EL PEQUEÑO ESCAPARATE
Faltaba todavía media hora para el amanecer cuando la señorita Hepzibah Pyncheon —no diremos que se despertó, pues ponemos en duda que la pobre mujer consiguiera cerrar los ojos durante la breve noche estival— se despegó de su solitaria almohada e inició lo que sería una burla calificar como acicalamiento personal. ¡Jamás cometeríamos la indecencia de presenciar, ni siquiera como ejercicio de la imaginación, el momento de aseo de una dama soltera! Nuestra historia deberá esperar a la señorita Hepzibah en la puerta de sus aposentos. Mientras tanto, no nos queda más que hacer suposiciones basadas en los pesados suspiros de su ajetreado aliento, no muy contenidos en lo que se refiere a profundidad y volumen, dado que no podrían haber sido audibles para nadie salvo para un oyente incorpóreo como nosotros. La vieja dama solterona estaba sola en la vieja casa. Sola, salvo por la presencia de cierto joven respetable y disciplinado, artista del daguerrotipo, que, hacía cosa de unos tres meses, se había instalado bajo uno de los tejados más remotos —una vivienda en sí misma, de hecho—, con cerraduras, candados y barrotes de madera de roble en todas las puertas que lo separaban del resto de la casa. En consecuencia, los racheados suspiros de la pobre señorita Hepzibah eran inaudibles. Inaudibles fueron también los gañidos de las articulaciones de sus rígidas rodillas cuando se postró junto a la cama. Inaudible fue también para el oído humano, pero escuchada con toda compasión y lástima en el alto cielo, esa oración casi agónica —ora susurro, ora gruñido, ora pesado silencio— con la que la anciana pretendía ganarse la gracia divina que la ayudara a pasar el día. Sin duda alguna, va a ser un día que ponga más que a prueba la señorita Hepzibah, quien, durante más de un cuarto de siglo, ha vivido estrictamente recluida, sin participar de forma activa en la vida y disfrutando solo de algunas de las relaciones y placeres que proporciona la misma. ¡El aletargado recluso no reza con tanto fervor al desear que llegue la calma fría, desprovista de sol y estancada de un hoy que va a ser como tantos otros ayeres!
Los actos de devoción de la dama soltera han llegado a su fin. ¿Se asomará ahora por el umbral de nuestra historia? ¡Aún no!, todavía queda un buen rato. En primer lugar debe abrir todos los cajones de su alta y vetusta cómoda, con dificultad y en una sucesión de tirones espasmódicos, para después volverlos a cerrar todos con el mismo nerviosismo reticente. Se oye el frufrú de rígidas sedas; una serie de pasos hacia delante y hacia atrás que recorren toda la cámara. Sospechamos que la señorita Hepzibah está subiéndose a una silla, con tal de inspeccionar su aspecto desde todos los ángulos y cuan alta es en el espejo de aseo ovalado y de deslucido marco que tiene colgado sobre la mesa. ¡No está nada mal, no! ¡Quién lo habría imaginado! ¿Debe derrocharse todo este precioso tiempo en el acicate y embellecimiento de una persona anciana que jamás sale a la calle, a quien nadie visita jamás y de quien, cuando ella se ha esforzado al máximo, sería el acto de mayor caridad desviar la vista hacia otro lado?
Ahora ya está casi lista. Permitámosle una nueva pausa, pues está entregada al único sentimiento, o, sería más apropiado decir —expresándolo con intensidad, pues así había sido, a causa de la pena y la reclusión—, a la gran pasión de su vida. Oímos cómo gira una llave en una pequeña cerradura: ha abierto el cajón secreto de un escritorio y seguramente está buscando cierta miniatura. Se trata de un retrato pintado con el perfecto estilo de Malbone, digno de un pincel no menos delicado que el del conocido miniaturista. Una vez tuvimos la gran suerte de contemplar dicha imagen. Se trata de la representación de un joven ataviado con sedosas vestiduras antiguas, cuya tersa textura casa a la perfección con el rostro de ensueño, con sus labios carnosos y tiernos, y sus hermosos ojos, que parecen ser reflejo no de una gran capacidad de razonamiento, sino más bien de emociones amables y voluptuosas. No tenemos derecho a preguntar nada sobre el poseedor de tales atributos, salvo que vivía en este mundo implacable con despreocupación y hacía lo posible por ser feliz en él. ¿Sería tal vez un antiguo amor de la señorita Hepzibah? No, ella jamás había tenido un amor —¡la pobre!, ¿cómo habría podido?—, ni tampoco conoció jamás, por experiencia propia, lo que el amor significa en términos prácticos. Y con todo, su fe y confianza imperecederas en el original que inspiró ese retrato en miniatura, su claro recuerdo y su inquebrantable devoción por él habían sido el único alimento del que se había nutrido su corazón.
