En una de las escarpadas paredes del Parque Nacional Kakadu, al norte de Australia, hay pintado un arco de color anaranjado sobre la roca. La pintura tiene varios miles de años de antigüedad y es una de las muchas representaciones de una deidad de los aborígenes australianos conocida como la «serpiente arcoíris». Durante siglos los habitantes de esta zona del planeta pensaron que el arcoíris era una enorme serpiente que vivía en el interior de las pozas y de los ríos y que de vez en cuando asomaba para viajar desde uno a otro por el cielo. El mito se repite de forma global en casi todas las culturas que viven en zonas tropicales, donde llueve mucho y hay serpientes por todas partes. Los guajiros, que viven entre Colombia y Venezuela, pensaban que el arcoíris era una serpiente que espantaba a la lluvia escupiendo colores por su boca. En las mitologías de otras zonas más frías, como la nórdica, el arcoíris era un enorme puente entre la tierra de los hombres y los dioses al final del cual el dios Heimdal vigilaba a los gigantes.
Salvo que vivas en el desierto de Atacama, hay pocas experiencias más universales que la visión del arcoíris. Por muchas veces que se haya visto, la imagen de un arco de colores en el cielo sobrecoge a cualquiera que la contemple y no es de extrañar que en la Antigüedad disparara la imaginación de los seres humanos. Los primeros intentos de explicar racionalmente su origen son de la antigua Grecia. Aristóteles lo asoció a la presencia de nubes de lluvia y aventuró que la luz rebotaba sobre estas, creando una especie de esfera en cuyo centro estaba el observador. Su explicación era la más intuitiva, pues el arcoíris suele aparecer con nubes cerca y era difícil comprender su verdadera naturaleza sin más conocimientos. En los siglos siguientes, hacia el año 1000 d.C., el filósofo musulmán Avicena avanzó un poco al determinar que el arcoíris se formaba como consecuencia de la reflexión de la luz en pequeñas partículas de agua dispersas en al aire. Pero ni el genio de Alhacén se acercó mucho más a la respuesta correcta; siguió pensando que el arcoíris se formaba al rebotar la luz sobre las nubes como en un espejo cóncavo. Tuvieron que pasar doscientos años desde los experimentos de Alhacén para que uno de los seguidores de sus enseñanzas desentrañara la clave de los arcoíris. Y lo haría utilizando una herramienta perfecta para estudiar la luz. ¿Adivinan? Una cámara oscura.
Hacia 1300 el persa Al-Farisi tuvo una idea brillante. Si el arcoíris se formaba al pasar la luz a través de una gota de agua, qué mejor que fabricar su propia gota y hacer pasar la luz a través de ella. Provisto de una esfera de cristal llena de líquido, Al-Farisi se encerraba en el interior de un habitáculo totalmente oscuro y dejaba pasar un fino haz de luz a través del cristal para comprobar su comportamiento. Y por primera vez indicó que existía algo más que la reflexión de la luz sobre la superficie. La luz entraba en el interior de la esfera con agua y se refractaba de diferentes formas y en distintos ángulos, lo que daba la primera pista de cómo se formaban los colores y el arcoíris secundario que Aristóteles había atribuido simplemente al reflejo de la luz solar a más distancia. Casi en las mismas fechas, un monje europeo, el dominico Teodorico de Friburgo, llegaba a conclusiones parecidas. «Cuando la luz cae sobre una sola gota», escribió, «se refracta dos veces y se refleja una vez antes de alcanzar el ojo del observador». Estaban muy cerca de saber cómo se formaban los colores en el cielo y por qué siempre se veían desde las mismas posiciones respecto al Sol, pero aún quedaban muchas preguntas en el aire.
Trescientos años después el filósofo francés René Descartes retomó la idea de utilizar una esfera llena de agua como modelo de gota y trasladó estos cálculos al lenguaje de las matemáticas.
Esquema de Descartes para explicar el arcoíris. Wikipedia.
Usando las mismas herramientas, y de forma independiente, Descartes se dio cuenta de que la luz se refractaba dentro de la gota en determinados ángulos y que cada ángulo correspondía a un color, por lo que llegó a la conclusión de que cada color se producía por la refracción de la luz en un grupo de gotas diferente. Para hacer bien estos cálculos era fundamental conocer cómo cambia de velocidad la luz al cambiar de medio, la llamada «ley de refracción» que Descartes se atribuyó pero que había descrito unos años antes el holandés Willebrord Snel Van Royen, a quien la posteridad le daría el reconocimiento y una L de más. Aunque se conoce como la ley de Snell, la fórmula para calcular el ángulo de la luz al atravesar la superficie de dos medios tiene muchos padres. Algunos consideran que el primero en definirla fue Ibn Sahl en el siglo X, al trabajar con sus lentes, y otros apuntan al misterioso Thomas Harriot (el inglés que miró la Luna de cerca antes que Galileo), quien demostró conocer la fórmula, aunque se negó a revelársela a Kepler cuando se la preguntó. En cualquier caso, todos dieron bastantes tumbos hasta que el matemático Pierre de Fermat, especialmente famoso por su último teorema, dio una explicación matemática de por qué la luz al cambiar de medio no seguía el camino más corto sino el que le llevaba menos tiempo. Este enfoque explica por qué ni a Newton ni a Descartes les salían las cuentas: el primero creía que la luz viajaba más deprisa en el agua y el segundo que la luz era instantánea. Al considerar que la luz viajaría más despacio en un medio como el cristal o el agua, Fermat llegaba a la conclusión de que la línea recta ya no era el camino más corto y lo demostraba matemáticamente. Para explicar este comportamiento de la luz, el premio Nobel Richard Feynman utilizó otro de sus maravillosos ejemplos, esta vez poniendo como supuesto que estamos en una playa, en el punto A, y vemos a una chica que se ha caído de una barca y está ahogándose en el punto B. Sabemos que si queremos salvarla nos toca correr y nadar. Si tomamos el camino en línea recta avanzamos muy poco en tierra y nos toca nadar un trecho más largo. Llegaremos más tarde. Si somos inteligentes nos daremos cuenta de que merece la pena recorrer más trecho por tierra y lanzarse luego al agua. Pero tampoco iremos locamente hasta C y luego saltaremos, porque lo que nos dice la geometría es que el camino óptimo está entre las dos rutas, que es exactamente el ángulo que toma la luz cuando entra en el agua.*
Representación del ejemplo de Feynman. © IDEE.
Mientras se discutía todo esto, otro monje, el jesuita Francesco Maria Grimaldi, inauguraba una nueva línea de experimentos que abriría uno de los debates más interesantes de la física durante años. Usando también una cámara oscura, Grimaldi quería saber qué pasaba cuando la luz golpeaba contra un objeto opaco y qué comportamiento tenían las sombras del objeto. En uno de sus experimentos comprobó que al enviar luz desde dos focos diferentes se producía una sombra más grande de lo que cabría esperar al hacer los cálculos para un rayo rectilíneo. Y que al golpear un objeto las sombras no tenían un borde nítido sino difuminado, es decir, que la luz se comportaba como el agua de un lago al producir ondas. Para explicar lo que estaba viendo, el monje acuñó por primera vez el término «difracción» y se dio cuenta de que, al igual que la reflexión y la refracción, podía tener un papel en la formación de los colores. Al rascar una superficie de metal, observó, la luz reflejada estaba coloreada, lo mismo que sucedía cuando atravesaba los finísimos filamentos de las plumas de una paloma, que provocaban una iridiscencia. Cada vez estaba más claro que el color era una propiedad de la luz y Grimaldi sospechaba que se trataba de un tipo de movimiento especial en el «flujo etéreo» que acudía desde el objeto visible hasta el ojo.
¿Qué era entonces esa propiedad tan intangible del color? Cuando los átomos de una sustancia son liberados por fricción, había propuesto Galileo, la luz emana. Huygens y Hooke asociaban el fenómeno a las vibraciones de un objeto caliente y Leonhard Euler propuso que era una especie de cuerda en movimiento. La respuesta a muchas de las preguntas había empezado a atisbarse al mirar por los nuevos instrumentos de observación. Debido a la aberración cromática, Galileo había visto extraños colores al mirar a las nuevas lunas del sistema solar y Hooke había visto el arcoíris completo dentro de su microscopio. Al observar delgadas placas de mica bajo las lentes, Hooke se había dado cuenta de que se producía un efecto multicolor que le recordaba al que había visto en la superficie de una pompa de jabón en algunas ocasiones. Si la lámina era uniforme, el color era uniforme, pero si la lámina era irregular y se superponían varias capas en forma de escalera, de pronto aparecía una gradación de colores similar a la del arcoíris: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y violeta. El mismo efecto se producía al presionar una capa de mica contra otra con una pinza, si quedaba aire atrapado entre las dos superficies. De pronto podía hacer aparecer un montón de colores en patrones circulares o convertirlos en color blanco a su antojo. Estaba fabricando arcoíris a escala microscópica.
Cuando se habla de la teoría del color, a muchos nos viene a la mente lo que nos explicaron en el colegio sobre el experimento de Isaac Newton y la luz pasando a través de un prisma. Pero ¿estamos seguros de haber entendido el fondo del asunto? Antes de explicar el meollo de su experimentum crucis sobre la luz, conviene volver a hablar de telescopios. Hacia 1668 el joven Isaac ya estaba pensando y trabajando intensamente sobre estos temas y se dio cuenta de que podía diseñar un sistema que evitara la aberración cromática que habían sufrido los que miraban al cielo con los catalejos de Galileo. En un golpe de genialidad, Newton comprendió que el problema estaba en el núcleo del telescopio, en las lentes de cristal que estaban actuando exactamente igual que sus prismas que descomponían la luz. Por eso al observar el cielo con los telescopios refractores, los astros lucían con extraños colores. Pero, ¿y si en lugar de una lente se utilizaba un espejo? Si la idea para mejorar la imagen era hacer converger los rayos de luz en un punto, se podía optar por reflejar la imagen con una superficie cóncava en lugar de hacerla pasar por un material que la distorsionara. De esta forma, Newton diseñó el primer telescopio reflectante de la historia, en el que la luz entra por el tubo, se refleja en una superficie muy bien pulida, llega hasta un segundo espejo más pequeño y en diagonal y de ahí viaja hasta el ojo del observador. Mediante este ingenioso sistema, el problema de la aberración cromática estaba arreglado y las imágenes eran perfectamente nítidas, aunque el tamaño del prototipo hacía que tuviera poca luz. Pero la estrategia era tan interesante que se ha seguido usando durante siglos con distintas variaciones y algunos de los mejores telescopios que nos sirven para estudiar las estrellas siguen este principio.
La solución reflectante era extraordinariamente original y práctica, y al poco tiempo de mostrárselo a un pequeño grupo Newton fue admitido como miembro de la Royal Society que después presidiría. En cuanto puso un pie en la sociedad comenzaron sus disputas con Robert Hooke, en especial a cuenta de la paternidad de las ideas sobre la ley de gravitación universal. Hooke, que había sido un prolífico experimentador en distintos campos, era propenso a pensar que el resto del mundo le había copiado. De hecho, acusó a Newton de haberle robado la idea del telescopio reflectante, entre otras lindezas. A Newton le enfurecieron tanto las distintas acusaciones que decidió no publicar nada más sobre sus observaciones de la luz, y no sería hasta después de la muerte de Hooke cuando desarrollaría sus ideas en su libro Optiks (1704). Pero Newton no era ningún angelito, sino un ser bastante rencoroso que trabajó cuanto pudo en la Royal Society para devolver los ataques de Hooke y oscurecer su figura (se cuenta que destruyó uno de sus retratos). Cuando su teoría de la luz ya estaba explicada y consolidada, Newton describió un curioso fenómeno que sucedía cuando se colocaba una superficie curvada sobre una plana. La luz formaba una serie de círculos concéntricos con los colores del arcoíris. El material con el que había hecho el experimento era la mica, y la fuente de inspiración directa, casi con toda seguridad, la descripción que había hecho Hooke muchos años antes en su libro Micrographia. Pero Hooke no aparecería citado por ninguna parte, y hoy el fenómeno se conoce como los «anillos de Newton».
Un esquema del telescopio newtoniano. © Royal Society of London.
La superioridad de Newton sobre los demás pensadores de su época hacía innecesarios aquellos ramalazos vengativos. Antes del famoso experimento de los colores, Newton hizo otras observaciones relacionadas con el tema. En una de sus pruebas ató un hilo rojo y uno azul, los estiró y observó ambos a través de un prisma. Lo que vio fue que a través del cristal la línea recta del hilo cambiaba su apariencia y la parte del hilo rojo aparecía un poco más abajo que la del hilo azul. ¿La luz de un objeto rojo viajaba a una velocidad diferente de la luz de un objeto azul? ¿Qué sentido tenía aquello?
El experimento principal, con el que demostró la verdadera naturaleza de la luz, se puede reproducir hoy día con pocos medios y cierta dosis de paciencia. Mi amigo Carlos Durán me lo enseña en el Centro de Ciencia Principia de Málaga con un simple proyector de diapositivas, que emite un chorro de luz blanca, y un par de prismas de cristal. Como no tenía proyectores, lo primero que hizo Newton fue, una vez más, construir una cámara oscura en la que dejar entrar un haz de luz solar que llegara hasta el primer prisma. Al atravesar el objeto la luz se descomponía en los colores del arcoíris, pero esto no era una novedad, se había observado desde la Antigüedad y hasta Descartes lo había usado con el mismo efecto. Carlos hace pasar la luz blanca del proyector por el primer prisma y ahí lo tenemos, sobre la pared y en un ángulo de 45 grados: un pequeño arcoíris fabricado artificialmente y similar a lo que Newton debió de ver en la oscuridad. En una demostración que debió de dejar a los miembros de la Royal Society con la boca abierta, el físico añadió un elemento más y con unas láminas en las que había hecho un pequeño agujero mostró que podía separar cada uno de los colores y proyectarlo en un lugar de la pared, para evidenciar su naturaleza independiente. Al cruzar estos datos con lo que había visto con el experimento de los hilos, Newton constató que la luz azul también se refractaba más que la roja, aunque esta vez la fuente era el sol.
Pero la demostración aún no había terminado. Aquí llegaba la parte del experimento que diferencia a un genio de cualquiera de nosotros, que nos habríamos quedado mirando el arcoíris en la oscuridad embobados durante horas, pero sin sacar más conclusiones. ¿Qué pasaría, se preguntó Newton, si hacía pasar aquellos haces de luz de colores puros de nuevo por el prisma? ¿Eran los colores algo que el prisma añadía a la luz, como decía Descartes, o era algo que ya estaba desde el principio en ella? Cuando Carlos Durán hace pasar las luces coloreadas por un segundo prisma tenemos la respuesta tal y como la pudo observar Newton la primera vez: el abanico de colores atraviesa el cristal y reaparece en otro extremo de la habitación en forma de luz blanca. La luz del sol se ha reagrupado.
Esquema realizado por Newton de su experimento con dos prismas. Remitido a la Royal Society en una carta del 6 de junio de 1672. © Granger Collection-Album.
Lo que ahora nos parece un hecho bastante obvio era un descubrimiento colosal que resolvía por primera vez un gran enigma sobre la luz y el color. El prisma no añadía ni quitaba nada a la luz del sol sino que ponía de manifiesto que esta contenía rayos «de diferente refrangibilidad» o, lo que es lo mismo, rayos independientes con diferentes grados de refracción. La luz blanca era la suma agregada de todos estos rayos azules, verdes y rojos, de modo que el blanco no podía considerarse propiamente un color. Y explicaba por primera vez por qué vemos los objetos en distintos tonos. Si vemos algo rojo, por ejemplo, es porque la superficie del objeto ha absorbido el resto de rayos que contienen los otros colores y refleja solo el rojo. Para demostrarlo Newton tomaba un objeto azul y lo iluminaba solo con luz azul: se veía azul. Después iluminaba ese mismo objeto con luz roja y se veía negro. La luz roja era absorbida y no rebotaba ningún «rayo azul». «Si la luz del sol consistiera en un solo tipo de rayos», escribió Newton, «solo habría un único color en el mundo».
Con todos estos elementos, «el motivo por el que el arcoíris aparece a través de las gotas de lluvia que caen es también evidente», concluyó Newton. «Esas gotas que refractan los rayos dispuestos para parecer púrpuras», explicaba, «refractan los rayos de otros tipos mucho menos hasta el punto de dejarlos pasar, y así son las gotas del arcoíris primario». Es decir, que las gotas refractaban los colores en diferentes ángulos y estos llegaban hasta el ojo. Saber cómo percibía el ojo era otro cantar y llevaría a una larga serie de investigaciones y polémicas en las que intervendría hasta el afamado Goethe. El impacto de las teorías de Newton fue de tal calibre que algunos poetas se lo tomaron como una afrenta a la belleza de la naturaleza. «¿No se desvanecen los encantos solo con que los toque la gélida filosofía?», se preguntaba John Keats en su poema Lamia, en 1820. «Antes había en el cielo un sobrecogedor arcoíris» y la filosofía lo había convertido en otro elemento del «aburrido catálogo de las cosas vulgares», argumentaba. El conocimiento traído por Newton y los demás filósofos recortaba las alas del ángel, despojaba de embrujo el aire y «destejía el arcoíris», según el poeta. Unos años más tarde, en 1851, el filósofo y escritor Henry David Thoreau, escribiría:
A veinte millas de distancia, veo una nube carmesí en el horizonte. Afirmáis que es una masa de vapor que absorbe todos los rayos y refleja el rojo, pero eso no viene al caso... ¿Qué clase de ciencia es la que enriquece la comprensión pero despoja a la imaginación? Si conociéramos todas las cosas de ese modo meramente mecánico, ¿sabríamos algo de verdad?
Por suerte, Keats y Thoreau no podían estar más equivocados.
