7 de febrero de 1944. Weimar, Alemania
«Muy pronto, el río carmesí de nuestra propia sangre cubrirá todo este maldito lugar hasta ahogarnos. Escúchame. Escucha a la muerte. Es hermosa. Nos acecha; no hay escapatoria. Viene por mí, viene por ti…».
El rostro tremebundo y las palabras del preso del bloque de las letrinas extraen a José Luis del sueño. Sus ojos negros se abren con lentitud a la luz cegadora de una lámpara que cuelga del techo. A su alrededor todo se mira nublado, confuso. Junto a él, alcanza a divisar una pequeña mesa en la que reposa un pequeño frasco de cristal y una jeringa de acero inoxidable. El filoso instrumento y el intenso olor a alcanfor que flota en el aire le recuerda el proceso de inoculación al que fue sometido en algún momento. Confundido, se pregunta cuánto tiempo ha pasado desde entonces.
El día que los presos criminales lo trasladaron al bloque 46, junto con Feliciano y Celso, le sorprendió que no lo torturaran como represalia por haberse ocultado del comando de trabajo en el bloque de letrinas. Esa misma noche, tras revisar a detalle su estado de salud, se le incorporó a un cubículo junto a otros diez prisioneros en una sección del pabellón; para mayor sorpresa, este se hallaba minuciosamente ordenado y limpio, como si se tratara del ala de cuidados intensivos del mejor hospital de Berlín. A José Luis le pareció muy sospechosa la decencia y cuidados con los que los trataron durante varias semanas. En ningún momento le faltó alimento, todo lo contrario, recibió tres raciones de comida al día, sin condición ni restricción alguna.
No obstante, justo cuando sintió que su salud y la de sus camaradas que ocupaban las camas contiguas mejoraba considerablemente, los enfermeros-prisioneros comenzaron a extraerles muestras de sangre de manera aleatoria; las tomas iban acompañadas de nuevos exámenes que realizaban un par de médicos.
José Luis vio ingresar una mañana al bloque, con capacidad para albergar a unos ochenta internos, a un puñado de uniformados entre los que se encontraba el mismo doctor de cabello oscuro y piel blanca que les había ordenado inclinarse durante la revisión de ingreso. El misterioso médico recorrió cama por cama del lugar hasta llegar a José Luis, e inyectó en la vena ya inflamada de su brazo izquierdo una sustancia transparente y viscosa.
El líquido infiltrado le provocó un ligero mareo, algo de náuseas y un morete del tamaño de una moneda de cinco marcos. José Luis quiso indagar qué componente habían introducido en su organismo; sin embargo, Habermann, el preso de la cama de al lado, se atrevió a preguntar antes que él, lo que le valió una golpiza.
Los pacientes comenzaron a percibir malestares unos días después de haber sido inoculados con la sustancia desconocida. José Luis experimentó unos intensos dolores de cabeza seguidos de algunos escalofríos que alertaron de la llegada de unas altísimas fiebres. Estas lo hicieron alucinar por varios días y noches, casi siempre con el rostro y la voz aterradora del prisionero de las letrinas que anunciaba su propia muerte.
Entre aquellas funestas visiones, apenas pudo notar la presencia de los enfermeros-prisioneros que se encargaban de registrar sus bitácoras cada una de las reacciones. No sabía si era de día o de noche. Lo ocurrido en aquellos días quedó apenas registrado en su memoria como imágenes difusas. Entre ellas, la figura del misterioso doctor de cabello negro, junto a otros hombres vestidos de blanco, apareció solo una vez: todos esperaban junto a José Luis para tomarle una muestra de sangre e inyectarle otra solución que le hizo perder el conocimiento.
José Luis vuelve a preguntarse cuánto tiempo habrá pasado desde que llegó ahí. Gira la cabeza hacia la cama contigua. Está tendida, vacía. Habermann ha desaparecido. Con urgencia, intenta mirar a las camas de Feliciano y Celso, pero no tiene fuerza suficiente para incorporarse.