Al parecer ha dejado de lado la miniatura y de nuevo está de pie ante el espejo de tocador. Hay lágrimas que debe enjugar. Un par de pasos más hacia delante y hacia atrás… Y aquí, por fin —con otro suspiro lastimero, como una bocanada de aire helado, viento húmedo que sale de un sótano hace tiempo clausurado, cuya puerta ha quedado entreabierta por accidente— ¡llega la señorita Hepzibah Pyncheon! Avanza hacia el pasadizo lúgubre, oscurecido por el tiempo; una figura alta, ataviada de sedas negras, con una cinturilla esbelta y diminuta se dirige hacia la escalera tocando a tientas las paredes, como una persona miope, lo que, de hecho, es.
El sol, mientras tanto, si no estaba por encima del horizonte, ascendía cada vez más y se situaba más cerca de su cenit. Un par de nubes, que flotaban en lo más alto, eclipsaban parte de la luz del alba y proyectaban su dorado fulgor sobre las ventanas de todas las edificaciones de la calle, sin olvidarse de la casa de los siete tejados, que —con tantos amaneceres como los que había presenciado— parecía alegrarse sobremanera con el de ese día. El resplandor reflejado servía para enseñar, con bastante claridad, el aspecto y la disposición de la habitación en la que Hepzibah entró tras descender por la escalera. Era una habitación de techos bajos, con una viga que cruzaba la totalidad de la sala, forrada de madera oscura y con una imponente chimenea enmarcada por baldosas pintadas, aunque ahora estaba tapada con una pantalla de acero, a través de la cual asomaba el conducto de ventilación de un moderno calentador. El suelo estaba cubierto por una alfombra que otrora había gozado de una excelente textura, pero que se había ajado y desvaído tanto en esos últimos años que ese tono antes llamativo había desaparecido hasta el punto de convertirse en un color prácticamente indistinguible. En cuanto a mobiliario se refiere había dos mesas: una, tallada con una complejidad asombrosa y con un despliegue de patas similar a un ciempiés; la otra, cincelada con gran delicadeza, con cuatro patas largas y esbeltas, de una apariencia tan frágil que resultaba prácticamente increíble la cantidad de tiempo que había soportado sobre su superficie la antigua mesita de té. Alrededor de la estancia había dispuesta una media docena de sillas de recto y rígido respaldo, diseñadas con tanto ingenio para incomodidad de cualquier persona que resultaba irritante el simple hecho de mirarlas; daban una idea bastante negativa sobre el estrato de la sociedad para las que habían sido fabricadas. No obstante había una excepción: un sillón de brazos muy antiguo, con un respaldo alto, tallado con gran complejidad en madera de roble y un espacioso y mullido asiento entre brazo y brazo, que compensaba, por todo lo que abarcaba, la falta de todas esas curvas artísticas que abundan en un sillón moderno.
En cuanto a objetos ornamentales, solo podemos recordar dos, si es que podemos llamarlos así. Uno era un plano del territorio de los Pyncheon en el este, no un grabado, sino la habilidosa obra de algún antiguo delineante, ilustrada de forma grotesca con dibujos de indios y bestias salvajes, entre las cuales se contaba un león; la historia natural de la región eran tan desconocida como su geografía, que estaba representada con un estilo más que fantasioso. El otro adorno era un cuadro del coronel Pyncheon, un retrato de dos tercios, que reflejaba las duras facciones de un personaje de aire puritano de poblada barba, tocado con un bonete y engalanado con una banda de raso; sostenía un ejemplar de la Biblia con una mano y, con la otra, levantaba una espada por la empuñadura. Este último objeto, que el artista había representado con mayor fortuna, destacaba por tener un volumen mucho más prominente que el sagrado libro. Enfrentada a este cuadro al entrar en la estancia, la señorita Hepzibah Pyncheon se detuvo durante un instante. Se quedó contemplándolo con el ceño fruncido y gesto singular: una extraña contorsión de la frente, que quienes no la conocieran habrían interpretado como rabia llena de amargura o mala disposición de ánimo. Sin embargo, no se trataba de nada parecido. La anciana dama sentía verdadera reverencia por el rostro retratado, ante el cual solo podía conmoverse una descendiente lejana y virgen, degradada por el paso del tiempo. Esa contorsión adusta no era más que el resultado de su miopía y un esfuerzo concentradísimo de su capacidad visual para reemplazar la imagen borrosa por una forma nítida.
