Madera de boj,
un viaje del alma

 

Cuando se contempla la universal biblioteca de Camilo José Cela, quiero decir la montaña de páginas que su pluma ha ido acumulando, brota de inmediato la idea de que nos hallamos ante un hombre universal de letras. «Humanista» lo he llamado en alguna ocasión en atención a la efectiva universalidad de sus intereses, todos ellos centrados y vertebrados en y por la palabra. Cela lexicólogo, lexicógrafo, ocasional ensayista de teoría del lenguaje y de la literatura, etnógrafo, creador en todas las variedades de géneros: libros de viajes, retratos, cuadros, estampas, cuentos, novelas, poesía, teatro… Por más que a él le haya seducido siempre la figura del vagabundo y diga que todo hombre se convierte en vagabundo, aunque no lo sepa, en las manos caprichosas de los dioses, nada más ajeno a su quehacer literario que el vagabundaje. Cabría, tal vez, llamarle convencionalmente vagamundo, un vagamundo muy especial, que no conoce fronteras, que se desplaza sin cesar, como si tuviera, como que tiene, terror a quedarse parado en un lugar —en un género, en un modo de escritura—, porque «el que se para se esclerotiza», y que anda siempre a la que salta, pero sabiendo siempre dónde y cómo va a saltar lo que salta y cómo se puede apresar.

En pocos novelistas he visto realizada de modo más pleno la afirmación de Victor Hugo de que «la palabra es más poderosa que quien la usa»; que la palabra del verdadero artista creador no traduce un discurso, sino que define la trayectoria del discurso y crea su sentido, de modo que el buen escritor se convierte solo en un lazarillo que hace de amanuense a esa palabra. Sin duda a Camilo José Cela le ayudó en ese momento, en ese menester, su larga y apasionada tarea de exploración, de investigación y estudio de las palabras del pueblo, de su lengua viva, de la que registra su pensar, hacer y vivir en una determinada época. Conocí personalmente a Camilo José Cela en Oviedo, año del Señor de 1960 o 1961, en la trastienda de la librería Summa, donde Josefina Rojo, siempre asesorada por su marido, José María Martínez Cachero, resguardaba de la mirada de la censura los libros entonces prohibidos, y me sorprendió que el escritor no paraba de anotar, de hacer anotar a su secretario, cuanto en la tertulia que allí se reunía se contaba de pintoresco o relevante: anécdotas, dichos, cuentos, fabulaciones, historias… Y pronto supe que Camilo José no dejaba pasar por alto nada de lo que palpita como vida, y por supuesto no perdía nunca jamás un solo papel. Anticipo ya aquí que Madera de boj es, entre muchas cosas, la más sorprendente suma de noticias de la Costa da Morte, de su geografía, de su historia, de su mitología, de sus costumbres, de su lengua, de todo.

Pero no nos apresuremos y vayamos por contados pasos. Acabo de decir que lo que mueve de continuo a Cela es esa «palabra germinal» de la que habla Victor Hugo. Es la palabra de la modernidad literaria. Cuando en el siglo XVIII los racionalistas se dan cuenta de que con la razón no se llega a la misteriosa región donde se esconden las claves últimas de la vida del hombre, se refugian en la palabra poética. Esa palabra es previa a cualquier género literario y cuestiona todos y cada uno de los géneros clásicos, de modo que, frente a la fijación establecida en la preceptiva tradicional, lo propio de la modernidad literaria es en tal sentido la permanente mutación. Con ello tiene mucho que ver, sin duda, ese continuo desplazamiento de formas que apreciamos en la narrativa, que borra también las fronteras de los géneros. Esa palabra de la modernidad lo impregna todo con una carga lírica. Por eso Pedro Salinas afirmaba que el signo de la literatura de nuestro siglo es predominantemente lírico; de naturaleza lírica es la mirada literaria de Camilo José Cela. En esa apreciación coinciden quienes analizan, por ejemplo, los libros de viajes o esa célula germinal de la escritura de Cela que es el llamado apunte carpetovetónico.

Llegados a este punto, debo decir que en Madera de boj alcanza la narrativa lírica de Camilo José Cela su cima más alta. No soy amigo de etiquetas, porque a la postre, y por más que uno se empeñe en jalonarlas de advertencias, las etiquetas terminan por resultar simplificadoras. Por ello, y por otras puntualizaciones que enseguida añadiré, me guardaré de afirmar que Madera de boj es una novela lírica en la línea definida por Ralph Freedman, tan bien estudiada por Darío Villanueva, al hablar de la novela de André Gide, de Hermann Hesse o de Virginia Woolf. Y, sin embargo, le conviene alguno de los elementos definidores de ese tipo. Así, por ejemplo, el fragmentarismo, ese complacerse en lo inorgánico de que hablaba Azorín en El caballero inactual (1928), procedimiento que lleva a fragmentar la trama en la página, la página en la frase y la frase en la palabra. Tres años antes, en 1925, había publicado Gide Los monederos falsos, una novela sin argumento, y por las mismas fechas, hacia 1927, postulaba Benjamín Jarnés una novela sin prólogo ni epílogo (Madera de boj no los tiene), sin fábula ni argumento. En Madera de boj está reducido al esqueleto indispensable para soportar el cuerpo novelístico, y aún eso, intencionalmente fragmentado, y como en un palimpsesto, escrito, raspado y reescrito. Decía también Jarnés que el novelista y el dramaturgo raras veces se lanzan a perseguir lo desconocido, por más que presuman de haber montado un taller de aventuras. «Solo el filósofo y el poeta [añadía] son capaces de percibir intensamente esas vibrantes redes de canalillos que enlazan todas las ideas de las cosas o todas las imágenes de las cosas». Madera de boj es, como veremos, un formidable ejemplo de ese tipo de percepción. No pueden, en cambio, predicarse de ella las características que Henri Bonnet consideraba básicas de la novela lírica: la contemplación, la marca de individualidad y la atención preferente al mundo subjetivo, por oposición a los rasgos habituales de la novela tradicional: la acción, la colectividad, el mundo objetivo.

