7 de agosto de 1944. Laufen, Alemania
Un soldado armado abre la pesada reja para que el Mercedes-Benz negro, con sus cuatro pasajeros abordo, pueda ingresar veloz al estacionamiento de la misteriosa instalación. Juan Rodrigo despierta cuando el motor se apaga.
—¿Hemos llegado? —pregunta el joven desorientado.
—Sí. —El señor Musy, por otro lado, parece muy lúcido, como si hubiera permanecido despierto desde la última vez que cargaron combustible en el poblado de Landshut, hace ya varias horas.
Antes de descender del auto, el hombre maduro de escaso pelo cano, bigote fino y ojos verdes le entrega disimuladamente una caja con tabaco y un pequeño monedero de tela con algo de dinero.
—¿Para qué es eso?
—Tómelo. Quizá le pueda servir.
—¿Acaso me piensa dejar aquí?
—No se preocupe, todo estará bien —afirma, aunque sin responder a la pregunta—. Vamos, debemos darnos prisa.
Juan Rodrigo observa un grotesco bloque amarillo de cinco plantas y múltiples ventanas de marcos blancos; está muy lejos de parecerse a un castillo. Junto a él, sobre una torre de la misma altura, mira un campanario y un pequeño reloj instalado de manera extraña en uno de sus costados. En este momento, marca quince minutos después de las once de la noche.
El joven ingresa al edificio seguido del sargento Göring y del señor Musy a través de una amplia puerta de madera, donde los recibe por un soldado que parece de alto rango.
—¿Es otro enviado de los suecos?
—Así es, teniente —interviene el sargento Göring—. Es mexicano. Proviene de Weimar, del campo de Buchenwald.
Sin responder, el oficial lanza una mirada arrogante al expolítico suizo que acompaña al prisionero y toma los papeles que le extiende el sargento para inspeccionarlos de forma superficial. Luego conduce a los recién llegados hasta un despacho que, desde afuera, despide un intensísimo olor a alcohol y tabaco.
Del cajón del escritorio tallado en madera, el teniente extrae una hoja de papel en blanco que pasa por el rodillo de la máquina de escribir. En ella teclea a velocidad y con fuerza la fecha de hoy, el nombre, día y año de nacimiento y número de preso de Juan Rodrigo en el campo de Weimar, el nombre de la instalación en la que se encuentran, seguido de una relación de las escasas posesiones que el prisionero lleva con él, incluidas su ropa de civil, la caja con tabaco y el monedero con veintitrés marcos imperiales que le ha entregado el señor Musy antes de que bajara del auto. Al terminar de llenar el registro, el hombre retira el papel de un movimiento de la máquina negra y le extiende un bolígrafo al mexicano para que firme en la parte baja del documento.
Finalmente, el teniente le informa al sargento que Juan Rodrigo será ubicado en una habitación del ala C, donde estará acompañado de otros presos en tránsito. Enseguida le notifica al joven de ojos azules que todos los días, después de ordenar su habitación y de comer el primer alimento, se tiene que presentar al pase de lista en la plaza central; inmediatamente después deberá apoyar en las labores que se le ordenen y que, de no hacerlo, será acreedor a sanciones.
El sargento Göring y el señor Musy se despiden para salir de la oficina. Afuera, un par de soldados aguardan por Juan Rodrigo.
—Un momento, por favor —dice el expolítico suizo a los guardias, para dirigirse al joven rubio—. Escucha, Juan Rodrigo, un enviado de la Misión de Rescate Sueca vendrá a buscarte.
—¿Y cuándo será eso? —pregunta, visiblemente preocupado.
—En una semana, un mes, dos quizá… No lo sé, pero es seguro que vendrá. No debes preocuparte —asegura en francés, tratando de evitar que los soldados sigan la conversación.
—¿Cómo sé que no me dejará aquí otro año?
—Hay una negociación de muy alto nivel por tu liberación y la de otros presos.
—Eso ya lo sé, pero ¿por qué debo de esperar?
—Porque ahora no hay condiciones para trasladarte —explica con tono paternal—. Aquí estarás bien hasta que sea seguro trasladarte, te lo prometo. Ten un poco de paciencia, por favor.
Uno de los dos soldados lo empuja del hombro para dar por concluida la conversación.
—Buena suerte —alcanza a decir Musy.
Musy y Göring observan al mexicano alejarse por aquella galería hasta que se pierde en la penumbra.
Juan Rodrigo sigue a los guardias hasta el cuarto de duchas donde le ordenan bañarse y vestirse antes de ser trasladado al tercer piso. Una vez arriba, le asignan la habitación marcada con el número 14-C, la cual se encuentra extrañamente abierta. Una vez dentro, gracias a la tenue luz de la luna que se filtra por la ventana, el joven vislumbra el contorno de los objetos que aquí se encuentran: una mesa de madera, cuatro sillas, un perchero, un ropero y un pequeño cuadro colgado junto a la ventana. Lo que más llama su atención es que los internos parecen no estar hacinados; duermen en tres literas de solo dos camas cada una, ubicadas junto a tres de las cuatro paredes del cuarto.
