Veintitrés

26 de febrero de 1945. Weimar, Alemania

Los meses posteriores al bombardeo de la Gustloff Works resultan agobiantes en todas las instalaciones de Buchenwald. A finales del verano de 1944, el campo llega a una sobrepoblación tal que los hombres han tenido que dormir a la intemperie, fuera del campamento. La comida escasea al punto que, a mediados del otoño, se comienza a repartir solo una miserable porción de alimento al día a cada interno, compuesta de un caldo transparente aún más insípido que el anterior. Las enfermedades, como la disentería, se han agudizado. Quienes contraen alguna enfermedad son abandonados a su suerte en las letrinas o en los callejones que forman las barracas; las camas y el medicamento disponible en el hospital y la enfermería los utilizan solo alemanes. Por si fuera poco, un crudísimo invierno se desploma sobre Buchenwald, como no se había visto en años.

Con una fina nevada cayendo sobre sus hombros, José Luis llega a su barraca tras el pase de lista de la noche para alcanzar algo de cenar antes de salir a visitar a Celso, quien, aunque está rodeado de sus compañeros del grupo de castigo, ha vivido como un eremita desde que ocurrió el ataque aéreo a la fábrica de armas.

Mientras devora el miserable plato con algunas lentejas y aparta un trozo de pan para su compañero, José Luis escucha a dos franceses hablar sobre un extraño convoy cargado de cuatrocientos cadáveres que esa noche tendrán que descargar en medio del temporal que azota el centro de Alemania. Sin hacer ningún comentario, toma su abrigo para encaminarse sigiloso a las escaleras e intentar partir con rumbo a la barraca 12, la de Celso.

Sin embargo, antes de que pueda alcanzar la salida, José Luis escucha a los Kapos del bloque ordenar a los presos de los Baukomandos que salgan de prisa y vuelvan a la Appellplatz. Ahí, en fila y con el frío ascendiendo los pies los hombres son informados, sin mayor detalle, que serán trasladados a llevar a cabo una segunda jornada.

El grupo de presos camina apenas unos minutos después en silencio en medio de la noche y el frío por el Carachoweg. Pronto abandonan la avenida para dirigirse, entre la penumbra, y como ya anticipaban, a la estación de ferrocarril del campo. José Luis no puede creer lo que sus ojos le muestran entre la nieve y la penumbra: un tren cargado de muerte se encuentra, en efecto, estacionado sobre el andén. El convoy está compuesto solo de dos carros descubiertos en los que se apilan decenas de cuerpos que forman un solo bloque amorfo, petrificado. Los prisioneros reciben enseguida la orden de descargar los cadáveres y depositarlos sobre unas carretas de madera.

Algunos hombres del Baukomando 75a, quienes ahora parecen vivir sin alma, suben sin pensar dos veces al vagón. Caminan indiferentes sobre los cuerpos inertes para intentar separar de alguna manera la masa de carne y ropa adherida. Sobre el andén, los buitres de los ss narran, intencionalmente en voz alta, que ese grupo de hombres partió hace tres semanas a pie de una instalación polaca de nombre Gross-Rosen y que, al no poder continuar su viaje por ellos mismos, tuvieron que ser puestos a bordo de esos viejos vagones utilizados por cerdos y vacas. Cuentan, además, que nuevos transportes provenientes de otros campos están programados para llegar en las semanas por venir.

Después de varias horas de labor, los miembros del comando de trabajo logran separar la mayoría los cadáveres apoyados por unas largas barretas de acero llevándose, en varias ocasiones, trozos de uniformes, extremidades y dedos que se desprenden como ramas de un árbol muerto y seco. Otros grupos, como en el que se encuentra José Luis, van y vienen transportando los cuerpos, o los fragmentos de ellos, hasta el crematorio del campo.

Los primeros rayos de luz del alba se tornan marrones cuando se mezclan sobre el lugar con las cenizas de los cuerpos que se escapan. José Luis se detiene aterrado por un segundo cuando se da cuenta de que, en las palmas de las manos, entre los dedos, entre sus uñas, lleva incrustado el carmesí más profundo, prueba irrefutable y ahora desconocida para el mundo, de que aquí habita toda la maldad de la que el ser humano es capaz. Por vez primera en todos estos meses, José Luis no puede más de agotamiento y pena. Entonces llora desconsolado sobre la nieve que cubre el patio del crematorio, al amanecer de este día de invierno, como lo haría un chiquillo abandonado.

