EN UNA fracción de segundo, Sienna pasó de estar relajada a tensarse.
–¿Has sido tú quién ha organizado el cambio de habitación? –preguntó airada.
Nico sonrió con malicia.
–No podía permitir que te alojaras en las habitaciones del ático, que en el pasado ocupaba el servicio.
–Eso no es de tu incumbencia –dijo ella mientras él dejaba la bandeja en una de las mesillas
Diez años atrás, ella misma había formado parte del servicio, cuando el guapo Nico, heredero de la casa ancestral y futuro vizconde, le había hecho perder la cabeza.
Fue a decirle que se marchara, pero las palabras se congelaron en su garganta. Nico abrió la botella de champán y dijo:
–¿Por qué quieres que brindemos? –llenó las copas y le pasó una–. ¿Por las viejas amistades o por los nuevos comienzos?
–En realidad nunca fuimos amigos. Nos casamos siendo prácticamente unos desconocidos –Sienna bebió un sorbo antes de dejar la copa en el alféizar de la ventana–. Y esto no es el comienzo de nada.
Nico clavó en ella una abrasadora mirada.
–¿Entonces, qué es?
Una locura, se dijo Sienna. Pero el estruendoso latir de su corazón ahogó la voz de la cautela mientras se apoyaba en el borde de la bañera y se ponía en pie. El agua se deslizó sensualmente por su cuerpo, despertando cada una de sus terminaciones nerviosas a la urgente llamada de un deseo primitivo: el de una mujer reclamando a su hombre.
Se retiró las horquillas y sacudió la cabeza de manera que su cabello descansó en sus hombros.
–Solo sexo, ¿no es así, Nico?
Fue más una afirmación que una pregunta. Ya no era una ingenua adolescente; comprendía que la emoción que ardía en los ojos azules de Nico era lascivia y no amor, y ese conocimiento le otorgaba la libertad y el poder de hacer lo que quisiera.
Y quería a Nico.
Él se había quedado paralizado al verla emerger, desnuda y orgullosa, del agua. Bebió de la copa antes de dejarla en la bandeja.
–Ahora mismo me da lo mismo lo que sea –masculló–. Solo puedo pensar en estar dentro de ti.
La tomó en brazos y la besó con una fiereza que era tanto una promesa como un castigo.
Fue aún mejor que la noche que habían pasado juntos, quizá porque Sienna había dejado de intentar reprimir el deseo que sentía por él.
Nico la besó de nuevo y la echó en la cama, y cuando se colocó de rodillas sobre ella, Sienna dejó de pensar. Quería hacer el amor con él aunque supiera que el «amor» no formara parte de lo que estaban haciendo.
–Te he mojado el polo –musitó.
–Será mejor que me lo quites –dijo él con la voz ronca.
Y cuando se sentó sobre los talones y la miró, el brillo acerado de sus ojos hizo que un escalofrío de anticipación recorriera a Sienna. Tomó el borde de su polo y tiró hacia arriba. Nico la ayudó y gimió cuando ella le recorrió el pecho con las yemas de los dedos y bajó las manos hacia el cinturón para soltarlo. No iba a actuar con timidez. Lo quería en su interior.
Pero Nico no quería apresurarse y se tomó su tiempo, explorando con su boca cada milímetro de su cuerpo. Le besó la garganta y las orejas, volviendo intermitente a sus labios y besándola con una ternura que la conmovió. Nico hizo vibrar su cuerpo como virtuoso músico y le arrancó gemidos de placer cuando succionó sus pezones hasta endurecerlos como piedras.
Se levantó para quitarse la ropa y se echó a su lado. Incorporándose sobre un codo, deslizó los dedos por su vientre hasta llegar a la intersección de sus muslos.
–Eres una preciosidad –dijo con dulzura, pero cuando bajó la mano y descubrió que estaba caliente y húmeda, musitó con una sonrisa–. Estás anhelante, cara.
Su tono de satisfacción hizo que Sienna se estremeciera. Nico estaba acostumbrado a que las mujeres cayeran rendidas ante él y aquella sonrisa la puso en guardia.
Deslizó la mano para rodear su sexo erecto.
–Tú también –dijo.
El aire escapó de Nico en un silbido cuando ella lo tomó con firmeza. Aprovechándose de su desconcierto, Sienna invirtió la posición para colocarse encima de él y al ver su expresión de sorpresa, intuyó que la idea de no tener el control lo incomodaba.