—No se esfuerce, camarada —dice una voz en español delante de él—. Me alegra que haya despertado.
El joven intenta enfocar a quien se encuentra al pie de su cama. Se trata de una figura pequeña de bata blanca, con medio rostro cubierto por una mascarilla blanca de algodón.
—¿Y Celso y Feliciano? —pregunta José Luis con un hilo de voz.
—¿Quiénes?
—Son dos españoles… —murmura señalando frente a él.
—Permítame. —El hombre busca entre los expedientes de las camas contiguas—. Aquí están. Duermen.
José Luis respira aliviado.
—Por favor, no se fatigue. —El hombrecillo se retira la mascarilla por un momento—. Soy el prisionero con quien habló en el almacén de uniformes el día de su ingreso. Estoy aquí porque antier fue el examen médico en el Campo Pequeño y no lo encontré en su bloque. Pensé que había muerto. Tuve que buscar su expediente en el edificio de registro para saber que lo habían trasladado aquí.
José Luis mira por un momento al español, hasta que logra reconocer sus pequeños ojos detrás de sus lentes de pasta.
—Por favor, dígame qué es este lugar —suplica, visiblemente desesperado.
—Este es un bloque de experimentación. De seguro los prisioneros criminales lo trajeron aquí como represalia por alguna acción. Este lugar forma parte del programa nazi que busca probar diferentes tratamientos en internos.
—¿Qué tipo de tratamientos? No estábamos enfermos.
—Parece que los contaminaron con tifus y luego les inyectaron una vacuna experimental —explica con sigilo, aproximándose a un costado de la cama.
—No comprendo.
—Es usted muy afortunado de haber sobrevivido. Parece que seis de los hombres de su grupo no toleraron el tratamiento.
José Luis vuelve a mirar la cama vacía de Habermann.
—Le ofrezco una disculpa de antemano, camarada. Hace unas semanas, cuando nos encontramos por primera vez, olvidé presentarme. Mi nombre es Manuel Alcocer.
—Yo soy…
—Joseph Salazar.
—¿Recuerda mi nombre?
—Así es.
—En realidad mi nombre es José Luis Salazar.
—Da igual. Escuche, no tengo mucho tiempo ahora, el oficial con el que trabajo en la comandancia me ordenó venir aquí por una documentación. Aproveché para decirles a los enfermeros que también me enviaron para entrevistarlo a usted en español por órdenes superiores. Me interesa saber algunos detalles de su historia. Cuando llegó al campo, recuerdo que mencionó que habla francés y alemán fluidos, que es un mecánico especializado y que realizó actos de sabotaje en Francia.
—Solo fue uno.
—No importa. Me gustaría saber más sobre ese acto.
—Antes —interrumpe José Luis, aclarándose la garganta— quisiera que me dijera si usted forma parte de la Resistencia y cuál es su labor.
—Escuche, José Luis, nuestra organización está por todo el campo y necesita gente como usted.
—¿Cuál organización? ¿La Resistencia?
—Eso no importa ahora, camarada. Necesito que me cuente sobre el acto de sabotaje en el que dice que participó… —repite con premura.
—Quizá para usted resulte irrelevante. Pero para mí, con todo el respeto que me merece, es importante saber quién o quiénes están detrás. No puedo cooperar con gente a quien desconozco. No tengo necesidad alguna de ganarme problemas, ¿entiende?
—Entiendo.
—¿Entonces?
Antes de comenzar a hablar, el hombrecillo mira nervioso entre los biombos de lino que divide al grupo de José Luis y otros pacientes, para comprobar que nadie los observe ni los escuche.
—En efecto formo parte del Comité Internacional de Resistencia, camarada. Durante meses, he estado trabajando en el proceso de inserción de los prisioneros al campo. Con esa labor hemos podido captar a prisioneros recién llegados con diferentes aptitudes para que se integren a nuestra causa, que no es otra que la de sobrevivir.