Aún cabría —y con ello cierro las consideraciones previas que han de servirnos como jalones para la construcción de una lectura de Madera de boj—, aún cabría, digo, preguntarse si esta obra que se abre con la cita de un poema de Edgar Allan Poe, el poeta precursor del Simbolismo, y que lleva por título el enunciado de un símbolo —madera de boj—, guarda alguna relación con la novela simbolista. Ya he dicho que novela y simbolismo parecen, en principio, términos contradictorios, puesto que el discurso novelístico remite a un referente real, mientras que el simbolismo poético remite a la textura misma del discurso. Claro que tal oposición, como la que acabo de apuntar entre lírica y novela, es una convención teórica, de principio, que la práctica de la escritura desmiente de continuo. Los versos de Poe dicen así en boca de uno de los primeros personajes que entran en escena:

 

Os ceos eran cincentos e sombríos

as follas eran crispadas e secas

as follas murchas e secas.

 

Al leerlos he recordado aquellas palabras de Rodenbach, el novelista simbolista de Brujas, la Muerta:

 

… los pueblos tienen una personalidad, un espíritu autónomo. Toda ciudad, todo pueblo, es un estado de alma, y a poco que uno se detenga en ella, ese estado de alma se comunica, se propaga en nosotros en un fluido que se inocula y que se incorpora en el aire que respiramos (cap. X).

 

Es lo que Cela logra en Madera de boj de una manera eficacísima. No se trata sin embargo aquí, debo decirlo, de un estado mental del autor que se proyecta sobre el paisaje, sino de un proceso inverso, de una progresiva sintonía, exactamente de lo que Cela califica textualmente como «un viaje del alma». Un viaje del alma del escritor en busca del alma de la Costa da Morte.

El proyecto es viejo. Darío Villanueva me ha contado que hacia 1944 Cela explicó que se proponía escribir una trilogía gallega. El proyecto terminó por ser una tetralogía. Fue primero el valle de la infancia, con La rosa; más tarde, la Galicia rural, orensana, el solar de su padre, con la Mazurca; la tercera parte, la novela de la ciudad, La cruz de San Andrés. Todo se cierra en Madera de boj con la aproximación a la Costa da Morte.

Para preparar Madera de boj (1989)[3], pasó Cela cinco o seis veranos (hay discusión), de 1984 a 1989, en el corazón de esa costa, en un chalé que se llama Xeitosiña, situado detrás de la playa de Langosteira. Allí han puesto una lápida que lo recuerda; pero merece la pena fijarse en cómo el propio escritor lo cuenta en la novela: «Aquí pasé algún tiempo [dice], buscándole la clave al país» (p. 199). Buscando la clave, es decir, lo que articula, lo que da sentido y explica la verdad última de las cosas: paisajes, gentes, historia, costumbres. Ya he dicho que Madera de boj es una colosal suma de esa región gallega. En la última etapa de redacción de la novela llegué un día a la casa madrileña de Cela. Tenía sobre la mesa de trabajo un mapa a gran escala de esa costa, y al alcance de la mano libros varios sobre ella. Le dije que recordaba que algunas de las embarcaciones de esa zona se llamaban dornas. Sonrió, y me sacó una lista de nombres variadísimos que después he visto reflejados en la novela. No llegué a examinar los cuadernos, pero sé que la documentación acumulada para Madera de boj es formidable.

Y bien, ¿cómo se produce ese viaje? Al responder a la pregunta tengo un poco la impresión de que cometo esa indiscreción del acomodador de cine, que, tras guiar en la oscuridad con su linterna al espectador moroso y tacaño, le dice al final: «El asesino es el del sombrero». No, no voy a contar el final. La novela está tan perfectamente tramada y estructurada, que solo al final, en estrecha correlación con el comienzo, adivinamos que el largo recitado se desarrolla en el tiempo de un viaje. La novela comienza:

 

El sacristán Celso Tembura, al que llaman Arneirón los amigos, otros le dicen Cornecho y él tampoco lo toma a mal, y que laña castañetas y fríe pajaritos como nadie (p. 35).