–Bésame –ordenó él, observándola a través de los párpados entornados.
Y a Sienna le hizo pensar en un sultán indolente que estuviera eligiendo a su concubina. En el pasado, lo habría cubierto de besos, desesperada por agradarlo, pero afortunadamente ya no era la jovencita inmadura que lo tenía en un pedestal.
–Muy bien. Te voy a besar –susurró.
Pero esquivó la mano de Nico cuando este intentó tirar de ella para atrapar su boca y se deslizó hacia abajo, arrancando un gemido de él al rozar sus pezones contra su pecho antes de seguir bajando. Nico dejó escapar un juramento al darse cuenta de lo que iba a hacer.
–Ahora no, cara. Estoy demasiado cerca del límite –dijo jadeante.
Sienna lo ignoró y pasó la lengua a lo largo de su sexo antes de meter su redondo extremo en la boca. Nico exhaló bruscamente.
–Bruja –masculló. Intentó detenerla y cambiar de postura, pero ella rio y lo empujó contra las almohadas.
–Me has pedido que te bese, pero no has especificado dónde –bromeó–. Tienes que aprender a no llevar siempre las riendas, Nico.
–¿Vas a enseñarme tú? –preguntó él con una frialdad que contradecían su voz alterada y su mirada ardiente.
–Vamos a comprobarlo –musitó ella antes de tomarlo de nuevo en su boca.
Sienna percibió que un escalofrío recorría el musculoso cuerpo de Nico y se dio cuenta de que también ella temblaba. Resultaba increíble que a los veintinueve años aquella fuera su primera vez. Durante su matrimonio, Nico siempre se había ocupado de saciarla. Se había dedicado a ella hasta que acababa gimiendo su nombre en medio de los maravillosos orgasmos que le proporcionaba. Solo entonces se entregaba a su propio placer y se dejaba ir.
Por entonces Sienna había sido esclava del deseo que Nico despertaba en ella, pero en aquel momento, al oír su respiración alterada tuvo una embriagadora sensación de poder.
Retirándose el cabello a la espalda, acarició su miembro de acero con las manos y la boca, ignorando las protestas de Nico para que se detuviera antes de que fuera demasiado tarde.
Sienna no había contado con que darle placer pudiera resultarle tan excitante, y se concentró en su tarea, animada por los jadeos de Nico. Él alargó los brazos y asió la sábana como para anclarse a la cama. Y Sienna sintió una deliciosa sensación al darse cuenta de que aquel enigmático hombre estaba a su merced.
–Tesoro –gimió él con la voz entrecortada.
Hundió los dedos en el cabello de Sienna, pero no intentó apartarla de sí. Ella siguió usando su boca y sintió que Nico empezaba a temblar. La explosión, cuando se produjo, fue espectacular. Nico emitió un grito que pareció brotar de sus entrañas. Cada músculo de su cuerpo se tensó y dejó escapar un gemido que resonó en el pecho de Sienna.
Ella alzó la cabeza y deseó poder adivinar qué estaba pensando, pero su expresión no le dio ninguna pista.
–¿Por qué tengo la sensación de que querías demostrar algo? –musitó él.
Sintiéndose extrañamente vulnerable, Sienna se acercó al borde de la cama y fue a levantarse, pero él le rodeó la cintura con un brazo.
–No estarás pensando en marcharte, piccola.
Su tono aterciopelado y el apelativo cariñoso puso a Sienna en guardia. Al principio de su relación, Nico la llamaba a menudo «su pequeña». Ella era entonces tan feliz: estaba casada con el hombre al que adoraba y esperaba su bebé. Pero pronto se había dado cuenta de que los rumores eran ciertos, y de que Nico solo se había casado con ella porque estaba embarazada.
Cerró la puerta a aquellos dolorosos recuerdos y dijo:
–Quiero más champán.
Nico tomó su copa de la mesilla y se la dio.
Sienna bebió antes de devolvérsela, y exhaló bruscamente cuando él derramó lo que quedaba sobre sus senos.
El frío líquido le endureció los pezones y cuando Nico le succionó uno de ellos, sintió una descarga en la pelvis. Nico entonces la echó sobre la espalda, le sujetó las manos por encima de la cabeza y le abrió los muslos con la mano que le quedaba libre, acariciándole el sexo con los dedos.