Para resolver por completo el enigma de la luz había que volver al ojo. Newton era consciente de este punto y experimentó con sus propios globos oculares en busca de respuestas. «Tomé una aguja de coser y la puse entre mi ojo y el hueso lo más cerca posible que pude de la parte posterior», escribió, «y presionando mi ojo con el final de esta (para producir una curvatura en mi ojo) aparecían numerosos puntos oscuros y círculos de colores». Con este peligroso experimento, que podía haberle causado una lesión grave, Newton estaba intentando responder a algunas de las preguntas que se había hecho Descartes acerca de la parte subjetiva de la visión y si estaba realmente controlada por la conexión de los nervios. Unos años antes, Leeuwenhoek había desarrollado una obsesión similar por los ojos en busca de respuestas. Igual que Hooke se había quedado obnubilado ante los ojos de una mosca casera, el holandés analizó los de una libélula en el microscopio, separó la córnea y observó que estaba compuesta de seis partes. Después encendió una vela para ver su luz a través del ojo de la libélula y constató que se formaban diminutas imágenes invertidas. De la misma manera observó ojos de peces, insectos, renacuajos y el ojo de una vaca, con el que comprobó por sí mismo que el nervio óptico no era hueco para «dejar pasar al espíritu», como había predicho Galeno, y que estaba hecho «de muchas partículas filamentosas de una sustancia muy delicada».
En 1713, cuando Leeuwenhoek ya era un anciano, convenció al capitán de un ballenero que volvía de Groenlandia para que le dejara un enorme ojo de ballena para examinarlo. Para su análisis, publicado con gran lujo de detalles y algunos dibujos, el holandés seccionó la córnea y encontró que estaba compuesta por más de dieciséis capas. Viendo la dureza de la estructura del ojo, dedujo que se debía a la necesidad de soportar la presión de las grandes profundidades en las que nadaba el animal. «Entonces me empleé en extraer la membrana que cubre la parte trasera del ojo y examinar el nervio óptico», escribió. Encontró que «no era mayor que el nervio óptico de un buey» y esto le sorprendió, lo mismo que al ver que sus glóbulos rojos eran del mismo tamaño que los de cualquier otra criatura. Pero no halló muchas más respuestas en un ojo más grande. En ocasiones se cita a Leeuwenhoek como el primero en observar los conos y bastones de la retina, que detectó sin saber entonces que eran las células fotorreceptoras del ojo, pero leyendo sus escritos originales la afirmación quizá va demasiado lejos. En 1674 comparó el funcionamiento del ojo con lo que pasa al tocar un vaso alto de cerveza lleno de agua. «Imagino este vaso como si fuera uno de los filamentos del nervio óptico y el agua dentro del vaso son los glóbulos de los que está hecho el nervio», escribió, aún obsesionado con las formas globulares. Si tocaba el agua con un dedo, Leeuwenhoek suponía que el movimiento se transmitía por el líquido como lo hacía la señal nerviosa hasta el fondo del vaso.
Lo imagino como el movimiento que produce un objeto visible entre los delicados glóbulos que residen al final del nervio óptico cerca del ojo, de los cuales los más exteriores comunican esa especie de movimiento a los otros glóbulos hasta llegar al cerebro.
Quizá aquellos «delicados glóbulos que residen al final del nervio óptico cerca del ojo» fueran un primer atisbo de los conos y bastones, pero aún quedaba mucho recorrido antes de conocer lo que estaba pasando con la luz y el color en la superficie de la retina.
Los hallazgos de Newton sobre la luz ponían un problema bastante interesante encima de la mesa. Si la luz del sol estaba compuesta por todos los colores, ¿por qué nuestro ojo no era capaz de distinguirlos por separado? El oído, por ejemplo, parecía un instrumento más sofisticado, pues era capaz de distinguir dos notas diferentes sin ninguna dificultad. ¿Era la estructura del ojo especial respecto a las propiedades de la luz? Para entender este problema los filósofos naturales regresaron al debate que había abierto Grimaldi décadas antes sobre la naturaleza de la luz y lo que sucedía con la difracción. ¿Estaba hecha la luz de ondas o de partículas? Newton tenía muy claro que los rayos de luz eran «partículas muy pequeñas emitidas por las sustancias que brillan», aunque había barajado la idea de que podía deberse a algún tipo de movimiento periódico. Las ondas más largas parecían producir el rojo que vemos al final del espectro, dedujo a partir de las observaciones de Hooke y las suyas propias sobre los patrones de color observables en las láminas de mica. Pero había una diferencia fundamental entre el comportamiento de la luz y el del sonido. Si la luz y el sonido eran ondas, ¿por qué la luz no «giraba» en las esquinas? Si yo avanzo cantando por la calle y alguien está justo detrás de la esquina las ondas sonoras de mi voz llegan hasta sus oídos. Pero si pongo una fuente de luz no hay rayos que giren en la dirección de la persona detrás del rincón. O eso suponían entonces. Por otro lado, si la luz estaba hecha de partículas, como afirmaba Newton, ¿por qué no chocaban entre ellas como si fueran canicas? Algo raro estaba pasando y lo hacía delante de sus ojos.
Atreverse a aquellas alturas a cuestionar a Newton, cuando había clarificado tantos fenómenos físicos y ordenado la naturaleza con reglas matemáticas, era toda una osadía. Pero Christiaan Huygens había estudiado la luz tanto como Newton y sus conclusiones eran diferentes. Al holandés ya lo hemos citado por aquí como el descubridor de que el triple sistema que Galileo había visto en Saturno era en realidad sus anillos y como autor del primer libro de astrobiología de la historia, en el que preveía que los extraterrestres tendrían ojos como los nuestros. Huygens fue una de las mentes más brillantes e inquietas de su época, experimentó con lentes, inventó el reloj de péndulo e hizo algunas observaciones sobre la forma de la Tierra que contradecían las predicciones de Newton. Pero era bastante reacio a publicar sus descubrimientos, lo que le restó notoriedad durante años. En el asunto de la luz, se alineó con las primeras críticas de Hooke y lo hizo mediante experimentos que contradecían las afirmaciones de Newton sobre su naturaleza corpuscular.
Huygens construyó un modelo para explicar lo que sucedía cuando la luz salía de una fuente si suponíamos que se trataba de ondas. Poco a poco unas ondas interaccionaban con otras, formaban ondas secundarias y configuraban un frente que explicaba lo que Grimaldi había observado en las sombras de los objetos, que tenían los bordes difuminados (algo que si la luz estaba hecha de partículas no tenía sentido). Para que su modelo fuera válido, las ondas debían desplazarse por algún medio, y aquí tomaba prestada la idea de Descartes de que el espacio estaba lleno de infinidad de esferas diminutas componiendo un continuo al que llamó «éter». A diferencia del modelo cartesiano, Huygens proponía que las esferas no eran rígidas, sino que se deformaban como pelotas de goma, lo que significaba que si se producía un movimiento en una primera bola, este se transmitía en forma de ondas hasta la última. Lo explica en su Tratado de la luz:
Cada partícula de materia en la que una onda se propaga no solo debe comunicar su movimiento a la siguiente partícula que está en línea recta desde el punto luminoso, sino que también lo pasa a todas las demás que la tocan [...] Así pues, sucede que alrededor de cada partícula hay una onda de la que esa partícula es el centro.
Esquema de las ondas de luz de una vela. Huygens, Tratado de la Luz. © Museum Victoria.
Para explicar su teoría Huygens había imaginado lo que sucedería con la luz de una estrella al viajar hasta nosotros. El aparente caos de ondas que chocan desde la fuente termina formando un frente regular de una sola onda. Y su teoría funcionaba mejor que la de Newton cuando se aplicaba al fenómeno de la refracción, el cambio de velocidad de la luz al pasar de un medio como el aire a uno como el agua o el cristal. Como hemos visto, Newton y otros habían supuesto que la luz viajaría más deprisa en el agua, pero los experimentos de Huygens, aplicando el modelo de ondas, encajaban y mostraban justo lo contrario. Aquí le daban la razón los trabajos pasados de Fermat y se los darían los del matemático Leonhard Euler, quien aseguraba que «la vibración de las partículas del éter formaba la luz o los rayos luminosos». Cuando el frente de ondas de la luz pasaba de un medio a otro, suponía Huygens, cambiaba de dirección y se ralentizaba, como sucedería con una línea de soldados que pasa de tierra firme a un terreno pantanoso. Pero para que todo el sistema de Huygens funcionara debía cumplirse una premisa que aún estaba en el aire: que la velocidad de la luz fuera finita y no viajara de forma instantánea como se había supuesto hasta entonces.
Intuir que la luz viaja a una velocidad finita es algo más complicado de lo que parece. Hacia el 300 a. C. Euclides sospechaba que los rayos visuales debían de viajar a una velocidad enorme, puesto que si uno cerraba los ojos y los volvía a abrir las lejanas estrellas estaban ahí de inmediato. Una de las pruebas más evidentes de que hay algo que sucede a distinta velocidad es el retardo entre el relámpago y el trueno durante una tormenta. Que el sonido tarde varios segundos en llegar hasta nosotros nos da una idea de que unas ondas viajan más despacio que las otras, aunque no nos dice nada sobre si la luz es instantánea. Tratando de aclarar este fenómeno, el francés Pierre Gassendi (el mismo que confundió momentáneamente Mercurio con una mancha solar) ideó una estrategia sencilla para medir la velocidad del sonido. Hacia 1635 pidió la colaboración de un amigo para que disparara un cañón desde cierta distancia y midió el tiempo que pasaba desde que veía el fogonazo de pólvora en la lejanía hasta que escuchaba el sonido. En función del tiempo que tardaba en escuchar el disparo, y bajo el supuesto de que la luz viajaba a una velocidad infinita, Gassendi obtuvo un valor para la velocidad del sonido de 478 m/s, un poco alejado de los 343 m/s reales, condicionado quizá por su propio tiempo de reacción en las mediciones. Un colega suyo, el sacerdote y matemático Marin Mersenne, conocido por sus trabajos con los números primos, tuvo una idea aún más audaz y probó a medir el retardo del sonido escuchando su propio eco. Cuenta el especialista en sonido Trevor Cox que Mersenne buscó una pared reflectante y comenzó a repetir la frase Benedicam dominum («Bendigamos al Señor») y a medir con un péndulo el tiempo en que la pared devolvía sus sílabas. Mersenne llegó a alejarse del reflector hasta 159 metros y concluyó que el sonido de sus palabras tardaba en ir y volver aproximadamente un segundo, lo que le daba un valor de unos 300 m/s, sorprendentemente cercano a la velocidad real.
Para medir la velocidad de la luz, Galileo ideó una estrategia parecida que explicó en sus Diálogos y que consistía en enseñar a dos personas a mover un farol una frente a otra, de tal manera que cuando uno ve el farol del otro oculta el suyo y así sucesivamente. Una vez que ambos han cogido la dinámica, se separan paulatinamente en el espacio con los faroles, de modo que al estar a una distancia de unos 12 kilómetros, por ejemplo, uno pueda ver la luz del otro a través de un telescopio y calcular el retardo con el que reacciona a sus movimientos. «En realidad, no he ensayado el experimento sino a distancia breve, de menos una milla, por lo cual no he podido averiguar a punto fijo si la aparición de la otra luz era o no instantánea», admitía el físico, pero estaba seguro de que si se hacía entre dos montañas lejanas, y con dos observadores entrenados, se podría obtener un valor finito de la velocidad de la luz.
El trabajo de Galileo llevaría de forma indirecta a la primera prueba sólida de que la luz se movía a una velocidad determinada y no infinita. Uno de sus seguidores, Giovanni Domenico Cassini, comenzó a elaborar unas tablas con los movimientos de las lunas que Galileo había descubierto en Júpiter. La idea por entonces era encontrar una especie de reloj cósmico cuya precisión permitiera a los marineros tomar una referencia a la hora de calcular la longitud, el principal punto débil de la navegación, que costaba muchas pérdidas materiales y humanas. Cassini se pasó dieciséis años trabajando en las tablas más precisas que predecían los movimientos de los satélites y la ocultación detrás del planeta gigante con una precisión de minutos y segundos. En 1672 encargó al astrónomo danés Olaff Rømer, que acababa de ser nombrado miembro de la Academia de Ciencias de Francia, que revisara las tablas en busca de errores. Como la pereza es una característica universal, el danés empezó por lo más fácil, que era seguir los movimientos del satélite Ío, el más cercano a Júpiter y el tercero más grande. La ventaja no era solo que Ío se movía con una gran regularidad conforme a las leyes de Kepler sobre mecánica orbital, sino que tardaba muy poco en dar la vuelta completa a Júpiter: exactamente 1 día, 18 horas y 28 minutos. Pero cuando Rømer pasó el primer año anotando las horas en que se producían las ocultaciones, notó que algo raro estaba pasando.
A medida que transcurría el año, la ocultación del satélite detrás de Júpiter se iba produciendo cada vez más tarde respecto a la Tierra, hasta el punto de que el retraso llegaba a ser de diez minutos. El periodo de rotación era el mismo, pero el eclipse se producía más tarde de lo predicho por los cálculos orbitales. Cuando Rømer mostró sus mediciones a Cassini, este reaccionó como haríamos cualquiera: pensó que el danés estaba haciendo un trabajo penoso y que habría que revisar todos sus cálculos. Pero Rømer estaba seguro de no haberse equivocado, asumió la pugna con Cassini, y buscó otra posible explicación. En 1676 publicó en Philosophical Transactions, un trabajo en el que explicaba lo que podía estar sucediendo. Los retrasos de las ocultaciones se producían en el momento en que la Tierra estaba más lejos de Júpiter, y el tiempo se iba recuperando a medida que nuestro planeta se iba acercando al otro en su viaje alrededor del Sol. Cuando estaban en el punto más próximo las cosas iban bien, pero el reloj estelar retrasaba con el movimiento relativo de uno respecto al otro cuando Júpiter y la Tierra se alejaban. Y eso solo podía explicarse, según Rømer, por una razón: que la luz tardaba un poco más en viajar entre los dos puntos cuando la Tierra estaba más lejos y obteníamos una imagen con retraso. Aunque el danés no hizo los cálculos, aquello tenía una primera consecuencia revolucionaria: era la primera prueba de que la luz podía tener una velocidad finita. Con los datos de aquellas tablas, si hacemos el cálculo hoy, obtenemos una velocidad de la luz de 215.000 kilómetros por segundo, lejos de los 300.000 kilómetros por segundo reales, pero era una aproximación intelectual brillante y una de las demostraciones más contundentes de que mirando el cielo se podían descubrir aspectos insospechados de la realidad.
Con los datos de Rømer, con quien se intercambió abundante correspondencia, Huygens ya tenía elementos para hacer su propio cálculo de la velocidad de la luz. Aunque lo calculó en toesas (la medida de longitud francesa antes de crear el metro), y aún no se tenía una idea muy exacta del tamaño del sistema solar, Huygens estimó que la luz tardaba unos 11 minutos en llegar desde el Sol a la Tierra, lo que difiere bastante de los 8 minutos y 19 segundos reales. Aun así, daba una idea de la increíble velocidad de la luz. El propio Robert Hooke expresó su asombro con una comparación bastante naíf. «El movimiento de una bala de cañón es tan lento respecto al de la luz como lo es el movimiento de un caracol respecto a una bala de cañón», escribió. Los cálculos más exactos tuvieron que esperar unas décadas, hasta mediados del siglo XIX, cuando Hippolyte Fizeau, primero en solitario y luego ayudado por Léon Foucault, realizaron un experimento que recordaba a la idea original de las linternas de Galileo. Esta vez separaron la fuente de luz a una distancia suficiente, 35 kilómetros, y la hicieron pasar por un disco giratorio ranurado y con espejos. Midiendo el ángulo en el que se desviaba la luz al rebotar en un segundo espejo y regresar, obtuvieron un valor de la velocidad de la luz un 5 % superior al real, pero abrieron el camino a los experimentos definitivos que establecieron en el siglo XX que la luz viajaba a casi 300.000 kilómetros por segundo (299.792.458 m/s, para ser exactos).
Diagrama de Huygens sobre la investigación de Rømer, con las posiciones del Sol (A), Júpiter (B) y las posiciones de Ío (D, C). Wikipedia.
Casi al mismo tiempo que Newton hacía sus experimentos con la luz y los prismas, otro físico estaba a punto de abrir una nueva incógnita haciendo pasar la luz a través de una piedra. Rasmus Bartholin trabajaba en la Universidad de Copenhague como matemático y médico, pero tenía una afición que le robaba buena parte del tiempo: estudiar minerales como la calcita y observar qué comportamiento tenía la luz en su interior. En 1668 una expedición geológica regresó a Dinamarca con un cargamento recogido de Islandia, un tipo de calcita de la cantera de Helgustadir especialmente transparente. En cuanto Bartholin realizó las primeras pruebas con la piedra se dio cuenta de que tenía entre sus manos algo muy especial. Al penetrar en aquel mineral, la luz parecía obviar la ley de la refracción que tanto había costado describir y que se cumplía con otros medios como el agua y el vidrio. Al atravesar el «espato de Islandia», como se conocería después a esta variedad de calcita, la luz seguía dos recorridos diferentes y producía dos imágenes. Si la ponía sobre los caracteres escritos en un papel, por ejemplo, Bartholin veía un juego doble de letras que desafiaba sus conocimientos sobre la luz. A la imagen que seguía el camino normal la llamo solita y a la que seguía el camino alternativo la identificó como insolita.
Huygens, que andaba muy activo y carteándose con todo el mundo, tuvo noticia del trabajo de Bartholin y le pidió prestados varios fragmentos de espato. Cuando se puso a trabajar con ellos lo primero que descubrió fue que si ponía un fragmento de espato junto a otro este no duplicaba la doble imagen del primero y formaba cuatro imágenes. De hecho, si jugaba con los dos fragmentos moviéndolos uno sobre otro podía anular la doble imagen. Pero ¿qué implicaba aquel fenómeno respecto a la naturaleza de la luz? ¿Demostraba que era una partícula, como sostenía Newton, o reafirmaba la convicción de Huygens de que era una onda? Para el holandés, la cosa estaba clara, y apoyaba su teoría de que la luz se movía en forma de un frente de ondas y que unas se movían más despacio que las otras formando la doble refracción. Pero Newton no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. Para él, estaba claro que las partículas de la luz tenían dos caras y las láminas de la calcita las separaban.