Antes de retirarse, uno de los soldados le indica que debe ocupar la cama de abajo de la litera de la derecha, que está desocupada.
Agotado, el joven se sienta por fin sobre la cama.
—Ahí no te puedes sentar —dice una voz en inglés sobre su cabeza.
—Ni acostar —asegura alguien más del otro lado de la habitación.
Juan Rodrigo alza la mirada, intentando reconocerlos entre las sombras.
—¿Cómo dicen?
—¿No oyes? Que te levantes de ahí, cabrón —agrega un tercero.
—¿De qué hablan? La cama está vacía. Me la acaban de asignar y la voy a ocupar.
—No puedes —repite el primero.
—¿Y por qué no?
—Es la cama de McHardy.
—Pues yo no veo aquí a esa persona. —Molesto, el mexicano se pone de pie.
—Quizá no esté físicamente, pero él sigue con nosotros, ¿cierto, Taylor?
—Cierto, Hoover.
—Intenta dormir ahí y te sacaremos el alma a golpes en cuanto te quedes dormido —amenaza el primero.
Juan Rodrigo encuentra absurdos los dichos de los prisioneros. Con la mirada, recorre las otras literas sin encontrar ningún otro espacio libre. Fastidiado, y sin ánimos de iniciar una riña en medio de la noche con los internos que parecen estadounidenses, decide recostarse en el piso, entre la mesa de madera y el ropero, apoyando la cabeza en el brazo hasta quedarse dormido.
Un empujón en el hombro despierta al nuevo inquilino. La luz del alba ilumina todo lo que habita en el interior de la habitación, incluido el hombre que lo ha despertado y que permanece de pie junto a él. Para sorpresa del mexicano, se trata de un chico espigado de color.
—Lamento el comportamiento de estos sinvergüenzas —dice extendiéndole la mano para ayudarlo a ponerse de pie—. Ese tal McHardy no existe, es un invento de ellos.
—¿Cómo?
—Es una broma estúpida que a estos dos les encanta hacer a quienes llegan por vez primera aquí.
Adolorido y molesto, el joven escucha la risa burlona de los dos chicos de cabello castaño que comen en la mesa.
—¿Son ustedes estadounidenses? —pregunta Juan Rodrigo.
—Sí. Mi nombre es Josef Nassy —responde el preso de color—. Ese de ahí es John Taylor y aquel es Thomas Hoover; aquel encorvado del fondo es el viejo Reed. A los otros ya los conocerás, ahora están en el baño.
—¿Soldados?
—No, no. Todos los prisioneros de guerra fueron transferidos de aquí hace ya un par de años —explica Nassy ofreciéndole cordialmente un poco de café y pan con mantequilla—. Nosotros, como todos los internos de esta prisión, somos una mezcla de botín de guerra y rehenes; somos civiles que quedamos atrapados en diferentes lugares de Europa al iniciar la guerra y que fuimos detenidos por los nazis. Casi todos hemos estado brincando de una prisión a otra en espera de que el gobierno estadounidense nos libere en algún momento. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres?
—Mi nombre es Juan Rodrigo Del Fierro, soy mexicano, pero mi madre es estadounidense —responde mientras devora el café y el pedazo de pan que, a diferencia de su anterior confinamiento, no está a punto de la descomposición y de hecho encuentra apetitoso.
—¿Qué hace un mexicano en este lugar? —pregunta Taylor.
—Lo mismo que ustedes, quedé atrapado en esta absurda guerra. Solo que yo, hasta ayer, estaba internado en las terribles instalaciones de Buchenwald, muy cerca de Weimar.
—Buchenwald… —interviene con asombro el hombre canoso del fondo, quien en ese momento termina de ordenar su cama—. Eso es una instalación de trabajo forzado, un campo letal, ¿no es así? Escuché que es complicadísimo que alguien salga de ahí con vida.
—¿Y de aquí? —pregunta el mexicano.
El estruendo de la chicharra interrumpe al hombre. Es el anuncio del pase de lista para todos los internos.
—Aunque ahora es distinto, estas instalaciones aún guardan crueldad en sus paredes. Pero, si haces lo que te piden, aquí no tendrás problema alguno —afirma Nassy antes de salir de la habitación seguido del resto de los jóvenes—. Puedo decir que todos estamos interesados en saber cómo es la vida en la instalación donde te encontrabas. Esta noche nos podrás contar.
