LA FUENTE DE MAULE
Después de tomar el té más bien temprano, la joven pueblerina se adentró en el jardín. El recinto había sido muy extenso, aunque ahora quedaba dentro de una reducida parcela, bastante limitado y cercado, en parte con un alto vallado de madera y en parte por las altas edificaciones anexas de las casas que se alzaban ya en otra calle. En el centro había una parcela cubierta de hierba que rodeaba una ruinosa y pequeña estructura, de cuya forma se adivinaba lo justo para intuir que había sido un antiguo invernadero. Una enredadera, que había arraigado el año anterior, empezaba a trepar sobre la estructura, pero tardaría mucho en cubrir el tejado con su manto verde. Tres de los siete tejados quedaban bien mirando de frente al jardín o bien desde algún costado de la casa y proyectaban su oscuro aspecto de solemnidad sobre el terreno.
El negro y fértil suelo se había alimentado de una antigua descomposición: hojas secas, pétalos de flores, tallos y semillas, recipientes de plantas erráticas y de crecimiento caótico, más útiles tras su muerte de lo que lo fueron mientras se exhibían bajo los rayos del sol. Todo lo desechable de esos años pasados había vuelto a florecer e invadía el jardín con malas hierbas (símbolo de los vicios sociales transmitidos), siempre dispuestas a arraigar en torno a las moradas de los humanos. Phoebe observó, no obstante, que su crecimiento debía de haber sido controlado por cierto grado de cuidadoso trabajo, obsequiado a diario y de forma sistemática al jardín. El rosal blanco había sido apuntalado de nuevo contra la pared de la casa al principio de la estación. Además, un peral y tres ciruelos damascenos —que, salvo por una hilera de groselleros, constituían la única variedad frutal del parterre— lucían las huellas de la reciente poda de varias ramas superfluas o defectuosas. Había también algunas flores antiguas y heredadas, no muy llamativas pero escrupulosamente desmalezadas, como si alguien, por cariño o interés, hubiera sentido la urgencia de conseguir que lucieran tan perfectas como fuera posible. El resto del jardín presentaba una variedad bien seleccionada de hortalizas y legumbres en un estado encomiable de desarrollo. Calabacines con sus doradas flores a punto de reventar; pepinos, que en ese momento mostraban una tendencia a alejarse del grupo y reptar hasta muy lejos; dos o tres hileras de habichuelas en el suelo y muchas más a punto de engalanar los postes; tomates, cuyas tomateras ocupaban una zona tan protegida y soleada que eran gigantescas y prometían una pronta y abundante cosecha.
Phoebe se preguntó quién habría invertido tantos cuidados y trabajo en plantar esos vegetales y mantener el terreno tan limpio y bien distribuido. No creía que se tratara de su prima Hepzibah, quien no tenía ni el gusto ni la disposición típicos femeninos para la jardinería y quien —con sus costumbres hurañas y su tendencia a ocultarse entre las deprimentes sombras de la casa— difícilmente habría salido a cielo abierto para desmalezar y pasar la azada entre la fraternidad de habichuelas y calabacines.