Durante los siguientes años las propiedades del extraño cristal dieron lugar a todo tipo de experimentos e hipótesis, pero no terminaba de estar claro si el fenómeno de la birrefringencia apoyaba la teoría ondulatoria de la luz o la corpuscular. Hacia 1808, el físico francés Étienne-Louis Malus, un tipo que había acompañado a Napoleón en su campaña de Egipto, trabajaba analizando la doble refracción cuando hizo un descubrimiento fundamental. Desde su habitación en la Rue d’Enfer (literalmente, «la calle del Infierno»), en París, Malus miraba a través de su cristal de espato y se dio cuenta de que cuando dirigía su vista hacia los cristales del palacio de Luxemburgo estos producían un intenso reflejo de la luz, pero cuando miraba a través del mineral los reflejos se anulaban o modulaban a medida que lo iba rotando. Bautizó el fenómeno como polarización de la luz y anunció al mundo que para conseguir que los rayos tomaran un determinado ángulo no hacía falta un cristal especial recogido en los confines del mundo, sino que podía conseguirse con otros muchos materiales. «La luz que es reflejada de forma oblicua por la superficie lisa de un aislante o un metal, experimenta de alguna manera el mismo cambio que al atravesar un doble cristal refractante.»
Esquema de Huygens sobre las propiedades del espato. AESA.
Entender cómo funciona este fenómeno es bastante sencillo porque forma parte de nuestra realidad cotidiana y podemos ponerlo a prueba con objetos que usamos cada día, como las gafas de sol o la luz que sale de la pantalla de nuestro ordenador. Para explicarlo debemos imaginar temporalmente la luz como una onda y más concretamente como una cuerda que oscila cuando la tomamos por dos extremos y la movemos como si fuera una comba. La luz del sol nos llega en todas las direcciones, pero cuando la luz rebota en algunas superficies, o la pasamos por un filtro especial, podemos hacer que solo lleguen las ondas que llevan determinada orientación. Para entenderlo mejor se suele explicar como si fuera un cuento. Imagina un rey que vive en un país en el que todo el mundo está obligado a llevar un bastón en la mano y lo debe llevar en una determinada orientación. Simplificando mucho más, pongamos ahora que hay dos tipos de súbditos, los que sujetan el bastón en vertical y aquellos que lo sujetan en horizontal. Un día el rey decide poner en torno a su palacio una valla de rejas verticales. A partir de ese día solo pueden acceder a él aquellas personas que llevan el bastón vertical; los demás se quedarán atascados con sus bastones horizontales al intentar acceder al palacio.
Aunque no funcionan con el mismo principio, el sistema recuerda a las gafas que se fabrican los esquimales con hueso de ballena. Como en el hielo hay demasiada luz, los habitantes de las zonas más septentrionales se cubrían los ojos con un hueso en el que tallaban una diminuta rendija para dejar pasar menos cantidad de luz. Los filtros polarizadores sintéticos, inventados en el siglo XX por un genio llamado Edwin H. Land, y nuestras gafas de sol reducen también la cantidad de luz, pero lo hacen porque las microscópicas y alargadas tiras de polímeros de su estructura dejan pasar solo aquella luz que tiene cierta orientación. Es decir, que hacen lo mismo que hacía el rey del cuento y dejan pasar solo a los súbditos que llevan el bastón en determinada posición: polarizan la luz que llega a nuestros ojos. Lo que estaba viendo Malus cuando miraba los reflejos del palacio de Luxemburgo a través del espato de Islandia era precisamente eso. Los cristales del edificio estaban reflejando la luz solar en un ángulo de 45 grados, lo que equivale a polarizar esa parte de la luz, y cuando Malus lo veía a través de su mineral quedaban bloqueados. Hoy en día los filtros de las cámaras fotográficas eliminan los reflejos por este mismo principio.
El asunto es un poco más complejo porque existen polarizadores lineales y circulares, pero explica también cómo funcionan las gafas para ver películas de 3D que casi todos tenemos por casa. Para generar la sensación de profundidad del ojo se utilizaba al principio una técnica un poco más rudimentaria. Se ponía un filtro rojo en un ojo y un filtro azul en el otro, se filmaba la película con dos filtros de color y cuando el espectador veía la película su cerebro recreaba la profundidad en una proyección plana porque llegaban dos señales diferentes, como sucede con nuestra visión cuando vamos andando por ahí. Las gafas de ahora tienen dos polarizaciones, de modo que cuando vemos una película en 3D estamos viendo dos películas filmadas con filtros diferentes, uno para cada ojo. Y de nuevo el cerebro pica enseguida: dos señales con milésimas de segundo de diferencia le bastan para recrear esa falsa sensación de profundidad. Para comprobar cómo funciona el mecanismo lo mejor es coger una de estas gafas que tengamos por casa y encender la pantalla del ordenador. Como los monitores también llevan un filtro polarizador, si ponemos las gafas delante y miramos a través de sus lentes podemos ver que la luz hace cosas raras. Si las giramos 360 grados llega un punto en el que la luz se bloquea: el filtro de la pantalla manda la luz en una orientación y el de las gafas no deja pasar a nadie con ese tipo de bastón, así que se acabó lo que se daba y se produce el apagón.
Conseguir un espato de Islandia también es bastante fácil; lo venden en cualquier mercadillo de minerales o se puede comprar a través de la red a un precio muy barato. Si tienes la oportunidad de probarlo, es un instrumento maravilloso para realizar experimentos de física sencillos pero muy reveladores. Si lo pones sobre las letras verás doble, pero si pones encima un filtro polarizador y lo rotas verás que hay un punto en el que eres capaz de anular el efecto y ver solo una de las imágenes. El filtro está parando la luz que llega en una determinada dirección. La fama del espato de Islandia ha aumentado en los últimos años, cuando los científicos han empezado a tener pruebas de que quizá la «piedra solar» que usaron los vikingos para orientarse en los mares del norte era una de estas calcitas con las que Bartholin abrió una nueva vía para el estudio de la luz. Como guiarse por el sol en un cielo perennemente encapotado resultaba difícil, se cree que los navegantes nórdicos llevaban a bordo una de estas piedras para observar el cielo e ir rotándolas hasta encontrar el punto en que podían detectar la luz polarizada y la posición de la estrella.
El conocimiento más profundo de la realidad puede llegar a veces a través de los medios más sencillos. En una época en la que la gran ciencia se hace con sofisticados aparatos que cuestan millones de euros y requieren la participación de decenas de científicos resulta difícil imaginar los tiempos en que con un par de cartones y un agujero en la pared se podía descubrir un principio fundamental de la naturaleza. Pero se hacía. Provisto de una vela, por ejemplo, el grandísimo Michael Faraday explicaba todo tipo de principios químicos y físicos a partir de observaciones como la forma de la llama, la luminosidad, su manera de arder o si el fuego proyectaba o no una sombra en la pared. Y observando los efectos de la luz de una vela fue como uno de los mayores genios de la historia de la ciencia, el británico Thomas Young, tuvo la idea que dejaría a Newton temporalmente sobre la lona.
Young estudió medicina y física, manejaba once idiomas y contribuyó a descifrar el contenido de los jeroglíficos egipcios a través de la piedra de Rosetta. Sus trabajos son tantos y tan brillantes que algunos le han calificado como «el último físico que lo sabía todo». Había aprendido a leer a los dos años y su cerebro era un ente insaciable. «Sabía tanto», decía su compañero en la Royal Institution, sir Humphrey Davy, «que era difícil decir qué era lo que no sabía». A Young le unía con Newton no solo el talento y su inquietud con todo tipo de materias, sino la manía de hurgarse en el ojo para saber qué pasaba con la luz. En su famosa conferencia On the mechanism of the eye de 1802, anuncia:
Convencido de la ventaja de hacer cada observación con la menor ayuda posible, me he esforzado por hacer la mayor parte de los experimentos con mis propios ojos; y basaré mis cálculos, en general, en la suposición de un ojo similar al mío.
Como explicaremos más adelante, en uno de estos experimentos, presionando su globo ocular, comprobando su agudeza visual desde distintos ángulos o sumergiendo el ojo en agua, Young descubrió que él mismo sufría una alteración y definió por primera vez el astigmatismo, el problema por el que el ojo enfoca la luz de manera deficiente por las irregularidades de la córnea. Y de paso definiría en qué consiste la acomodación del ojo, pero antes de hablar de eso centrémonos en lo que resolvió sobre la naturaleza de la luz.
Hacia 1800 Young había estudiado las teorías corpuscular y ondulatoria y estaba más cerca de la opinión de Huygens. Mientras investigaba el efecto de la temperatura en la formación de las gotas de rocío (ya hemos dicho que era variado en sus intereses), se dio cuenta de que al acercar una vela a un grupo de gotas diminutas y proyectar su luz sobre una pantalla se producía un patrón de anillos de colores alrededor de un centro de color blanco. El fenómeno recordaba a lo que había visto Hooke con sus placas de mica y que Newton había explicado años después. A Young le pareció que se producía como consecuencia de la interacción de las ondas de luz. Como no podía quedarse con la duda, se encerró durante una temporada en una habitación oscura y comenzó a hacer experimentos con un diminuto haz de luz, como habían hecho tantos sabios antes que él. En 1801, cuando tuvo todos los elementos para explicar lo que había visto, se presentó en la Royal Society y ofreció una serie de charlas-demostraciones tan memorables como las que había dado Newton un siglo antes con sus prismas de colores, solo que esta vez Young tenía la intención de demostrar lo contrario.
Aunque al hablar de Young se suele mencionar el experimento de la «doble rendija», lo cierto es que su demostración era bastante más sencilla. En su primera charla «sobre la teoría de la luz y los colores» el inglés repitió el viejo procedimiento de la cámara oscura, tomaba un haz de luz solar que entraba por un pequeño agujero, lo hacía chocar con el borde una cartulina para dividirlo en dos y obtenía un patrón de difracción (se conoce con este nombre al comportamiento de las ondas al chocar con un obstáculo). La luz que sorteaba el cartón aparecía en una serie de franjas que demostraban que la luz no llegaba ininterrumpidamente hasta el final porque en el camino unas ondas interferían con otras (se cancelaban) o se sumaban. «Ni siquiera aquellos con más prejuicios podrán negar que las franjas que se observan son producidas por la interferencia de dos porciones de luz», aseguró Young. En experimentos posteriores se haría pasar la luz por una doble rendija, repitiendo el fenómeno que puede observarse con las ondas sobre la superficie del mar si uno coloca un par de obstáculos para frenar el oleaje. La luz atraviesa un primer agujero y pasa después a través de otros dos para formar un patrón de interferencia. Estas cancelaciones de la luz solo podían explicarse (con la física de entonces) si la luz se movía en forma de ondas, de modo que Newton había perdido la batalla. Por supuesto, decir esto en Gran Bretaña en 1801 no era muy bien aceptado y Young tuvo que esperar unos años a que los experimentos de otros físicos europeos, como Fresnel y Arago, reforzaran su posición.
Esquema para explicar la interferencia de ondas en el experimento de Young. © Graycrawford.
Los hallazgos de Young con su experimento no se limitaban a demostrar la naturaleza ondulatoria de la luz. Al difractar los rayos, el físico obtenía un patrón compuesto por una franja central blanca, bordeada por dos zonas más oscuras y varias franjas coloreadas en los laterales. Young observó que cada color mostraba pequeñas diferencias de separación entre sus máximos y mínimos y midiéndolas fue capaz de calcular la longitud de onda de cada uno. Su precisión, para los escasos medios con que contaba, produce escalofríos. En sus tablas se pueden leer las anotaciones del número de oscilaciones de la luz por pulgada y segundo. Para el rojo, por ejemplo, la longitud de onda era de 0,000026 pulgadas y oscilaba 463 billones de veces. Con un chorro de luz y una cartulina, Young estaba definiendo las longitudes de onda de la luz que hoy medimos en nanómetros. Situó, por ejemplo, la longitud de onda del violeta extremo en 420 nm, la del amarillo, el dominante en la luz solar, en 560 nm, y la del extremo rojo en 760 nm, casi el doble que el del violeta, rango que no es muy diferente de los valores actuales. Pero lo más importante: por primera vez se explicaba la naturaleza del color. Aquellas ondas del espectro que tenían una mayor longitud formaban el color rojo, mientras que si uno iba disminuyendo la longitud se iba moviendo hacia el naranja, amarillo, verde, azul... Esto explicaba muchísimas de las incógnitas que los filósofos se habían planteado con anterioridad, como el hecho de que al mirar por una lente se produjera la aberración cromática, los colores del arcoíris o los extraños y coloridos círculos concéntricos que Hooke veía en las láminas de mica. Unos años después, al conocer los trabajos de Fresnel, Young se dio cuenta de otro factor y descubrió que las ondas de la luz oscilaban transversalmente a su dirección de propagación, lo que explicaba la polarización.
El esquema no estaba del todo completo sin una explicación de cómo perciben nuestros ojos la luz. Con todos los elementos anteriores encima de la mesa, Young no concebía un sistema en el que nuestros receptores se estimularan por cada uno de los colores que existían. Conocía bien que a partir de los colores primarios, definidos por Newton, se podían componer otros muchos, de modo que quizá no era necesario un sistema tan complejo. Y aquí es donde tuvo una genial intuición sobre el funcionamiento de la visión:
Como es casi imposible que cada punto sensible de la retina contenga un número infinito de partículas, cada una capaz de vibrar perfectamente al unísono con cada posible ondulación, se hace necesario suponer que el número está limitado, por ejemplo, a los tres principales colores, rojo, amarillo* y azul [...] y que cada una de las partículas es capaz de ponerse en marcha con más o menos fuerza por ondulaciones que difieren más o menos de una sincronización perfecta.
En otras palabras, Young proponía que nuestro sistema visual funcionaba con tres receptores para tres rangos de longitudes de onda y se estimulaba en modos intermedios para extrapolar la existencia de un nuevo tono, tal y como hacían los artistas al mezclar sus colores. Cuando percibimos la luz solar como blanca, reflejada sobre una superficie, se estaban estimulando los tres tipos de receptores a la vez. Cuando vemos algo rojo se activan los receptores de las longitudes de onda más larga, y si el objeto refleja ondas rojas y verdes pero no azules, nuestros ojos activan los dos receptores de manera ponderada y vemos amarillo. De esta forma, cuando un objeto refleja ondas azules y rojas, nuestro ojo no percibe el color verde, sino que recrea el color magenta, resultado de la mezcla que hace el cerebro tras el estímulo de esas longitudes de onda.
El divulgador británico Steve Mould hace una demostración muy sencilla sobre cómo percibimos el color con tres pequeñas linternas led. A finales de 2014 le pedí la «receta» para poder mostrarlo en el programa «Órbita Laika» de Televisión Española y conseguí las linternas y los filtros necesarios. Cada una de las tres produce un foco de los colores primarios: rojo, verde y azul (*en su texto, Young citaba el amarillo por el verde). Al proyectarlos sobre una pared podemos ver muy fácilmente lo que percibe nuestro ojo al mezclar dos longitudes de onda. Cuando juntas el foco azul con el verde la luz aparece amarilla; cuando juntas el rojo con el verde obtienes cian (un azul muy clarito) y al juntar los dos colores que están en los extremos del espectro se produce el magenta. Mould aprovecha para explicar algo que a veces nos cuesta interiorizar: que los colores son una recreación del cerebro. Por eso afirma que el rosa (llamemos así al magenta para que se entienda mejor) no existe y que es el fruto de una interpolación de nuestros receptores cuando se activan los que son sensibles a las longitudes más largas y los que se excitan con las longitudes de onda más cortas. En realidad, es un poco más complicado que todo eso, pero en una charla conviene simplificar el mensaje. Nuestros receptores del color, llamados conos, son de tres tipos y tienen tres rangos de sensibilidad. Los más escasos tienen el pico de excitación con una longitud de onda de unos 420 nm, los de sensibilidad intermedia con 530 nm y los últimos con 560 nm. Los llamamos receptores del azul, verde y rojo por pura conveniencia, porque esas longitudes de onda tampoco coinciden con esos colores, y como ya hemos adelantado, no es posible la definición absoluta de un qualia o recreación interna de una sensación. Lo que sí sucede es que de la excitación ponderada de esos receptores contemplamos y recreamos los colores en nuestro cerebro, desde los «puros» como el rojo, a los «inexistentes», como el rosa o el marrón. Cuando se excitan todos a la vez —el equivalente metafórico a juntar los focos de las tres linternas sobre la pared— vemos el color blanco y nos llevamos una pequeña sorpresa, por más que sepamos que Newton descubrió que en la luz blanca estaba la suma de todos los colores. Esto se aprecia maravillosamente bien con un aparato llamado precisamente «disco de Newton», un disco con los tres colores primarios que al hacerlo girar aparece blanco ante nuestros ojos.
Tabla elaborada por Young con la medición de la longitud de onda de los colores. En ella aparece la longitud y frecuencia absolutas de cada vibración; suponiendo que la luz viaja a 8¹/8 minutos/500.000.000.000 pies (152.400.000 km).
Lo más deslumbrante de Young es que todas estas intuiciones sobre los tres tipos de fotorreceptores no se confirmaron experimentalmente en el ojo hasta 1956. En 1801 él ya había explicado cómo se difractaba la luz, su naturaleza ondulatoria, cómo se formaban los colores, las causas profundas del arcoíris y cómo funcionaba nuestra visión. ¿Acaso le faltaba algo? Para cerrar el círculo aún faltaba por explicar qué pasaba con los ojos de su colega John Dalton.
Hacia 1830, cuando el médico alemán Gottfried Reinhold Treviranus describió por primera vez las células fotorreceptoras del ojo, habían pasado casi dos siglos desde que Leeuwenhoek avistara sus «delicados glóbulos que residen al final del nervio óptico». Treviranus midió los nervios de muchos animales e identificó unas estructuras cilíndricas, que él llamó papillae y que medían 0,003 mm de diámetro en los humanos, aunque su mejor dibujo es el de la retina de un cuervo. Poco después, otro alemán, Johannes Müller, afirmó haber observado unas células «en forma de bastón» en la retina, aunque su relación con el nervio óptico era un poco confusa, mientras que el inglés William Bowman habló de «bastones y bulbos» y apuntó la diferencia entre los ojos de distintas especies.