El mexicano hace un esfuerzo sobrehumano por incorporarse y volver a su barraca. Sin embargo, las piernas no le responden más. Recuerda que el bloque 12, el de Celso, se encuentra muy cerca de aquí, tanto que puede verlo a la distancia. Llega al edificio al borde de la inconsciencia. Antes de abandonarse, mira a un grupo de prisioneros que intentan calentarse alrededor de una miserable fogata encendida en el exterior. Un par de ellos se compadecen del mexicano y lo conducen rápidamente al interior del bloque donde lo recuestan sobre el piso al no hallar lugar sobre las literas.

José Luis vuelve en sí después de varias horas. Entre decenas de seres esqueléticos, que en algún momento formaron parte de una fuerza de trabajo que ahora se ha agotado y que no hacen otra cosa que cohabitar con la incertidumbre dentro de esa habitación de madera, José Luis se despereza poco a poco hasta incorporarse y dar algunos pasos entre la oscuridad del corredor y sus residentes.

Cruza el área común del bloque, el comedor, hasta el fondo de la barraca de un piso. Ahí, entre la oscuridad y cientos de hombres halla a Celso como casi siempre, sin compañía, recargado sobre su litera, mirando con desconfianza de un lado a otro, los ojos enmarcados por unas pesadas ojeras.

La mayoría de los presos que habitan con el español evaden aquel rincón. En sus ataques de angustia, Celso busca convencer a toda costa a cualquiera sobre su teoría de que la comandancia general del campo quiere acabar con ellos antes de que los norteamericanos lleguen al campo. Insiste en que los ss están listos para masacrar en cualquier instante a los prisioneros, en especial a los insurrectos. En cuestión de meses, Celso se ha tornado en un ser desconfiado, hostil e irritable con quienes no comparten sus ideas de confabulación al interior del campo, especialmente con Feliciano, a quien desde hace unos meses ha dejado de buscar ante su continua negativa de escapar de ese lugar.

—Pancho —murmura al fin— ¿Traes comida contigo?

—No, camarada. Esta vez no.

—Qué lástima, tengo mucha hambre.

Ansioso, el español se frota las manos sin que parezca interesarse en el aspecto menesteroso de su compañero.

—¿Tienes alguna novedad? ¿Qué han dicho los compañeros que escuchan la radio?

—Nada diferente a lo que te conté la última vez. El avance terrestre de los Aliados continúa —miente el mexicano.

—Escúchame, Pancho —balbucea el español con la respiración súbitamente agitada, mirando con suspicacia hacia ambos lados del corredor—. Pronto va a tener lugar un segundo ataque aéreo como el que vivimos, pero esta vez será fulminante. Destruirán todo el campo, y con él a nosotros.

—Celso, por favor…

—Hoven lo ha dicho, Pancho —asegura, ante su mirada de desconcierto—. No serán los estadounidenses, son los mismos nazis quienes planean bombardear el campo o acabar con nosotros aquí dentro. El tiempo se acerca. ¿Por qué crees que ha estado llegando tanta gente? Porque convertirán esta colina de Ettersberg en un camposanto.

José Luis aprieta los ojos, siente su cabeza estallar. Después de la jornada macabra de esta noche, por vez primera considera el vaticinio de su camarada como una posibilidad.

—Míranos, Pancho, no cabemos más. Escuché que de trescientos cuarenta internos que habitábamos en este barracón pasamos a más de ochocientos en apenas unas semanas. Ochocientos —repite, separando cada sílaba—. Hay gente que pasa la noche en el piso, afuera. Seguido hay peleas, los hombres se golpean hasta matarse por un trozo de nabo que hallan el caldo del otro o por un pedazo de pan, por un espacio en las literas que ahora nadie quiere abandonar por temor de perder el privilegio de dormir acostado. A los enfermos tampoco se los están llevando de aquí a la enfermería o al hospital, ¿lo sabías? Ha habido balazos aquí dentro esta noche. Los médicos vinieron a recetarles un tiro de gracia como tratamiento a los más débiles. Todo está fuera de control, la gente se infecta con solo ir al baño; yo no voy a las letrinas. Desde aquí me doy cuenta de todo lo que ocurre, Pancho. De todo.

