Ocho

3 de marzo de 1944. Weimar, Alemania

Todo cuanto habita en la colina de Ettersberg está iluminado por un insólito día soleado. Con la cabeza envuelta por un retazo de tela, Juan Rodrigo espera frente a una puerta que despide un intenso olor a semen y mierda de animales. El agudo dolor en el oído derecho le recuerda el interrogatorio en el departamento político, el desenlace de su repentino traslado al Campo Grande.

La puerta, por la que podría pasar un camión, se abre. Un oficial de vientre abultado, rasgos bruscos y escaso cabello aparece acompañado de dos soldados. El hombre camina hacia el grupo de Juan Rodrigo golpeando un fuete sobre su pierna derecha. Molesto, lanza un escupitajo al fango antes de llegar frente a los hombres.

—¿En verdad? —pregunta—. ¿Esto es todo lo que me enviaron?

Uno de los soldados encargados del traslado de internos se encoge de hombros sin mirar al oficial. Enseguida toma un cigarro y lo enciende.

—Necesitamos más gente y mucho más fuerte —vuelve a quejarse el oficial con uno de sus hombres—. Míralos, en tres días estos desgraciados no podrán cargar una maldita cubeta de agua.

Los prisioneros se miran unos a otros de reojo, inquietos; desconocen la razón por la que los han llevado a este lugar, ubicado en la ladera este de la colina.

—Es lo que mandaron, sargento —responde apático el soldado del cigarro.

El uniformado inspecciona las famélicas figuras que tiene delante de él. Se detiene por un momento en sus ojos amarillentos, en sus bocas escasas de dientes; toca sus brazos, solo halla músculos enjutos.

—No puede ser. Todos los días llegan trenes repletos de hombres. ¿No viene gente mejor alimentada?

—No lo sé. —El soldado da una larga bocanada a su cigarro—. Yo no selecciono a estos bastardos. Usted sabe que cada vez están mandando más y más hombres a la fábrica de armas; allá es donde le urgen a la comandancia ahora, no aquí recogiendo mierda de caballos, perros y cumpliendo caprichos.

—Mejor me hubieran enviado un puñado de señoritas —reclama el sargento entre dientes.

—Como sea. Firme aquí, el resto es responsabilidad suya y de sus hombres. Si los quiere conservar con usted o se deshace de ellos da igual. —Y así, el soldado zanja la conversación.

El corpulento oficial estampa su rúbrica en el documento más por fuerza que por ganas, y voltea para mirar a sus nuevos trabajadores.

—Ah, sargento —dice el guardia.

—¿Qué ocurre? ¿Los va a regresar? Por mí los puede dejar en la mina —espeta. Su comentario no le causa gracia alguna al soldado.

—¿Ve a ese prisionero rubio, el más alto?

El sargento asiente con fastidio.

—Que no le pase nada mientras esté aquí con usted.

—No puede ser… Es el único que parece apto para trabajar.

—No es cosa mía. Es una orden de Reimer —concluye el guardia, dando la última bocanada a su cigarro antes de arrojar el resto en el lodo y retirarse.

La llegada de un «privilegiado», como el sargento llama a los hombres que, por alguna razón, son de utilidad a la comandancia del campo, no es una novedad. En los últimos meses, cada vez más presos han sido apartados del resto de los internos por órdenes de Pister, el comandante general de Buchenwald, pero principalmente de Reimer y sus oficiales.

Casi todos esos favorecidos se alojan en el Campo Grande, en la barraca 70, donde Juan Rodrigo despertó malherido junto a otros prisioneros. La mayoría de esos hombres son trasladados a diferentes instalaciones del campo para participar en actividades donde no pongan en riesgo su vida, como trabajar en las oficinas de la comandancia o, en este caso, cuidar animales. No obstante, el sargento se encarga de que todos los que llegan prueben otra realidad: la del miedo y la incertidumbre, ante la que sabe terminarán por sucumbir.

El oficial alemán ordena al grupo ingresar de prisa al edificio de madera.

Juan Rodrigo olvida por un instante el dolor de cabeza que lo atormenta cuando observa la realidad que habita en el interior. Se trata de un pabellón de unos cuarenta metros de ancho por unos cien de largo que alberga una pista rectangular cubierta por arena suelta. A un costado de ella, detrás de la barrera de madera que circunda el espacio, está instalada una tribuna en donde conversan afablemente cuatro oficiales de la ss, sin notar la presencia de los prisioneros. Al joven rubio le sorprenden los espejos instalados en el lado opuesto a la tribuna y las relucientes lámparas de cristal que cuelgan al centro del espacio. El conjunto es una verdadera excentricidad nazi.