Como era su primer día alejada del entorno rural, Phoebe descubrió un placer inesperado en ese pequeño rincón de hierba, follaje, flores aristocráticas y verduras plebeyas. El ojo del cielo parecía estarlo contemplando todo con agrado y una peculiar sonrisa; como si se alegrara de percibir que la naturaleza, en cualquier otro lugar abrumada y desplazada de la polvorienta ciudad, hubiera sido capaz de conservar allí un lugar donde respirar. La parcela adquiría una gracilidad silvestre y a un tiempo muy elegante, gracias a que un par de petirrojos habían anidado en el peral y se mostraban muy afanosos y felices en el oscuro entramado de sus ramas. Las abejas —aunque resulte extraño decirlo— también habían considerado oportuno acudir a ese parterre desde una serie de colmenas de alguna granja situada a unos kilómetros de distancia. ¡Cuántos kilómetros deben de haber volado en busca de miel o cargadas de ella, entre el alba y el ocaso! Con todo y pese a lo tarde que era ya, todavía se oía un agradable zumbido procedente de una o dos plantas de calabacín, en cuyas profundidades esas abejas libaban el dorado polen. Había otro elemento en el jardín que la naturaleza podía reclamar como propiedad inalienable, pese a lo que pudiera alegar cualquier hombre para hacerlo suyo. Se trataba de una fuente rodeada por una hilera de viejas y mohosas piedras, y el lecho pavimentado con un mosaico de diversos guijarros de colores. El jugueteo y ligero estremecimiento del agua por el borboteo se entremezclaba de forma mágica con esas piedrecitas multicolores y creaba una aparición continuamente cambiante de pintorescas figuras, que desaparecían demasiado deprisa como para llegar a definirse. Desde ahí, el agua rebosaba por encima del borde de piedras mohosas y se colaba por debajo de la cerca hasta lo que lamentamos llamar alcantarilla, más que canal.
Tampoco podemos dejar de mencionar un corral de antigüedad muy reverente que se encontraba al fondo del jardín, no muy lejos de la fuente. Su únicos ocupantes eran el proverbial gallo del gallinero, sus dos esposas y un pollo solitario. Todos ellos eran ejemplares puros de una variedad que se había conservado como herencia en la familia Pyncheon, y de los que se contaba que, en óptimas condiciones, habían alcanzado las dimensiones casi de un pavo; en cuanto a su carne, se hablaba de una fineza tal que bien podría servirse en la mesa de un príncipe. Como prueba de la autenticidad de esa fama legendaria, Hepzibah podría haber expuesto la cáscara de un huevo gigantesco del que difícilmente se habría avergonzado una avestruz. Pese a tales antecedentes, las aves eran ahora algo más corpulentas que palomas, tenían un aspecto extraño, envejecido y mustio, se desplazaban con movimientos como afectados por la gota, y emitían un tono apagado y melancólico en todas sus variaciones de cacareos y cloqueos. Era evidente que la especie había degenerado, como tantas otras nobles especies, a consecuencia de un celo demasiado estricto para la conservación de su pureza. Ese pueblo plumífero había existido durante demasiado tiempo como variedad única, hecho del que sus representantes actuales parecían ser conscientes, a juzgar por su lúgubre comportamiento. Se mantenían con vida, de eso no cabía duda, ponían algún que otro huevo y empollaban algún pollo, y no lo hacían por gusto, sino porque el mundo no podía perder para siempre lo que una vez había sido una variedad gallinácea tan admirable. El rasgo distintivo de esas gallinas era una cresta, de lamentable crecimiento en la actualidad, pero tan extraña y maliciosamente similar al peculiar turbante de Hepzibah, que Phoebe —para dolorosa inquietud de su conciencia, aunque sin poder evitarlo— pensó en el parecido entre esos tristes bípedos y su respetable familiar.
La joven entró corriendo a la casa para buscar unas cuantas migas de pan, mondas de patata y otros restos aptos para la alimentación de las aves. A su regreso emitió un curioso ruido para atraerlas, llamada que las gallinas parecieron reconocer. El pollo pasó entre las estacas del gallinero y corrió, dando cierta muestra de vitalidad, hacia los pies de Phoebe. Mientras tanto, el gallo y las damas de su corral se quedaron observándolo con largas miradas soslayadas, luego empezaron a cacarear entre ellos, como intercambiando sabias opiniones sobre el pollo. El aspecto de esas aves era tan sabio, así como antiguo, que daba credibilidad a la idea de que no solo eran descendientes de una especie consagrada, sino que habían existido, en su condición exclusiva, desde la construcción de la casa de los siete tejados, y que, en cierto modo, sus destinos se habían entrecruzado. Eran una especie de duendecillos protectores, o banshees, aunque alados y plumados de forma distinta a la mayoría de ángeles de la guarda.
