste levantaba el aguanieve que empapaba su pecho escasamente cubierto. Ella avanzaba con sus manchadas zapatillas, caminando por las embarradas aceras. Al día siguiente, llegó el resfriado; pronto, la tos imparable; más adelante, el rostro febril, las mejillas enrojecidas… ¡El cuerpo abatido se sentó junto al clavicémbalo y llenó la casa de música! ¡Una música en la que resonaba el eco de los coros celestiales! ¡Oh, gloria! ¡Pues Alice había soportado su última humillación! ¡Oh, mayor gloria aún! ¡Pues Alice había hecho penitencia por su pecado terrenal y ya no era orgullosa!
Los Pyncheon oficiaron un pomposo funeral. Estuvieron presentes familiares y amigos, además de la totalidad de los personajes más respetables de la ciudad. Sin embargo, el último de la comitiva era Matthew Maule, quien iba apretando los dientes, como si acabara de partirse el corazón en dos con un mordisco. ¡Era el hombre de semblante más sombrío y triste que haya marchado jamás tras un cadáver! Su intención había sido dar una lección de humildad a Alice, no quitarle la vida. Pero se había apoderado con su rudeza de la delicada alma de una dama para jugar con ella y ahora ¡la joven estaba muerta!