—Todos estamos viviendo la más horripilante de las pesadillas, camarada.

—Pero no tiene que ser así, Pancho. Te vuelvo a pedir, como lo he hecho durante todos estos meses, que nos larguemos de aquí.

Impotente, José Luis mira a su compañero frotarse las manos con ansiedad.

—Sigo pensando que no podemos escapar, y si lo hacemos, no creo que en nuestra condición lleguemos muy lejos. Solo mírame, con trabajos pude llegar aquí esta mañana.

Sin que sus palabras parezcan hacer eco alguno en él, Celso le dedica una mirada cargada de desprecio.

—Entonces me iré solo.

—No digas estupideces, Celso. No puedes salir de esta deleznable madriguera como si fueras una liebre, te cazarán de inmediato.

—No me importa. Debo largarme de aquí.

—Celso, por favor.

—Es eso o colgarme de una de estas vigas —sentencia con obstinación, mirando sobre su cabeza—. No esperaré a que me maten estos hijos de puta, no les daré ese gusto, Pancho.

—Yo no pienso irme y tú tampoco lo harás. Si algo te sucede, no podré cargar con la responsabilidad de no haberte disuadido. Y si te vas, ¿qué le diré a Feliciano? Aguardarás aquí hasta que la Resistencia entre en acción para tomar el campo y tú puedas ser útil en ese plan.

Sus palabras firmes para dar por terminada la conversación. Sin despedirse, José Luis se da media vuelta y se encamina a la salida. A su paso, puede escuchar el grito enfurecido del español.

—¡Eres un cobarde, igual que Feliciano!

Afuera, el breve día de invierno se ha ido a pique. José Luis camina tan rápido como le es posible hasta la Appellplatz para pasar lista y volver, de noche, a su barraca. Ahí encuentra a Feliciano, a quien le narra la descarga de los cuerpos del tren, pero evita contarle en qué condiciones tan deplorables se encuentra en este momento su compañero.

Al finalizar el invierno, la comandancia se encuentra en un estado de alerta permanente ante la posible llegada de las tropas aliadas. Además, han confirmado por completo la sospecha de que al interior del campo existen grupos insurgentes que se preparan para amotinarse, por lo que deciden imponer un estricto toque de queda con el que, después de la cena, los soldados están autorizados a disparar a todo lo que se mueva entre las sombras de los bloques.

A finales de marzo, solo los prisioneros que trabajan en las oficinas de la comandancia vuelven a sus labores. Los casi cuarenta y ocho mil internos que en este momento habitan hacinados dentro de la alambrada de púas se dedican a vagar sin sentido durante el día en busca de alguna ración de alimento. Como consecuencia, el acceso al dinero que tuvieron los internos, a través del pago de sus miserables salarios, se ha cancelado. Además, cada vez es más frecuente que los hombres escuchen sonidos de artillería en combate.

Una noche de principios de abril, Jean Moreau le comunica a José Luis y a Feliciano que la organización ha convocado a una reunión urgente en el ala C de la barraca 40.

Ante la presencia del grupo entre los que se encuentran Karl Barthel, Armin Walther, Gwidon Damazyn, entre otros, Bonner informa que ese mismo día han se han enterado de que un radio, muy similar al que llevan operando en la sala de cine, ha sido descubierto en el campo de Dora, el anexo a Buchenwald. Como consecuencia, dice el francés, veintinueve hombres que pertenecían a la organización clandestina de esa instalación fueron detenidos hace solo unos días. Ocho de ellos fueron fusilados de inmediato y dos se suicidaron antes de que los torturaran con la intención de que revelaran pormenores de su actividad. Lo delicado, asegura Bonner, es que Armin y Gwidon tuvieron contacto con varios de los detenidos por lo que, posiblemente, haya quedado registro de sus comunicaciones.

—Por lo tanto, se decidió destruir el radio con que contaban para evitar comprometer a los camaradas.

—Entonces, ¿estamos incomunicados? —pregunta nervioso Barthel.