—¡Toma, curioso pollito! —exclamó Phoebe—, ¡toma estas ricas migas!
El pollo, pese a tener una apariencia casi tan venerable como su madre —de hecho, poseía toda la antigüedad de sus progenitores, pero en miniatura—, demostró la vivacidad suficiente para aletear y llegar a posarse en el hombro de Phoebe.
—¡Ese polluelo acaba de hacerle un elevado cumplido! —exclamó alguien detrás de Phoebe.
Al volverse a toda prisa, la muchacha quedó sorprendida por la visión de un joven que había encontrado una forma de entrar al jardín por una puerta a la que ella había utilizado para llegar hasta allí. El joven llevaba una azada en la mano y, mientras Phoebe había entrado en busca de las migas, él había empezado a airear la tierra que rodeaba las raíces de las tomateras.
—El pollo la trata como si la conociera de toda la vida —prosiguió con dulzura al tiempo que una sonrisa tornaba su rostro incluso más agradable de lo que Phoebe había observado a primera vista—. Además, los venerables personajes del gallinero demuestran una actitud muy afable con usted. ¡Tiene suerte de haberles caído en gracia tan pronto! A mí me conocen desde hace mucho más tiempo, pero jamás me han honrado con ningún gesto cercano, aunque raro es el día que pasa sin que les traiga algo de comer. Supongo que la señorita Hepzibah alegará que se trata de una tradición más, ¡y lo justificará diciendo que las aves saben que usted es una Pyncheon!
—El secreto —dijo Phoebe sonriendo— es que he aprendido a hablar con las gallinas y los pollos.
—¡Ah! —respondió el joven—, pero estas gallinas de linaje aristocrático no se dignarían a entender el mismo lenguaje usado con una vulgar ave de corral. Yo prefiero pensar, y también lo hará la señorita Hepzibah, que han reconocido a un miembro de la familia. Porque usted es una Pyncheon, ¿verdad?
—Me llamo Phoebe Pyncheon —respondió la joven con cierta reserva, pues era consciente de que ese nuevo conocido podía ser, nada más y nada menos, que el daguerrotipista, de cuyas costumbres descontroladas le había dado una desagradable idea la anciana solterona—. No sabía que otra persona ya se encargaba del cuidado del jardín de mi prima Hepzibah.
—Sí —respondió Holgrave—, yo cavo, paso la azada y desbrozo esta oscura y vieja tierra con la finalidad de tomar aire puro y refrescarme con lo que la humilde naturaleza puede haber dejado en este lugar después de que tantos hombres hayan sembrado y cosechado este suelo. Remuevo la tierra como pasatiempo. Mi ocupación formal, mientras la conserve, se basa en una materia más luminosa. En resumen, hago retratos con la luz del sol y, para no dejarme deslumbrar demasiado por mi ocupación, he convencido a la señorita Hepzibah para que me permita habitar bajo uno de estos oscuros tejados. Entrar en ese espacio es como vendarse los ojos. ¿Le gustaría ver una muestra de mi trabajo?
—¿Se refiere a un retrato en daguerrotipia? —preguntó Phoebe con menos reserva, porque, pese a sus prejuicios, su juventud la hacía sentirse ávida de conocer al joven muchacho—. No me gustan mucho esa clase de retratos, son tan austeros y serios… Además, parece que quieran escapar de la contemplación. Supongo que son conscientes de su aspecto poco amigable y por eso odian ser vistos.
—Permítame decirle —respondió el artista, mirando a Phoebe— que me gustaría probar si el daguerrotipo puede extraer rasgos desagradables de un rostro amable. Aunque hay algo de verdad en sus palabras. La mayoría de retratos parecen poco amigables, pero el único motivo, supongo, es que los modelos originales también lo son. La potente y sencilla luz solar posee una maravillosa cualidad visual. Aunque solo le atribuyamos el reflejo de la superficie, en realidad revela el carácter secreto del modelo con un realismo que ningún pintor osaría plasmar, ni aunque pudiera detectarlo. En mi técnica artística no hay halagos que valgan. Bueno, aquí tiene un retrato que he realizado una y otra vez sin conseguir todavía un resultado mejor. Aunque el original posee una expresión muy distinta para el observador lego. Me sentiría muy complacido si compartiera conmigo su opinión sobre este personaje.