En aquellos primeros esquemas casi todos cometieron un mismo error al dejarse llevar por sus intuiciones: dibujar las células de la retina al revés, con las papillae apuntando hacia la luz en lugar de alejándose de ella, en la línea de las ideas de Descartes. Otra confusión se produjo por el orden en que esperaban encontrar las capas de receptores. A medida que se analizaba la estructura del ojo se comprobaba que había un montón de elementos entre la luz y los receptores, como las células ganglionares y bipolares. Lo que les decía la lógica a aquellos primeros investigadores era que el camino entre el mundo exterior y las células receptoras de la luz debía estar despejado, pero lo que veían al microscopio era justamente lo contrario; los receptores quedaban al fondo y el «cableado» neuronal quedaba por el medio, delante de la fuente de luz. Por si fuera poco, esta disposición espacial provocaba un punto ciego en el lugar en que los vasos sanguíneos y los nervios se agrupan tras recoger la señal de los receptores y mandarla al cerebro. Al estudiar otros tipos de ojos, como los de los cefalópodos, se descubrió que su sistema era inverso al nuestro, es decir, que los receptores están en la parte delantera y los axones detrás, de modo que no hay obstáculos ni puntos ciegos. Algunos biólogos, como Richard Dawkins, han aprovechado esta disposición aparentemente «chapucera» para combatir los argumentos de los creacionistas, quienes afirman que somos producto de un «diseño inteligente» por parte de un creador. Sin embargo, como bien explica mi amigo el neurofisiólogo Xurxo Mariño, si se mira con detenimiento se observa que la solución del ojo humano, y de los vertebrados, no es en realidad «peor» que la de un pulpo.
El factor más importante para entender la cuestión es que estas células que captan la luz son las que tienen mayor actividad metabólica de todo el cuerpo. La actividad del ojo es frenética durante todo el día, cada uno de estos receptores puede absorber hasta un millón de fotones por segundo y poner en marcha un complejo mecanismo basado en la vitamina A y en una proteína sensible a la luz llamada «rodopsina». Cuando esta molécula se descompone, se pone en marcha un proceso por el que la información visual llega al nervio óptico y viaja al cerebro. Pero estos pigmentos están en un continuo proceso de creación y destrucción. En el caso de los pulpos, sus células fotorreceptoras evolucionaron de manera que son capaces de autoabastecerse de pigmentos, de modo que cuando un fotón estimula el receptor este queda inactivado brevemente hasta la llegada de otro fotón. Esto da una gran autonomía al sistema (no necesita del aporte de pigmentos constante), pero tiene una contrapartida muy importante: es mucho menos eficiente en condiciones de baja luminosidad. En el caso de los vertebrados, nuestros fotorreceptores están colocados al fondo, sobre una capa denominada «epitelio pigmentario», el sistema que aporta ininterrumpidamente pigmentos y nutrientes a los conos y bastones. Esto quiere decir que, aunque haya poca luz, el sistema se recarga de forma continua y la sensibilidad del ojo aumenta notablemente. Otro factor no menos importante es que este epitelio se deshace fácilmente de los abundantes residuos celulares que genera toda esta actividad y tiene un color opaco y oscuro que absorbe la luz que entra en el ojo y no la deja rebotar, a diferencia de lo que le sucede al pulpo. Así pues, que nuestro ojo lleve el cableado por delante no es una chapuza evolutiva, sino una solución que, como dice Mariño, permite que las células más activas de todo el organismo funcionen de manera continua con una sensibilidad extraordinaria, capaces de «ver» en condiciones de muy poca luz, o de no saturarse a pesar de recibir en un día soleado diez millones de fotones de luz visible por segundo en cada micra cuadrada de superficie.
Sobre el proceso fotoquímico y las moléculas sensibles a la luz, el primero en darse cuenta de lo que estaba sucediendo en los receptores fue el fisiólogo alemán Franz Böll, que en 1876 observó que sucedía algo raro con la retina de las ranas con las que estaba trabajando. Cuando las dejaba en el laboratorio —por entonces trabajaba en Roma—, las células obtenidas de una rana adaptada a la oscuridad cambiaban de color al ser expuestas a la luz y pasaban de ser rosáceas o púrpuras a adquirir un tono amarillento. Aquello le hizo pensar que la retina poseía una sustancia sensible a la luz a la que él llamó «púrpura visual». Aquella sustancia parecía estar en los receptores de la retina y volvía a adquirir el color rosado cuando se ponía de nuevo en la oscuridad.
Tras anunciar sus hallazgos, sería su colega, el profesor de fisiología Wilhelm Kühne, el que comprendería el verdadero papel de aquella misteriosa sustancia. Con sus conocimientos de química consiguió aislar la «púrpura visual», a la que dio el nombre de «rodopsina», y se dio cuenta de que era la molécula esencial en el proceso de activación de los bastones y de la percepción de la luz en condiciones de oscuridad. Lo que había descubierto Böll era «ni más ni menos que la llave del secreto, lo que permitía entender cómo un nervio puede ser excitado por la luz», escribió Kühne. «En otras palabras, fue la primera prueba que mostraba la existencia de procesos fotoquímicos en la retina.» Ninguno de los dos investigadores conocía aún a fondo cuáles eran los procesos químicos y moleculares que se ponían en marcha —habría que esperar hasta 1967, cuando George Wald ganó el premio Nobel por sus trabajos sobre los fotopigmentos—, pero ya tenían indicios de que el proceso de regeneración de la rodopsina era cíclico. «Durante su vida», escribió Kühne, «el color propio de la retina de todos los animales está siendo continuamente destruido por la luz que penetra en el ojo; es restaurada en la oscuridad y después de la muerte solo permanece unos momentos». Esta enigmática alusión a la muerte hacía referencia a un proyecto en el que Kühne había estado trabajando tras el descubrimiento. ¿Y si aquellas sustancias que se estimulaban con la luz como en una placa fotográfica, podían dejar fijada una imagen en la retina de una persona o animal en el instante antes de morir?
Optograma tomado por Wilhelm Kühne en 1878 con la última visión de un conejo. Wikipedia.
La idea se bautizó como «optografía» y aunque sonaba como una completa chaladura, Kühne demostró que los principios en los que se basaba tenían fundamento. Tras realizar numerosas pruebas con animales, su primer «éxito» llegó con un conejo albino al que utilizó como si fuera una especie de cámara viviente. Primero cubrió su cabeza durante varios minutos para facilitar que la rodopsina se acumulara en su retina. A continuación lo descubrió y expuso sus ojos a la luz de una ventana del laboratorio durante tres minutos, al cabo de los cuales lo decapitó para extraer y analizar sus ojos. Tras diseccionar el globo ocular en finas láminas desde la parte exterior, el científico bañó la mitad anterior del ojo en alumbre para facilitar la fijación de la imagen en la rodopsina aclarada y, mediante una especie de revelado en un cuarto oscuro, obtuvo el primer «optograma» de la historia: una precaria imagen en blanco y negro en el que parece distinguirse la forma de una ventana. Aquello era la última visión, se suponía, del pobre conejo albino. Pocos meses después, en 1880, Kühne fue más lejos e intentó obtener el primer optograma procedente de un humano. El 16 de noviembre un tal Erhard Gustav Reif fue guillotinado por haber asesinado a sus hijos en la localidad de Bruchsal. Los ojos del reo fueron enviados al laboratorio de Kühne en la Universidad de Heidelberg, donde los diseccionó en una habitación oscura y, según las crónicas, enseñó a sus colegas lo que aparecía en la retina tras pasar la luz a través del ojo y revelarlo: una especie de rectángulo con la forma superior escalonada del que solo se conserva un dibujo realizado por el propio Kühne. Aunque algunos quisieron ver en aquella imagen la forma de la guillotina o de los escalones del cadalso, lo cierto es que durante su ejecución Reif había estado con los ojos vendados.
Esquema de Kühne sobre el primer optograma humano.
Durante las décadas siguientes el mito de que el ojo puede recoger la escena final contemplada por un muerto se siguió extendiendo y se llegó a aplicar en algún caso de asesinato en la época victoriana —se dice que se utilizó con una o dos víctimas de Jack el Destripador—, pero nunca tuvo ningún valor científico ni forense. Como curiosidad, en 1975 un investigador de la misma Universidad de Heideberg, el profesor Evangelos Alexandridis, recibió una petición de la policía para que pusiera a prueba los métodos de Kühne por si podían ser de alguna utilidad. Alexandridis repitió los procedimientos del fisiólogo con técnicas científicas modernas y equipamiento actual y obtuvo algunas imágenes con de la retina de varios conejos a los que se expuso a imágenes de alto contraste (una de ellas un cuadro de Salvador Dalí, para mayor gloria del surrealismo). Pese a todo, y después de tanto trabajo, descartó por completo cualquier valor de aquel sistema como prueba, entre otras cosas porque nadie se queda mirando a su asesino fijamente durante tres minutos como si estuviera tomando un daguerrotipo.
A pesar de su genialidad, y como sucede muchas veces en la historia de la ciencia, Thomas Young no había sido el primero en tener la idea sobre la visión tricromática. Unos treinta años antes, en 1777, el inglés George Palmer, un polifacético investigador que trabajó diseñando tintes para fábricas de tejidos entre Francia e Inglaterra, ya había propuesto que la retina contenía tres tipos de «partículas sensibles a los diferentes colores de la luz» e intuyó que si alguna de aquellas «moléculas» no funcionaba el resultado sería la ceguera al color. Sus ideas pasaron bastante desapercibidas y la teoría sobre la visión a partir de tres colores no se consolidó hasta que Hermann von Helmholtz y el mismísimo James Clerk Maxwell, el padre de las ecuaciones del electromagnetismo, recogieron la idea a partir de Young. En cuanto a Helmholtz, hacia 1850 el físico alemán describió por primera vez la visión tricromática tal y como la conocemos hoy basándose en la existencia de varios tipos de «fibras nerviosas» (aún no habían sido bautizados como conos y bastones). Por un lado, estaban las que reaccionaban a las variaciones de luz, y por otro, las que detectaban el color. Dentro de estas, cabía distinguir los que se excitaban con longitudes de onda cortas (azul), los que reaccionaban a las medianas (verde) y los que se activaban con la luz de longitud más larga (rojo). Para explicar cómo viajaban estos estímulos desde la retina y a través del nervio óptico, Helmholtz comparaba las conexiones nerviosas con los cables del telégrafo, que «conducían las impresiones sensoriales desde los órganos externos al cerebro». Habría que esperar mucho tiempo hasta que Santiago Ramón y Cajal, ya en el siglo XX, describiera las células de la retina y a que otras observaciones microscópicas sirvieran para identificar los receptores, pero con aquellas primeras aproximaciones sobre la estructura del ojo y el sistema nervioso, ya existían elementos suficientes para comprender lo que sucedía con la visión de John Dalton.
En su época, tras confesar su particular forma de percibir el color, el físico inglés se había convertido en objeto de interés de sus contemporáneos. Se sabe que John Herschel y David Brewster le interrogaron directamente y ambos llegaron a la conclusión de que Dalton tenía un problema con uno de los pigmentos del ojo. Thomas Young, con su teoría de la visión tricromática, también se atrevió a hacer un diagnóstico:
Él [Dalton] piensa que es probable que el humor vítreo (de su ojo) está teñido de un color azul oscuro (por lo tanto, absorbe el rojo); pero esto nunca ha sido observado por los anatomistas y es mucho más simple suponer la ausencia o parálisis de esas fibras de la retina, que se ha calculado que perciben el rojo...
Lo que proponía Young es muy parecido a lo que sabemos hoy día sobre el daltonismo. Algunos receptores presentan una anomalía en el funcionamiento, y la persona observa el mundo de una manera diferente a la mayoría de la población. Si uno de los tipos de conos falla, el sujeto debe construir el mundo con solo dos colores y sufre dicromatismo. El primero en acuñar el término «dicrómata» fue precisamente John Herschel tras cartearse con Dalton, convencido de que este solo podía ver con los receptores del amarillo y el azul.
Está claro que vos y todos los otros afectados perciben como luz cada rayo que perciben los demás. [...] A mí me parece que nosotros (los de visión normal) tenemos tres sensaciones primarias donde vosotros tenéis dos. Nos referimos, o podemos referirnos en la imaginación, a todos los colores a partir de tres: amarillo, rojo y azul. Todos los demás colores, creemos, los percibimos como mezclas de estos [...] Sin embargo, para los ojos como los suyos, me parece que todos tus pigmentos se limitan a dos.
Young también sospechaba que Dalton era ciego al rojo. Él mismo decía que aquella parte del espectro que otros llamaban rojo no era para él más que «una sombra o ausencia de luz». David Brewster apostó por lo mismo:
La naturaleza apagada de la luz amarilla que es percibida en el espacio del rojo confirma la opinión de que la retina no ha recibido la influencia de un simple rayo rojo.
Sería precisamente Brewster el que utilizaría el término más adecuado para definir lo que le pasaba a Dalton al hablar de «ceguera al color», que incluye todas las posibles alteraciones de la visión cromática que puede sufrir una persona. Hoy sabemos que este problema puede tener dos orígenes: por un lado, están aquellos sujetos que tienen la ausencia de uno de los tipos de receptores o conos (los dicrómatas como Dalton) y, por otro, aquellos que tienen una disfunción en los pigmentos (anomalías). En el primer caso, si le faltan los receptores del rojo se habla de «protanopia»; si faltan los del verde se llama «deuteranopia» y si el problema está en los del azul se habla de «tritanopia» (muchísimo menos frecuente). Sin embargo, en la condición más extendida de ceguera al color la persona conserva los tres tipos de conos, pero uno de los fotopigmentos no está o no funciona. El problema se conoce como «tricromatismo anómalo», que también lleva a confundir un color con otro, pero no imposibilita distinguirlos. En realidad, como ya hemos visto, lo más correcto no es hablar de conos rojos, verdes y azules, sino identificarlos por las longitudes de onda a las que se excitan. Cuando se observa el esquema con las curvas de sensibilidad de los receptores vemos que los conos M y L (los receptores que se activan con las longitudes medias y largas) están en un rango muy cercano, lo que explica por qué la mayoría de cegueras al color son al rojo-verde. (Ver gráfico en láminas centrales.)
A Dalton, que se carteó con sus compañeros en varias ocasiones, no le convencían nada sus explicaciones sobre fibras sensibles al color. Él seguía pensando que el líquido dentro de sus globos oculares estaba tintado y provocaba su particular forma de ver la realidad. «Uno de los humores de mi ojo», escribió, «debe ser un medio transparente pero coloreado, constituido, por tanto, para absorber los rayos rojos y verdes principalmente (pues no obtengo señales propias de estos en el espectro solar) y preparado para transmitir el azul y otros colores con más perfección». El misterio comenzó a resolverse, como ya sabemos, cuando su médico, el doctor Joseph Ransome, hizo el análisis post mortem de los ojos de Dalton por encargo de este. Acompañado del profesor George Wilson, de la Universidad de Edimburgo, Ransome analizó el ojo y anotó:
... el humor acuoso fue recogido en un cristal de reloj tras una delicada punción de la córnea y viéndolo tanto con luz reflejada como trasmitida, encontramos que era totalmente transparente y sin color. El humor vítreo y su recipiente eran también perfectamente incoloros. El cristalino era ligeramente ámbar, como suele suceder en personas de avanzada edad.
El doctor Wilson había sido uno de los primeros científicos en analizar seriamente la ceguera al color. Su interés había nacido durante sus clases de química, tras comprobar que algunos de sus alumnos eran incapaces de reconocer los cambios de color que se producían al mezclar algunas sustancias. Intrigado por este hecho, Wilson comenzó a sistematizar el estudio de la visión del color y pidió a través de un periódico local de Edimburgo la colaboración de personas que tuvieran problemas para distinguir los colores. De los setecientos sujetos que examinó Wilson, solo una veintena tenía verdadera ceguera al color, pero le sirvió para identificar por primera vez los principales tipos de daltonismo. Se dio cuenta de que era mucho más frecuente en hombres que en mujeres y que a menudo se transmitía de padres a hijos. Examinó posteriormente a más de mil estudiantes, policías y militares, y advirtió acerca de los peligros que esta ceguera al color podía tener en algunas profesiones, una preocupación creciente después de que un accidente de tren en Suecia en 1876 se atribuyera al error de un guardavías tras confundir una indicación.
El descubrimiento de la ceguera al color ponía en evidencia que todo el proceso de visión era una construcción a partir de determinados parámetros, en este caso de la recepción de tres rangos de frecuencias, pero se podían dar múltiples variables y construir un mundo visual a partir de otros valores. Wilson y los siguientes científicos que exploraron la visión del color se dieron cuenta de que existían personas que solo tenían uno de los pigmentos (monocrómatas) o que tenían los tres pero no percibían correctamente los tonos. Cuando no existe ninguno de los tres tipos de conos, o no son funcionales, se produce la conocida como «acromatopsia», y el individuo ve el mundo en blanco y negro. Los conos de su fóvea no funcionan, de modo que tienen una pérdida grave de agudeza visual y una fuerte aversión a la luz intensa. En su libro La isla de los ciegos al color el neurocientífico y divulgador Oliver Sacks relataba su viaje a las islas de Pingelap y Pohnpei, en Micronesia, donde un tercio de la población es portadora de la mutación genética que les convierte en monocrómatas. A estos ciegos totales al color se les distingue porque en pleno día parpadean y guiñan los ojos constantemente y tratan de protegerse de la luz como sea, a veces con un trapo sobre la cabeza. Entre los nativos se ha extendido la creencia de que el mal se produce cuando el vientre de la madre embarazada recibe demasiado sol y el feto queda deslumbrado. A pesar de todo, y aunque la ausencia de agudeza visual les coloca cerca de la ceguera legal, se las apañan para seguir con sus vidas y a veces sacan partido de algunos aspectos concretos de su peculiar visión, en particular en condiciones de oscuridad. Los ciegos al color, por ejemplo, se muestran como excelentes pescadores nocturnos, pues los bastones son mucho más sensibles a los cambios de luz y movimientos, y bajo una noche estrellada son capaces de contemplar la belleza del universo como nosotros ni siquiera podemos imaginar. Las mujeres acromáticas de Pingelap también son capaces de tejer telas con bonitos dibujos guiándose solo por la claridad de los hilos. En el libro de Sacks un amigo acromático le cuenta que ha tejido un jersey con un dibujo que solo pueden distinguir los ciegos al color, pues los matices de cambio de luminosidad son casi inapreciables para un tricrómata. Esta capacidad ha dado lugar a leyendas o especulaciones, como la que cita el biólogo Richard Dawkins, sobre la presencia de ciegos al color en algunos bombarderos de la Fuerza Aérea de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial porque eran capaces de detectar determinados patrones de camuflaje que a los ojos de un tricrómata pasan desapercibidos. No hay pruebas de que la capacidad de las personas con acromatopsia se utilizara de este modo, pero un equipo de científicos de Cambridge quiso comprobar si sería posible para ellos distinguir imágenes o contrastes de luz donde los demás no apreciamos nada. Y efectivamente, en sus experimentos, que consistían en una especie de test de Ishihara inverso, los ciegos al color eran capaces de distinguir figuras que los tricrómatas no distinguían.
