EL GOBERNADOR PYNCHEON
El juez Pyncheon, mientras sus parientes han salido huyendo con unas prisas tan desconsideradas, todavía se encuentra sentado en la antigua sala, vigilando la casa, como suele decirse, en ausencia de sus moradores habituales. Para él, y para la venerable casa de los siete tejados, nuestra historia se aleja como un búho apabullado por la luz del día y regresa a toda prisa a su nido en el hueco de un árbol.
Ahora ya hace un buen rato que el juez no cambia de posición. No ha movido ni una mano ni un pie, ni ha variado un milímetro su mirada fija dirigida hacia un rincón de la habitación, desde que las pisadas de Hepzibah y Clifford se alejaron crujiendo por el pasillo, y la puerta de la casa se cerró con precaución tras su salida. Sostiene su reloj en la mano izquierda, aunque agarrado de tal forma que no se ve la esfera. ¡Qué ataque tan profundo de meditación! O, suponiendo que esté dormido, ¡qué tranquilidad de conciencia tan digna de un niño y qué disciplina del sistema gástrico que permiten un letargo no interrumpido por sobresaltos, ni picores, ni murmullos de ensoñación, ni ronquidos nasales, ¡ni la más mínima irregularidad respiratoria! Uno debe contener la propia respiración para saber si él sigue respirando. Su aliento es inaudible. Se oye el tictac de su reloj, pero no su respiración. ¡Sin duda es un sueño muy reparador! Con todo, el juez no puede estar dormido. ¡Tiene los ojos abiertos! Un político veterano como él jamás se quedaría dormido con los ojos abiertos de par en par, por si algún enemigo o algún alborotador, al encontrarlo así de desprevenido, pudiera mirar a través de esas ventanas faciales a su conciencia. Correría el riesgo de que ese individuo hiciera extraños descubrimientos entre los recuerdos, proyectos, esperanzas, aprensiones, debilidades y puntos fuertes que hasta ese momento el juez jamás había compartido con nadie. Suele decirse que el hombre precavido duerme con un ojo abierto. Puede ser una señal de sabiduría. Pero no con los dos, ¡pues sería una irresponsabilidad! ¡No, no! El juez Pyncheon no puede estar dormido.
Resulta extraño, no obstante, que un caballero con una carga tan grande de compromisos —y conocido, de hecho, por su puntualidad— se entretenga de esa forma en una vieja y solitaria mansión, que, al parecer, jamás gustó mucho de visitar. El sillón de roble lo habrá tentando por su amplitud. En realidad es espacioso y, pese a los muchos años que revisten su tapicería, posee un asiento de humilde comodidad, con capacidad suficiente, en cualquier caso, y sin limitaciones para la corpulencia del juez. Un hombre más robusto también habría encontrado allí una comodidad espaciosa. Su antepasado, cuyo retrato colgaba de la pared, no llegaba ocupar la butaca en toda su amplitud, de brazo a brazo, pese a toda su carne inglesa, ni sus posaderas ocupaban todo el cojín del asiento. Sin embargo, hay mejores sillones que este —de caoba, nogal negro, palisandro, con asiento de muelles y tapicería de damasco, con distintas inclinaciones e innumerables artificios para hacerlos cómodos y eliminar el feo detalle de una comodidad demasiado evidente— a disposición del juez Pyncheon en toda su variedad. ¡Sí! Se encuentran en una diversidad de salones en los que el juez sería muy bien recibido. La madre lo recibiría con una mano extendida para darle la bienvenida; la virginal hija, pues él ya es una persona mayor —un viejo viudo, como se describe a sí mismo esbozando una sonrisa—, ahuecaría el cojín para el juez, y haría casi cualquier cosa para que se sintiera cómodo. Porque el juez es un hombre próspero. Tiene en alta estima sus planes, como otras personas, que son de mayor brillantez que los de la mayoría; o así eran, al menos, cuando se levantó de la cama esta mañana, medio adormilado como es lógico, mientras planeaba los quehaceres del día y especulaba sobre las probabilidades de los siguientes quince años de su vida. Con su salud de hierro y la ligera huella que la edad ha dejado en él, puede esperar que le queden quince o veinte años de existencia, quizá veinticinco. Veinticinco años para el disfrute de sus propiedades en la ciudad y el campo; su ferrocarril; su bancos; su acciones en una compañía de seguros; sus bonos del estado; de su riqueza, en definitiva, al margen de si está invertida, de si ya la posee o de si pronto la adquirirá. Además de los honores públicos que se le han concedido ¡y otros más importantes que aún ha de recibir! ¡Su situación es buena! ¡Es excelente! Es suficiente.