Sacó una daguerrotipia en miniatura envuelta en un estuche de cuero. Phoebe apenas la miró y se la devolvió.
—Conozco esa cara —respondió— porque su severa mirada ha estado siguiéndome todo el día. Es mi antepasado puritano, cuyo retrato está colgado en el salón. Sin duda, ha encontrado usted alguna forma de copiar el retrato sin su bonete negro de terciopelo y su barba cana, y le ha puesto un abrigo moderno y una corbata de satén, en lugar de la toga y la banda que vestía el original. No creo que haya mejorado mucho con los cambios que le ha hecho.
—Habría detectado otras diferencias si lo hubiera observado durante más tiempo —comentó Holgrave riendo, aunque, al parecer, bastante sorprendido—. Puedo asegurarle que se trata de un rostro moderno y de alguien que seguramente conocerá. Ahora bien, lo curioso es que el modelo original posee, a ojos del mundo y, según me consta para su más íntimos amigos, un rostro en extremo agradable, indicativo de benevolencia, carácter sociable, radiante, buen humor y otras cualidades por el estilo, todas dignas de elogio. El sol, como verá, cuenta una historia bien distinta, y nadie logrará convencerle de lo contrario, al menos, tras doce pacientes intentos por mi parte. Aquí veremos a un hombre astuto, sutil, inflexible, imperioso y, además, frío como el hielo. ¡Observe esa mirada! ¿Le gustaría estar a su merced? ¡Esa boca! ¿Podría sonreír? Y con todo, ¡si usted pudiera contemplar la bondadosa sonrisa del original! Resulta más desafortunado aún al tratarse de un personaje público de cierta eminencia y por el hecho de que el retrato se pensó para ser grabado.
—Bueno, pues yo no quiero seguir contemplándolo —comentó Phoebe apartando la mirada—. Sin lugar a dudas es un retrato muy frío. Pero mi prima Hepzibah tiene otra imagen: una miniatura. Si el modelo original sigue en este mundo, creo que podría desafiar al sol para que le hiciera parecer estricto e inflexible.
—Entonces ¡usted ha visto esa imagen! —exclamó el artista con expresión de profundo interés—. Yo no la he visto jamás, pero siento una gran curiosidad por verla. ¿Y su valoración de ese rostro es favorable?
—Jamás ha existido otro más delicado —afirmó Phoebe—. Resulta prácticamente demasiado terso y candoroso para ser de un hombre.
—¿No hay nada feroz en su mirada? —prosiguió Holgrave, con tanta ansiedad que llegó a avergonzar a Phoebe, al igual que la avergonzó la naturalidad con la que la trataba pese a acabarla de conocer—. ¿No ve nada oscuro o siniestro en él? ¿No podría imaginar que el modelo original fuera culpable de un terrible crimen?
—Es ridículo —protestó Phoebe, un tanto impaciente— que hablemos de un retrato que usted no ha visto jamás. Estará confundiéndolo con algún otro. ¡Un crimen!, ¡por el amor de Dios! Puesto que es amigo de mi prima Hepzibah, debería pedirle que se lo enseñara.
—Me resultaría más útil ver el original —respondió el daguerrotipista con serenidad—. En cuanto a su carácter, no es necesario que discutamos los detalles; ya han sido juzgados por un tribunal competente o por uno que se hace llamar así. Pero… ¡quédese! ¡No se vaya todavía, se lo ruego! Tengo una propuesta que hacerle.