Las lámparas se prenden al unísono y alumbran todo el local. Sin prisa, Juan Rodrigo observa a un jinete solitario que ingresa por una de las esquinas de la pista sobre un fornido caballo color miel.

El galope rítmico del animal le recuerda por un instante los maravillosos espectáculos a los que asistía cada año en la feria de Córdoba, junto a Pedro Del Fierro, su padre. Ahí, fantaseaba con convertirse en un experto jinete de ejemplares de raza andaluz.

A través del espejo, Juan Rodrigo sigue con interés el recorrido del animal hasta que cruza delante de él y los demás prisioneros. Sus ojos no dan crédito cuando advierte que quien cabalga sobre animal es nada menos que una elegante dama vestida con una chamarra verde olivo de la que sobresale una pañoleta multicolor a la altura del cuello, un pantalón beige, unas botas negras y unos guantes de piel.

Como la mejor de las amazonas, sostiene las riendas con firmeza en un trote tan natural que parece flotar sobre su silla de piel hasta detenerse al final del amplísimo local. Entonces, Juan Rodrigo puede mirar de frente el rostro ovalado y las mejillas prominentes, así como unos pequeños ojos claros de apariencia perdida. Con holgura, la mujer alinea a la bestia de frente a la pista.

Su semblante, que no supera los cuarenta años, de pronto se transforma. Sus pequeños ojos parecen encenderse cuando, con un azote y el espoleo en las costillas, azuza a la bestia para salir en un desquiciado galope que concluye con un jalón de riendas al final de la pista. Los ss en la grada, el sargento y el grupo de prisioneros quedan paralizados por un momento.

Achtung! —grita el mando—. Soy el sargento Walter. Ustedes están aquí para trabajar con los animales del campo. Todos los días vendrán a cumplir su jornada. ¿Entendieron?

Ja, Herr! —responden al unísono.

Además, se les informa que, en ese lugar, igual que en todo el campo, aplica la misma regla de oro de no robar nada.

—Pero aquí, si lo hacen —advierte fustigando su mano izquierda con el fuete—, el castigo será mucho más severo que en otras instalaciones. El que sea sorprendido no será investigado; terminará colgado en la plaza de llamados, como todos los que se han atrevido a robar. ¿Quedó claro?

Ja, Herr! —vuelven a responder, todos juntos.

—Nosotros, los alemanes, somos demasiado cuidadosos con nuestros animales —agrega el oficial—. Necesito tres hombres para trabajar con los cerdos en el chiquero.

Tres prisioneros dan un paso al frente de manera voluntaria, un acto que saben que es bien visto por sus captores y que esperan les traiga algún tipo de beneficio.

—Tres para la perrera y tres para la caballeriza —continúa.

Walter encuentra hombres para todos los puestos. Juan Rodrigo es el único que no se ofrece para ninguna actividad.

—Tú, el privilegiado —dice señalando a Juan Rodrigo—. Vendrás conmigo.

El joven rubio asiente sin alzar la vista.

Los dos prisioneros que acompañan al sargento, un checo y un francés que llevan dentro de los triángulos rojos invertidos una «T» y una «F» respectivamente, trasladan a los hombres a las instalaciones a las que fueron asignados.

Walter se acerca al preso espigado, curioso de preguntarle su nombre en alemán.

—Del Fierro, Juan Rodrigo, Herr.

—¿Habla alemán…?

—Sí, Herr. Hablo alemán, francés e inglés.

El oficial examina al prisionero como lo haría un lobo que halla a una oveja extraviada en medio del bosque. Debajo de su aspecto menesteroso, descubre a un joven apuesto y refinado. Antes de aproximarse aún más a su nueva presa, observa a su alrededor. Despacio, como si lo acariciara, alza la barbilla del chico con la punta de su fuete. El interés del corpulento nazi se incrementa cuando pasa su mirada sobre el rostro de Juan Rodrigo, sobre su mentón recio, sus labios carnosos y su nariz puntiaguda.

—Míreme cuando le hablo, Juan Rodrigo —ordena relamiéndose los labios con lentitud.

El prisionero alza su mirada cobalto para encontrarse con la de Walter.

—¿Usted sabe algo del cuidado de animales?

—No, Herr, nada. Yo era estudiante en Francia. Pero siempre puedo aprender.

—Estudiante… —repite acercándose aún más, como si fuera a olisquearlo—. Dígame, ¿qué tiene usted en particular que despertó el interés de Reimer?

El mexicano duda por un instante sobre su respuesta. Confesarle al mando que su madre está dispuesta a pagar una recompensa por su cabeza sería abrirle la cartera a otro nazi codicioso, de esos que ya sabe que abundan en el campo de concentración.

Entonces se aclara la garganta.

—Lo desconozco, Herr.