¡Y sigue remoloneando en el viejo sillón! Si el juez tiene un rato que perder, ¿por qué no visita la oficina aseguradora, como acostumbra a hacer a menudo, y se sienta una de sus butacas de tapicería de cuero para escuchar los rumores del día, y pronuncia alguna palabra al azar, aunque cuidadosamente escogida, para que se convierta en el rumor del día de mañana? ¿Y no tienen los directores del banco una reunión a la que el juez tenía el propósito de asistir en calidad de presidente? Claro que la tienen, y la hora de inicio se especifica en una tarjeta, que está, o debería estar, en el bolsillo derecho del chaleco del juez Pyncheon. ¡Que acuda a la reunión y remolonee sobre sus sacas de dinero! ¡Ya ha holgazaneado suficiente en el viejo sillón! Este tendría que haber sido un día muy ajetreado. En primer lugar, la entrevista con Clifford. Media hora, según el cálculo del juez, le bastaba para solucionar ese asunto, seguramente sería menos tiempo, aunque —teniendo en cuenta que Hepzibah era la primera con la que tendría que tratar y que esa clase de mujeres suelen usar más palabras de las realmente necesarias—, sería mejor invertir media hora. ¿Media hora? Bueno, señor juez, ya han pasado dos horas, según su preciso e infalible cronómetro. ¡Baje la vista hacia él y compruébelo! ¡Ah! ¡Ni siquiera se toma la molestia de agachar la cabeza, ni de subir la mano para llevar su fiel contador temporal hasta su ángulo de visión! De pronto, parece que para el juez la hora se haya convertido en un asunto para el que no tiene tiempo.
¿Y ha olvidado todos los demás compromisos anotados en su agenda? Una vez arreglado el asunto de Clifford, debía reunirse con un corredor de bolsa en la calle State, que ha conseguido un importante porcentaje y las mejores condiciones contractuales para unos cuantos miles de dólares que el juez todavía no ha invertido. ¡El arrugado comprador de dinero habrá hecho en vano su viaje en tren! Media hora después, en la calle contigua, el juez tenía que asistir a la subasta de un terreno, que incluía una parte de la propiedad del viejo Pyncheon que había pertenecido en un principio al jardín de Maule. Ha estado separada durante estos cuatro años de la parcela de los Pyncheon, pero el juez no le ha quitado ojo y desea anexionarla al pequeño territorio que todavía queda alrededor de los siete tejados. Y ahora, durante este extraño ataque de despiste, el martillo de la fatalidad ya debe de haber caído, y habrá transferido ese ancestral patrimonio a algún propietario extraño. A lo mejor, la venta ha sido pospuesta hasta que el tiempo mejore un poco. De ser así, ¿considerará el juez conveniente estar presente y favorecer al subastador con su puja en la próxima ocasión?
El asunto que tenía pendiente a continuación era la compra de un caballo para su calesa. Su equino favorito hasta ese momento había trastabillado esa misma mañana de camino a la ciudad, y tenía que ser sacrificado de inmediato. El cuello del juez Pyncheon es demasiado valioso para ponerlo en peligro por una contingencia como un corcel torpe. Cuando todos estos compromisos antes descritos estuvieran resueltos a su debido tiempo, el juez acudiría a una sociedad benéfica, cuyo nombre, no obstante, por la gran variedad de sus buenos actos, ha quedado bastante olvidado. Por ello, ese compromiso puede quedar pendiente sin consecuencias demasiado perjudiciales. Y si le queda tiempo, pese a la presión de tareas más urgentes, debe encargarse de la restauración de la lápida de la señora Pyncheon, que, según le ha informado el vicario, se ha desprendido de su base de mármol y tiene una grieta que la cruza por la mitad. La difunta era una mujer bastante digna de elogio, en opinión del juez —pese a su nerviosismo, las lágrimas que tan a menudo derramaba y su alocado comportamiento cuando bebía café— y como abandonó este mundo en un momento tan apropiado, no será él quien le niegue una segunda lápida. ¡Eso es mejor que si jamás hubiera necesitado una! El último recado de su lista es ordenar que una serie de árboles frutales, de una variedad exótica, sean entregados en su residencia de campo el próximo otoño. Sí, quiere comprarlos por todos los medios… ¡Que los melocotones le sepan a gloria, juez Pyncheon! Tras esto viene algo más importante. Un comité de su partido político le ha suplicado un par de cientos de dólares, además de sus desembolsos previos, para poder financiar la campaña de otoño. El juez es un patriota, el destino del país está en juego en las elecciones de noviembre y, además, como ya se dejará entrever en otro párrafo, su papel no es en absoluto baladí en ese gran juego. Hará todo cuanto le pida el comité, mejor dicho, será mucho más generoso de lo que esperan: recibirán un cheque de quinientos dólares y más aún si es necesario. ¿Qué viene a continuación? Una viuda descompuesta, cuyo marido era un viejo amigo del juez Pyncheon, le ha descrito su situación de indigencia en una carta muy conmovedora. Ella y su hermosa hija apenas si tienen una hogaza de pan que llevarse a la boca. El juez tiene la intención de visitarla hoy; tal vez pueda, tal vez no, siempre que tenga algo de tiempo libre y un billete de poco valor encima.