 

Ya hacia el final oímos a la misma voz:

 

… la vida no tiene ni principio ni fin porque cuando unos mueren otros nacen y la vida es siempre la misma, oigo las siete sirenas que anuncian el remoto paso de los rorcuales, Noia no queda lejos pero los avisos deben ser atendidos, esta quizá sea la señal de que las zarzas silban el fin de este viaje del alma, de la mar se puede estar hablando tiempo y tiempo, me dice Celso Tembura que me calle antes de llegar a Noia, una de las más hermosas villas de Occidente, a mí me hubiera gustado arribar a Padrón con la marea alta y amarrar el bote al pedrón del Apóstol, después de dejar atrás Santa Uxía, o Santa Euxenia, o Santa Oxea, según se mire (p. 267).

 

Esa voz narrativa que irrumpe al comienzo de la novela no se identifica:

 

El sacristán Celso Tembura, al que llaman Arneirón los amigos, otros le dicen Cornecho y él tampoco lo toma a mal, y que laña castañetas y fríe pajaritos como nadie, pardales, xílgaros, verderoles, también diseca sapos y lechuzas, todo por diversión, con las doniñas no se atreve, porque pierden el pelo, tiene los pies planos, las cejas muy pobladas y la conciencia intermitente, o sea tartamuda (p. 35).

 

Continúa narrando, y enseguida sabemos que su hermano Telmo

 

… había sido timonel de la trainera fisterrá Unxía pero quedó cojo de un temblor que lo tiró por el cantil de punta Raboeira o petón do Demo y ahora es sepultureiro en el camposanto de la parroquia de San Xurxo dos Sete Raposos Mortos, que queda cerca del monasterio de San Xiao de Moraime donde se coronaban los reyes suevos rodeados de carballos, de laureles y de tojos de oro (p. 35).

 

Y aparece entonces la figura de Hilario Ascasubí, «el poeta gaucho [que] nació en Posta de Fraile Muerto», y, al fondo, «los moros que pescan sus besugos de reflejos dorados, al sur del estrecho de Gibraltar», y que «dicen que el viento pasa pero la mar permanece», y

 

… el ruido de la mar no va y viene como piensa Floro Cedeira, el pastor de vacas, sino que viene siempre, zas, zás, zas, zás, zas, zás, desde el principio, hasta el fin del mundo y sus miserias, a la ciudad de Dugium Duio, que era la capital de los nerios, se la llevó el viento y la sepultó en la mar (pp. 35-36).

 

El viento pasa, pero la mar permanece. Es decir, las personas, los hechos, pasan, pero queda siempre la mar, y queda siempre la costa, y es ahí donde hay que buscar la clave. «… el ruido de la mar no va y viene […], sino que viene siempre, zas, zás, zas, zás, zas, zás». Esta frase, que se repetirá a lo largo de toda la novela, marca el tono y el ritmo de la narración, la cual va fundiendo recuerdos históricos, mitología, anécdotas, costumbres de la colectividad o de personajes variados, que pasan por la escena aludidos, abocetados, como un apunte carpetovetónico. Llegan todos esos elementos a la novela como pecios de naufragios, como cadáveres que la mar devuelve a la tierra. Examinemos qué entrega en ese recitado inicial.

Vemos que allí se mezclan noticias de personas actuales, el sacristán Celso Tembura, de su hermano, de Floro Cedeira… con recuerdos históricos, «San Xiao de Moraime donde se coronaban los reyes suevos rodeados de carballos, de laureles y de tojos de oro»; con dichos actuales, con descripciones minuciosas de la costa… Y vuelve otra vez: «Dugium murió aplastada por un terremoto en el canal que separaba la ínsula de Fisterra de tierra firme, y unía las playas de Mar de Fóra y Langosteira. Cuando recreció el terreno, la ciudad quedó sepultada». Bastan esas líneas para comprobar cómo se van entrelazando tres hilos: el hilo de la historia, el hilo de la mitología y el de la actualidad. Van trenzándose al ritmo del «zas, zás, zas, zás, zas, zás», con el que la mar no va y viene, sino «viene siempre, viene siempre, y hay que plantarle cara».

Apenas se ha avanzado un poco en el recitado narrativo de esos fragmentos yuxtapuestos y trenzados, una voz anónima le pregunta al recitador-narrador:

 

—¿Esto no va demasiado revuelto?

—No, esto no va más que algo revuelto.

—¿Como la vida misma?

—Sí, pero esto procuro no decirlo (p. 37).

 

Habría que decir que va como el mar «zas, zás, zas, zás, zas, zás», porque el recitado así es. Y periódicamente vuelve la advertencia. Así, en la página 97:

 

—Usted dirá lo que quiera pero a mí se me hace que esto va muy revuelto, vamos, demasiado.

—No, esto no va ni medio revuelto.

—Como usted guste, yo no le he de llevar la contraria.

 

Y en la página 133:

 

—¿De verdad que no cree usted que esto va algo revuelto?

—Algo sí, sin duda, pero tampoco demasiado, no debe decirse para no confundir ni a los jóvenes ni a los misioneros pero la vida y la muerte no se presentan nunca demasiado acordes.