–¿No creerás que no voy a vengarme, verdad cara? –preguntó, y con un brillo pícaro en sus ojos oscurecidos por el deseo, inclinó la cabeza y la sedujo con la lengua.
Nico había pensado llevar a Sienna a cenar, pero cuando se levantó de la cama, después de haber hecho el amor más de tres veces, ya era tarde. Llamó al servicio de habitaciones y pidió que les llevaran la cena. Luego llenó el baño mientras se terminaban el champán.
–¿Por qué no me llamaste después de la boda de Danny? –preguntó Sienna más tarde, cuando cenaban un risotto con langostinos.
Nico la miró. Estaba preciosa con un albornoz blanco y el cabello cobrizo suelto y despeinado.
Cuando ella le había dado placer con su boca, creyó que se había muerto y había despertado en el cielo. No recordaba haber disfrutado nunca tanto ni haber perdido el control de aquella manera, pero prefería no pensar en por qué el sexo con su ex era más intenso que con ninguna otra mujer.
En la pregunta de Sienna no había nota de acusación, sino una curiosidad genuina, y eso le hizo pensar una vez más que era muy distinta a la jovencita con la que se había casado.
Se encogió de hombros.
–No quería que te enamoraras de mí, o que confiaras en que yo me enamorara de ti.
Ella lo miró fijamente y dijo con frialdad:
–Menos mal que estamos en la habitación más grande del hotel. Si no, tu ego no cabría en ella.
Ni se enfurruñaba, ni se enfadaba, ni se le humedecían los ojos. Nico sonrió para sí y se relajó. Odiaba las lágrimas. Entre sus primeros recuerdos estaba el de su madre llorando.
–Tu padre no me quiere –le decía cuando él intentaba consolarla–. Me ha destrozado el corazón por una joven a la que dobla la edad. La vida no vale la pena.
Peor que las lágrimas habían sido las sobredosis de píldoras. Para entonces él, con doce años, ya era lo bastante mayor como para darse cuenta de que su madre había intentado suicidarse. La primera vez había tenido lugar cuando sus padres se habían separado oficialmente y su padre se había mudado a París para vivir con su amante. La siguiente vez había sido cuando Franco De Conti se había casado con una actriz americana.
Nico recordaba la desazón de sus abuelos al visitar a su hija en Cuidados Intensivos. Y aunque estaba angustiado por poder perder a su madre, había tenido que ser fuerte por Danny y ocultar sus sentimientos, algo que había arrastrado hasta la madurez. Era el mayor y debía proteger a su hermano.
–¿Por qué haces infeliz a mamá? –preguntó un día su padre.
Su padre se había limitado a decirle que las mujeres no comprendían que para un hombre no era natural ser fiel a una sola mujer, y que algún día comprobaría por sí mismo que las mujeres pretendían cosas imposibles.
Su padre tenía razón. Cuando Nico se convirtió en un joven adulto, descubrió que fascinaba a las mujeres y que no tenía que esforzarse para acostarse con ellas. Desafortunadamente a menudo se enamoraban de él y asumían que él debía corresponderlas.
Cuando conoció a Sienna, la química que había entre ellos era tan explosiva, que había perdido el control sin haber tenido tiempo de establecer las reglas de la relación. El embarazo de Sienna lo había forzado a un matrimonio para el que no estaba preparado.
Sienna había dicho que el día de su boda eran dos desconocidos y no le faltaba razón. Los dos ocultaban secretos, pero él había sabido que ella estaba enamorada de él y no había querido herirla como su padre había hecho con su madre,
–No tienes de qué preocuparte –la voz de Sienna lo devolvió al presente–. Eres el último hombre del que me enamoraría.
Su tono sarcástico lo irritó y tuvo la tentación de preguntarle por qué estaba tan segura de ello. Después de todo, mientras estuvieron casados la había colmado de regalos, y había vivido rodeada de lujos.
–¿Quieres café? –preguntó a Sienna cuando terminaron de cenar.
Ella asintió con la cabeza y Nico llevó la bandeja en la que estaba la cafetera a la mesa de delante del sofá. Sienna se unió a él y se acomodó, sentándose con las piernas dobladas bajo el trasero, Nico le pasó una taza.
–No debería tomar cafeína tan tarde. No voy a poder dormir –comentó ella.