Otro asunto al que, no obstante, no le da mucha importancia (es positivo, como saben, tener presentes los temas relacionados con la salud personal, aunque no impacientarse), otro asunto, pues, es acudir a la consulta de su médico de familia. ¿Con qué motivo, por el amor de Dios? Bueno, es que resulta bastante difícil describir los síntomas. La visión algo borrosa, la cabeza abotargada, ¿qué será?; ¿o una desagradable sensación de ahogo, o de sofoco, o gorjeo, o borboteo en el tórax, como dice el anatomista?; ¿o se trata de una fuerte taquicardia (síntoma más creíble para él que cualquier otro), como para demostrar que ese órgano no ha abandonado su estructura física? No importa lo que sea. El médico con seguridad se reirá con la descripción de esas sandeces dichas a su oído profesional; el juez se reirá a su vez, y cuando sus miradas se crucen, ambos compartirán una buena carcajada. ¡A quién le importa el consejo médico! ¡El juez jamás lo necesitará!
Vamos, vamos, juez Pyncheon, mire la hora, ¡vamos! ¿Cómo?, ¿no le echa ni un vistazo al reloj? ¡Ya han pasado diez minutos de la hora de comer! Está claro que no puede habérsele olvidado que la comida de hoy va a ser la más importante, por sus consecuencias, de todas las comidas que ha disfrutado jamás. Sí, exacto, la más importante; aunque en el transcurso de su trayectoria en cierta forma eminente ya lo han situado cerca de la presidencia de la mesa en espléndidos banquetes, y ha vertido su festiva elocuencia en oídos en los que todavía resuenan las poderosas notas, similares a las de un órgano, de los discursos de Webster. No obstante, esta no es una fiesta de sociedad. Es una sencilla reunión de unos doce amigos o más procedentes de distintos distritos del Estado; hombres distinguidos e influyentes que se reúnen, prácticamente de modo informal, en la casa de un amigo en común igual de distinguido, que los agasajará con una comida algo mejor de lo habitual. Nada parecido a la cocina francesa, pero ¡sí un ágape excelente! Auténtica tortuga, imaginamos, salmón, romerillo, pato, cerdo, lechal inglés, rosbif de calidad, o exquisiteces de esa categoría apropiadas para importantes caballeros del país, como son esos honorables personajes en su mayoría. Las delicias de mercado regadas con una botella de vino de Madeira de una añada antigua, que ha sido el orgullo de muchas temporadas. Es de las bodegas de Juno: un caldo glorioso, oloroso e intenso, felicidad embotellada, lista para disfrutar; un líquido dorado, más valioso que el oro líquido; tan poco común y admirable que los bebedores veteranos cuentan entre sus hitos el haberlo catado. Elimina el dolor de cabeza y ¡lo sustituye por la ausencia de malestar! Si el juez pudiera beberse una copa, despertaría de ese letargo indescriptible que (durante los diez minutos que han transcurrido, y cinco más, por si fuera poco) lo ha convertido en un rezagado de esa importante comida. ¡Ese vino resucitaría a un muerto! ¿Quiere dar un trago ahora, juez Pyncheon?