—Sobrevivir… —José Luis dirige su mirada al techo.
—La organización tiene presencia en varias instalaciones como Mauthausen o Mittelbau-Dora. Aquí en Buchenwald está muy activa, no se imagina cuánto. Lo que ahora necesitamos son hombres como usted, capaces de arriesgarse para preparar al cuadro que será responsable de tomar el campo.
—¿Cómo? ¿Piensan tomar las instalaciones ustedes solos?
El mexicano mira de nuevo al español, anonadado. Este asiente, vigilando a su alrededor.
—Ese es el objetivo principal. No estamos solos, somos cientos. A los camaradas les he hablado sobre usted y sobre sus acciones de sabotaje contra del enemigo.
—Insisto en que solo fue una.
—Entiendo. Quiero saber detalles de ella.
Durante algunos segundos, José Luis mira al prisionero fijamente y en silencio, como si lo estudiara. Antes de comenzar a narrar lo ocurrido, lanza un largo suspiro que parece transportarlo dos años atrás a Lorient.
Ese año de 1942, el puerto francés que conecta al Atlántico era ya una instalación estratégica de altísima importancia para la Kriegsmarine, la armada naval de Hitler. Debido a su experiencia previa en la fabricación de armamento en un arsenal del departamento de Loira y su buen comportamiento ahí dentro, José Luis fue trasladado a Lorient, al taller de Keroman, para trabajar en la construcción de piezas para los U-Boots: los submarinos de guerra alemanes que surcan el mar hundiendo barcos enemigos.
El mexicano logró ganarse la confianza de los ingenieros nazis que estaban al frente del taller tras un año de laborar con ellos. En ese mismo periodo, mejoró su dominio del alemán, lo que le ayudó a que lo asignaran como ayudante en los astilleros donde se armaban los impresionantes motores de los submarinos G7, algunos de los aparatos más modernos y poderosos de la armada naval. Así se convirtió en uno de los pocos extranjeros que tenían acceso a equipos e instalaciones estratégicas de las Wehrmacht.
José Luis nunca escuchó sobre la presencia de la Resistencia francesa en Lorient. Sería hasta el momento en que conoció a Ramón Garrido, un español que trabajaba en el taller de municiones del arsenal naval y que se alojaba en el mismo dormitorio, cuando tuvo conocimiento de la existencia del grupo al interior. Garrido exhortó múltiples veces a su compañero para que se sumara a las acciones subrepticias del grupo cuando se enteró de las actividades especializadas que realizaba en el taller de los G7. A pesar de su insistencia, José Luis rechazó siempre la propuesta del español, que gustaba de recitar a los poetas del 27 por las noches debido al alto riesgo que suponía para su supervivencia.
Sin embargo, un evento de proporciones apocalípticas que tuvo lugar a finales de ese mismo año cambiaría su forma de pensar sobre su participación en la guerra.
El sonido de las sirenas antiaéreas hizo eco en todo el puerto al mediodía del 21 de octubre. Los prisioneros que laboraban en los talleres fueron obligados a permanecer en sus puestos hasta que el ataque enemigo fue casi inminente.
Cuando atravesaba el patio del arsenal naval para dirigirse al búnker que le correspondía, José Luis tuvo la sensación de que algo en el ambiente resultaba por completo distinto a otros bombardeos que ya habían tenido lugar en el puerto. Hechizado por la curiosidad, se encaminó en dirección al malecón que miraba a la ciudad; desde la orilla del rompeolas, miró la formación en «V» de tres de aviones de reconocimiento; volaban muy bajo, tanto que parecían rozar las olas del mar.