Los hombres bajan rápidamente al patio central, donde Juan Rodrigo al fin puede valorar el aspecto y el tamaño del lugar que, por su disposición, parece más un antiguo monasterio compuesto por varios edificios que un castillo. Una vez formado, el joven puede notar que aquí todos los prisioneros también son varones; la mayoría son maduros y de aspecto frágil, seres humanos que, está seguro, no podrían sobrevivir en un campo de trabajo.
—¿Cuántos internos hay en este lugar?
—Poco más de quinientos —murmura el norteamericano detrás de él—. ¿Cuántos había en dónde estabas?
—No lo sé, éramos muchos, quizá miles.
Al terminar el pase de lista, Taylor y Hoover parten a trabajar en dirección al campo. Nassy, por su parte, le informa que el Lageroffizer, el jefe de la bodega, le ha dado órdenes para que se presente en el estacionamiento a descargar algunos camiones con víveres que llegaron esta mañana.
Juan Rodrigo mira el exterior: los techos de color tabique de los edificios, la torre del pequeño reloj, un amplísimo jardín que tiene un árbol en el centro y que está rodeado de una banca de madera. El terreno concluye con un descampado que está protegido por un nutrido alambre de púas.
—¿Dónde estamos?
—En medio de la ciudad de Laufen, al suroeste de Baviera. Allá, detrás de la alambrada corre el río Salzach. Del otro lado es Austria.
—¿Qué tan lejos estamos de Berlín?
—Creo que a más de seiscientos kilómetros al sur.
—Muy lejos.
—Así es. ¿Puedo recomendarte algo, compañero?
—Por supuesto.
—No esperes que llegue pronto tu salida de este lugar —sugiere mirando a los ojos al mexicano—. Es lo peor que puedes hacer. Yo mismo he visto a mucha gente consumirse en espera de que llegue el momento de largarse de aquí. Te lo digo, no vale la pena. Busca en qué ocupar tu tiempo.
Con las palabras del preso de color dándole vuelta a su cabeza, Juan Rodrigo, junto a una docena de presos, acarrea decenas de cajas de cuatro camiones con el símbolo de la Cruz Roja Internacional. Entre el ir y venir, Nassy le explica que, desde hace dos años, esta instalación y unas cuantas más les sirven a los nazis para fingir que cumplen con los acuerdos humanitarios que tienen firmados con la comunidad internacional, como el de Ginebra. Asegura que es aquí hasta donde permiten que lleguen los suplementos extra de comida que envían las misiones humanitarias, lo que les permite a los prisioneros comer mejor que en otros campos masivos que se encuentran distribuidos por Alemania o en los territorios ocupados, como Polonia. Además, narra que de manera continua los visitan diversas organizaciones, como la ymca, para inspeccionar las condiciones en las que viven.
Luego de trasladar todos los insumos al interior de la cocina y de comer el almuerzo, compuesto de una crema espesa y un pedazo de pan, los prisioneros salen lentamente al jardín para tomar el sol.
A lo lejos, Juan Rodrigo reconoce el adagio dulce y melancólico de «Olas del Danubio», interpretada en el acordeón, bajo la sombra del inmenso árbol, por un prisionero de bigote negro poblado. El joven mira ensimismado las enormes manos del músico recorrer el teclado y la botonera de bajos a todo lo largo del vals. La música lo transporta por un momento al pasado, a uno que ahora parece muy lejano, hasta su casa en París. Ahí, donde cada primero de julio, en su aniversario de bodas, su padre solía sentarse al piano para dedicar esa famosa melodía rumana a su madre después de deleitarse con una muy generosa cena. Aquella tradición, por años, le pareció lo más remilgado del mundo. Sin embargo, cuando las notas interpretadas con una profunda intensidad alcanzan la coda final, Juan Rodrigo desea melancólicamente poder volver a escuchar a su padre, a su música interpretada en aquel salón, aunque fuera una última vez.
Unos minutos antes de que el reloj de la torre marque las cuatro de la tarde, Nassy invita a Juan Rodrigo a ir con él a la clase de pintura que imparte antes de la hora de la cena en un taller de ese lugar. El joven acepta la oferta de inmediato. A la hora, llegan juntos al taller bien iluminado, que almacena algunos sacos con granos y que está ubicado en el primer piso del edificio anexo al principal. Alrededor del local hay algunos caballetes de madera que soportan unos óleos sin terminar, una mesa salpicada de pintura multicolor, pinceles, pedazos de carbón dentro de unas cajitas de cartón, entre otros objetos. Colgadas sobre las paredes, como en una modesta galería, observa algunas piezas que parecen retratar la vida cotidiana dentro del Ilag, como escenas de reuniones, el paseo por el patio, el trabajo en la cocina y algunos retratos de hombres que parecen internos. Juan Rodrigo se detiene frente a dos piezas que llaman particularmente su atención. En la primera, la sombra de un hombre encorvado permanece de pie junto a la reja por la que él mismo accedió a las instalaciones abordo del Mercedes-Benz; al fondo, iluminada de manera hermosa por la luz del atardecer, se encuentra la torre amarilla con el campanario en su punta y el pequeño reloj en uno de sus costados. La otra obra es un dibujo de trazos negros indefinidos en la que un prisionero de espaldas, cubierto por un largo abrigo y un sombrero, observa el río Salzach a través de la reja en dirección a la torre de vigilancia como si añorara la tan ansiada libertad.