Debemos centrarnos por un momento en esa desafortunada expresión de la frente de la pobre Hepzibah. Esa mala cara —como el mundo, o la parte del mismo que había logrado captar una visión fugaz de la solterona a través de la ventana insistía maliciosamente en llamarla— le había hecho un magro favor a la señorita Hepzibah, pues había definido su carácter como el de una solterona amargada. Y no es que fuera algo poco probable, pues al mirarse a menudo reflejada en un espejo opaco y ver siempre su frente rodeada por aquella esfera fantasmal, ella misma había llegado a interpretar la expresión de forma casi tan injusta como el resto de personas. «¡Pero qué desgraciada y enojada parezco!», había susurrado para sí en numerosas ocasiones, y últimamente había imaginado que era así, como si se tratara de alguna maldición inevitable. Sin embargo, su corazón jamás se arrugaba. Era de naturaleza tierna, sensible, un cúmulo de delicados temblores y palpitaciones. El órgano vital contenía toda esa fragilidad aunque el rostro estuviera fruncido con rigidez y resultara incluso feroz. Por ende, Hepzibah tampoco había tenido mucha audacia, salvo la cobijada en el más cálido recoveco de sus afectos.
Durante todo este tiempo, sin embargo, no hemos hecho más que merodear de forma pusilánime por el umbral de nuestra historia. A decir verdad, albergamos una reticencia invencible a descubrir lo que la señorita Hepzibah Pyncheon estaba a punto de hacer.
Ya hemos observado que hacía casi un siglo, bajo el tejado que da a la calle, un indigno antepasado había montado una tienda. Desde que el viejo caballero se retirase del negocio y se quedara dormido bajo la tapa de su ataúd, no solo la puerta de la tienda, sino la disposición interior habían sido condenados a permanecer inmutables. Mientras tanto, el polvo acumulado por el paso del tiempo tenía más de dos dedos de grosor sobre las estanterías y el mostrador, y en parte cubría un antiguo tramo de escalera; era una cantidad tal que podría tener el valor suficiente para ser pesado. El polvo también se atesoraba en la caja registradora entreabierta, donde todavía quedaba una abyecta moneda de seis peniques, que no tenía más valor que el de recordatorio de la orgullosa herencia que había quedado rebajada en aquel lugar. Esa misma había sido la apariencia de la pequeña tienda en la infancia de Hepzibah, cuando su hermano y ella solían jugar al escondite en el desolado recinto. Y así había permanecido, hasta hacía unos días.
Pero ahora, aunque el escaparate seguía oculto a la mirada de los paseantes por una persiana, había tenido lugar un notable cambio en su interior. Los elaborados y pesados festones de tela de araña —labor tejedora que había requerido la urdimbre de un largo y ancestral linaje de arácnidos— se habían retirado del techo a golpe de escoba. Se había fregado el mostrador, las estanterías y el suelo, y este último estaba cubierto con húmeda arena azulada. Las balanzas marrones también habían pasado por un proceso de disciplinado saneamiento, en un infructuoso esfuerzo por rascar el óxido que las había corroído. Además, la vieja tienda estaba de nuevo provista de productos comercializables. Alguien curioso que hubiera tenido el privilegio de echar un vistazo a la mercancía e investigar tras el mostrador habría descubierto barriles —¡sí, dos o tres barriles y medio!—: uno de ellos con harina, el otro con manzanas y un tercero, quizá, con harina india, es decir, harina de maíz. También había un cajón de madera de pino lleno de jabón en barra y otro cajón del mismo tamaño que contenía velas de sebo, presentadas en paquetes de diez a una libra. Una pequeña cantidad de azúcar de caña, unas cuantas alubias blancas y guisantes desgranados, y otros productos a bajo precio, además de otros que suelen requerirse con mayor frecuencia, componían gran parte de las mercancías. El panorama podría haber sido un fantasmagórico reflejo de los estantes pobremente equipados del viejo tendero Pyncheon, salvo por el hecho de que la condición y el aspecto de algunos productos los habría hecho difícilmente reconocibles en la época del antepasado. Por ejemplo, había un tarro de encurtidos lleno de fragmentos del peñón de Gibraltar. En realidad no eran las verdaderas esquirlas de la famosa fortaleza, sino pedacitos de delicioso caramelo, pulcramente envueltos en papel blanco. Además podía verse a Jim Crow, el negro danzón de la canción popular en su versión de pan de jengibre, ejecutando su famosísimo baile. Una división de caballería de los Dragones cabalgaba por las estanterías sobre sus monturas de plomo, con sus equipos y uniformes de corte moderno. También había unas figuritas de azúcar que ni siquiera parecían humanas, aunque pretendían representar, de forma poco convincente, nuestra moda actual y no la de hace un siglo. Otro producto que resultaba todavía más llamativo por su modernidad era una caja de cerillas; en la antigüedad, se creía que los fósforos tomaban su llama de combustión espontánea de la mismísima pira del Tofet.