La prueba creada por el japonés Shinobu Ishihara en 1917 consiste en una serie de hasta 38 cartas con círculos formados de puntos de colores que esconden un patrón en su interior. El famoso sistema está diseñado para que las personas con visión normal vean un símbolo —generalmente un número— mientras que los daltónicos ven otro o no ven nada. Como el brillo y los tonos varían, no basta una sola carta para determinar el tipo de anomalía, sino que debe completar varias pruebas. A lo largo de las décadas se diseñaron diversos sistemas para detectar la ceguera al color, pero uno de los más efectivos, y que ha perdurado desde 1881, es el ideado por el físico británico John William Strutt, más conocido como lord Rayleigh, quien tuvo una idea sencilla y genial. Si el problema de los daltónicos era la combinación de pigmentos para generar colores, una buena forma de detectar la anomalía es observar cómo hacía el sujeto las mezclas. Así, Rayleigh diseñó una prueba que consistía en pedir a las personas que combinaran determinadas cantidades de rojo y verde para generar el color amarillo. En función de la cantidad de cada color que necesitaba cada individuo se podía determinar qué grado de ceguera al color tenía y hacia qué color estaba «desviada». También se les pedía que diferenciaran entre un color amarillo «puro» y uno generado a partir de la mezcla. El sistema se llama «anomaloscopio» y sigue utilizándose como método para investigar y diagnosticar la ceguera al color. Utilizando una variante de esta prueba, en 1992 los investigadores Gabriele Jordan y John Mollon identificaron y documentaron una anomalía todavía más sorprendente: el primer caso de una persona con cuatro tipos de receptores al color, lo que se conoce como «tetracromatismo». La prueba consistía en presentar al sujeto una serie de discos coloreados con diferentes mezclas de pigmentos, como verde hecho a partir de amarillo y azul. Esta mezcla era demasiado sutil para que cualquiera de nosotros pudiera diferenciarla del genuino verde, pero alguien con visión tetracromática puede ver la diferencia con facilidad. Una posible tetracrómata es la pintora estadounidense Concetta Antico, cuyos cuadros son particularmente coloridos, hasta el punto de que recuerdan a una especie de sueño «ácido». Uno de sus clientes, con conocimientos de oftalmología, le preguntó por su forma de ver las cosas y le pasó el contacto de unos investigadores de la Universidad de California. Los científicos comprobaron que ante un paisaje en el que nosotros solo vemos un camino de piedras grises, los receptores de Concetta ofrecen una imagen adornada por más colores. «Las pequeñas piedras me asaltan con sus naranjas, amarillos, verdes, azules y rosas», asegura. «Me impresiona bastante cuando me doy cuenta de lo que otras personas se están perdiendo.» La intensidad de los colores es tal que a veces prefiere tener menos estímulos. Cuando va a la frutería, por ejemplo, es para ella «una pesadilla». «Es como una montaña de colores viniendo a mí desde cada ángulo», explica. Por eso su color favorito es el blanco. «Es como un descanso para mis ojos. Todavía hay un montón de color, pero no me hace daño.» Desde pequeña sus padres sabían que ella veía el mundo de una forma especial, que podía distinguir un millón de colores, aunque los expertos dudan de que las diferencias con la visión tricromática sean tan marcadas como ella expresa. Debido precisamente a que se trata de una condición genética, la hija de Concetta es ciega al color.
Sobre la naturaleza hereditaria del daltonismo, hoy sabemos que las mutaciones que lo provocan pueden tener origen en 19 cromosomas diferentes e implicar hasta 56 genes. Sin embargo, la causa más frecuente se encuentra en un gen recesivo en el cromosoma X, lo que provoca que sean los hombres los que sufran más a menudo la ceguera al color, con hasta un 8 % de incidencia frente a un 0,5 % en las mujeres. La causa, como en otras enfermedades genéticas, está en que los varones, que poseen una pareja de cromosomas sexuales XY, no tienen una segunda oportunidad: si un gen en el cromosoma X está defectuoso no tienen un juego de recambio como ellas, cuyo par es XX. Es también por esta gran cantidad de combinaciones posibles por lo que existen muchas formas de ser «daltónico». La más frecuente es la ceguera al rojo-verde y en un 80 % de los casos no se trata de que no funcionen los conos de determinado color (como en la protanopia, deuteranopia y tritanopia), sino de un fallo en el funcionamiento de los pigmentos. Este «tricromatismo anómalo» es la forma más leve de daltonismo, hasta el punto de que con algunos trucos ópticos es posible que algunas de las personas tengan acceso temporalmente a otra forma de ver el color.
La historia del daltonismo está unida a los múltiples intentos de diseñar unas lentes para corregirlo. Uno de los primeros en crear uno de estos dispositivos fue el físico escocés James Clerk Maxwell, quien, además de establecer las leyes del electromagnetismo siguiendo los pasos de Faraday, vivía fascinado por los fenómenos relacionados con la luz y el color. En sus pruebas con ciegos al color determinó que existían básicamente dos variables mayoritarias, los que estaban afectados por la ceguera al rojo y quienes no veían bien el verde. Tal y como había predicho Young, el modelo físico con tres colores resonadores explicaba la percepción del color. Para intentar corregirlo, en 1850 Maxwell diseñó las primeras gafas contra el daltonismo basadas en filtros. El dispositivo consistía en dos lentes divididas en franjas horizontales tintadas en rojo y verde para que el sujeto pudiera modificar la apariencia de los objetos eligiendo por donde mirar. Mientras hacía estos experimentos Maxwell tuvo una idea que se podía aplicar a la fotografía y encargó a su amigo Thomas Sutton que realizara un experimento. La idea consistía en retratar un mismo objeto tres veces, cada una de ellas con un filtro con los colores primarios, y proyectarlos de manera conjunta. En 1861 Sutton retrató una especie de lazo de tela escocesa con los tres filtros y tras colocar las diapositivas verde, roja y azul, proyectó sobre una pared la que está considerada la primera fotografía en color de la historia.
Las supuestas soluciones para corregir el daltonismo que aparecieron en los años siguientes se basaron en principios parecidos. Si se coloca una lente tintada, argumentaban sus creadores, es posible que el sujeto con ceguera al color corrija temporalmente su problema y tenga una nueva visión de la realidad. En la década de 1970 se comercializaron en Estados Unidos unas lentes de contacto de colores llamadas X-Chrom que prometían ayudar a sus portadores a pasar las pruebas para detectar el daltonismo, como el famoso test de Ishihara. Los estudios sobre este mecanismo demostraron que el sistema no era muy efectivo y que podía provocar problemas a la hora de juzgar el movimiento o la distancia. En la actualidad se comercializan varias lentes tintadas que siguen el mismo principio y que en realidad distorsionan la percepción del color en lugar de corregirla. Si colocas un filtro para la longitud de onda del verde/azul, por ejemplo, todo lo que sea rojo brillará más, pero lo que es verde se verá negro, porque las gafas no dejan pasar esa parte del espectro. Puede que el sistema te deje ver algunos tonos que no veías, pero en general el sujeto no verá mejor. Aun así, utilizando el sistema de filtros para determinado color, existe la posibilidad de conseguir que algunas personas con la ceguera más leve puedan llegar a ver colores que no han visto nunca. Y el descubrimiento de este atajo fue puramente casual.
En 2002 el especialista en óptica Don McPherson estaba trabajando en el diseño de unas gafas para cirujanos que protegieran sus ojos de los láseres que utilizan en el quirófano al tiempo que permitían diferenciar el tejido humano durante una operación. El sistema se basaba en intentar discriminar unas longitudes de onda y potenciar el paso de otras. Cuando comenzaron las pruebas, los responsables tuvieron noticia de que los médicos no solo estaban usando exitosamente el dispositivo para trabajar, sino que las gafas proporcionaban una visión tan nítida que les gustaba usarlas fuera del hospital. Sorprendido por este efecto, McPherson empezó a usarlas en su vida diaria para comprender mejor lo que estaba pasando. A los pocos días, mientras participaba en una competición de lanzamiento de frisbee en Santa Cruz (California), un amigo tomó prestado uno de los prototipos de gafas y de pronto empezó a gritar emocionado: podía ver los conos de señalización naranja sobre el césped verde con un color y una viveza como nunca había visto. Aunque McPherson no lo sabía, su amigo era daltónico y las gafas estaban provocando en él un efecto espectacular, algo que hasta entonces no había experimentado.
Tras este descubrimiento, McPherson siguió investigando y terminó fundando la empresa EnChroma, que comercializa unas gafas que permiten a cierto tipo de «daltónicos» tener una impresión de cómo sería percibir los colores que habitualmente confunden (en ningún caso «cura» esta condición). El sistema funciona solo con la ceguera al rojo/verde y solo con aquellas personas cuyo problema es que uno de los pigmentos da una respuesta disfuncional, no con aquellos que tienen inutilizados alguno de los tres tipos de conos. Las lentes siguen el mismo principio que servía a los cirujanos: impiden el paso de la luz en las longitudes de onda que desatan una respuesta conflictiva, entre el rojo y el verde. De este modo, como el sistema visual funciona correctamente, cuando deja de haber una señal confusa el cerebro vuelve a manejar tres frecuencias para construir la imagen. El sistema se entiende mejor cuando vemos el gráfico con las curvas de sensibilidad espectral de los receptores. Como hemos dicho, los que llamamos receptores del azul o conos S tienen su pico de sensibilidad en una longitud de onda de unos 420 nanómetros; los que denominamos conos M, o verdes, se activan con una sensibilidad de 530 nm, y los conos L o rojos, se activan en los 560 nm. Como se ve, la separación entre los dos últimos picos de sensibilidad es muy pequeña, así que la estrategia de McPherson es colocar un filtro que frena aquellas longitudes de onda en las que los conos L y M responden a la vez. Se elimina el conflicto rojo/verde y el cerebro puede reconstruir los colores que le costaba diferenciar. (Ver imagen en láminas centrales.)
Las gafas se han hecho especialmente famosas porque muchos usuarios graban y suben a las redes sociales el momento en que se las ponen y ven por primera vez los colores. En los vídeos se ve a personas —a veces niños— que se quedan en silencio y se emocionan hasta las lágrimas en cuanto empiezan a apreciar matices que hasta ese momento nunca habían percibido. De pronto ven el cielo de un azul mucho más intenso o la vegetación en un tono que nunca habían apreciado y viven una explosión de felicidad.
Intrigado por este fenómeno, en diciembre de 2015 decidí hacer un experimento y ponerlo a prueba por mi cuenta. A través de las redes sociales recluté a Miguel y Diego, dos voluntarios con ceguera al color —deuteranómalos que no distinguen bien el rojo y el verde— y los convoqué para probar las gafas que me prestó mi amigo Rubén. Él, que también es ciego al color, compró las gafas a través de la web oficial de EnChroma y su experiencia no fue tan espectacular como la de los vídeos, aunque con el tiempo ha aprendido a usarlas y a disfrutar de una nueva «realidad». Mi duda era: ¿serían las gafas un fenómeno real o las grabaciones eran más bien una herramienta de propaganda de la compañía? Cuando llegué al parque de Móstoles en que habíamos quedado, Miguel y Diego ya se habían presentado y tenían una animada conversación. Era la primera vez que hablaban con alguien que tenía experiencias similares: problemas con los semáforos o con los indicadores de los cargadores que son universales para casi todos los daltónicos y que suelen descubrir cuando son niños. A Rubén, por ejemplo, un día un vecino le preguntó por qué coloreaba los troncos de los árboles en verde y pintaba las hojas marrones. El caso es que le parecía llamativo que las cajas de rotuladores tuvieran tantas pinturas repetidas. «Serán las que más usa la gente», pensaba al ver que había varios marrones y grises.
A los dos voluntarios del experimento les sucedía algo parecido. Miguel tiene 31 años, y lleva una empresa de reformas y su pareja es decoradora, así que su vida es «muy intensa», me contó riendo. Diego tiene 51 años y se dio cuenta de que tenía un problema con los colores en el colegio, donde a los profesores les extrañó que siempre pintara los cielos morados. Ahora trabaja como electrónico y a lo largo de su carrera ha tenido que buscarse la forma de sortear los problemas que le ocasiona no reconocer los colores. Si fuéramos conscientes de ello, asegura, unos pequeños cambios podrían ser de mucha ayuda. Cuando acude a la playa a bañarse, por ejemplo, no puede saber si la bandera es verde o roja, se tiene que guiar por la cantidad de gente que ve y si hay muchas olas. Algo tan simple como los planos de metro de las grandes ciudades son un problema para miles de personas que no distinguen el color, pero como el mundo lo diseña una mayoría de tricrómatas, ellos tienen que afrontar estos pequeños inconvenientes a diario. Si una buena parte de la población masculina confunde algunos tonos de verde con algunos tonos de rojo, ¿no sería buena idea que los cargadores de batería o los semáforos tuvieran dos luces de otro color? «Nunca sabes si una batería está cargada o aún se está cargando», me confiesa Rubén. «A mi chica le pregunto muchas veces si ya está en verde el indicador.»
Una vez hechas las presentaciones llegó la hora del experimento. El primero en probar las gafas fue Miguel, que se quedó unos segundos en silencio y después soltó un «¡guau!», presa de la emoción. De pronto veía la realidad con más intensidad, como más vívida. Lo que más llamaba su atención eran los pantalones de Rubén. Unos segundos antes eran de un color mortecino y con las lentes adquirían un tono rojo vivo y espectacular. No podía dejar de mirarlos, con y sin las gafas, como si estuviera asistiendo a una especie de truco visual. «¡El verde de la hierba!», exclamó cuando levantó un poco la vista. Después se alejó hacia la pradera y un estanque cercano, como queriendo buscar un momento de intimidad con aquellas nuevas sensaciones. Cuando le llegó el turno a Diego la impresión fue aún más intensa. «Qué bonito, tío», dijo visiblemente emocionado. «¿Esto es el otoño?» «Estoy viendo cosas que no había visto en mi vida», me confesó mientras observaba unos juncos y las hojas de un árbol. Los colores que veía ahora eran completamente nuevos para él, tanto que no tenía un nombre con el que designarlos. Tendría que volver a aprenderlos como un niño, pensó. Incluso la visión de un pato en el lago le despertaba un mundo de sensaciones inéditas. Llevado por la curiosidad, en un momento de la prueba se quitó su abrigo rojo y lo puso sobre la hierba. Gracias a las gafas distinguía perfectamente entre el rojo y el verde. «¡Vamos a un semáforo!», gritó entusiasmado por su nueva capacidad para discernir entre los dos tonos. Pero el momento más emocionante llegó cuando puso sus ojos en el sol que se estaba ocultando en el horizonte. Diego y Miguel se pasaban las gafas ensimismados ante un espectáculo nuevo en el que el atardecer era un crisol de tonalidades y gradaciones que hasta aquel día habían visto en un tono mortecino y sin grandes contrastes.
Quienes han usado las gafas coinciden en que hasta ese momento su mundo estaba como «apagado», y el dispositivo parece cambiar la percepción como por arte de magia. Pero lo que está ocurriendo en su vista no es un sortilegio ni una curación repentina, sino que está basado en los principios físicos de la luz y la visión. «Lo que hacen esos cristales es cambiar la “paleta cromática”, es como si “tiñera” o “virara” todo el espectro visible», me explica el oftalmólogo Rubén Pascual. «Esa es la magia que les alucina a los daltónicos cuando se ponen las gafas: aparecen colores diferentes donde antes no había.» Es importante recalcar, me dice el propio Don McPherson en conversación telefónica desde Los Ángeles, que las gafas actúan cuando lo único que funciona mal es la sensibilidad de uno de los fotopigmentos, de modo que la señal combinada que llega al cerebro llega con más retraso o de forma confusa. «La función primera de las gafas es quitar parte de la luz en la región espectral donde los dos pigmentos se sobreponen demasiado», me explica, y es por eso que las gafas también causan una sensación de mayor nitidez en las personas con visión tricromática, como les pasaba a los cirujanos que se las llevaban fuera del hospital. «El mecanismo que crea más saturación de color es el mismo que incrementa el reconocimiento del color en una persona con deficiencia.» Es como si las lentes limpiaran las señales sobrepuestas y ayudaran al cerebro a ver con menos «ruido». En el fondo, me dice el médico Rubén Pascual, las gafas hacen lo mismo que el propio daltonismo, pero en sentido contrario. «Ser daltónico puede ser entendido como sufrir un bloqueo parcial de uno de los colores primarios», indica. «Esa pérdida relativa cambia la percepción de todos los colores. Con las gafas, una zona del espectro gana contraste y otra pierde. Lo que pasa es que se gana contraste precisamente en la zona “de pérdida” del daltónico, por lo que en parte se compensa el problema.» Es la posibilidad de visualizar por primera vez esta zona del espectro la que causa en los daltónicos una sensación de ver el mundo en todas sus dimensiones. «Llevas toda la vida teniendo la sensación de que no estás viendo todo en su máximo esplendor», me dice Rubén para explicar la «conmoción» que produce descubrir lo que se han «perdido». Con las gafas puestas, y los ojos llorosos, Diego me mira y tiene un arrebato poético que explica perfectamente esa sensación de ser un alienígena: «O sea», me dice, «¿que así es mi planeta?».