Phoebe estaba a punto de batirse en retirada, pero se volvió, con cierta indecisión, porque no llegaba a entender el comportamiento del joven. Tras observarlo mejor, entendió que sus reacciones eran más bien el resultado de una falta de ceremonia y no de una brusquedad ofensiva. También detectó cierto tono autoritario en sus palabras, como si el jardín fuera de su propiedad en lugar de ser un sitio en el que había sido admitido por cortesía de Hepzibah.
—Si a usted le parece bien —empezó a decir el joven—, sería un placer para mí dejar en sus manos el cuidado de estas flores y de esas ancianas y respetables aves. Como acaba de llegar usted de un entorno rural, con su aire puro y sus labores manuales, no tardará en añorar el trabajo al aire libre. Yo no me desenvuelvo tan bien entre las flores. Usted puede podarlas y cuidarlas como le plazca, yo solo le pediré alguna pequeña flor de vez en cuando, a cambio de toda una serie de buenas y humildes verduras con las que me propongo enriquecer la mesa de la señorita Hepzibah. Seremos una especie de compañeros de trabajo; formaremos algo parecido a un sistema comunal.
En silencio y bastante sorprendida por su docilidad, Phoebe se fue a desbrozar un lecho de flores y así cumplir con el trato. Sin embargo, se concentró más en una serie de reflexiones relacionadas con ese joven con quien había conversado en términos tan próximos a la familiaridad, para su sorpresa. El muchacho no le había gustado en absoluto. Su personalidad dejó perpleja a la pequeña pueblerina, como habría podido ocurrirle a un conversador más avezado, puesto que, aunque el tono de lo que había dicho había sido bastante distendido, la impresión que había causado en Phoebe era de gravedad y, de no ser porque la juventud suavizaba su discurso, prácticamente de severidad. Ella se rebelaba, por así decirlo, contra cierta fuerza hipnótica del artista, que él ejercía sobre ella seguramente sin ser consciente.
Tras una breve pausa, el crepúsculo, con un efecto más dramático por las sombras de los árboles frutales y de los edificios colindantes, proyectó su oscuridad en el jardín.
—¡Bueno —exclamó Holgrave—, ha llegado la hora de dejar de trabajar! Con ese último golpe de azadón he rebanado un tallo de habichuela. ¡Buenas noches, señorita Phoebe Pyncheon! Cualquier día soleado, si se pone una de esas rosas en el pelo y visita mi taller de la calle principal, atraparé el rayo de sol más puro y haré un retrato de la flor y de quien la porta.
Se retiró a sus solitarios aposentos, pero al llegar a la puerta, volvió la cabeza y llamó a Phoebe con un tono que sin duda estaba entremezclado con la risa, aunque al mismo tiempo parecía serio.
—¡Cuídese de beber de la fuente de Maule! —le advirtió—. ¡No beba su agua ni se refresque la cara con ella!
—¿El pozo de Maule? —preguntó Phoebe—. ¿Es ese con el borde de piedras mohosas? No se me había ocurrido beber de él… Pero ¿por qué no?
—¡Oh! —prosiguió el daguerrotipista— porque ¡esa agua está embrujada como el té de una vieja hechicera!
El joven desapareció y Phoebe, que permaneció en el jardín durante un rato, vio primero una luz destellante y luego el haz firme de una lámpara en una habitación situada bajo el tejado que ocupaba el artista. Al volver a la zona de la casa habitada por Hepzibah, el salón de techos bajos estaba tan oscuro y lúgubre que no lograba distinguir nada en su interior. Sin embargo, percibió que la triste figura de la anciana dama se encontraba sentada en una de las sillas de respaldo recto, algo alejada de la ventana. El tenue fulgor que penetraba por ella dejaba entrever la blanca palidez de las avejentadas mejillas, el rostro vuelto hacia un rincón.
—¿Enciendo una lámpara, prima Hepzibah? —preguntó la joven.
—Hazlo, si eres tan amable, mi querida niña —respondió Hepzibah—. Pero colócala en la mesa que está en el rincón del pasillo. Tengo la vista muy delicada y apenas puedo soportar la luz de la lámpara.