En resumen y para empezar a centrar la cuestión de una vez por todas, era evidente que alguien había adquirido la tienda y el equipamiento del retirado y olvidado señor Pyncheon, y estaba a punto de relanzar el negocio de ese respetable difunto con una nueva serie de clientes. ¿Quién podía ser ese audaz aventurero? ¿Y por qué había elegido la casa de los siete tejados como escenario de sus especulaciones comerciales entre todas las localizaciones posibles?
Regresemos con la anciana soltera. La dama por fin desvió la mirada del sombrío semblante del retratado coronel, suspiró con pesadez —esa mañana, su pecho era como la mismísima guarida de Eolo— y cruzó la habitación de puntillas, curiosa forma de andar de las mujeres de cierta edad. Tras recorrer un pasillo abrió una puerta que comunicaba con la tienda recién descrita con minuciosidad. Debido a la proyección con la que sobresalía la segunda planta —y aún más a la espesa sombra del olmo Pyncheon, que quedaba casi enfrente del tejado—, la penumbra todavía estaba más cercana a la noche que a los destellos del alba.
¡Otro pesado suspiro de la señorita Hepzibah! Tras una breve pausa en el umbral para mirar en dirección a la ventana con su mueca de miope —como si estuviera frunciéndole el ceño a algún enemigo implacable—, se abalanzó de pronto al interior de la tienda. La premura y, por así decirlo, el eléctrico impulso del movimiento resultaron muy sorprendentes.
Con nerviosismo —como con una especie de frenesí, debemos añadir— empezó a disponer los juguetes y otros cachivaches sobre los estantes y en el escaparate. En el aspecto de ese viejo personaje vestido con prendas oscuras, de rostro pálido y apariencia femenina, había una característica en extremo dramática que contrastaba de modo irreconciliable con la ridícula nimiedad de su ocupación. Se antojaba una extraña anomalía que un personaje tan delgado, adusto y taciturno tuviera un juguete en la mano; un milagro que el juguete no desapareciera al asirlo ella; una idea absurda y miserable el que su estricto intelecto quedara perplejo con la cuestión de cómo atraer a los pequeños niños a su local. Con todo y sin lugar a dudas, ese era el objetivo de Hepzibah.
Ahora coloca un elefante de pan de jengibre en el escaparate, pero con un pulso tan trémulo que se le cae al suelo. El animal sufre la amputación de tres patas y la trompa; ha dejado de ser un elefante para convertirse en un montón de migas de pan de jengibre con olor a humedad. A continuación, la señorita Pyncheon derriba un vaso de cristal con canicas, que salen en distintas direcciones, guiadas por el diablo, hasta el recoveco más oscuro y de difícil acceso que puedan encontrar. ¡Que el cielo asista a nuestra pobre y anciana Hepzibah, y nos perdone por observar su situación desde un punto de vista tan jocoso! Cuando su rígido y ajado cuerpo se pone a cuatro patas para salir en busca de las canicas a la fuga, estamos a punto de derramar lágrimas de compasión porque sentimos la necesidad de apartarnos a un lado y reírnos de ella. Porque este —y si hemos fracasado a la hora de transmitirlo al lector, es culpa nuestra, y no de la escena en cuestión— es uno de los momentos más genuinos de interés movido por la melancolía que se dan en la vida cotidiana. Se trata de la agonía final de lo que da en llamarse rancio abolengo. Una dama —que se había nutrido desde su niñez con el sombrío alimento de los recuerdos aristocráticos y cuyo credo dictaba que las manos de una mujer se mancillan al hacer cualquier cosa por ganarse el pan—, esta dama de alta cuna, tras sesenta años en los que sus medios de subsistencia han ido menguando, baja, de buen grado, del pedestal de su categoría social imaginaria. La pobreza, que ha ido pisándole los talones a lo largo de su vida, por fin la ha alcanzado. Debe ganarse el pan con el sudor de su frente ¡o morir de hambre! Y nosotros nos hemos acercado a la señorita Hepzibah Pyncheon, con gran sigilo e irreverencia, en el instante en que la dama patricia va a transformarse en mujer plebeya.