En 1801, mientras Thomas Young presentaba su experimento sobre los patrones de interferencia, se estaba descubriendo no solo que había diferentes maneras de ver los colores, sino algo aún más interesante: que existían más formas de luz que las que distinguimos a simple vista. El experimento inaugural lo llevó a cabo un año antes el astrónomo William Herschel, el padre del Herschel que luego interrogaría a Dalton y un tipo con una capacidad extraordinaria para detectar cosas hasta entonces invisibles (no en vano había descubierto el planeta Urano). Por aquellas fechas el astrónomo estaba ocupado detectando la evolución de las manchas solares mediante filtros, cuando se dio cuenta de que con determinados colores, como el rojo, el filtro se calentaba más. ¿Qué relación tenía la temperatura con los colores del espectro? Para comprobarlo diseñó un experimento sencillísimo y muy fácil de repetir. Como había hecho Newton, dejó pasar un haz de luz a través de un prisma y produjo un pequeño arcoíris. Para medir la temperatura de cada color colocó un pequeño termómetro en cada franja del espectro y un termómetro adicional en un lateral simplemente para controlar la temperatura ambiente de la estancia. Su sorpresa llegó al cabo de unas horas cuando, al anotar las mediciones, descubrió que era el termómetro fuera de la luz visible el que más se calentaba. Al lado del espectro, más allá de la luz roja, había algo que calentaba más que la propia luz y que él bautizó como «rayos calóricos». Aquellos rayos daban calor de muchas maneras y eran reflejados, refractados y transmitidos como la luz visible. Era la primera vez que se demostraba la existencia de una forma de luz más allá de lo que distingue el ojo humano. Hoy los conocemos como «rayos infrarrojos».
Un año después, otro científico descubrió que la luz invisible seguía también por el otro lado del espectro. El alemán Johann Wilhelm Ritter conocía el experimento de Herschel y se puso a investigar si existía alguna otra forma de luz más allá del color violeta. Repitió el procedimiento del prisma y esta vez colocó una lámina de cloruro de plata en aquella zona del espectro. Por entonces se conocía que estas sales se ponían de color negro si se exponían a la luz solar (estaban a un paso de desarrollar la fotografía), así que Ritter probó a ver qué reacción producían los distintos colores. La luz oscurecía más rápido las sales a medida que se movían del rojo al violeta, pero la reacción era muchísimo más fuerte junto al extremo del espectro, donde no se apreciaba ningún color. A esta nueva luz la bautizó como «rayos desoxidantes», que más tarde se conocieron como «rayos químicos» y que hoy llamamos «luz ultravioleta».
Como veremos más adelante, el descubrimiento de que la luz era una onda electromagnética, con los experimentos de Faraday y las ecuaciones de Maxwell, daría lugar a una revolución del conocimiento científico que llevaría indirectamente a la teoría de la relatividad y el desarrollo de la mecánica cuántica. El alemán Wilhelm Conrad Röntgen había descubierto poco antes otro tipo de luz con una longitud de onda aún más corta y un montón de aplicaciones médicas, los famosos rayos X. Heinrich Rudolf Hertz realizó los primeros experimentos de transmisión de ondas, que llevarían al desarrollo de la radio y el telégrafo, y Rutherford y otros experimentaron con los rayos gamma. El espectro electromagnético se mostraba como un abanico gigantesco de longitudes de onda de las que los seres humanos solo éramos capaces de distinguir una diminuta fracción a simple vista. Como había sucedido antes con el microscopio y el telescopio, un nuevo universo invisible estaba disponible ante nosotros y podíamos observar la realidad con nuevos ojos, captando la luz infrarroja o ultravioleta de las estrellas, los rayos ultraenergéticos del espacio profundo o estimulando la materia con electrones para ver más allá de la longitud de onda visible más pequeña.
Este inmenso abanico del espectro abarca desde la longitud de onda de las señales de radio más extremas, del tamaño de un sistema solar, por ejemplo, a las microondas de pocos centímetros, la radiación ultravioleta, los rayos X y los temidos rayos gamma, con una longitud de onda tan diminuta que puede interaccionar con la materia en sus niveles más íntimos y provocar daño celular. En ese abanico de ondas de miles de kilómetros, nuestros ojos son sensibles a una franja de entre los 400 y los 700 nanómetros. Para hacerse una idea de las proporciones, si el espectro completo fuera la bobina de una película de cine que llegara desde Madrid hasta Moscú, la parte que nosotros vemos tendría el ancho de un solo fotograma de dos o tres centímetros. Ver, como explicaba Richard Feynman en su célebre entrevista televisiva del sillón de orejas, no es más que descifrar un mensaje a partir de las vibraciones electromagnéticas que viajan en todas direcciones. Para entenderlo, el físico pedía que imagináramos un bichito en la esquina de una piscina en la que varias personas se tiran a nadar. ¿Podría saber el bichito las características de la persona que se ha tirado al agua por la vibración que produce su inmersión en el agua en forma de ondas? Eso es lo que hace nuestro ojo cuando miramos algo, solo que en tres dimensiones. Reconstruimos la realidad de lo que sucede en la «piscina» del cosmos a partir de la información que nos transmiten unas cuantas «olas» en la superficie, como hacían algunos navegantes polinesios que pegaban la oreja al fondo de la barca para tratar de detectar la cercanía de una isla. Y tiene su mérito porque, como recuerda Feynman, en nuestro entorno «hay un lío tremendo de ondas viajando por todas partes», desde las que transmiten la señal de televisión o radio a las que llegan desde el otro extremo de la galaxia.
Fuente: CSIC, Año Internacional de la Luz. © Carles Salom.
Toda esa amalgama de ondas está llena de información, pero nuestros receptores han evolucionado para detectar solo algunas. Hay «olas» más largas que no vemos aunque las sentimos en la piel, como la radiación infrarroja del sol, pero existen otras criaturas que sí las detectan visualmente porque su rendija para percibir la realidad está más abierta hacia un lado o hacia otro. Las serpientes que viven en algunos desiertos, recordaba Feynman, sí ven la radiación infrarroja y pueden detectar con ella la presencia de un ratón en la arena. Para comprobar nuestra limitación a una franja del espectro hay un sencillo experimento que cualquiera puede hacer en casa y resulta muy ilustrativo. Basta tomar el mando a distancia de la televisión o cualquier otro aparato y fijarse en el piloto que todos tienen en el extremo delantero. Si pulsamos un botón y miramos la bombillita a simple vista no veremos nada, pero si lo vemos a través de la cámara de nuestro teléfono móvil o algunas cámaras digitales, vemos claramente una luz blanca que se enciende cada vez que presionamos. El rango para el que está programada la cámara es distinto del que perciben nuestros ojos y por eso ella «ve» la luz y nosotros no. Si tienes un gato en casa, piensa que cada vez que cambias de canal él sí está viendo la bombilla de luz infrarroja con la que tú apuntas al televisor para cambiar de canal y se estará preguntando qué hace su dueño disparando luz hacia delante.
Pero ¿existe algún ser humano que pueda ver más allá del rango de lo visible? En 1923 se creó en España una comisión de investigación presidida por el mismísimo Santiago Ramón y Cajal y compuesta por eminentes científicos para estudiar el denominado caso del «hombre con rayos X en los ojos». El supuesto «superhombre» era Joaquín María Argamasilla de la Cerda y Elio, un joven madrileño que afirmaba tener el poder de ver a través de los objetos y cuya historia apareció en las páginas del The New York Times. Argamasilla se colocaba ante su público con los ojos vendados y después averiguaba lo que alguien había escrito en un papel metido dentro de una caja de metal o la hora que marcaba un reloj de bolsillo. Su figura despertó tal interés que involucró a conocidos personajes de la época, como el escritor Ramón María del Valle-Inclán, que se posicionó a su favor y creía firmemente en sus poderes. Todo hasta que Argamasilla viajó a Nueva York para retar al Gran Houdini —ocupado por entonces en desenmascarar embaucadores— y los engaños quedaron expuestos a la luz pública (le pilló mirando a escondidas en las cajas que decía atravesar con su vista).
Por supuesto, ningún ser humano es capaz de ver en longitudes de onda como los rayos X, pero eso no quiere decir que no pueda haber casos extraordinarios. Hacia 1921, por ejemplo, el pintor francés Claude Monet se vio sumido en una profunda depresión porque estaba perdiendo la vista. Al final de su vida, el que fuera uno de los creadores del impresionismo, apenas podía distinguir la realidad como consecuencia de unas cataratas. Como sucede con muchas personas al llegar a cierta edad, el cristalino de su ojo era cada vez más opaco y le impedía seguir pintando flores y nenúfares a los que había dedicado buena parte de su última obra. Aconsejado por los médicos, a la edad de 82 años Monet se sometió a dos operaciones que le retiraron el cristalino y permitieron de nuevo el paso de la luz a sus ojos, a costa de perder la capacidad de acomodar la vista y enfocar con detalle. A cambio, el artista podía volver a percibir los colores y además había ganado algo que no esperaba: podía distinguir tonos que no había visto nunca. A partir del análisis de algunas de sus últimas obras algunos autores creen que es posible que Monet pudiera percibir la luz más cercana al espectro ultravioleta tras la operación. Sus flores estaban teñidas de pronto por el azul blanquecino característico de la percepción de este rango de frecuencias. También hay quien atribuye este «exceso de azul» al efecto que percibe su cerebro tras años acostumbrándose a que el mundo se vuelve rojo-amarillento. En cualquier caso, está bien documentado que las personas sometidas a una operación de cataratas amplían en ocasiones su rango visual y algunos de sus fotorreceptores se excitan con luz por debajo de los 420 nanómetros. Cuando a una persona se le retira el cristalino —lo que los médicos conocen técnicamente como «afaquia»— desaparece uno de los principales filtros que contiene la radiación ultravioleta y algunos fotorreceptores se activan y dan una visión del mundo novedosa y diferente, que recuerda a la que tendría un insecto o un superhéroe.
El profesor de neurociencia Glen Jeffery, del University College de Londres, sostiene que el hecho de no percibir la luz ultravioleta nos convierte en una excepción dentro del reino animal. Los insectos y buena parte de las aves perciben esta zona del espectro que les ayuda a distinguir los patrones de las flores o a encontrar pareja. Y por lo que empezamos a saber, parece que algunos mamíferos también se han adaptado para distinguir la luz de longitudes de onda más cortas, como algunos roedores y marsupiales, incluidos los koalas. Por su parte, Jeffery y su equipo llevan años estudiando la visión de los animales que habitan en el Ártico y pasan varios meses en la oscuridad, como focas, renos y osos polares, y ha comprobado que su mayor sensibilidad al espectro ultravioleta les otorga una ventaja para su supervivencia. Con este tipo de visión, por ejemplo, un liquen aparece resaltado como una mancha negra en mitad de los hielos árticos, lo mismo que ocurre con un depredador que se acerca acechante o las marcas de orina de una posible pareja. Mientras la nieve refleja la radiación, estos otros cuerpos la absorben y aparecen oscurecidos. Las focas, que viven en un mundo de penumbra bajo el hielo, no van a dejar escapar un solo fotón sea de la longitud de onda que sea, según Jeffery. Así que tiene sentido que hayan desarrollado esta adaptación. Su trabajo comenzó en el año 2000, cuando un grupo de investigadores noruegos le insistió para que investigara cómo podían los animales árticos vivir en la oscuridad durante largos meses. Un buen día le enviaron un saco con decenas de ojos de renos sacrificados por los pastores saami que habitan en territorio lapón. El cargamento venía en dos partes, una con los ojos de los animales sacrificados en verano y otra con los ojos de aquellos que murieron en invierno. El típico envío que recibe un profesor del departamento de oftalmología de una universidad. Cuando Jeffery procedió a diseccionarlos descubrió algo completamente inesperado: los ojos de un grupo y los del otro eran de diferente color.
Al dirigir una fuente de luz a los ojos, el neurocientífico se dio cuenta de que los que pertenecían a renos que habían muerto en verano reflejaban una luz amarillenta, mientras que los de renos muertos en invierno reflejaban luz azul. Para comprobar qué estaba pasando, el científico continuó con pruebas sobre el terreno que consisten en capturar renos, anestesiarlos y estimular sus ojos con una luz ultravioleta para ver si registran actividad. Y lo que ven es que, efectivamente, desata una respuesta. Pero el asunto es aún más intrincado e interesante. Tras años recopilando pruebas, Jeffery tiene una hipótesis para explicar la diferencia de color en los ojos de los renos en función de la época del año. La respuesta no tiene que ver con los pigmentos que utilizan para procesar la visión, sino con la presión que ejercen sus músculos sobre el globo ocular. La parte del ojo que refleja la luz amarilla o azul según se trata de un reno de invierno o verano se llama tapetum lucidum, una capa que recubre la retina en muchos vertebrados y que refleja la luz hacia el exterior. Debido a esta estructura —que los humanos no tenemos— a muchos animales les brillan los ojos en la oscuridad cuando les llega algo de luz, lo que pudo inspirar a los griegos para sus teorías del fuego en el ojo. En condiciones normales, la mayoría de los ojos de animales reflejan la luz amarilla, como los renos de verano de los saami, pero los que habían estado viviendo muchos meses en la oscuridad reflejaban la luz azul. El motivo, según Jeffery, está en lo que sucede en el iris cuando nos adaptamos a las condiciones de baja luminosidad. Para captar más luz, las pupilas se dilatan y este esfuerzo constante —prolongado durante semanas y semanas— provoca un sobresfuerzo muscular que acaba teniendo un efecto en el tapetum. Las fibras de colágeno empiezan a estar más apretadas y esto afecta a la luz que reflejan; cuando están separadas reflejan luz amarilla y cuando están prietas reflejan luz azul. Las pruebas con los renos anestesiados muestran que este cambio de disposición afecta también a la sensibilidad del ojo, de modo que los renos de «ojos azules» tienen una sensibilidad mucho mayor que los renos de «ojos amarillos». Algunos científicos no están de acuerdo con esta hipótesis, pero Jeffery descubrió recientemente algo que podría terminar de darle la razón: un grupo de renos en los que el tapetum reflejaba luz verde. En este caso se trataba de animales que habían empezado a pasar el invierno con los pastores saami —en la oscuridad— pero luego habían sido adquiridos y llevados a establos con luz artificial, como si el proceso de compresión de los músculos de la pupila hubiera quedado a medias. Y por eso el fondo de su ojo reflejaba otro tipo de luz entre los dos extremos.
Estas cuestiones sobre la capacidad de ver a un lado u otro del espectro nos llevan a algunas preguntas que nos hemos hecho desde el principio: ¿en qué momento dejamos de ver el ultravioleta y por qué vemos como vemos? Reconstruyendo la posible evolución molecular de las opsinas, los científicos creen que los primeros vertebrados pudieron tener ya un sistema basado en cuatro fotorreceptores y que a partir de ahí hubo especializaciones y cambios. Para mejorar sus posibilidades de supervivencia en los tiempos de los dinosaurios, los mamíferos adoptamos costumbres nocturnas y perdimos dos receptores: nos bastaba con los otros dos para desenvolvernos en la oscuridad. Los mamíferos nos hicimos dicrómatas mientras peces, reptiles y aves siguieron siendo tetracrómatas. Mucho tiempo después, hace unos 35 millones de años, un grupo de mamíferos entre los que se encontraban los antepasados de los humanos recuperaron un tercer fotorreceptor al tiempo que perdieron toda sensibilidad al espectro ultravioleta. Y los primates nos convertimos en una excepción entre los mamíferos al ser capaces de ver a partir de la mezcla de tres colores.*
Sobre la causa última de este cambio, hay diversas hipótesis y ninguna está plenamente aceptada. La más conocida es la que atribuye una ventaja evolutiva al tricromatismo debido a la capacidad de distinguir los colores de algunos frutos entre los árboles. Esta capacidad pudo hacer que los primates que distinguían tres colores se alimentaran y aparearan con ventaja respecto a los dicrómatas. Pero existen motivos para cuestionarse esta teoría, como las pruebas que demuestran que los dos receptores de los monos dicrómatas también sirven para distinguir determinados frutos y que estos se alimentan en cantidades similares a los tricrómatas. Para poner a prueba estas hipótesis se han hecho experimentos de lo más variado. En 2013 un equipo de la Universidad de Cardiff reclutó a dos grupos de personas, unos con ceguera al color y otros con visión normal, y realizaron una serie de pruebas escondiendo frutos entre frondosos matorrales. La única ventaja que apreciaron, al comprobar quién distinguía más frutos, fue que los tricrómatas tenían mejores resultados cuanto más lejos estaba la planta. Otra teoría apunta a una posible ventaja del tricromatismo a la hora de distinguir los frutos más maduros o las hojas más jóvenes, y por tanto más nutritivas, y hay hasta quien cree que esta capacidad permitía distinguir mejor la salud de las crías al verles el color de la cara. Aparte de estas especulaciones, lo interesante del asunto —y lo que permite reconstruir mejor la historia evolutiva— es que no todos los miembros del grupo al que pertenecemos evolucionaron igual. Esta diferencia se puede apreciar hoy día en que los monos del Viejo Mundo (los que viven en Asia y África) son estrictamente tricrómatas, mientras que en los del Nuevo Mundo (América) se produce una mezcla genética que hace que en muchas especies los machos sean dicrómatas y la mayoría de las hembras vean a partir de la combinación de tres colores. Y fue precisamente con una de estas especies con las que Jay Neitz y su mujer, Maureen, comenzaron a trabajar en 1999.
Esta pareja de especialistas en oftalmología de la Universidad de Washington consiguió dos monos ardilla ciegos al rojo y al verde porque les faltaban, como a todos los machos de la especie, los pigmentos sensibles a las longitudes de onda más largas. Seguidamente, Jay y Maureen Neitz entrenaron a los monos para realizar una serie de tareas entre las que estaba identificar patrones de color. La prueba principal consistía en ponerles ante una pantalla con un patrón de círculos parecido al test de Ishihara, pero en el que no debían distinguir números ni figuras, sino simples manchas de color verde (que ellos distinguen como amarillo). Cuando en el monitor aparecía el patrón, el mono debía darle con la mano y en caso de acierto obtenía unas gotitas de zumo de recompensa. En los vídeos de las pruebas se ve a Dalton y Sam (así los bautizaron) dándole a la pantalla con la nariz y obteniendo su recompensa (lo de las manos les hacía perder tiempo y los monos ardilla son muy prácticos). En una segunda parte del aprendizaje, los científicos repitieron una y otra vez la prueba pero con manchas de color rojo para asegurarse de que los monos no las podían distinguir y de que ni siquiera podían aprender a predecir dónde aparecerían. En los vídeos de estas pruebas se ve a los pobres simios muy desorientados y algo malhumorados porque no eran capaces de obtener el zumo que tanto les gustaba.