¡Ay, esa comida! ¿Es que ha olvidado su verdadero objetivo? Bueno, pues vamos a recordárselo susurrándoselo: que tiene que levantarse de inmediato de ese sillón de roble que parece estar embrujado, como el aparecido en Comus, o en el que la vidente Moll Pitcher confinó a su mismísimo abuelo, el viejo Pyncheon. Pero la ambición es un talismán más poderoso que la brujería. Levántese, pues, y, tras recorrer a toda velocidad las calles, irrumpa allá donde se encuentra el grupo, ¡para que puedan empezar antes de que se estropee el pescado! Le esperan, y a usted no le interesa que estén esperándole. Esos caballeros —¿de verdad necesita que se lo digan?— han llegado de todos los rincones del estado para reunirse con usted con un objetivo. Son políticos experimentados, todos y cada uno de ellos, preparados para manipular las medidas preliminares con las que arrebatan a las personas, sin que estas sean conscientes, la capacidad de escoger a sus propios dirigentes. En las siguientes elecciones para gobernador, la voz del pueblo, aunque sea poderosa como un trueno, no será más que un eco de lo que esos caballeros hablen hoy, por lo bajo, sentados a la mesa del banquete ofrecido por su amigo. Se reúnen para decidir quién será su candidato. Ese pequeño grupo de sutiles planificadores controlará la convención del partido y, a través de ella, dictará su decisión a los demás miembros. Y ¿qué candidato más adecuado —más inteligente e instruido, más conocido por su generosidad filantrópica, auténticos principios, que ha ocupado a menudo cargos públicos, más intachable en su conducta privada, que ha hecho grandes contribuciones al bienestar social, y con raíces más profundas, por herencia, en la fe y la práctica del puritanismo—, qué otro hombre puede presentarse para la elección del pueblo, qué otro que reúna todas estas cualidades de gobernante eminente como el juez Pyncheon, al que tenemos delante?
¡Dese prisa, entonces! ¡Haga lo que debe! ¡La recompensa por la que ha trabajado, luchado, medrado, por la que se ha arrastrado está lista para que la recoja! ¡Persónese en la comida!, ¡beba una o dos copas de ese noble vino!, ¡haga sus promesas en la voz más baja que quiera!, ¡y se levantará de esa mesa, prácticamente, como gobernador del glorioso y viejo estado! ¡El gobernador Pyncheon de Massachusetts!
¿Acaso no es un estimulante potente y tonificante una certeza como esa? Conseguirlo ha sido su gran sueño durante media vida. Ahora bien, si lo único necesario es poco más que demostrar su aceptación del cargo, ¿por qué permanece holgazaneando en el viejo sillón de roble de su tatarabuelo, como si lo prefiriese al del gobernador? Todos hemos oído hablar del rey leño, el de la fábula de Esopo, pero, en estos tiempos de refriegas, un aspirante de la realeza difícilmente ganaría la carrera electoral para la principal magistratura.
Bueno, ¡ya es demasiado tarde para la comida! La tortuga, el salmón, el romerillo, la becada, el pavo cocido, el cordero Southdown, el cerdo, el rosbif han desaparecido, o han abandonado la mesa gradualmente, junto con patatas tibias y salsas cubiertas de una costra de grasa ya fría. El juez, de no haber estado haciendo otra cosa, habría hecho maravillas con su cuchillo y su tenedor. ¿Saben? Dicen de él que tiene un apetito pantagruélico, que el Creador hizo de él un gran animal, pero que la hora de la comida lo convertía en una gran bestia. Las personas con sus voraces atributos deben pedir indulgencia a la hora de alimentarse. Pero, por una vez, ¡el juez llega irreversiblemente tarde a la comida! ¡Demasiado tarde, nos tememos, incluso para tomar las copas digestivas de sobremesa con el grupo! Los invitados están cómodos, cálidos y felices; ya han olvidado al juez y han sacado la conclusión de que el partido Free Soiler, la agrupación antiesclavista, lo ha conseguido como candidato; ya buscarán a otro aspirante. Si nuestro amigo irrumpiera ahora entre ellos, con esa mirada tan franca, otrora embravecida e impasible, su aspecto poco presentable cortaría en seco el júbilo de los allí reunidos. Tampoco sería muy propio del juez Pyncheon, por lo general tan escrupuloso con su atuendo, presentarse en una comida con esa mancha carmesí en la pechera de la camisa. Por cierto, ¿cómo habrá aparecido esa mancha? En cualquier caso, es una visión desagradable y lo más inteligente que puede hacer el juez es abotonarse la chaqueta hasta el cuello y, tras sacar su coche y el caballo de la caballeriza, regresar a todo correr a su hogar. Allí, después de beber una copa de coñac rebajado con agua y comer algo de cordero, un bistec, un poco de carne de ave hervida o algún bocado sencillo que le sirva de comida y cena a un tiempo, debería pasar la noche junto al fuego del hogar. Debe calentar las pantuflas durante largo rato para poder librarse del frío con el que esa maldita y vieja casa lo ha calado hasta los huesos.
Arriba, pues, juez Pyncheon, ¡arriba! Ha malgastado la jornada. Pero mañana será otro día. ¿Se levantará temprano y lo aprovechará lo máximo posible? Mañana… ¡Mañana! Mañana. Nosotros, que estamos vivos, podemos levantarnos mañana temprano. Para el que ha muerto hoy, el próximo amanecer será la mañana de resurrección.