En este país republicano, en medio del fluctuante oleaje de nuestra vida social, siempre hay alguien que está a punto de ahogarse. La tragedia se representa con la misma reiteración de una obra popular para el solaz vacacional, y, sin embargo, provoca tanto impacto como el momento en que un noble queda degradado. La impresión es más grave aún, pues, para nosotros, la clase es la materia más burda de la riqueza y del estrato más privilegiado, y no tiene continuidad espiritual una vez desaparecidos estos, sino que fenece con ellos. Por tanto, puesto que hemos tenido la mala fortuna de presentar a nuestra heroína en una coyuntura tan poco propicia, rogamos una disposición de ánimo tan solemne como sea posible a los espectadores ante el sino de la anciana dama. Contemplemos, en la pobre Hepzibah, a la dama inmemorial —de doscientos años de edad, a este lado del océano, y el triple allende los mares— con sus antiguos retratos, árboles genealógicos, escudos de armas, archivos y tradiciones, y su reivindicación, como coheredera, de ese territorio principesco en el este, que ya no es un suelo yermo, sino una tierra fértil —nacida en la calle Pyncheon, bajo el olmo Pyncheon, y en la casa Pyncheon, donde ha permanecido recluida toda su existencia—, obligada ahora, en esa misma casa, a ser la mercachifle de una tienducha de abastos.
El negocio de abrir una tienda es prácticamente el único recurso de las mujeres que se encuentran en circunstancias similares a las de nuestra desafortunada reclusa. Con su miopía y esos dedos temblorosos, a un tiempo rígidos y delicados, no podía ser costurera; aunque su dechado, bordado hace ya cincuenta años, deja entrever algunos de los ejemplos más complejos de bordado ornamental. Siempre había soñado con una escuela infantil y, en una época, incluso había empezado a repasar sus estudios juveniles con el manual de lectura y catecismo de Nueva Inglaterra, con vistas a prepararse para el puesto de institutriz. Sin embargo, el amor por los niños jamás había brotado en el corazón de Hepzibah, y ahora estaba aletargado, cuando no extinto. Observaba a las pequeñas personitas del barrio desde la ventana de su cuarto y se planteaba si podría tolerar un contacto más cercano con ellas. Además, en nuestros días, el simple abecedario se había convertido en una ciencia demasiado intrincada para enseñarlo señalando letra por letra. En la actualidad, un niño podría enseñar a la anciana Hepzibah más de lo que la anciana podría enseñarle a él. Así que —tras estremecimientos del corazón violentos y gélidos ante la idea de entrar finalmente en sórdido contacto con el mundo, con el que hacía tanto tiempo que guardaba las distancias, a medida que cada día sumado a su reclusión colocaba otra piedra en la entrada de su ermita—, la pobrecilla recordó el antiguo escaparate, la oxidada balanza y la polvorienta caja registradora. Podría haber aguantado un poco más, pero otra circunstancia, que todavía no se ha apuntado, había acelerado en cierto modo su decisión. Los humildes preparativos se realizaron debidamente y la empresa estaba a punto de relanzarse. Debemos añadir que la anciana no podía quejarse de que su destino fuera algo singular, pues en la ciudad que la había visto nacer existían varias tiendas de similares características. Algunas de ellas, en casas tan antiguas como la de los siete tejados, y otras, una o dos tal vez, en las que una anciana decrépita se encontraba tras el mostrador, como penosa imagen del decadente orgullo familiar, al igual que la señorita Hepzibah Pyncheon.