Todo este entrenamiento era la preparación para un proceso mucho más ambicioso. Neitz y su equipo realizaron un tratamiento de terapia génica en la retina de ambos monos para introducir el tipo de pigmento que les faltaba. En otras palabras, para intentar curar su dicromatismo y convertirlos en tricrómatas. ¿En qué consistía el experimento? Los científicos inyectaron en la retina de los monos un virus que debía cambiar la información genética de algunos de sus receptores, programándolos para producir una nueva gama de pigmentos que reaccionan al rojo (L), de modo que el ojo adquiría la base para poder comenzar a procesar la visión a partir de tres pigmentos. Y se sentaron a ver qué pasaba. Durante 22 semanas las pruebas con el monitor no sufrieron ninguna variación. La visión de los monos seguía siendo dicromática como antes de la operación, pero entonces hubo un cambio. De pronto los monos empezaron a distinguir el rojo y a acertar en las pruebas. En el vídeo que publicó la revista Nature en 2009 se ve al mono Dalton dándole al monitor con la nariz cada vez que distingue un patrón de color rojo/rosáceo y obteniendo su recompensa. Se había convertido en tricrómata gracias a la terapia génica, lo que abre una puerta a la esperanza para futuros tratamientos a humanos, aunque la posibilidad es aún muy lejana debido a los riesgos. ¿Eran conscientes los pequeños monos ardilla de que estaban viendo una realidad nueva? El profesor Neitz apuesta a que solo notan que hay algo diferente, pero no son capaces de asociar ese estímulo con nada de lo que han aprendido. Si hubiera podido hablar, al mono Dalton le habría pasado lo mismo que a Diego cuando probó las gafas para distinguir el rojo y el verde, que no tendría nombres para identificar aquellos colores.
Como primates, pues, nuestra capacidad para ver con tres fotopigmentos es muy ventajosa, pero se limita a una estrecha banda del espectro, salvo que nos operen de cataratas y podamos ver temporalmente un poquito más allá de las longitudes de onda de 420 nanómetros. Aun así, algunos humanos tienen capacidades visuales que hasta hace poco ni siquiera sospechábamos. Recientemente, el equipo de Grazyna Palczewska ha descubierto algunos mecanismos a partir de los cuales la luz infrarroja podría estimular los fotopigmentos, lo que podría ser una vía para ampliar nuestra visión por el otro lado del espectro. Y desde hace tiempo se investiga la posibilidad de que nuestro ojo sea capaz de percibir luz polarizada.
Muchos animales, como las abejas, las hormigas o algunos peces, son capaces de detectar la orientación de la luz para navegar. Como hemos visto, si colocamos un filtro que solo deja pasar las ondas con determinado ángulo —como hacen las gafas de sol— podemos polarizar la luz como queramos. Y esto es lo que hacen los ojos de algunas de estas criaturas. En 1844 el físico austríaco Wilhelm von Haidinger se dio cuenta de que algunas personas podían percibir un patrón lineal de polarización de la luz cuando miraban al cielo, una especie de mancha amarilla horizontal que desde entonces se conoce como «cepillo de Haidinger». Con sistemas más modernos, el patrón se puede percibir al mirar una pantalla LCD de luz polarizada y permite ver durante unos instantes el manchurrón amarillo y un patrón perpendicular azul que provoca el propio ojo para compensar la señal. Pero el efecto dura solo un instante, antes de que nuestro cerebro elimine el «ruido» y lo dejemos de ver. En 2015 el equipo de Juliette McGregor, de la Universidad de Leicester, trabajaba en un experimento para detectar si pulpos y sepias veían la luz polarizada cuando decidieron reciclarlo y probarlo en humanos. Mediante pantallas LCD, los científicos vieron que, efectivamente, determinadas personas son capaces de detectar la variación que se produce al rotar el ángulo de la luz y descubrieron que la clave para percibir este efecto estaba en las propiedades de la córnea de cada individuo (la lente más externa del ojo) y en la forma en que se organizan los pigmentos en la mácula (el área de la retina donde se encuentra la mayor concentración de conos). Cuando su distribución es simétrica y circular, argumenta McGregor, se produce una mayor absorción de la luz azul que podría explicar el fenómeno. La conclusión de los experimentos fue que algunos humanos detectaban la luz polarizada y «no eran tan buenos como las sepias, pero aun así mejores que otros vertebrados con los que se han hecho pruebas hasta ahora».
El efecto descubierto por Haidinger se producía al mirar al cielo porque es una de las principales fuentes de luz parcialmente polarizada. Este comportamiento de la luz al dispersarse en la atmósfera explica por qué el cielo es azul a mediodía y rojo en los amaneceres y ocasos. Hacia 1870, otro investigador de la luz, el inglés John Tyndall, realizó una serie de experimentos que consistían en hacer pasar un haz de luz blanca por un tanque de cristal en el que ponía humo, polvo o líquidos con partículas de distintos tamaños. Lo que vio fue que parte de la luz que se dispersaba hacia los lados estaba polarizada y que era más azulada cuanto más pequeñas eran las partículas. Esto, junto con los hallazgos de lord Rayleigh y la sensibilidad de nuestros ojos, explica por qué vemos el cielo como lo vemos. La luz con longitudes de onda más pequeñas (azul) se dispersa antes que la otra y se proyecta sobre nuestras cabezas. A mi amigo Joaquín Sevilla le gusta explicarlo como si la luz de distintas longitudes de onda fueran canicas de distinto tamaño. Las más gordas tienen más opciones de seguir cayendo y las pequeñitas rebotan con todo lo que encuentran por el camino. Eso sí, cuando la luz se topa con partículas de un tamaño mucho mayor, como el vapor de agua de una nube, rebotan todas las «canicas» y vemos el color blanco. Cuando vemos el atardecer, el cielo cambia de color por los mismos motivos. El primero es que las canicas azules tienen que recorrer más kilómetros de atmósfera para llegar hasta nosotros, y como se dispersan («rebotan») con más facilidad, se quedan por el camino. Por el contrario, las canicas con longitud de onda más larga sobreviven al largo viaje y llegan hasta nosotros formando la clásica estampa del ocaso y los rayos de color rojo y rosáceo.
Todo esto sucede de un modo parecido cuando la luz entra en un nuevo medio, como el mar, donde se produce una absorción de las ondas en función de sus características. Esta vez, la parte de la luz que es más energética (los azules) penetra a mayor profundidad, mientras que las ondas más largas se quedan por el camino. Por eso a medida que se baja a la profundidad los tonos son más azules hasta que la oscuridad es total y la mayoría de criaturas marinas han desarrollado receptores para la luz de onda más corta. Han evolucionado para emitir y ver en el azul. Pero hay alguna excepción. El biólogo Christopher Kenaley, de la Universidad de Harvard, lleva años estudiando varias especies de «peces demonio» que han desarrollado la capacidad de emitir y detectar luz en el espectro del rojo, lo que les proporciona una sorprendente y siniestra ventaja: pueden iluminar a los otros peces y verlos sin ser vistos. «Existe una carrera armamentística ahí abajo», me cuenta. «La luz se usa para comunicarse con potenciales parejas, para camuflarse o para iluminar. Si la presa es iluminada con una longitud de onda que no puede detectar, el depredador tiene una enorme ventaja.» La situación recuerda a la famosa escena de la película El silencio de los corderos (1991) en la que la agente Starling (Jodie Foster) trata de encontrar al psicópata Gumb en su casa, pero este hace saltar los plomos y la observa en la oscuridad con unas gafas de visión nocturna. La evolución sigue a veces caminos caprichosos y no hay una forma de ver estándar que sea más ventajosa que otra en todos los sentidos; sino que todo depende de las adaptaciones y de si contribuyen a una reproducción más exitosa.
Ilustración original de Thomas Young sobre la forma de su ojo. © The Royal Society.
Ahora volvamos al ojo e imaginemos que la luz hace un viaje parecido al que realiza al entrar en nuestra atmósfera. A lo largo de ese viaje va pasando por diferentes medios, desde la córnea del exterior pasando por el líquido del humor vítreo hasta alcanzar la retina. El siguiente paso de la luz es a través del iris, cuya función es básicamente contraer y dilatar la pupila de forma que entre más o menos luz, y de ahí alcanza la segunda lente, llamada «cristalino». Gracias a los experimentos con su propio ojo, Thomas Young descubrió no solo que su córnea era irregular, lo que le producía un trastorno que llamó astigmatismo, sino que las lentes se acomodaban, es decir, cambiaban de forma para enfocar la vista. Pero ¿qué lente hacía aquellos cambios? ¿El cristalino o la córnea? Young ya sospechaba que el problema estaba en el primero, pues los pacientes a los que operaban de cataratas perdían la capacidad de regular la vista, pero para comprobarlo se le ocurrió una idea un poco loca. El físico decidió inundar su ojo, meter la córnea dentro del agua para igualar los índices de refracción y descubrir si seguía acomodándose con su característico astigmatismo.
Tomé un pequeño microscopio botánico y saqué una lente doble convexa [...] la fijé en un recipiente de una quinta de pulgada de profundidad; asegurando sus bordes con cera. Vertí en su interior un poco de agua, algo fría, hasta que estuvo lleno en sus tres cuartas partes, y después me lo puse en el ojo, de modo que la córnea entrara hasta la mitad en el recipiente y en contacto total con el agua.
Con todo este despliegue, Young había anulado su córnea —al introducirla en el agua— pero se dio cuenta de que la pequeña lente del microscopio no era suficiente para sustituirla, así que añadió otra más. Cuando restauró su visión utilizó un optómetro fabricado por él mismo (una rendija por la que dejaba pasar la luz de una vela e iba comprobando los movimientos de enfoque) y se dio cuenta de que podía seguir enfocando como antes, lo que le llevó a la conclusión de que era el cristalino el que variaba su forma. De esta manera sería Young el primero en definir que esta lente se hace más estrecha o más ancha para cambiar la curvatura de la luz y por eso podemos enfocar a distintas distancias. Esta capacidad de enfoque (que en una cámara de fotos se produce alejando o acercando dos lentes) se conoce como «acomodación del ojo». A medida que pasan los años el cristalino va perdiendo elasticidad y esto causa la famosa presbicia o «vista cansada» (al ojo le cuesta enfocar a distintas distancias). Cuando el cristalino se hace más opaco se producen las cataratas.
Si recopilamos toda esta información, ya tenemos un buen resumen de cómo funciona el ojo. Como resultado de la acomodación del cristalino, como había descubierto Kepler, la luz atraviesa el cuerpo vítreo y la imagen se proyecta sobre la retina, estimulando los fotorreceptores, ya sean los bastones (distribuidos por todo el ojo y que se activan con poca luz) o los conos (sensibles a tres rangos de longitudes de onda y presentes sobre todo en la fóvea o punto de mayor resolución). Si la imagen se forma delante de la retina, estamos ante una persona de vista corta o miope, pues le cuesta ver los objetos de lejos. Si la imagen se forma más allá de la retina estamos ante un caso de hipermetropía. Cuando a uno le ponen gafas con lentes convergentes o divergentes lo que consigue es que la imagen se forme en la retina y no más atrás ni más adelante. En la actualidad los dos problemas se arreglan también mediante una sencilla operación para tallar con láser las lentes oculares.
Para completar el viaje, además de los juegos de lentes, debemos comprender el proceso fotoquímico que hace posible la visión y que habían atisbado Böll y Kühne a finales del siglo XIX con sus experimentos con ranas y conejos. La «púrpura visual» que ellos habían descrito era una de las moléculas que participan en la sucesión de cambios que nos permiten ver. Estas moléculas, llamadas «opsinas», cambian su estructura con el estímulo de un fotón y ponen en marcha una serie de transformaciones que terminan activando una señal nerviosa en milisegundos. Cuando uno estudia los detalles de este mecanismo fotoquímico comprueba que se trata casi de una cuestión geométrica; un fotón cambia la forma de un enlace, la molécula se dobla o se estira, y pasa a realizar otra función. Como un tetris molecular. Los bastones funcionan por la acción de la «púrpura visual» o rodopsina, compuesta por opsina y un pigmento llamado «retinal» (una de las formas de la vitamina A), mientras que en los conos actúa otra variante llamada «yodopsina». El primer proceso interviene en la percepción de la luz en momentos de oscuridad y el segundo en la percepción del color con mucha luz. Y al ser fenómenos relacionados con la cantidad de luz influyen uno en el otro, lo que explica por qué tardamos un rato en adaptarnos a la oscuridad o por qué nos deslumbramos y vemos mal cuando alguien enciende la luz y estábamos a oscuras. En presencia de luz, la rodopsina de los bastones se descompone en opsinas y retinal, de forma que la sensibilidad del ojo a la luz disminuye enormemente, aunque ahora vemos los colores. Cuando nos quedamos un rato a oscuras, en cambio, el retinal que está en el epitelio pigmentario empieza a acumularse en los bastones y el ojo «se carga» para poder ver en la oscuridad. Es por esto por lo que Kühne había colocado al conejo albino con los ojos tapados durante unos minutos antes de intentar inmortalizar una imagen en sus fotorreceptores y obtener su visión final del mundo. Debía cargar sus niveles de rodopsina en los bastones antes de «revelar» el optograma final.
En el ojo de visión normal la luz llega a la retina (izquierda), en el ojo miope los rayos se enfocan antes (centro) y en el hipermétrope se enfocan después (derecha).
Cuando Alice Cliff abre la puerta del almacén, los ojos de John Dalton ya nos están esperando, cuidadosamente colocados sobre una mesa. Estamos en el sótano del Museo de Ciencia e Industria de Manchester y la conservadora ha accedido a mostrarme este pequeño tesoro, que permanece más o menos intacto desde el 28 de julio de 1844, el día en que el doctor Ransome analizó y conservó los ojos en el interior de dos vidrios de reloj. Durante muchos años los ojos estuvieron en posesión de la universidad, que en 1958 los donó a la Sociedad Literaria y Filosófica de Manchester, la institución en la que Dalton desarrolló buena parte de su actividad. En 1991 la sociedad los prestó para una exposición y seis años después se cedieron definitivamente para los fondos del museo, donde han permanecido desde entonces y se han expuesto varias veces de manera temporal.
La estructura de cristal en que se encuentran los restos contiene dos receptáculos cada uno con los restos de un ojo. Pero la distribución es muy desigual, porque en el lado derecho hay dos fragmentos muy grandes del mismo ojo y en el otro hay un fragmento más pequeño. Los dos primeros son un trozo de la retina y la parte delantera de ese mismo ojo. El fragmento solitario y pequeño son las 5/6 partes de otro ojo, con partes del iris y el nervio óptico. «Esta pieza es una parte de la retina. Es casi transparente, con un borde pigmentado aquí», señala Alice. Lo que hizo el doctor Ransome durante el análisis post mortem fue exprimir uno de los ojos para observar el humor vítreo y cortarlo en láminas cuidadosamente hasta acceder a la parte trasera donde se encuentra la retina. De alguna manera, dice Alice, el médico fue «desnudando» el ojo hasta sacar las capas que le interesaban y poder examinarlas de forma separada.
Lo que quedó tras el análisis es lo que el médico desecó, una forma de conservación que consiste en extraer toda el agua del tejido, e introdujo en los vidrios de reloj que ahora vemos. Examinados de cerca, los restos recuerdan a la piel seca de una serpiente, tres laminillas curvadas y suspendidas en el interior del cristal como si hubieran sido congeladas. «Ransome hizo el análisis que le había pedido Dalton y comprobó que su humor vítreo no estaba tintado de azul», explica Alice. «Y después fue buscando la retina, donde sabía que estaban los receptores de la luz. Pero en aquel momento no podía llegar a ninguna conclusión sobre qué causaba su percepción del color.» Aunque poco después Young y otros especularían con la existencia de fotorreceptores, la hipótesis más aceptada por la medicina de la época era que la ceguera al color podía estar causada por algún tipo de defecto cerebral. De hecho, en la autopsia Ransome habla de un «desarrollo deficiente» del órgano frenológico del color, una zona que corresponde con una de las circunvoluciones del lóbulo frontal. La frenología era una teoría de moda de la época que pretendía explicar las características de las personas a partir de la forma de su cráneo y, por tanto, de su cerebro. Uno de los escultores y frenólogos más prolíficos fue William Bally, quien realizó el molde de decenas de cráneos de personas que hoy se conservan y componen una galería inquietante. En los registros de la época, me revela Alice, consta que llegó a tiempo para sacar un molde de la cabeza de Dalton, pero se lamentó de no poder hacer una máscara de la cara porque ya no tenía los ojos.
Aunque se equivocó sobre el motivo que causaba su ceguera al color, Dalton había valorado meticulosamente todas las posibilidades y las formas en que se manifestaba, hasta el punto de ser el primero en afrontar científicamente el problema y buscar una explicación. En una carta a Elihu Robinson en 1794, poco antes de publicar su famoso trabajo «sobre los hechos extraordinarios relativos a la visión del color», ya adelanta lo que ha descubierto:
Estoy sumido ahora en una investigación muy curiosa. El verano pasado descubrí con certeza que los colores tienen una apariencia diferente para mí que para los demás. Las flores del geranio son para mí, a la luz del día, casi del mismo color que el azul del cielo, mientras que otros llaman a eso rosa oscuro; pero observando casualmente una de ellas a la luz de una vela descubrí que tenía un color totalmente diferente del que presentaba durante el día; parecía entonces muy parecido al amarillo, pero con una tintura de rojo; pese a que nadie más me dijo ver esta diferencia con el aspecto diurno, mi hermano resultó ser la excepción, ya que parece ver como yo...