 

Y ahí queda dicho como referencia justificativa de la estructura de la novela: la vida y la muerte no se presentan nunca demasiado acordes. Poco más adelante, el recitador añade otro guiño de significado estructural:

 

… Vincent estudió para cura en el seminario de Saint-Étienne, no llegó a cantar misa. A lo mejor en Saint-Étienne no hay seminario, sí lo hay pero se siembra la duda para que el lector se confíe […] se desoriente y no sepa a qué carta quedarse (p. 135).

 

¿Qué significa todo esto? Sabemos bien que en la base del arte literario está el extrañamiento, el cual se logra desplazando a las palabras de la dirección referencial que les es propia. Con ese guiño metanovelístico, apunta Cela a la supresión de fronteras entre lo real y lo soñado, entre la mitología y la historia, lo que se convierte en procedimiento estructurador de la novela:

 

Los dioses empezaron a hablar por boca de Fofiño Manteiga, el tonto de Prouso Louro, el oráculo de Reburdiños, que no es un personaje de carne y hueso sino un cristobita de papel y tinta, poco antes de que cumpliera los quince años, una mañana antes de salir el sol empezó a aullar como un lobo y la gente decía, los marineros, los campesinos, los leñadores, los pastores, los artesanos y los vendedores ambulantes, aúlla por su madre que lo dejó en la playa de Seiside de recién nacido para que se lo comieran las ratas, lo salvó una sirena que miraba dulcísimamente, parecía una garduña del monte, no es verdad que en la playa de Nemiña haya siempre una ballena varada muerta y comida por los tábanos, los cangrejos y las gaviotas, la gente es muy mentirosa, a la gente no se le puede creer nada de lo que dice, hace ya algunos años que los lobos no llegan hasta la orilla de la mar (pp. 37-38).

 

¿Es Fofiño Manteiga un personaje de carne y hueso o un cristobita de papel y tinta? ¿Cuentan las gentes una historia o es un sucedido imaginario?

Otra vez más todavía insiste la voz en la advertencia de que todo va demasiado revuelto y confuso, lo real y lo irreal (p. 167). Y de nuevo el recitador lo tranquiliza. Más tarde se confirmará aquello a lo que algunos indicios precedentes apuntaban: que el narrador es el propio Camilo José Cela, y, enseguida, cambia el signo de la advertencia:

 

—Llevo mucho tiempo oyendo lo contrario, estoy harto, para mí que la gente ya no sabe lo que discurrir. ¿No cree usted que esto va demasiado ordenado?

—No, a mí me parece que esto no va más que algo ordenado.

—¿Como la vida misma?

—Sí, pero esto procuro no decirlo para evitar desgracias y desplantes, la vida es muy vengativa y rencorosa (p. 202).

 

Hasta entonces todo parecía desordenado. Ahora, ordenado. Y en simetría con las anteriores advertencias de desorden, se producirán a partir de ahí, en las páginas 209 y 252, las referidas al posible exceso de orden. Son nuevos signos metanovelísticos del desplazamiento y del extrañamiento. Para aviso de navegantes, y con vistas a explicar el porqué de esa típica estructura de recitado narrativo que funde elementos heterogéneos —heterogéneos, preciso, no solo por su naturaleza semántica real o irreal, sino por la función que desempeñan: descriptiva, narrativa, de reflexión—, poco antes de la mitad del libro ha introducido el recitador la figura de don Anselmo Prieto Montero, catedrático de latín del instituto coruñés Agra del Orzán, quien escribió una «novela muy amena» sobre

 

… el famoso Capitán Tiengo, un aventurero tinerfeño que le plantó cara a Drake […] se titulaba La campana del buzo y estaba bien escrita, con mucha soltura e interés, en la forma de narrar las aventuras recordaba un poco a Baroja, fue lástima que no encontrara editor (p. 117).

 

Un poco después deja caer que don Anselmo Prieto llamaba a los moros sarracenos (p. 120), y de ese modo va conformando la idea de una contraposición entre el planteamiento de la novela de estructura tradicional —el de La campana del buzo y el de todos los novelistas que han seguido esa tradición—, y el que adopta Madera de boj. Madera de boj es un intento nuevo de novela y una reflexión teórica sobre ese mismo intento.

Ya hacia el final, después de haber ido aludiendo a la vida como referente del orden o el desorden del recitado, explica que «la vida no tiene argumento» (p. 261):

 

… don Anselmo Prieto Montero, el autor de La campana del buzo, explica a sus contertulios del café Galicia eso del planteamiento, el nudo y el desenlace, que son las tres normas que se deben tener presentes, el modelo es de Emilio Zola, o de doña Emilia Pardo Bazán, ahora ya no es como antes, ahora la gente ha descubierto que la novela es un reflejo de la vida y la vida no tiene más desenlace que la muerte, esa pirueta que no es nunca igual, el decorado debe dibujarse primero y pintarse después con mucha precisión, aquí no valen licencias porque los personajes pueden escaparse si no se encuentran a gusto… (p. 262).