–Esa es la idea, cara –contestó Nico con picardía–. ¿Para qué crees que inventaron los italianos el café?
La carcajada sonora de Sienna prendió de nuevo el deseo en Nico.
–He pensado en ti mucho este mes –comentó. De hecho, había pensado que ella lo llamaría, pero no había sido así–. ¿Tú en mí?
–He estado muy ocupada –contestó ella.
Su tono de indiferencia irritó a Nico, pero al ver que se ruborizaba levemente supo que no era completamente sincera. Enredó los dedos en un mechón de cabello de Sienna.
–¿Has tenido mucho trabajo?
–Sí.
¿Por qué le rehuía la mirada? ¿Tendría un amante en Londres? Nico se tensó. Su actitud en la cama evidenciaba que se había mantenido sexualmente activa. Imaginarla con un amante le contrajo las entrañas, pero se dijo que no se debía a que sintiera celos.
–Pensé que después de divorciarnos te casarías y tendrías familia –comentó, intentado sonar indiferente.
En aquella ocasión, la risa de Sienna fue de amargura.
–Supongo que ya estaba escarmentada. He visto suficientes matrimonios fracasados, incluido el de mis padres, como para querer probar por segunda vez. En cuanto a formar una familia: he aceptado que no puedo tener hijos.
El leve temblor de su voz hizo pensar a Nico que no era completamente sincera. Frunció el ceño.
–No deberías sentirte culpable por no quedarte embarazada –dijo cortante.
–Nos separamos antes de hacernos pruebas de fertilidad, pero creo que es algo genético. La abuela Rose me dijo que después de que naciera mi padre quiso tener más hijos, pero no volvió a quedarse embarazada.
Nico se dijo que Sienna debía saber que los problemas los tenía él. No hacía falta tener una licenciatura en biología para darse cuenta de que se había quedado embarazada de Danny, pero no de él. Nico se obligó a concentrarse en lo que Sienna estaba diciendo.
–Mi negocio es mi bebé –cementó con melancolía–. Abrirme un hueco en el mercado de la cosmética ha supuesto un gran esfuerzo, pero es un proyecto en el que creo con toda mi alma. Trabajar con las cooperativas de mujeres, creando productos que no dañan el medio ambiente es maravilloso. Aunque estoy tan ocupada que no tengo vida personal.
–Pero supongo que has tenido amantes… –Nico se dijo que debía de darle igual; que de hecho, le daba igual.–. Solo por curiosidad, ¿cuántos?
–No tantos como tú –dijo ella–. ¿Acaso te importa, Nico?
–No –mintió él–. Solo quería asegurarme de que no estoy ocupando el lugar de otro –al ver que Sienna fruncía el ceño, explicó–: Podría ser que tuvieras un novio en Londres.
La mirada de Sienna se enturbió.
–Si lo tuviera no me habría acostado contigo. Pero ahora que lo dices ¿mantienes en este momento alguna relación?
–No –dijo Nico, desabrochándole el cinturón del albornoz y acariciándole los senos. Susurró contra sus labios–: Pero pregúntamelo en unos segundos y te aseguro que la respuesta será distinta.
Sienna emitió un sonido ahogado que pudo ser de protesta, pero entreabrió los labios y el corazón de Nico se aceleró al sentir que la magia estallaba de nuevo.
Un buen rato más tarde, cuando Sienna dormía y él seguía esperando a que su corazón se desacelerara, Nico se dio cuenta de que hacer el amor con ella no había saciado su deseo. Sienna era como un narcótico. Pero se negaba a aceptar que dependiera de ella. Él no necesitaba a ninguna mujer, y mucho menos a su hipócrita ex.
Eso no significaba que no pudiera disfrutar de un sexo espectacular con ella a lo largo de varios días hasta que, como solía pasarle, se aburriera de la novedad que representaba. Y cuando llegara ese momento, la dejaría.
El almuerzo al día siguiente en Sethbury Hall fue mucho más relajado de lo que Sienna había temido. De mutuo acuerdo, Nico y ella evitaron mencionar que habían pasado la noche juntos para no confundir a sus respectivas abuelas. Y porque, tal y como Sienna se repetía, solo se trataba de una aventura que los dos sabían que en algún momento tendría que acabar. Por más guapo que Nico fuera, no iba a ser tan ingenua como para enamorarse de nuevo de él.