Mientras tanto, el crepúsculo ilumina los rincones de la habitación. Las sombras del alto mobiliario se alargan y, por vez primera, se tornan más definidas. Luego, al hacerse más anchas, pierden su perfil nítido en el oscuro tono gris del olvido, que va reptando poco a poco sobre los diversos objetos y la única figura humana que se encuentra sentada entre ellos. La penumbra no ha entrado desde el exterior, ha estado aquí, al acecho, durante todo el día, y ahora, aprovechando de forma inevitable su hora, se adueñará de todo. El rostro del juez, de hecho, rígido y de una singular palidez, se resiste a confundirse con ese disolvente universal. La luz va tornándose cada vez más tenue. Es como si otros dos puñados de oscuridad hubieran sido lanzados al aire. Ahora ya no tiene un tono gris, sino negro azabache. Todavía se ve algo por la ventana, no es ni un fulgor, ni un destello, ni un brillo; cualquier expresión relacionada con la luz daría una idea mucho más resplandeciente de lo que es en realidad esa dudosa forma, o, mejor dicho, la sensación de que ahí sigue habiendo una ventana. ¿Es que ya ha desaparecido? ¡No!, bueno… ¡Sí!, aunque ¡no del todo! Y todavía se ve la blancura más bien oscura —nos atrevemos a unir estos términos tan yuxtapuestos— del rostro del juez Pyncheon. Los rasgos se han difuminado, solo queda la sombra de ellos. ¿Y qué aspecto tiene ahora? ¡Ya no hay ventana! ¡Ya no hay rostro! ¡Una oscuridad infinita e inescrutable ha anulado la visión! ¿Dónde está nuestro universo? Nos ha sido arrebatado hecho añicos, y nosotros, a la deriva en medio del caos, podemos oír los gritos ahogados del viento sin hogar, que va suspirando y murmurando en busca de lo que otrora fue el mundo.
¿Es que no hay otro sonido? Hay otro más, y es terrorífico. Es el tictac del reloj del juez, que ha tenido agarrado en la mano desde el momento en que Hepzibah abandonó la sala para ir en busca de Clifford. Sea cual sea el motivo, ese pequeño, casi inaudible y cesante latido de pulso temporal, que reitera sus diminutos golpes con una regularidad tan afanosa en la mano inmóvil del juez Pyncheon, tiene un efecto terrorífico, que no nos provoca ningún otro elemento de la escena.
Pero ¡escuchen! Esa ráfaga de viento ha sido más audible. Tenía un tono distinto a la temible y triste que se ha lamentado y ha afligido a toda la humanidad con miserable compasión durante los pasados cinco días. ¡El viento ha variado su rumbo! Ahora sopla escandalosamente desde el noroeste y, tras apoderarse de la ajada estructura de los siete tejados, le da una sacudida, como un luchador que prueba sus fuerzas con su contrincante. ¡Otra refriega y otra más contra la corriente! La vieja casa vuelve a crujir y emite un aullido vociferante aunque ininteligible desde su gaznate cubierto de hollín (nos referimos al gran tiro de su chimenea); en parte como queja contra el grosero viento, pero, más bien, como corresponde a su celosa intimidad de un siglo y medio, en tono de rudo desafío. Una especie de rugido sordo se oye tras la pantalla de la chimenea. Una puerta se ha cerrado de golpe en el piso de arriba. Una ventana se ha abierto por alguna ráfaga descontrolada o quizá ya hubiera quedado abierta. Resulta inimaginable cuán maravillosos instrumentos de viento son esas viejas mansiones de madera y hasta qué punto quedan invadidas por los más extraños sonidos. Sonidos que parecen cantar y suspirar, gemir, chillar y golpear con mazas, ligeras pero poderosas, alguna habitación distante; empiezan a recorrer las entradas como con noble paso, y a arrastrar sus pies arriba y abajo por la escalera, como revestidos de sedas increíblemente almidonadas, siempre que la ráfaga de viento encuentra la casa con una ventana abierta y se cuela con decisión en su interior. ¡Ojalá no fuéramos espíritus presentes en esta escena! ¡Es demasiado espeluznante! ¡Ese clamor del viento por la casa solitaria, la quietud del juez mientras permanece ahí sentado e invisible y el pertinaz tictac de su reloj…!