 

Subrayo por mi cuenta algo que, a mi juicio, constituye la explicación última y más exacta de lo que es esta novela, en la que todo está milimétricamente pensado, calculado, trabado, y simétricamente establecido. Aquí no valen licencias. Aquí hay centenares de naufragios armando las páginas. Estoy absolutamente seguro, sé positivamente que todos y cada uno de ellos está documentado, como todos y cada uno de los datos mitológicos, de los dichos y consejos.

En la misma línea, la afirmación de que la vida no tiene principio ni fin, porque cuando unos mueren otros nacen y la vida es siempre la misma, está connotando la figura del círculo que se cierra, una rueda. «El mar viene siempre, zas, zás, zas, zás, zas, zás». Pero viene haciendo una estructura circular, que es por la que retornan todos los personajes que aparecen en escena, todos los dichos, todas las referencias. Y las referencias vuelven una y otra vez. He ahí la justificación última de la estructura circular de la novela, que, como acabamos de oír (p. 264), es una danza macabra de la vida y la muerte. El son y el ritmo al que todos bailamos es el del mar que muge como una vaca, como un rebaño y que se repite incansable: zas, zás, zas, zás, zas, zás. La novela ha empezado con Celso Tembura y con él termina.

Estas simetrías de cierre son especialmente claras al final de cada uno de los capítulos. Así, en el del primero oímos:

 

Por Cornualles, Bretaña y Galicia pasa un camino sembrado
de cruces de piedra y de pepitas de oro (p. 101).

 

Se repite el mismo estribillo al final del segundo (p. 168) y del tercero (p. 230). Significa eso, estructuralmente, que la novela se desarrolla en círculos concéntricos en torno a núcleos que contemplan la danza —siempre una— desde distintas perspectivas. Al final del capítulo IV, donde convergen todos los principales hilos temáticos de la trama de la novela, el estribillo se torna más explícito:

 

… por Cornualles, Bretaña y Galicia pasa un camino sembrado de cruces y de pepitas de oro que termina en el cielo de los marineros muertos en la mar (p. 268).

 

Decía el gran Auerbach que la trama de la literariedad tiene la misma factura que un cordón usado en la marina británica, trenzado con varios hilos, de tal modo que si se suprime uno se deshace todo el cordón. Me resulta imposible identificar aquí, en esta primera aproximación, todos los hilos que trenzan el cordón novelístico de Madera de boj. Acabamos de oír la referencia última a los marineros muertos en la mar. A cada paso, en el recitado va sonando como un bordón, como un redoble funerario, la letanía de los barcos que en la Costa da Morte naufragaron. «A esta letanía no se le conoce el fin», dice el narrador en la página 115. Y es verdad:

 

… en la punta del Boi se hundió el cementero español Begoña, tuvo cinco muertos, el carbonero inglés Begoña del que ya se dio aviso se llamaba en realidad Punta Begoña y se fue a pique más de medio siglo antes en la cala del Cuño, mismo donde el poeta Bernaldín de Brandeñas oyó cantar al último jilguero de occidente […] nadie recuerda el lugar exacto porque de esto hace ya mucho tiempo, el vapor de pasajeros Europa, de bandera inglesa y que navegaba de Gibraltar a Liverpool abordó al Strafford y se hundió a los pocos minutos […] peor fue el abordaje de los vapores también de pasajeros Irurac-Bak, de pabellón español, que navegaba de La Coruña a Cuba y Puerto Rico, y Douro, de bandera británica… (pp. 125 y ss.).

 

Y así, en cada página, como un rosario. Hay otras letanías, como la de la atroz persecución de la Inquisición contra la brujería:

 

A Madalena das Preseiras la quemó la Inquisición, Madalena das Preseiras devolvía la leche a los pechos secos de las madres y la simiente a los testículos secos de los padres […] a la portuguesa María Rodríguez la quemó la Inquisición porque se confesó esposa de Satanás y amante de Lucifer, el de Carnota es el hórreo más grande no de Galicia sino del mundo entero, en ninguno de los cinco continentes hay otro mayor, a Ana Rodríguez la quemó la Inquisición porque para combatir el paralís causado por el mal de amores preparaba bebedizos milagrosos con yerbas de veintiún cementerios y chinas de puentes sobre los que hubieran pasado siete obispos caballeros a lomos de mula blanca, de la misma madera son los vivos a los que traga la mar que los muertos a quienes la mar devuelve con algas en los ojos y en las encías, a Bernardiña Catoira la quemó la Inquisición porque convertía a las recién casadas en ratas o en culebras según el día de la semana, a Marta Fernández la quemó la Inquisición porque curaba las venenosas rosas de roñas de las vacas que los asturianos dicen mellón con la suerte mágica llamada de las tres gotas de cera, cuando alguien estornuda hay que decir ¡Jesús! para que el demonio no le entre por la respiración ni por la vista, el oído, el olfato, a Elva Martínez la quemó la Inquisición por yacer con el diablo en el calabozo de los condenados a arder en la hoguera… (pp. 75-76).