Aun así, aquella mañana, cuando él la había despertado con un tierno beso que había vuelto a avivar sus sentidos, había tenido que recordarse que debía proteger su corazón. Nico le había hecho el amor con una mezcla de sensualidad y ternura que podría hacerle creer que la había echado de menos durante aquellos ocho años tanto como ella a él.
No se levantaron hasta tarde y Nico se había ido del hotel dándole un prolongado beso. Ella se había duchado y se había puesto un vestido de seda verde.
–Estás radiante –dijo su abuela cuando iban en el coche con chófer que las había recogido en York–. ¿Has dormido bien?
Afortunadamente, justo llegaron a su destino y Sienna pudo responder con un comentario vago, al tiempo que se sonrojaba al ver a Nico bajar las escaleras para recibirlas.
–Rose, bienvenida a Sethbury Hall –saludó a su abuela antes de volverse hacia ella–. Me alegro de volver a verte, Sienna –le tomó la mano para besársela y sus labios le provocaron un estremecimiento que la recorrió de arriba abajo–. Está preciosa. Espero que hayas dormido bien.
–¡Qué obsesión tiene todo el mundo con cómo he dormido! –bromeó ella.
–Yo reconozco que estoy obsesionado contigo –le susurró él al oído.
Y Sienna rezó para que Rose no viera cómo se sonrojaba mientras Nico le ofrecía el brazo para ayudarla a subir las escaleras.
Durante el almuerzo, ella se concentró en las dos ancianas. Quería mucho a Iris y adoraba a su abuela, que había superado numerosas dificultades en su vida, incluida la de tener un marido y un hijo alcohólicos, y que siempre había sido un modelo de entereza para ella.
–¿A qué hora es tu tren? –le preguntó Nico más tarde, al encontrarla en la terraza.
A pesar de sus esfuerzos por mostrarse tranquila, Sienna había sido todo el tiempo perturbadoramente consciente de la proximidad de Nico y apenas había probado bocado, de manera que su abuela le había preguntado si no se encontraba bien. Lo cierto era que llevaba un par de días con el estómago revuelto, pero había asumido que era por la ola de calor que estaba padeciendo el país.
–No tengo billete de vuelta –contestó–. Había pensado volar de Leeds a Francia para buscar un local en París antes de una reunión que tengo programada para el lunes, pero han cancelado la reunión así que voy a tomar el tren de las cuatro para Londres.
Miró a Nico y se ruborizó al asaltarle los recuerdos de la apasionada noche que habían pasado juntos. Y por el brillo de sus ojos, intuyó que Nico le había leído el pensamiento. Carraspeó.
–Ha sido muy agradable coincidir contigo este fin de semana –dijo.
–¿Agradable? –Nico esbozó una sonrisa pícara que la derritió–. Qué cruel eres, cara.
–No busques que te halague –replicó ella, ahogándose en sus ojos azules. Y se desesperó por encontrarlo tan irresistible.
–Ven a Italia conmigo.
Sienna miró a Nico con el corazón acelerado.
–¿Por qué?
–Esta noche doy una fiesta para los ejecutivos de la empresa en la villa del lago Garda –Nico se aproximó y enredó un dedo en su cabello–. Si vienes, estaré impaciente por tenerte en mi cama.
La mirada de deseo que Sienna vio en sus ojos la estremeció. Posó la mano en su pecho, anhelando sentir su piel. Pero estaría loca si accedía a acompañarlo.
–No tengo qué ponerme –dijo distraídamente, ansiando que la besara.
–Dime tu talla y me ocuparé de que lleven un vestido a la villa –dijo Nico en un tono tan sensual como una caricia–. No necesitas nada más, porque espero que pases el resto del fin de semana desnuda.
No pensaba aceptar la invitación.
–Solo puedo pasar una noche –se oyó decir Sienna.
La sonrisa pícara de Nico venció cualquier rastro de resistencia.
–Entonces tendremos que convertirla en una noche inolvidable –dijo Nico y la besó con una devastadora sensualidad que la hizo gemir de desilusión cuando se separó de ella y dijo con frialdad–: No queremos que Iris y Rose crean que tenemos un romance.
Fue un buen recordatorio de que no debía tener vanas esperanzas sobre los motivos de su invitación.
La química sexual que había entre ellos era explosiva, pero acabaría por consumirse y Sienna se juró que, cuando llegara ese momento, su corazón permanecería intacto.