Sin embargo, la invisibilidad del juez pronto quedará solucionada. El viento del noroeste ha despejado el cielo de nubes. La ventana se ve con toda claridad. A través de sus cristales podemos vislumbrar el oscuro y poblado follaje del exterior, que oscila con un movimiento irregular y constante, y nos ofrece fugaces destellos de la luz de las estrellas, aquí y allá. Más que cualquier otro resplandor, esos destellos iluminan el rostro del juez. Aunque ahora veremos una luz más eficaz. Observemos esa danza plateada en las ramas más altas del peral, y ahora un poco más abajo; y ahora, sobre todo el conjunto de ramificaciones en el momento en que, a través de sus móviles recovecos, los rayos de luz lunar se proyectan de forma oblicua en la habitación. Juguetean sobre la silueta del juez y nos dejan ver que no se ha movido durante todas estas horas de oscuridad. Los rayos de la luna siguen a las sombras, con su cambiante movilidad, y recorren los rasgos estáticos del hombre. Resplandecen sobre su reloj. La forma en que lo agarra tapa la esfera, pero nosotros sabemos que las dos manecillas ya se han encontrado, porque uno de los relojes de la ciudad toca la medianoche.
Un hombre de sólidas convicciones como el juez Pyncheon no considera más relevante la medianoche que el mediodía. Sin embargo, el paralelismo, esbozado hace solo unas páginas, entre su antepasado puritano y su propia persona, falla en este punto. El Pyncheon de hace dos siglos, al igual que la mayoría de sus contemporáneos, profesaba una creencia total en las apariciones de espíritus, aunque consideraba que en su mayoría eran de carácter maligno. El Pyncheon de esta noche, el que se encuentra sentado en ese sillón, no cree en esas sandeces. Eso era, al menos, lo que afirmaba hace unas horas. Por tanto, no se le pondrán los pelos de punta con las historias que —en la época en que los rincones de las chimeneas tenían unos bancos en su interior, donde las personas se sentaban a remover las cenizas del pasado y desterrar las leyendas como ascuas— solían contarse sobre esa misma sala de su casa ancestral. En realidad, esas historias son demasiado absurdas para poner de punta siquiera los vellos de un niño. ¿Qué sentido, trascendencia o moraleja, por ejemplo —que tienen hasta las historias de fantasmas— puede encontrarse en una leyenda tan ridícula que cuenta que, a medianoche, todos los Pyncheon difuntos se sienten obligados a reunirse en esa sala? ¿Y para qué, si se puede saber? ¡Bueno, para ver si el retrato de su antepasado sigue ocupando su lugar en la pared, en cumplimiento con su última voluntad! ¿Vale la pena que salgan de sus tumbas para eso?
Nos sentimos tentados de hacer algo de chanza con la idea. Difícilmente se pueden seguir tratando con seriedad las historias de fantasmas. La reunión familiar de los Pyncheon difuntos, suponemos, se celebra de la forma siguiente: primero llega el famoso antepasado, con su toga negra, sombrero puntiagudo y pantalones bombachos, ceñidos a la cintura con un fajín de cuero, del que cuelga su espada de empuñadura de acero. Lleva un alargado báculo en la mano, como los que solían llevar los hombres de avanzada edad, tanto por la dignidad que le confiere como por el apoyo que le proporciona. Levanta la vista y mira el retrato: ¡un ser inmaterial contemplando su propia imagen pintada! Todo está en orden. Su retrato sigue ahí. Su voluntad ha seguido siendo sagrada mucho después de que el difunto haya emergido de la hierba que cubre su sepultura. ¡Atención! Levanta su mano muerta y palpa el marco. ¡Todo está en orden! Pero ¿eso es una sonrisa? No, no lo es, ¿es más bien el gesto ceñudo de un difunto, que intensifica la oscuridad de sus rasgos? ¡El corpulento coronel no está satisfecho! Tan decidida es su mirada de descontento que otorga una nitidez adicional a las características de su cara, a través de la cual, no obstante, pasa la luz de la luna y bailotea sobre la pared que hay al fondo. ¡Hay algo que extrañamente ha sacado de quicio al antepasado! Sacude la cabeza con severidad y se vuelve. Ahora llegan otros Pyncheon, toda la prole, con su media docena de generaciones, empujándose y dándose codazos para llegar hasta el cuadro. Vemos a hombres ancianos y grandes damas, un clérigo con la rigidez puritana todavía reflejada en su vestimenta y semblante, y un oficial de casaca roja de la antigua guerra francesa e india. Ahora llega el tendero Pyncheon que vivió hace un siglo, con los puños de la camisa vueltos; y ahí vemos al caballero de la peluca y los bordados de la leyenda del artista, en compañía de la hermosa y meditabunda Alice, quien llega despojada de todo orgullo de su tumba virginal. Todos tocan el marco del cuadro. ¿Qué buscan estos seres fantasmales en el retrato? Una madre levanta a su hijo, ¡esas pequeñas manitas pueden tocarlo! Sin duda alguna hay un misterio relacionado con el cuadro, que inquieta a estos pobres Pyncheon cuando tendrían que estar descansando. En un rincón, mientras tanto, se ve la silueta de un hombre anciano, con chaqueta sin mangas y bombachos de cuero, con una regla de carpintero asomándole por un bolsillo. Señala con un dedo al coronel barbudo y a sus descendientes, asiente en silencio, se burla de él, se mofa y, por último, rompe a reír de forma convulsiva aunque inaudible.