Los aviones de hélice desaparecieron detrás de los edificios del Keroman III; en su lugar, como dragones gigantes, aparecieron sobre las nubes unas aeronaves grises de zumbido ensordecedor. En las pupilas oscuras del joven se dibujó una lluvia de plomo y fuego que comenzó a caer de manera trepidante sobre las instalaciones navales ubicadas del otro lado del puerto, destinadas a la fabricación de los componentes de los submarinos.
José Luis se retiró el gorro del uniforme ante aquella escena digna del Armagedón. Observó atónito lo ineficaces que resultaban las baterías antiaéreas nazis ante la embestida que levantaba del suelo unas inmensas columnas de humo y hongos de fuego; a los furibundos impactos les siguieron algunas explosiones que provenían de los muelles donde se encontraban varios equipos en reparación. Por la magnitud de las llamas, imaginó que los explosivos habían golpeado los depósitos de combustible del puerto.
Pensó que ese ataque sorpresa podría significar su libertad, que a la arremetida aérea le seguiría una intervención aliada por tierra. Aquella ilusión la rompió el giro de los aviones que los condujo hasta donde se encontraba. Quiso correr para guarecerse, pero las piernas no le respondieron y cayó sobre el piso de concreto del malecón. Al amparo del rompeolas y sus brazos, resintió el impresionante estruendo de las bombas que caían con ferocidad muy cerca de él.
La embestida duró mucho más que otras. Al cesar, José Luis notó con sorpresa que aún estaba vivo; aturdido, pero vivo, y con un zumbido permanente en el oído.
Se incorporó como pudo aún con la sirena sonando por toda la ciudad, y caminó hacia la zona de refugios del arsenal. De improviso se vio rodeado por decenas de cuerpos ensangrentados regados por el piso, algunos heridos, otros sin vida, casi todos con el uniforme caqui de prisionero. La mayoría permanecía delante de los accesos de acero. Sintió una parte suya desvanecerse cuando, al llegar frente al refugio número tres, cercano al taller de municiones, reconoció entre los muertos la figura de Ramón Garrido, con el cuerpo atravesado por las esquirlas de una bomba.
La sirena antiaérea por fin calló. Del refugio en el que se suponía que Ramón debía haber ingresado, solo vio salir a elementos de la Kriegsmarine. En ese momento entendió que, antes del ataque, los alemanes no les habían permitido el acceso a los prisioneros.
Aún conmocionado por no haber podido darles sepultura a sus compañeros, arrojando sus cuerpos cual basura al mar, esa noche escuchó hablar a los soldados alemanes acerca del bombardeo a la instalación que creían secreta; por vez primera, la habían llevado a cabo aviones pertenecientes a la fuerza aérea de los Estados Unidos. José Luis se enteró del triste saldo del ataque: cuarenta y seis personas muertas y ciento treinta y seis heridos de gravedad; de ellos, treinta y seis eran prisioneros extranjeros.
Como era de esperarse, los nazis apostados en Lorient entraron en un estado de paranoia permanente. De inmediato, se dio la orden de comenzar a deportar a todo el que fuese considerado una amenaza para la seguridad de las instalaciones del departamento francés de Morbihan.
José Luis buscó a la Resistencia unos días antes de que se diera la orden bajo la cual los trabajadores extranjeros no volverían a tener acceso a los talleres especializados. Así pues, se ofreció con rabia y valor para llevar a cabo cualquier acto de los que le había hablado Ramón Garrido.
Un día, muy temprano, ingresó en el Keroman III con un sucinto plan. Caminó a través de los laberínticos pasillos del astillero hasta la plataforma donde permanecía estacionado el poderoso U-164, considerado el terror de los barcos británicos por haber hundido una docena de ellos. Se escabulló en las entrañas del submarino con una caja de herramientas en la que transportaba un recipiente con ácido, dirigiéndose al cuarto de máquinas que conocía a la perfección. Una vez dentro, ubicó el tanque de lastre del aparato, y vertió con cuidado el contenido corrosivo del recipiente sobre el marco de la compuerta. José Luis salió a toda prisa del cuarto de máquinas con la esperanza de que el ácido estropeara en poco tiempo el sellado de los depósitos que permitían la inmersión de la nave y protegían las baterías eléctricas. Con ello, esperaba que el agua se filtrara poco a poco al interior para dañar los sistemas eléctricos y dejar la nave varada en medio del mar.