—No me mienta, Del Fierro no sirve de nada. No será usted un malnacido judío, ¿verdad? —le susurra al oído.

—No, Herr —responde Juan Rodrigo con un hilo de voz, temeroso de lo que sabe que puede ocurrir.

—¿O no será que Reimer está esperando recibir una jugosa suma por su liberación? —Su mano derecha se acerca adonde inicia el pantalón a rayas del uniforme, el cual se sostiene solo por un cordón.

—No lo sé, Herr. Créame.

—Parece usted muy inocente, Del Fierro —agrega el sargento con tono amenazante, y aproxima aún más los dedos para acariciar de forma indebida lo que el joven lleva entre las piernas—. Sabe usted que está en el infierno, ¿verdad?

Juan Rodrigo asiente. Está sudando, pero mantiene la cabeza erguida, con la vista fija en el horizonte.

—Aquí hay mucho lobo hambriento, Del Fierro —insinúa el sargento sin dejar de buscar su mirada—. Yo lo puedo proteger si es bueno conmigo. Solo si es bueno conmigo.

Juan Rodrigo intenta mantener la calma ante la despreciable situación, y no hacer o decir algo que lo comprometa. Complacido por la actitud temerosa del preso, el sargento experimenta un incontrolable deseo que enciende cada célula de su cuerpo. Luego se aleja un metro de su prisionero para observarlo de nuevo.

—Por ahora, lo enviaré al zoológico con Karl Barthel, un conocido preso alemán de este campo —afirma, dedicándole una sonrisa—. Desde ahí podré vigilarlo y protegerlo yo mismo. Sígame.

Juan Rodrigo camina detrás de él, tiritando de miedo. Juntos rodean la pista de arena, ahora vacía; la amazona y su caballo color miel han desaparecido como un fantasma al igual que el resto de los asistentes.

Una pequeña puerta los conduce al exterior. Sin prisa, con el ladrido de perros de fondo, cruzan la calle para ingresar a un edificio contiguo, mucho más reducido, donde se encuentran las caballerizas.

Ahí dentro, Juan Rodrigo observa sobre el pasillo central a dos sujetos que terminan de descargar una vieja carreta de madera. Un hombre que porta también el uniforme de rayas retira la silla del musculoso caballo color miel.

—Ese es Barthel, con quien trabajarás de hoy en adelante. —Walter señala al hombre junto al animal.

Al escuchar la voz del sargento, los dos prisioneros que se dedicaban a vaciar la carreta se retiran el gorro y de manera mecánica adoptan una posición de firmes. El otro, Barthel, se acerca a ellos a paso lento con el rostro enérgico. El prisionero lanza una mirada de arriba abajo a Juan Rodrigo para inspeccionarlo.

—Sé lo que piensas, Karl —dice Walter, pasándose los dedos por su escaso cabello castaño—. No hay hombres más fuertes para trabajar. De hecho, es lo mejor que han enviado. Cuídalo. Me interesa y, por lo que dijeron, a Reimer también. —Le golpea el pecho a Juan Rodrigo con la palma de la mano y finalmente se aleja por la puerta principal de las caballerizas.

Los hombres regresan de inmediato a su labor. Juan Rodrigo observa la solapa del uniforme de su nuevo jefe. Dentro del triángulo rojo invertido encuentra una «K». Hace un esfuerzo para recordar si Roberto Castillo le mencionó lo que significa esa letra. Hasta ahora ha visto efes, varias tes, algunas as, pero nunca, en otro interno, una «K»; desconoce a qué nacionalidad pertenece.

—¿De dónde eres? —cuestiona Barthel sin dejar de atender al animal.

—Soy mexicano.

—¿Tienes alguna experiencia trabajando con animales?

—No, ninguna. Yo era estudiante en Francia.

—Vaya, otro estirado cuidando bestias —ironiza mientras acicala con un cepillo el pelo del animal—. ¿Qué estudiabas?

—Electrónica, pero no pude terminar por la guerra.

—¿Te fuiste a las brigadas?

—No. Yo… —Hace una pausa—. Nunca he tomado un arma para matar.

Barthel mira al joven de reojo con desconfianza, sin detener su actividad.

—En realidad, mi interés por la electrónica se limita exclusivamente a la radiocomunicación, que casi en su totalidad aprendí de manera autodidacta.

Barthel detiene el paso del cepillo al escuchar el resto de la respuesta. Gira su cabeza para estudiar otra vez al recién llegado, como si de repente hubiera encontrado algo valioso en él.

—¿Cuál es tu nombre?

—Juan Rodrigo Del Fierro.

—En este lugar, Juan Rodrigo, un conocimiento como el tuyo puede ser de bastante utilidad —asegura mirándolo a los ojos—. Vamos, hay que repartir alfalfa en los comederos. Después hay que cargar esa misma carreta con alimento. Te irás conmigo. Date prisa.