Si nos dejamos llevar por la imaginación en cuanto a este fenómeno anormal, habremos perdido la compostura y el buen juicio. Distinguimos una silueta inesperada en nuestra escena visionaria. Entre todos esos antepasados hay un joven, vestido muy a la moda actual: lleva un chaqué oscuro, con faldones muy cortos, pantalones ajustados grises, botas de cuero con polainas, una fina cadena de oro cruzada sobre el pecho y un bastón de menuda empuñadura de plata y barba de ballena en la mano. Si nos encontráramos con este hombre a la luz del día, lo reconoceríamos como el joven Jaffrey Pyncheon, el único hijo superviviente del juez, que ha pasado los dos últimos años viajando por el extranjero. Si todavía sigue vivo, ¿cómo es posible que su sombra esté en este lugar? Si está muerto, ¡qué desgracia! ¿Quién heredará la vieja propiedad de los Pyncheon junto con los vastos terrenos adquiridos por el padre del joven muchacho? ¡El pobre y loco Clifford, la triste y enjuta Hepzibah, y la pequeña y rústica Phoebe! Pero ¡nos aguarda una maravilla aún más sorprendente! ¿Podemos dar crédito a lo que vemos? Una anciano y robusto caballero ha hecho aparición; tiene aspecto de eminente respetabilidad, viste un abrigo negro y pantalones, ambas prendas bastante amplias, y puede decirse que va pulcramente vestido, salvo por una gruesa mancha carmesí que le cruza el níveo cuello de la camisa y baja hasta la pechera. ¿Es o no es el juez? ¿Cómo puede ser el juez Pyncheon? Gracias a lo que nos enseñan los danzantes rayos de luna, adivinamos su silueta, sentada todavía en el sillón de roble. Sea de quien sea la aparición, se aproxima al cuadro, parece que toca el marco, intenta echar un vistazo al reverso del mismo, y se vuelve, con un ceño tan fruncido y un gesto tan siniestro como el de su antepasado.
No debe creerse, de ningún modo, que la fantástica escena que acabamos de referir forma parte de la realidad de nuestra historia. Nos hemos dejado embaucar por esta pequeña extravagancia llevados por el temblor de los rayos de luz de luna, que baila agarrados de la mano con las sombras y se reflejan en el espejo. Como ya saben, ese resplandor plateado siempre ha sido una especie de ventana o puerta al mundo espiritual. Necesitábamos un descanso de la prolongada y exclusiva contemplación de la figura en el sillón. Este frenético viento, además, ha hecho que nuestros pensamientos se vean envueltos en una extraña confusión, aunque sin apartarlos de un punto neurálgico. El más triste juez se ha instalado en nuestra alma, y allí permanece inmóvil. ¿Es que no volverá a moverse jamás? ¡Enloqueceremos si no se mueve! Será mejor que valoren su quietud con la intrepidez de un ratoncillo que está apoyado sobre sus patas traseras, sobre un haz de rayo de luna y cerca de los pies del juez Pyncheon, y parece estar planteándose un viaje de exploración sobre el enorme bulto oscuro. ¡Ja! ¿Qué ha sobresaltado al hábil ratoncillo? Es el rostro del gato que está al otro lado de la ventana, donde parece haberse apostado de forma deliberada para contemplar la escena. Este felino tiene una mirada horrible. ¿Es un gato en busca de un ratón o el demonio en busca de un alma humana? ¡Ojalá pudiéramos espantarlo para que se alejara de la ventana!