El comportamiento de la solterona mientras ordenaba su tienda para exponerla al ojo público era ridículo hasta el bochorno (debemos admitir con honestidad). Se puso de puntillas y echó una mirada furtiva hacia la ventana, con la misma cautela con la que lo habría hecho de haber imaginado que algún villano sanguinario estaba espiando detrás del olmo con la intención de arrebatarle la vida. Con un estiramiento de su alargado y desgarbado brazo colocó una muestra de botones de carey, un arpa de boca y cualquier pequeño objeto a su disposición en el lugar que cada uno tenía destinado, e inmediatamente después desapareció en la oscuridad, como si el mundo no necesitara tener la más mínima esperanza de poder volver a verla. Podría haberse imaginado que esperaba atender los requerimientos de la comunidad sin ser vista, como una divinidad incorpórea o una hechicera: entregaría sus productos al reverente y atónito comprador con una mano invisible. No obstante, Hepzibah no se atrevía a soñar con algo tan propicio. Era muy consciente de que al final tendría que dar la cara y revelar su persona tal cual era. Sin embargo, como otros seres sensibles, no podía soportar ser observada poco a poco, así que decidió, en cambio, irrumpir en la tienda y quedar expuesta a la mirada atónita del mundo de una vez por todas.
El inevitable momento no podía aplazarse más. Ya podía verse la luz del sol ascendiendo por la fachada de la casa de enfrente, de cuyas ventanas llegaba el reflejo de un destello que luchaba por abrirse paso entre las ramas del olmo e iluminaba el interior de la tienda con más nitidez que hasta ese momento. La ciudad parecía estar despertando. El carromato de un panadero ya había pasado traqueteando por la calle, a la zaga de los últimos vestigios de la pacífica la noche con el tintineo de sus estridentes cascabeles. Un lechero estaba repartiendo el contenido de sus lecheras de latón de puerta en puerta; y el rudo repique de la caracola de un pescador se oía en la distancia, a la vuelta de la esquina. Hepzibah no se apercibió de ninguno de esos detalles. Había llegado la hora. Haberlo retrasado más habría supuesto únicamente prolongar su angustia. No quedaba nada, salvo levantar la barrera que bloqueaba la puerta de la tienda para dejar la entrada libre —más que eso: para hacerla acogedora, como si todos fueran amigos de la casa— a cualquier viandante cuya mirada pudiera sentirse atraída hacia los objetos del escaparate. Ese último acto interpretado por Hepzibah, retirar la barrera de la puerta, tuvo el mismo efecto de golpe seco en sus nervios que un estruendo ensordecedor. Entonces —como si la única barrera que la separaba del mundo hubiera sido derribada y una avalancha de consecuencias negativas llegara tambaleándose a través de ese hueco— huyó hacia el salón interior, se dejó caer sobre la ancestral butaca y rompió a llorar.
¡Nuestra pobre y anciana Hepzibah! Es un pesado engorro para un escritor que se esfuerza por describir la naturaleza —sus diversas actitudes y circunstancias—, con un trazo de corrección razonable y un colorido realista, que gran parte de lo mediocre y ridículo deba mezclarse irremediablemente con el más puro patetismo con el que la vida abastece al artista. ¿Cómo puede representarse una trágica dignidad, por ejemplo, en un escenario como este? ¿Cómo podemos desarrollar nuestra historia sobre compensación por un pecado cometido tiempo atrás, cuando, como uno de los personajes más prominentes, nos vemos obligados a presentar, no a una joven y encantadora mujer, ni siquiera la majestuosa estela de la belleza ajada a golpe de aflicción, sino a una solterona demacrada y adusta, de piel cetrina y articulaciones chirriantes, con un viejo vestido de seda de talle largo y tocada con un extraño y espantoso turbante? Su rostro ni siquiera es feo. Queda redimido de la insignificancia únicamente por la contracción de las cejas en ese gesto de miope que tiene. Y, a la postre, la gran prueba de su vida es que, tras sesenta años de ociosidad, considera conveniente ganarse el pan cómodamente instalando una tienda sin grandes pretensiones. No obstante, si analizamos todas las afortunadas heroicidades de la humanidad, descubriremos esa misma combinación de lo nimio y trivial con lo más noble del júbilo o la pena. La vida está hecha de mármol y arcilla. Y, si no confiamos profundamente en la existencia de una compasión omnisciente superior a nosotros, podríamos llegar a sospechar que la implacable faz del destino luce una mueca inmitigable con sorna insultante. Lo que da en llamarse intuición poética es el don de percibir, en esa esfera de elementos que se mezclan de forma extraña, la belleza y majestuosidad que se ven obligadas a cubrirse de un atuendo tan infame.