 

Otro hilo del trenzado, el de la mitología popular, es, en realidad, la suma de mitos, creencias, leyendas y consejas de lo más variopinto. Por ejemplo, el del dragón que salió del mar (pp. 66-67). Escojo ese ejemplo porque ahí vemos que quien la está contando es el mismo Celso Tembura, que no solamente cumple una función articuladora de principio a fin, sino que es también uno de los que habla. El dragón que salió del mar: la gente no lo creía, y Celso Tembura replicaba: «—¡Así pierda el credo, si digo mentira!» (p. 67). Hay múltiples leyendas de sirenas, las cuales fueron, además, las predecesoras de las encajeras de Camariñas (pp. 76-77 y 92). Especialmente llamativa es la del «náufrago del submarino ruso, Igor Yavlinsky, que se convirtió en lechuza que andaba merodeando por allí»; «por artes nefandas, la oficialidad se había mudado en lechuzas y la marinería en medusas» (pp. 110 y 130). Y qué decir de don Xerardiño, el cura que hacía los milagros con una sola mano; o de Modestina Fernández, la de don Julio, «que parió un pulpo grandecito y con pelo, con mucho pelo» (p. 144); o del Cristo de Fisterra, que apareció en la playa de Cabanas (p. 193), del cuerpo incorrupto de una sirenita que apareció en la playa y del moucho Bieito, en cuya mirada se esconde el lugar exacto en el que está enterrada la llave de la ciudad de Cíbola (p. 243).

A veces, como en el caso de las sirenas, pero sobre todo en el del oro, estas letanías forman el núcleo de uno de los círculos concéntricos de que he hablado. En concreto, el del oro:

 

… Galicia fue siempre muy rica en oro y metales preciosos, los escritores de la Antigüedad hablan de los aluviones y minas de Galicia que fue Eldorado de los romanos, en el Mons Sacer había tanto oro que las ovejas lo descubrían con sus pezuñas, la reja del arado lo levantaba del suelo pero solo estaba permitido aprovechar el que sacaba el rayo de la tierra con la fuerza de su chispa, los irlandeses también venían a buscar oro, los moros escondieron sus haberes antes de irse… (p. 222).

 

Y de este modo va trenzándose la historia en torno a la letanía del oro y las referencias a los distintos instrumentos de oro.

Un escritor tan interesado como Camilo José Cela en la lengua viva del pueblo no podía pasar por alto todo lo relativo al habla de las gentes de la Costa da Morte. Y así, ya de entrada, se registra el hecho de que «Celso Tembura habla el pesco», el cual es descrito con precisión:

 

… es el modo que tienen de pronunciar el gallego los pescadores de Fisterra y Muxía, los besugueiros y sardiñeiros de Fisterra y de Muxía, el pesco es una jerga cativa, una jerigonza canija y graciosilla que no va más allá del sonido que se presta a algunas letras (p. 61).

 

Un poco más adelante se precisan las diversas denominaciones de una misma embarcación: «chalana en Fisterra, Corcubión y Cee, pirica en Corme» (a lo mejor oí mal —precisa Camilo José Cela), «cona en Marín». Se documenta que el Padre Sarmiento, en su Coloquio de veinticuatro gallegos rústicos, diserta sobre Centolo, Centula y Centolos, y cómo «en los instrumentos antiguos se denominaba mare locustarum a la espaciosa concha de mar que va a rendir su curva en Corcubión».

Y con qué fruición, y con qué amor va registrando el narrador el habla de cada personaje. «Celso Tembura no se atreve a disecar doniñas…». Lo decía ya al comienzo, decía: «Celso […] también diseca sapos y lechuzas, todo por diversión, con las doniñas no se atreve» (p. 35). Más adelante insiste:

 

… Celso Tembura no se atreve a disecar doniñas porque pierden el pelo, la doniña es bestezuela presumida a la que conviene halagar, donicela, bonitiña, garridiña, lo que no le gusta es que la insulten, borrallenta, serralleira, cazoleira, entonces se vuelve venenosa y hay que esperar a que rebuznen siete burros enteros y tañan siete campanas de camposanto… (p. 234).

 

Y es que la palabra… Ya se explica en la novela:

 

… ¿usted sabe que la palabra es el reflejo de la vida, la sombra y la silueta de la vida?, no, nadie me lo dijo, ¡vaya por Dios!, ¿usted sabe que debajo de cada palabra duerme una idea su sueño calenturiento? (pp. 158-159).

 

Sí, podríamos glosar, porque debajo de cada palabra duerme una idea su sueño calenturiento, cuando las palabras despiertan enfebrecidas, producen la prosa ardida de Madera de boj.

Al conjuro de la narración van enhebrándose los dichos populares: «quen fai mal a unha andoriña, cúspelle na cara á Virxe María» (p. 89), «San Andrés de Teixido, onde o que non vai de morto vai de vivo, fun ó Santo San Andrés aló no cabo do mundo, ¡só por te ver meu santo, tres días hai que non durmo!» (p. 108), «San Francisco Branco, natural de Tameirón, farto de andar coas cabras, foi morrer ó Xapón» (p. 125), «Santo Cristo de Fisterra, santo da barba dourada, axúdame a remontar a laxe de Touriñana» (p. 193).