—La situación en este momento es sumamente crítica, camarada. Por fortuna, hasta ayer, Armin y Gwidon todavía pudieron intervenir varias comunicaciones en las que se informaba, entre otras cosas, que Ilse Koch huyó esta semana las tropas aliadas avanzaban por el centro de Alemania.

—¿Huyó? —pregunta confundido José Luis.

—Parece que hace unos días dejó el campo con sus dos hijos y varias de sus posesiones —explica Armin—. Los mismos alemanes ya comenzaron a buscarla.

—Es información que no hemos podido comprobar porque no tenemos a ningún hombre de los nuestros desde el año pasado en la villa —añade Bonner.

Feliciano y José Luis se miran complacidos al escuchar las noticias sobre la bruja.

—¿En dónde se encuentran las tropas exactamente? —pregunta uno de los asistentes.

—Están a unos cien kilómetros al suroeste de aquí, muy cerca de una población llamada Suhl. Parece que a Érfurt ya han avanzado algunos vehículos estadounidenses de reconocimiento —responde Armin.

Bonner agrega que el avance de las tropas aliadas por el centro de Alemania es contundente, lo que ha comenzado a presionar a algunos jefes de otros campos, como el de Ohrdruf, que también orbitan alrededor de Buchenwald, para tomar decisiones sobre los internos.

—Ayer supimos que el jefe de la policía de Weimar, el coronel Schmidt, llegó a la dirección del campo para reunirse con Pister —afirma Moreau, a quien lograron infiltrar a la comandancia tras el bombardeo a la fábrica—. Según pude escuchar, Schmidt tuvo una conversación telefónica la noche anterior nada menos que con Himmler a pedido urgente del director del campo de Ohrdruf. Parece que Himmler autorizó a la comandancia de esa instalación desalojar ayer mismo a todo el campo, a unos doce mil hombres, incluidos criminales profesionales y prisioneros políticos, con excepción de los judíos, a quienes Himmler ordenó no tocar para nada con la intención de que los estadounidenses los encuentren vivos. El destino de todos esos evacuados es este campo.

José Luis, igual que el resto de los camaradas del comité francés, se queda frío cuando escucha la cantidad de prisioneros. Por si no fuera suficiente, Karl Barthel añade otra información que resulta relevante.

—En el comité alemán tiene conocimiento de que los judíos que habitan aquí también están en riesgo. La comandancia planea separarlos del resto de los prisioneros en algún momento. Por lo pronto, los compañeros decidieron destruir los registros con los que cuentan los líderes de los bloques para protegerlos.

José Luis recuerda las palabras de Celso. Aquellas afirmaciones, pensadas como delirios, cada vez se asemejan más a la realidad. Piensa en la posibilidad de que sea cierto que los nazis estén concentrando prisioneros en este lugar para acabar con todos los internos de una sola y fulminante vez antes de que las tropas aliadas puedan llegar a ellos. Pero ¿y los judíos?, ¿por qué razón los habrían dejado en Ohrdruf?, se pregunta.

La noche transcurre sin que José Luis pueda conciliar el sueño. Miles de dudas que invaden su mente.

Al día siguiente, y de forma inusual, los altavoces del campo comienzan a operar a las seis de la mañana; a través de ellos, una voz metálica repite con insistencia que todos los judíos deben presentarse de inmediato en la plaza de llamados. La confusión y el miedo se riegan como pólvora encendida por todo el lugar. Durante un par de horas, los internos de la barraca 40 escuchan que los judíos se resisten a salir de sus bloques por temor a que sean fusilados, que han tapiado puertas y ventanas para atrincherarse.

Dos horas después del llamado, Karl Barthel ingresa profundamente agitado al bloque 40 para hablar con Pascale Bonner. Está en una reunión con varios presos, entre los que se encuentra José Luis. Preocupado, el alemán le informa preocupado al líder francés que los ss cuentan con una lista de cuarenta y seis camaradas pertenecientes a la Resistencia, y los obligarán a presentarse también en la Appellplatz junto a los judíos.

Un escalofrío sube por la espina dorsal de José Luis cuando escucha que, entre los nombres, están el de varios internos que han participado en la operación de acumular el arsenal compuesto por, ahora, veintidós rifles que están listos para ser utilizados.