—El hombre en esos cuadros es Reed —dice Nassy—. De todos nosotros, es el preso que tiene más tiempo aquí.
—Parece un personaje con muchísima nostalgia.
—Lo es. Es extraño, pero cuando yo llegué, él tenía otro aspecto; pero es como si cada día que pasara aquí acumulara más melancolía sobre sus hombros.
—¿Los cuadros son tuyos?
—Sí, todos. Mis alumnos aún no han concluido sus primeras piezas, apenas comenzamos las clases hace algunas semanas, con autorización de Weigel, el director del campo.
—¿Y cómo conseguiste que te dejaran pintar aquí dentro? —pregunta Juan Rodrigo con curiosidad.
—Durante un control de rutina, me decomisaron algunos retratos que ocultaba en el armario de la habitación. Según supe después, Weigel los vio y, por alguna razón, le parecieron interesantes. Varios días después, un representante de la ymca que vino a hacer una inspección me buscó para entregarme material, telas, pinturas, papel, pinceles, para que pudiera seguir pintando. Desde entonces, me han permitido trabajar casi en cualquier parte del campo. Por supuesto que no puedo pintar lo que yo quiera, pero es algo.
—¿Y qué quisieras pintar? —pregunta.
—A mi gente. A los que, como yo, están presos en instalaciones como esta —afirma, refiriéndose por supuesto a las personas de color que, como él, permanecen también en prisiones nazis.
El grupo de internos de la clase de Nassy llega puntual al salón. Durante dos horas, el estadounidense se encarga de depurar con paciencia la técnica de los hombres que, paradójicamente, podrían dejar sus obras inconclusas para siempre si fueran trasladados hoy mismo de este lugar.
El pase de lista tiene lugar en punto de las seis de la tarde. Enseguida, los hombres toman un baño respetando el ala en la que se encuentran alojados para luego dirigirse a sus habitaciones a cenar, leer, tocar música o conversar entre ellos.
En la habitación 14 del tercer piso del ala C, los seis presos comen deprisa, ansiosos por que Juan Rodrigo les cuente cómo es la vida en la instalación de trabajo forzado de donde proviene. Durante varias horas, antes de dormir, los hombres escuchan con atención los detalles del letal campo.
Los días en el Ilag VII de Laufen transcurren uno tras otro casi idénticos hasta convertirse en semanas y, para la mala fortuna de Juan Rodrigo, en meses, y lo que es peor aún, sin mayor información sobre su puesta en libertad.
La incertidumbre de no recibir noticias de la Legión Sueca se mezcla con el vértigo de la información que fluye entre los prisioneros sobre el devenir de la guerra. Casi a diario, Taylor les cuenta sobre las novedades que lee y escucha en la dirección del campo sobre el avance aliado a lo largo de Alemania.
A finales de agosto y principios de septiembre, mientras continúa asistiendo al taller de pintura con Nassy, Juan Rodrigo celebra con modestia la liberación de Bélgica y Holanda. En octubre, reciben con júbilo la noticia de la capitulación de los nazis en París; y en noviembre, brindan con agua por la retirada de las tropas de apoyo a Italia.
Del Frente Oriental se enteran sobre el repliegue considerable de las fuerzas de Hitler de Hungría y Yugoslavia gracias al avance contundente de las tropas rusas. Entre los prisioneros hay quienes especulan con optimismo que pronto las potencias del Eje podrían rendirse; aunque hay otros que creen que los alemanes aún tienen mucho apoyo popular, sobre todo en las provincias, lo que podría fortalecerlos y contener la embestida durante más tiempo. De cualquier forma, un sentimiento positivo crece cada día más imparable entre los hombres hasta completar el otoño y alcanzar al invierno y, con él, al fin del año.
Una helada mañana de principios de 1945, el Lageroffizer llama a Juan Rodrigo, quien en ese momento ayuda a preparar el almuerzo del día junto a los hombres de la habitación 14-C, para que se presente de inmediato en la dirección del Ilag.
Sus pasos hacen eco por los pasillos del edificio hasta que llega a la única puerta que halla abierta. Una vez adentro, observa una figura menuda que reconoce de inmediato.
—Buenas tardes, Juan Rodrigo. Es momento de partir.
Es el señor Musy, quien ha llegado por él.