¡Gracias a Dios que prácticamente ha pasado la noche! Los rayos de luz de luna ya no tienen ese fulgor plateado, ni ese contraste tan intenso con la oscuridad de las sombras entre las que se proyectan. Ahora son más pálidos; las sombras parecen grises, no negras. El tempestuoso viento ha amainado. ¿Qué hora es? ¡Ah! ¡Por fin se ha parado el reloj! Porque los dedos del desmemoriado juez han olvidado darle cuerda, como siempre, a las diez en punto, una media hora antes de acostarse, y se ha parado por primera vez en cinco años. Pero el gigantesco reloj temporal del mundo sigue funcionando. La espantosa noche —porque, ¡oh, cuán horrible parecen sus embrujados restos, dejados ya atrás!— deja paso a un amanecer fresco y de cielo despejado. ¡Bendito, bendito resplandor! El rayo de sol —incluso la pequeña porción del mismo que puede abrirse paso hasta el interior de este oscuro salón— parece parte de la bendición universal, pues anula el mal y transmite todo el bien posible, y la felicidad alcanzable. ¿Se levantará el juez Pyncheon ahora de su sillón? ¿Saldrá de la casa y recibirá los primeros rayos de la mañana en la frente? ¿Empezará este nuevo día —con el que Dios ha sonreído, bendecido y regalado a la humanidad— con mejores propósitos que los que han quedado sin realizar? ¿O siguen todos los meditados planes del ayer tan consolidados en su corazón y tan activos en su cerebro como siempre?
De ser así, queda mucho por hacer. ¿Insistirá todavía el juez a Hepzibah en que le deje mantener la entrevista con Clifford? ¿Comprará el seguro caballo propio para un caballero de su edad? ¿Convencerá al comprador de la vieja propiedad de los Pyncheon para que renuncie a la puja en su favor? ¿Visitará al médico de la familia y obtendrá un remedio que proteja su salud para ser un honor y una bendición para su estirpe, hasta el último término de su longevidad patriarcal? Y, sobre todo, ¿pedirá las debidas disculpas al grupo de honorables amigos y admitirá ante ellos que su ausencia en la importante comida fue inevitable, y logrará volver a caerles en gracia para poder convertirse así en gobernador de Massachusetts? Y, una vez satisfechos todos esos grandes propósitos, ¿volverá a recorrer las calles con esa sonrisa de canícula, de benevolencia artificial, tan empalagosa que podría tentar a las moscas a acercarse zumbando para posarse sobre ella? ¿O tal vez, tras su encierro mortuorio del pasado día con su correspondiente noche, se convertirá en un hombre humilde y arrepentido, apesadumbrado, amable, que no busca provecho alguno, que desprecia los honores mundanos, que apenas si se atreve a amar a Dios, pero que tiene la determinación de amar al prójimo y que hará por él cuanto bien pueda? ¿Lo envolverá no esa falsa sonrisa de benevolencia fingida, insolente por sus pretensiones y odiosa por su falsedad, sino la tierna tristeza de un corazón compungido, roto, al fin, por el peso de sus pecados? Porque estamos convencidos de que, pese a todas las demostraciones de honor que ha recibido, había un tremendo pecado en los cimientos de este hombre.
¡Levántese, juez Pyncheon! El sol de la mañana brilla entre el follaje y, pese a lo hermoso y sagrado que es, no luce para iluminarle la cara. Levantaos, hipócrita sutil, mundano, egoísta y de corazón helado, y escoged si seguir siendo sutil, mundano, egoísta, de corazón helado e hipócrita, o arrancar los pecados de vuestra naturaleza, ¡aunque se lleven consigo la sangre por la que vivís! ¡El vengador va a por vos! ¡Levantaos antes de que sea demasiado tarde!
¿Cómo? ¿No os movéis tras esta última amenaza? ¡¿No?!, ¡¿ni un ápice?! ¡Ahora entra una mosca —una de esas moscas domésticas comunes y corrientes, como las que están siempre zumbando sobre el cristal de la ventana— que ha olido al gobernador Pyncheon, y aterriza, ora sobre su frente, ora sobre su barbilla, y ora, el cielo nos asista, está caminando por su tabique nasal, hacia los ojos abiertos del aspirante a gobernador! ¿Es que no podéis espantar la mosca? ¿Es que sois tan holgazán? ¡Vos, hombre, que teníais tantos proyectos el día de ayer! ¿Es tan débil aquel que fue tan poderoso? ¿No espantáis la mosca?, ¿de ninguna manera? Pues ¡os dejamos ya!
¡Escuchen! Suena la campanilla de la tienda. Después de horas como estas, a lo largo de las que hemos soportado nuestro denso relato, resulta positivo ser consciente de que existe un mundo vivo y de que incluso esta vieja y solitaria mansión mantiene cierta conexión con el mismo. Respiramos algo más aliviados ahora que nos alejamos de la presencia del juez Pyncheon y salimos a la calle situada justo enfrente de los siete tejados.