En la estructura de círculos concéntricos de la novela, que connotan la rueda de la danza de la vida y de la muerte al ritmo del incesante —«zas, zás, zas, zás, zas, zás»— del mar, ese rosario de citas de dichos populares tiene la misma cadencia litánica de otra serie también recurrente: la del simbolismo de los números. El tres y, sobre todo, el siete. Ternario es ese ritmo de la mar —«zas, zás, zas, zás, zas, zás»—, y ternario predominantemente es el ritmo del propio recitado ya desde el comienzo: «el sacristán Celso Tembura» (1), «al que llaman Arneirón los amigos» (2), «otros le dicen Cornecho» (3); fríe pajaritos como nadie, «pardales» (1); «xílgaros» (2), «verderoles» (3); «también diseca sapos» (1), «lechuzas» (2), «con las doniñas no se atreve» (3); «tiene los pies planos» (1), «las cejas muy pobladas» (2), «la conciencia intermitente» (3). Uno, dos, tres. Uno, dos, tres. Uno, dos, tres.

En cuanto al siete, número mágico donde los haya: «los carballos del monte Pindo estuvieron ardiendo sin parar siete años seguidos» (pp. 50-51), «las siete últimas traíñas se hundieron en siete traiciones de la mar, en siete maldiciones del demonio, en siete cansancios» (p. 215). A veces, el ritmo septenario articula una larga parte del recitado. Así ocurre, por ejemplo, en el Capítulo III, en torno al núcleo del oro, con la serie de las siete ferramentas:

 

… la primera ferramenta es la espada con puño redondo de marfil […] dende Lobeira a Monte Cabalos hai unha mina de sete reinados, sete de ouro, sete de prata, sete de veleno que mata […] la segunda ferramenta es el cuchillo de mango blanco […] la tercera ferramenta es el cuchillo de acero empavonado… (p. 224).

 

El ritmo litánico en este tipo de series cerradas marca el paso de la danza circular en la que todo gira. Estos y otros procedimientos de las microestructuras que resultaría prolijo analizar aquí confieren al texto de Madera de boj un carácter lírico, de una lírica como la que Camilo José ha cultivado desde Pisando la dudosa luz del día, cargada de suprarrealidad, preñada de realismo. A fuerza de estar preñada de realismo, la escritura se torna metarreal y mágica.

Pareja a una neutralización de los valores convenidos —todo es igual, y según, y quién sabe—, se produce la superación de los compartimientos estancos en que nos empeñamos a aherrojar y fijar la vida. Lo que llamamos sucio o limpio, aceptable o rechazable, obligado o convenido, pasado o presente, todo es, en primera y en última instancia, vida, y reflejo de eso que llamamos el alma de las cosas.

 

… para llegar al Freixo desde Muros se pone proa a punta Cabeiro y se llega a la enfilación de la peña Xarpal con la medianía de la isla da Quebra hasta descubrir por fuera del Cabeiro la playa de Aguieiro, se gobierna entonces sobre la punta Cabalo Baixo llevando algo abierta la isla Quebra por la banda de babor, se libra uno de la restinga que va al sudeste, se pone proa a la punta de Carreiroa, extremo de naciente de la ensenada de Broña, y se descubre el faro de Louro por el Carreiro, se arrumba a la punta Corbeiro, se toma hasta tener la Atalaya del Son con la punta Larga, se sigue esta enfilación cuidando de pasar a medio cable al menos de la punta Corbeiro y pronto podrá gobernarse a cerrar por la amura de babor en demanda de fondeadero, es chistoso ver cómo se hunde un pailebot portugués cargado de cómicos vestidos de colores, también es ejemplar, cuando se ven perdidos se emborrachan y rompen a cantar fados con mucho sentimiento… (pp. 262-263).

 

El narrador se declara bisnieto de Cam, hermano de Sem y Jafet y de Dick: «cazaban ballenas y nunca se llevaron bien, reñían por todo y el reparto de las presas los llevaba hasta la blasfemia (p. 262). En la tradición familiar el gusto por la aventura desmesurada fue constante. Así, por ejemplo, el tío Knut Skien fue varias veces a cazar el carnero de Marco Polo, que tenía seis palmos de cuerno, que es «pardo rojizo en verano, pardo derivando a rojo y gris rojizo en invierno, gris tirando a rojo» (p. 77), «lleva dentro el espíritu de un guerrero mongol» (p. 99), «vive en las montañas a las que no llegan las confusas noticias del resto del mundo (p. 143).

El tío Knut que llevó a cazar el carnero a los primos James y Hans Allen, no quiso nunca llevar al narrador y este lo lamenta. No es la única frustración. Hay otra frustración familiar, en cierto modo atávica, y que tiene que ver con el símbolo que da título y ampara la novela. A poco de comenzar el recitado, oímos al tío bisabuelo Dick decirle al bisabuelo Cam:

 

—Escúchame, Cam, aparta toda la paja y quédate bien con lo que convenga a lo que quiero decirte, tú ya sabes, es todo muy sencillo: trabajé tanto durante toda mi vida, que no tuve tiempo de estar enamorado, ni de ser supersticioso, ni de creer en Dios […]. Ya lo ves, hermano, yo quise hacerme una casa con las vigas de madera de boj y ahora me voy al infierno sin haberlo conseguido; gané todo el dinero necesario pero me faltó tiempo.