El mexicano se aleja con discreción del grupo antes de que Barthel deje la barraca. Nervioso, mira a su alrededor intentando hallar a Feliciano, quien fue enviado a verificar que las armas estén en su sitio, seguras y ocultas. José Luis sube de prisa a su ala, temeroso de que los guardias se presenten en cualquier momento en busca de los hombres de la Resistencia. Sabe que debe escapar si quiere mantenerse con vida.

Al llegar junto a su litera, se queda estupefacto cuando reconoce frente a él la figura menuda de Celso Iglesias. Va cubierto apenas por una vieja camisa, un pantalón a rayas y unos zapatos desgastados de piel.

—Celso, ¿qué demonios haces aquí?

—Están llamado a los judíos —dice el español con una mirada extraña y serena—. Me haré pasar por uno de ellos, Pancho. Vine a pedirle a Feliciano, por última vez, que venga conmigo. ¿Dónde está?

—No lo sé, camarada. Salió —responde el mexicano mientras se retira el uniforme a rayas y, tras colocarlo debajo de la cama, lo intercambia de inmediato por unas ropas de civil que tenía ocultas.

—¿Dónde está Feliciano?

—Lo enviaron a revisar si las armas del comité están a salvo. Celso, no puedes irte con los judíos, es muy peligroso. Debemos prepararnos para combatir.

—Esa ya no es decisión tuya, Pancho —espeta, encaminándose a la salida.

—Acabamos de enterarnos de que existe una lista de internos que la comandancia está buscando; es muy probable que ahí estemos Feliciano y yo.

Celso se detiene antes de llegar a la puerta.

—No hay marcha atrás, camarada. Solo nos queda pelear para sobrevivir.

José Luis se encamina él mismo en dirección a la escalera, con la esperanza de que Celso lo siga.

Para su mala fortuna, la puerta de madera del ala B se abre de golpe frente a él. Detrás de ella, un nutrido grupo de uniformados armados ingresa con ferocidad para exigirles a las decenas de hombres que salgan de inmediato y se dirijan a la plaza de llamados. Celso retrocede unos pasos. Entre la confusión de la multitud que se apresura a salir cuando comienzan a llover toletazos, el español cae junto a la litera del mexicano. Desde ahí puede observar el uniforme que su camarada ocultó hace unos instantes. Con urgencia lo alcanza y se incorpora para dejar la barraca junto a los últimos prisioneros. El joven se coloca con premura la camisa que lleva la letra «M» dentro del triángulo rojo invertido.

Al mediodía, como nunca se vio, miles de hombres permanecen formados como estatuas silenciosas de terracota en la Appellplatz. La escena resulta estremecedora por la cantidad de internos que recubren la inmensa explanada que va del bloque de castigo a la entrada del crematorio, y del acceso al campo hasta las primeras barracas del Campo Grande.

Casi de inmediato, los judíos reciben la orden de dar un paso al frente. Nadie se mueve. Un guardia exige de nuevo por los altavoces que todos los judíos den un paso al frente si no quieren ser liquidados uno a uno en su lugar. Apenas un puñado de hombres alrededor de toda la formación dan un paso adelante. Enseguida, bajo la misma amenaza, la misma voz metálica lee la lista de los cuarenta y seis prisioneros de la Resistencia que son buscados por la comandancia. En la lista, se escucha el 40113, el número de preso de José Luis.

La voz vuelve a leer la lista. Varios hombres dan pasos al frente. Un tercer llamado tiene lugar; pero esta vez, para sorpresa del mexicano, su número no figura. Los oficiales ordenan por fin a los internos romper filas de inmediato y regresar al interior de sus bloques.

José Luis corre para volver a su barraca. Al llegar, recorre impaciente el pasillo del ala B hasta su litera. Con urgencia, busca debajo de su cama sus ropas de preso. Sin embargo, ahí debajo solo está el pantalón a rayas.

—Pancho —dice la voz de Feliciano detrás de él—. Pensamos que te habías entregado cuando no escuchamos tu número de nuevo en la lista de la Resistencia.

—No puede ser… —murmura.

—¿Qué sucede, camarada?

Aterrado, José Luis levanta la mirada hacia un intrigado Feliciano.

—Celso se fue en mi lugar.