¡Qué instrumento tan prodigioso es la voz humana! ¡Qué maravilloso reflejo de las emociones del alma! En el tono de Hepzibah se apreciaba profundidad y humedad, como si las palabras, pese a lo corrientes que habían sido, hubieran estado maceradas en la calidez de su corazón. Una vez más, mientras encendía la lámpara de la cocina, Phoebe creyó que su prima la llamaba.
—¡Ahora mismo voy, prima! —respondió la joven—. Estas cerillas refulgen un instante y luego se apagan.
En lugar de una respuesta por parte de Hepzibah, le pareció oír el murmullo de una voz desconocida. Resultaba extraño: era un sonido nítido aunque no tan claro como una serie de palabras pronunciadas; algo comparable a la expresión abstracta del sentimiento y la compasión, no del intelecto. Era un sonido tan poco definido que Phoebe lo oyó como si se tratara de una irrealidad, o tal vez fuera su eco. La joven llegó a la conclusión de que debía haber confundido cualquier otro sonido con la voz de alguien, o que era todo producto de su imaginación.
Colocó la lámpara encendida en el pasillo y volvió a entrar en el salón. La silueta de Hepzibah, pese a que su tono azabache se confundía con la oscuridad, se vislumbraba con mayor definición. En las partes más alejadas de la sala, no obstante, con esas paredes tan poco aptas para reflejar la luz, reinaba casi la misma oscuridad que antes.
—Prima —dijo Phoebe—, ¿acabas de decirme algo ahora mismo?
—¡No, niña mía! —respondió Hepzibah.
Fueron menos palabras que antes, pero ¡con la misma y misteriosa musicalidad! El tono, apacible y melancólico aunque sin llegar a ser un lamento, parecía brotar de lo más hondo del corazón de Hepzibah, empapado de sus profundas emociones. Se apreciaba cierto temblor en él, que se transmitía —pues todo sentimiento intenso transmite impulsos eléctricos— a Phoebe. La muchacha permaneció sentada en silencio durante un instante. Sin embargo, gracias a sus agudizados sentidos, no tardó en apercibirse de una respiración irregular procedente de un rincón oscuro de la sala. Su constitución física, a un tiempo delicada y saludable, le permitió percatarse —lo sintió como si hubiera sido una espiritista— de que tenía a alguien muy cerca.
—Mi querida prima —empezó a preguntar superando un recelo indescriptible—, ¿hay alguien más en la habitación con nosotras?
—Phoebe, mi querida y pequeña niña —respondió Hepzibah tras una breve pausa—, has madrugado y has estado ocupada todo el día. Te ruego que vayas a acostarte, pues estoy segura de que necesitas descansar. Yo me quedaré sentada en el salón durante un rato y ordenaré mis ideas. Niña mía, ¡eso es lo que acostumbro a hacer desde hace más años de los que tú has vivido!
Aunque con esas palabras le pedía que se retirase, la anciana solterona dio un paso adelante, besó a Phoebe y le dio un abrazo apretándola contra su pecho; su corazón latió contra el seno de la joven con un ritmo intenso, poderoso y embravecido. ¿Cómo ese viejo músculo desolado contenía tanto amor que podía permitirse verterlo con tal abundancia?
—Buenas noches, prima —dijo Phoebe, conmovida por la reacción de Hepzibah—. Me alegro de que empieces a encariñarte conmigo, si es que es así…
Se retiró a su habitación, pero tardó en dormirse; al hacerlo, no concilió un sueño muy profundo. En algún momento indeterminado de la noche y, por así decirlo, a través del fino velo de un sueño, oyó unos pasos que ascendían por la escalera con pesadez, no con fuerza ni decisión. La voz Hepzibah, como apagada, acompañaba a los pasos; una vez más, en respuesta a la voz de su prima, Phoebe oyó ese extraño y vago murmullo comparable al eco indistinto de una expresión humana.