—Un día me dijiste que también te faltó arraigo.

—Sí, es cierto, también me faltó arraigo; en nuestra familia nos hemos movido más de la cuenta y al final nos entierran a todos siempre en suelo ajeno, a mí me duele no habernos dado cuenta antes (p. 43).

 

El compromiso pasa del tío bisabuelo Dick al bisabuelo Cam:

 

… quizás puedas hacerlo tú, Cam [le dice Dick], es difícil cortar vigas de madera de boj, no pueden ser muy grandes… (p. 51).

 

Más adelante,

 

… los almadieros del purgatorio [en las estampas devotas, las ánimas navegan en un mar de llamas, sumergido medio cuerpo] sufren sorteando las olas de remordimiento de conciencia con sus falsas y débiles almadías de madera de boj, ya se sabe que flota mal y que tarda mucho en arder… (p. 86).

 

La obsesión pasa de generación en generación:

 

[el primo] James E. Allen armado de paciencia y de una navaja cabritera, hizo una carrilana de madera de boj para regalársela a Luquiñas… (p. 125).

 

Cuando el tío Knut lleva al primo James E. Allen a cazar el carnero de Marco Polo, dice el narrador:

 

… a mí me dejó en Caneliñas, mirando para la mar, entonces todavía no soñaba con hacerme una casa con las vigas de madera de boj, esta era una ilusión contagiosa […] en mi familia no hemos sido capaces de levantar una casa con las vigas de madera de boj y ahora nos da vergüenza y lo achacamos al desarraigo, esto es una disculpa aunque a lo mejor ni lo sabemos… (p. 239).

 

Y torna a insistir en lo mismo poco más adelante (p. 261). Pero la razón última de esta obsesión, y por tanto del símbolo, ya la he dejado apuntada antes. En los Emblemas de Alciato, traducidos en lengua española, se vincula al boj a quien se siente herido de amor. Dicen los versos:

 

El crespo y verde boj del cual se haze

la flauta en el sonido diferente

también será señal que satisfaze

de aquel que herido del amor se siente;

porque de amarillez está teñido

como el que del Amor se siente herido.

 

La herida del amor es aquí la del amor a la tierra. Dice Camilo José Cela por boca del recitador:

 

… las tumbas de los abuelos, de los padres, de los hijos, de los nietos y de los criados, las familias deben convertirse en tierra de la propia tierra para que los robles y los castaños crezcan más recios y solemnes, para que el boj respire más duro y más hondo (p. 162).

 

Todo símbolo es por definición intraducible; de ahí deriva su fuerza de significado. Podemos asediarlo desde un lado y desde otro, y a cada toque nos dará un significado añadido. Recogiendo el dicho de los marineros del norte de África, el recitador recuerda al comienzo de Madera de boj que el viento pasa, pero la mar queda, y hay que plantarle siempre cara. Es decir, los hombres, y los hechos, y los sueños y las ficciones, y las historias pasan, pero la tierra queda, y en ella hay que afincar y arraigar. Hay que hacerse una casa de madera de boj, porque es el espacio propio para albergar un conjunto de vida como el que esta novela acumula: una vida, jalonada de muerte a cada paso y por todos los lados (añadiré que en ningún lado se aclara el porqué de la denominación, Costa da Morte: ¿para qué?). Es un espacio en el que se han borrado por completo las fronteras entre pasado y presente, entre lo que consideramos real y lo que dicen que es mito.

El lector tiene que reconocer que Cela ha conseguido el objetivo de encontrar la clave de este país. Una clave que no puede darse en forma de tratado, de ensayo geográfico, histórico o etnográfico, sino en la forma que mejor ensambla todo eso, en el decir mismo de los hombres de esa franja de tierra, la Fisterra, al borde del océano, del mar que es el morir, el mar que viene siempre, «zas, zás, zas, zás, zas, zás», y trae siempre eso: tiempo, historia, mito, vida, muerte.

Cuando el lector vuelve —a mí me ha ocurrido— sobre la novela, a atar cabos, porque ya he dicho y repetido que los cabos están sueltos, se encuentra con que los pecios llegan y vuelven fragmentados. Cuando —porque de un recitado se trata, y esta es una novela hecha para ser leída en alta voz como el Quijote— el oyente vuelve sobre ella, se da cuenta de que el recitador narrador ha prestado solo el hilván, el hilo, y que son los hombres de esa costa, Celso Tembura y otros, los que en realidad hablan, cuentan y no paran, y se interfieren de continuo como se interfieren todos los heterogéneos elementos. En este sentido, es una novela plenamente gallega y plenamente popular. En definitiva, es fruto del arte de captar la lengua viva, no esclerotizada, del pueblo, porque el pueblo es, en definitiva, el que quiere hacer, hace y deshace la casa de madera de boj como espacio simbólico de un estado del alma de esa tierra.