El chico obedece sin protestar. Al terminar de alimentar a los caballos, Barthel y Juan Rodrigo emprenden la marcha empujando la vieja carreta cargada con carne cruda, frutas y semillas.

—¿Qué significa la «K» que llevas en el uniforme? —pregunta el mexicano con curiosidad cuando cruzan frente al callejón que forman las caballerizas y el chiquero.

Pero antes de que el preso de rostro enérgico pueda responder, una orden de abrir fuego se escucha junto a ellos. Enseguida, un tronido hace que Juan Rodrigo y Karl se encojan de hombros y se cubran detrás del transporte. Ambos observan confundidos a su alrededor, tratando de averiguar de dónde provino la violenta descarga.

Al interior del callejón, Juan Rodrigo contempla cómo cuatro cuerpos arrodillados caen inertes sobre el lodo, delante de una hilera de soldados que empuñan sus rifles aún humeantes.

El joven mira a la distancia al primero de los cuerpos que no para de escupir un torrente de sangre a la altura del cuello. Los ojos de Karl Barthel, por su parte, no dan crédito cuando parecen distinguir a la distancia el rostro exánime de una de las víctimas, un preso que estaba a su cargo.

Una figura femenina se desprende del grupo de uniformados. Juan Rodrigo se queda petrificado como estatua de sal cuando reconoce a la amazona rubia que, hace solo unos minutos, montaba con elegancia y porte al caballo miel en el salón ecuestre. Aún jadeante, la mujer empuña con sus guantes negros de piel una pistola semiautomática.

Un movimiento de Juan Rodrigo basta para advertirla de su presencia. Con sus ojos pequeños intoxicados de ira, observa a los dos testigos fortuitos al final del callejón. Sin otra razón más que haber cruzado en el momento equivocado, la mujer eleva su arma apuntando directo al rostro de Juan Rodrigo. Jala entonces el gatillo. Completamente horrorizado, el joven se da cuenta de que del cañón no ha salido bala alguna. Ella suelta una carcajada macabra que encuentra eco en sus acompañantes al darse cuenta de que el arma se ha quedado sin municiones. Enseguida ordena con un gesto a los dos prisioneros que se larguen de ahí de inmediato.

Juan Rodrigo y Karl Barthel emprenden una carrera desenfrenada, y dejan atrás la carreta con el alimento rogando que la mujer, o cualquiera de sus secuaces, no les disparen por la espalda.

Agitados, se les ve llegar en segundos hasta los primeros edificios que forman el conjunto de la comandancia del campo. Se detienen detrás del más amplio.

—¿Qué demonios fue eso? —pregunta un angustiado Juan Rodrigo—. ¿Quién es esa mujer?

—Es Ilse Koch.

—¿Quién?

—La bruja de Buchenwald. ¿Nunca la habías visto?

—La vi cabalgando dentro de la sala antes de que Walter me llevara contigo —dice Juan Rodrigo profundamente confundido.

—Walter nos va a matar.

—Pero esa mujer ¿quién es? ¿Y los soldados qué demonios hacían ahí? —pregunta el mexicano agitado.

—Ella es la esposa del coronel Karl Koch, el excomandante del campo y un hijo de puta que aterrorizó este lugar durante años —explica angustiado Barthel en voz baja, intentando recuperar el aliento—. A ella la dejaron aquí cuando detuvieron a su esposo. Desde entonces mantiene un control inusual sobre los guardias del campo.

—¿Por qué mató a esos hombres?

—No lo sé…

Los dos prisioneros vigilan como fugitivos a su alrededor. Tratan de recuperar la compostura y actuar con normalidad para no llamar la atención de los ss desperdigados frente a los edificios de la comandancia. Sin embargo, Juan Rodrigo parece descompuesto, imaginando que cualquier movimiento lo puede delatar ante los soldados que caminan ocupados, casi ensimismados, a solo unos metros de ellos.

—Dios… Si Ilse no nos mató, Walter lo hará si no recuperamos el alimento. —Barthel se lamenta, encaminándose en dirección al lado este de la colina de Ettersberg.

—Pero no podemos regresar ahora mismo.

—No, claro que no. Tendremos que vigilar y esperar a que Ilse y sus secuaces se larguen de las caballerizas para volver y llevar la comida al zoológico.

—¿Al zoológico? —Juan Rodrigo luce aún más confundido, mirando de nuevo a su alrededor—. ¿Acaso hay uno aquí en Buchenwald?

—Claro que lo hay. Es un lugar inverosímil del que no darás crédito —afirma Barthel, encaminándose de nuevo a las caballerizas.