—Brillante —dice entusiasmado Alcocer tras escuchar el relato de su compañero—. Parece un trabajo muy elaborado, transportar ácido y saber dónde derramarlo para dañar al submarino.
—No lo sé. Jamás supe si funcionó o no. A cambio de eso, pedí que me sacaran del puerto y me ayudaran a llegar a Portugal. Primero me enviaron a París con un pasaporte francés falso que me dio la Resistencia.
—Estoy seguro de que el sabotaje funcionó.
José Luis se encoje de hombros con indiferencia.
El eco del «Heil Hitler!» resuena de pronto por todo el barracón. Alcocer mira a su alrededor. Se sabe atrapado cuando distingue entre los biombos que ha ingresado un grupo de oficiales. Antes de que pueda evadir la visita, escucha una voz junto a él.
—¿Despertó? —pregunta a sus espaldas el médico de cabello negro.
—Sí, Herr Doktor. Parece que en buen estado.
Con el rostro oculto detrás de la mascarilla de algodón y la bata blanca, el español finge ser uno más de los enfermeros-prisioneros. El médico de cabello negro y piel blanca toma el expediente de José Luis de la mesa. Lo observa con detenimiento y asiente con la cabeza. El resto de sus colegas, mucho más jóvenes que él, se mantienen atentos.
—Lo ven, compañeros. —Satisfecho, el médico sonríe y señala a José Luis—. Esta es la prueba del progreso de la ciencia del Reich, una que salvará a Alemania de las desgracias que causan las enfermedades de los impuros.
Los oficiales dejan el cubículo de José Luis y continúan su visita por la instalación. No hacen preguntas sobre la situación de las personas que ocupaban las otras seis camas, ahora vacías.
—¿Quién es él?
—¿Ese médico?
—Sí, lo he visto antes, aquí y cuando llegué al campo.
Alcocer mira detrás del biombo para asegurarse de que puede hablar.
—Su nombre es Waldemar Hoven, es el jefe del servicio médico del campo. Ahora debo irme antes de que regresen o me descubran los enfermeros.
—Antes dígame otra cosa, Manuel. ¿Voy a salir de aquí?
—Sí, camarada. No se preocupe. Lo más importante, como le dije, es que está vivo, que por alguna razón el tifus o el tratamiento que le administraron no lo mataron. Le darán un mes de convalecencia, quizá un poco más. Yo les contaré a los miembros de la organización lo que me acaba de narrar, estoy seguro de que estarán interesados en conocerlo. Nos encargaremos de colocarlo en un bloque seguro en el Campo Grande y de asignarle un trabajo útil para la causa. Usted ocúpese de mantenerse con vida y no decir nada de lo que ha visto aquí si no quiere regresar.
—Un último favor.
—Dígame. —Alcocer reprime su premura.
—¿Podría ingresar a esos dos presos españoles de enfrente al mismo bloque? Sus nombres son Feliciano Catalán y Celso Iglesias, ellos también se encontraban alojados en la barraca 62 del Campo Pequeño. Son gente que, estoy seguro, también podrían serle de mucha utilidad a su grupo, créame. Ambos tienen experiencia en el campo de batalla, los dos hablan francés y alemán; uno de ellos, Celso, es maestro y también sabe hablar inglés.
—¿Inglés? —pregunta el prisionero mirando en dirección de la cama del español.
—Así es.
Alcocer asiente en silencio y anota los nombres y números de los dos internos en una libretita que lleva en el pecho. Luego desaparece detrás de los biombos.