Las observaciones de Dalton, sin embargo, no eran las primeras sobre la ceguera al color, como muchas veces se cree. Unos veinte años antes, el navegante e investigador británico Joseph Huddart fue el primero en descubrir que una familia de Maryport, un pueblecito costero en la región de Cumberland, al noroeste de Inglaterra, tenía una extraña manera de percibir el color. En una carta enviada a Joseph Priestley en 1777 y leída por este ante la Royal Society, Huddart explica su relación con un zapatero del pueblo, llamado Thomas Harris, al que conoce desde hace unos diez años. La misiva, que lleva por título «Un apunte sobre las personas que no pueden distinguir colores», resume lo que ha podido saber tras muchas conversaciones con el zapatero. El señor Harris, asegura el corresponsal, no distingue los colores hasta el punto de no ser capaz de adivinar el nombre de ningún tono y solo distingue el blanco del negro. Además, tiene otros tres hermanos en las mismas circunstancias y una hermana que no sufre ningún problema en la visión. Los trabajos de Huddart tienen mérito porque es el primero que hace pruebas con telas y prismas para constatar qué es lo que perciben estas personas. Uno de los hermanos, llamado Jonathan y de profesión marinero, se sometió a una prueba con lazos de colores. Al examinarlos, los que eran marrones los veía negros, los que eran verdes le parecían amarillos y los rojos los identificaba como azules.
...pero de todos el que más le engañaba era el color naranja; de él habló muy confiado diciendo: «este es el color de la hierba, esto es verde».
Por supuesto, en cuanto comenzó a hacer sus pesquisas, Dalton tuvo noticia de la existencia de esta familia y se puso en contacto con Joseph Dickinson, un conocido que vivía en Maryport, para intentar llegar hasta la familia Harris y hacerles una serie de preguntas. Había pasado tanto tiempo que ya solo quedaban dos hermanos vivos, Joseph y John, que también tenían ceguera al color. A través de Dickinson, Dalton les hizo llegar una serie de lazos con colores y un cuestionario con estas preguntas:
1. ¿Ha mirado alguna vez a través de un prisma? ¿Cuáles son los colores principales que ve en él?
2. Los colores rosáceos, que otros llaman rojos, ¿le parece que tengan algún parecido con el azul del cielo?
3. ¿Tiene conceptos diferentes para rojo, naranja, amarillo o verde?
4. ¿Cuáles son los colores más llamativos del arcoíris?
5. La tela de lana verde, que se usa para cubrir las mesas, ¿le parece verde o más bien marrón-rojizo? ¿Le recuerda más a la cera roja para lacrar sobres o es más como el color de la hierba?
6. Desearía saber especialmente si una cinta de color rosa oscuro le parece sustancialmente diferente a la luz del día y a la luz de una vela, al igual que el verde oscuro y el carmesí.
7. ¿Aprecia mucha diferencia a la luz del día entre el carmesí y el gris apagado?
Dalton estaba recomponiendo las pruebas para conocer cuál era el mecanismo último por el que su visión era especial o diferente a la de los demás. «Lo que más me fascina de Dalton es que tardó mucho tiempo en darse cuenta de que él no veía los colores como el resto de la gente», me confiesa Alice. «Tenía unos 20 años cuando empezó a estudiarlo sistemáticamente, pero él no notaba que tuviera ninguna deficiencia, solo que la gente se refería al color de manera diferente.» Pero después afrontó el problema de la misma forma que lo había hecho con sus estudios sobre la atmósfera, recogiendo todos los datos posibles y tratando de extraer conclusiones. «Comenzó a mandar lazos con colores a amigos y conocidos para preguntarles qué color veían ellos; y solo entonces se dio cuenta de que no veía igual que los demás», resume Alice. Y hay un componente local, añade la conservadora, y es que Dalton estaba en Manchester, que era el centro de la industria textil y del algodón y estaba lleno de especialistas en tintes que tenían acceso a un montón de colores, con decenas de matices. Estaba en una ciudad que tenía su propia manera de hablar del color y nada de lo que veía a su alrededor le cuadraba. En una de sus comunicaciones, escribe:
Siempre fui de la opinión —aunque a menudo no la mencionaba— de que muchos colores estaban nombrados de manera imprudente.
Estas diferencias de percepción le llevaron a muchas situaciones incómodas, a veces divertidas, en su vida cotidiana. En una ocasión, relata John Price Millington en su biografía, Dalton compró un par de medias a su madre por su cumpleaños que a él le habían parecido elegantes para sus reuniones de sociedad y que resultaron ser de un chillón y brillante escarlata. En 1821, antes de su visita a París, donde sería recibido con grandes honores, quiso hacerse un traje digno para la ocasión y cuando acudió al sastre le señaló una tela que le gustaba. De todos los posibles materiales, Dalton había elegido una llamativa tela roja que se emplea para los trajes de caza del zorro y con el que habría dejado a sus anfitriones parisinos boquiabiertos. Cuando el sastre se lo hizo notar, Dalton le respondió: «¡Ah, ya veo que tiene usted noticia de la enfermedad de mis ojos!». Con todas estas confusiones relatadas por él mismo, algunos de sus coetáneos se atrevieron a proponer una explicación a su ceguera al color. Para Thomas Young, como hemos visto, parecía evidente que el problema estaba en la ausencia de uno de los tres receptores del color, en este caso el rojo, y no en la pigmentación del líquido vítreo del que hablaba el propio Dalton. Y esta fue la explicación comúnmente aceptada durante muchos años; el dicromatismo de Dalton se debía a la ausencia de los conos L, los receptores más sensibles a las longitudes de onda más largas, lo que se conoce como «protanopia». Pero aún no estaba todo dicho sobre el asunto.
En 1995, un grupo de investigadores liderados por John Mollon y David Hunt se pusieron en contacto con la Sociedad Literaria y Filosófica de Manchester para obtener una muestra de los ojos de Dalton y someterla a un análisis genético. «Tomaron una muestra de la retina y fueron muy cuidadosos», explica Alice. Los científicos tuvieron cuidado de coger la muestra del interior del ojo, de una parte de la retina que no hubiera sido manipulada por Ransome, para evitar que fuera una parte contaminada y tener un resultado falso. «Algo interesante es que la primera vez que contactamos con el museo, ellos no veían nada especialmente valioso en estos ojos», me cuenta el profesor Hunt en conversación telefónica desde Australia, donde trabaja actualmente. «Los tenían en dos vidrios de reloj, pequeños y circulares, pero no conservados como ahora, con una carcasa de cristal que los protege. Preguntamos si podíamos tomar dos pequeñas muestras para analizar el ADN y de pronto se dieron cuenta de que tenían algo histórico allí.» Tras llevar los ojos al laboratorio de John Mollon, el profesor Hunt tomó las dos muestras personalmente con un escalpelo estéril y se aseguró de extraerlas de las zonas que no hubieran sido manipuladas. «La contaminación era nuestra mayor preocupación, porque en aquel estado otros podían haber tocado los ojos», me cuenta. «Además nos aseguramos de que no hubiera nadie más en el laboratorio que fuera ciego al color, para tener certeza de los análisis.» Una vez que obtuvieron los resultados estuvieron seguros de que eran buenos y que no podían ser de otra persona que no fuera Dalton, pues correspondían a un individuo con una alteración muy particular de los receptores. Para su sorpresa, pese a lo que siempre se había creído y lo pronosticado por Young, el problema de Dalton no estaba en los receptores del color rojo, sino en los del color verde o longitud de onda media (M). En otras palabras, Dalton no era protanope sino deuteranope, un tipo de ceguera al color igual de infrecuente, pero insospechado cuando se hablaba de la visión del físico inglés.
¿Tenía sentido aquel resultado con los datos que había proporcionado Dalton sobre su propia percepción? Para asegurarse, el equipo de Mollon y Hunt realizó otra serie de pruebas extra y comprobó que un deuteranope ve las cosas de la misma manera en que el inglés las describe. Dalton, por ejemplo, había descrito varias veces que la cera roja para lacrar le parecía del mismo color que las hojas de laurel, y tomando medidas con un espectrorradiómetro el equipo confirmó que los colores caen en la línea de confusión tanto para un deuteranope como para un protanope. Sobre las flores que Dalton había visto bajo distintos tipos de luz, se podía ir aún más allá. Recordemos cómo había descrito el momento culminante, en el que comprendió de verdad que su vista era diferente:
La flor era rosa, pero a mí me parecía del color azul del cielo por el día; a la luz de la vela, sin embargo, la flor había cambiado [...] y se presentaba en lo que yo llamaba rojo...
Cuando Mollon y Hunt analizaron el espectro de este tipo de flor con distintos grados de luminosidad vieron que también era compatible con una alteración de los receptores del verde. Pero no solo eso: buscaron a una persona diagnosticada con el mismo trastorno que Dalton y le pidieron que observara las mismas flores que había visto él en distintas condiciones de luminosidad. El voluntario con ceguera al color verde observó una flor de geranio zonal (Pelargonium zonale) en las dos situaciones y confirmó que para él aparecía azul a la luz del día y roja a la luz de una vela. Al contemplar la misma escena que habían visto los ojos de John Dalton doscientos años antes, relataba exactamente la misma sensación. ¿Por qué se había encasillado tantas veces mal la ceguera al color de Dalton? Básicamente porque en sus descripciones aseguraba no percibir nada de rojizo en el rosa, lo que llevaba a muchos a pensar que el motivo estaba en la ausencia de conos receptores del rojo. Pero el hecho de que el rosa a nosotros nos recuerde al rojo no quiere decir que el color se construya así, como recalcan Mollon y Hunt:
... el hecho de que el rosa parezca tan rojizo al ojo normal sirve para recordarnos el peligro de ponerle nombres de colores a los receptores cuando hablamos de visión.
Cuando Brewster, Herschel y Young escuchaban las descripciones de Dalton les parecía evidente que el ojo estaba sustrayendo el rojo de la imagen, pero no era eso lo que estaba sucediendo. Dado el nivel de solapamiento de las curvas de respuesta de los conos L y M, los ciegos al verde pueden observar una escena de forma muy parecida sin que se trate de una falta de sensibilidad al rojo. Conocer todas estas sutilezas de la visión llevó muchas décadas de estudio, así que es hasta cierto punto normal que las primeras versiones sobre lo que pasaba en los ojos del físico inglés fueran equivocadas.
Mientras miramos los ojos de Dalton, Alice tiene una última sorpresa. En una de las estanterías ha encontrado un fragmento de la cera para lacrar que Dalton describe en sus textos. Es una barrita de apenas dos o tres de centímetros, gastada por el uso y en la que se aprecia la zona ennegrecida por el fuego con el que se calentaba la cera para reblandecerla y estamparla en los documentos oficiales. Es una de las barras que Dalton utilizó para sus envíos y en cuyo color se había fijado tantas veces. A nuestros ojos, la barrita es claramente roja, pero para él aquello era igual que una hoja de laurel. Durante las pruebas que hicimos con las gafas EnChroma, Diego y Manuel me recomendaron una aplicación para el teléfono móvil que tiene una curiosa utilidad: permite ver el mundo desde la perspectiva de una persona con visión «normal» y desde la perspectiva de un ciego al color. Se lo comento a Alice y hacemos la prueba con la barrita de lacre de Dalton. Selecciono los dos modos de visión en la aplicación, normal y deuteranope, y al colocar el teléfono obtengo una imagen. La barrita aparece a la izquierda tal y como la vemos Alice y yo a simple vista, y a la derecha tal y como la puede observar alguien con un problema en los receptores del verde. A un lado es roja y al otro es del color exacto de una hoja de laurel. A un lado lo que decían los demás que veían y al otro lo que veía él. Es como mirar por un instante a través de los ojos de Dalton. Y ya no puede estar más claro por qué las descripciones del color de los demás le parecían tan desconcertantes.
A pesar de todo lo dicho hasta ahora, para comprender que la percepción de los colores es una experiencia individual y subjetiva no hace falta ser daltónico. En 1885, mientras trabajaba en su laboratorio de Praga, el fisiólogo Ewald Hering advirtió que él y sus ayudantes, Wilhelm y Edgar, discrepaban respecto a los colores que tenían los paneles que usaban en los experimentos. Intrigado por el asunto, Hering hizo algunas pruebas y descubrió que, aunque los tres eran observadores entrenados y objetivos, cada uno de ellos apreciaba tonos muy diferentes en los paneles. «Un verde que a mí me parecía puro, para B resultaba definitivamente amarillento, y lo que a él le parecía un verde puro a mí me parecía azulado», escribió. Las diferencias se repetían entre los dos ayudantes, que también discrepaban en sus apreciaciones del color, lo que le llevó a Hering a concluir que la percepción del color no era uniforme y presentaba una gran variabilidad entre sujetos. De hecho, a partir de este y otros experimentos llegó a la conclusión de que Young y Helmholtz estaban equivocados en su teoría de la percepción del color, pues sus pruebas indicaban que no percibimos a partir de tres colores primarios (rojo, verde y azul), sino mediante un sistema de colores opuestos. Lo que veía Hering es algo que se puede comprobar de manera sencilla con un pequeño experimento. Cuando ponía a una persona a mirar un círculo rojo durante varios segundos, por ejemplo, al retirarlo se generaba una «postimagen» en la retina de color verde. Y viceversa. Cuando lo hacía con círculos amarillos la «postimagen» que aparecía era azul, y cuando lo hacía con círculos azules, la «postimagen» era amarilla. ¿Qué significaba esto? Para Hering estaba claro que el sistema visual no funcionaba solo a partir de tres conos con los tres colores primarios, sino agrupados en tres pares: rojo-verde, amarillo-azul y blanco-negro. Y la controversia sobre cómo funcionaba el sistema de percepción del color se puso un poco violenta, con el propio Hering insultando a Helmholtz y cuestionando sus capacidades. ¿Quién tenía razón? Cuando en el siglo XX se desentrañó el proceso fotoquímico en el interior del ojo se vio que los dos estaban en lo cierto a su manera. Efectivamente, existen tres tipos de fotorreceptores especializados en los tres colores primarios, como anticipaba Helmholtz, pero en la siguiente capa de células glanglionares se produce un complejo proceso de activación/ inhibición por colores antagónicos que explica la oposición de colores que veía Hering.
Por si el asunto no estaba lo suficientemente interesante, los estudios más recientes sobre la visión apuntan a que la percepción del color responde a muchas más variantes. Algunos equipos trabajan en investigar el curioso fenómeno por el cual nuestro estado emocional podría cambiar la manera en que apreciamos un tono, y desde luego la forma en que lo recordamos, mientras que en Reino Unido un grupo de investigadores ha encontrado pruebas de que la percepción del color cambia con las estaciones. En un estudio realizado con 67 voluntarios en la localidad de York, el equipo de Lauren Welbourne descubrió en verano de 2015 que las personas apreciamos de diferente manera el color amarillo a medida que transcurre el año, aunque aún desconocen cuáles son los mecanismos. Ya hemos visto, cuando hablábamos de la ausencia del término «azul» en las obras de Homero, que el factor cultural también puede afectar a nuestras definiciones del color. Psicólogos y antropólogos han reunido suficientes pruebas experimentales para mostrar que tener un nombre para denominar un color influye en la capacidad para distinguir ese color. Un determinado matiz de verde caqui es muy distinto de un verde oscuro, pero puede entrar para nosotros en la categoría indiferenciada de «verde», mientras que para algunos grupos humanos puede tener un nombre diferente y muy específico. Uno de los casos más conocidos es el de la tribu de los himba, en Namibia, que utilizan la palabra serandu para lo que nosotros llamamos rojo, naranja o rosa; o zoozu para designar nuestro azul oscuro, verde oscuro, púrpura, rojo oscuro y negro. La tribu de los pirahã, en el Amazonas, es el único grupo humano que no se han desarrollado palabras para denominar ningún color, sino que se refieren a las cosas por comparación y para designar que algo es rojo, explica el lingüista Daniel Everett, dirán que algo es «como la sangre». Aunque hay una discusión abierta sobre este «relativismo lingüístico», en general los científicos han llegado al consenso de que términos como marrón, rosa o naranja no emergen en una lengua hasta que no se han distinguido previamente entre el azul y verde. Y las palabras que designan colores suelen aparecer en orden desde el negro/blanco (oscuridad/luz), al rojo y verde o amarillo.
Además de emocional y cultural, Hering se dio cuenta de que nuestra percepción estaba influida también por nuestra memoria. «El color en el que más a menudo hemos visto un objeto externo», escribió, queda «fijado como una característica del recuerdo de la imagen». Para Hering, todos los objetos que ya conocemos por nuestra experiencia, los vemos «a través de las gafas de la memoria del color». En otras palabras, lo que vemos está condicionado por lo que sabemos y por lo que recordamos de ese objeto. Un tiempo después se descubrió que no solo la memoria tenía un efecto modulador, los propios receptores y las neuronas de la corteza cerebral realizan una serie de ajustes que dan lugar a lo que se conoce como «constancia del color». La idea es que nuestro cerebro no solo juzga los colores por lo que ya sabe, sino que determinadas células de la retina y la corteza (por eso el proceso se llama «retinex») hacen un reajuste y nos permiten reconocer un mismo color bajo iluminaciones completamente distintas. Esta reconstrucción subjetiva explica por qué una manzana nos puede parecer igual de verde bajo la luz de una lámpara que bajo la luz de mediodía, aunque si analizamos el espectro veremos que las longitudes de onda son bien distintas. De esta forma, memoria y constancia del color se combinan para dar un resultado.
En 1938 el psicólogo de la Gestalt Karl Duncker demostró que si recortaba una cartulina verde con la forma de una hoja, los sujetos la apreciaban como más verde que si la recortaba con la silueta de un burro, debido a que nuestro cerebro está habituado a asociar sus formas y colores. La profesora Anya Hurlbert, de la Universidad de Newcastle, ha realizado varios experimentos muy reveladores para mostrar estos efectos. En uno de ellos proyecta diferentes tonos de amarillo sobre un objeto tridimensional genérico, como una media esfera, y pide a los sujetos que identifiquen aquel amarillo que les recuerda a un plátano. A medida que los sujetos van viendo las proyecciones, descartan la mayoría porque no le encuentran parecido con el color de la fruta. Sin embargo, en cuanto Hurlbert sustituye la esfera por la forma de un plátano real y proyecta sobre ella los distintos tonos de amarillo, la mayoría son aceptados como pertenecientes a esa fruta, aunque haya muchas variaciones de tono entre ellos. En otra prueba diferente, cuando les pide a los voluntarios que señalen en una paleta de color aquel que encaja mejor con un plátano, los resultados son mucho mejores cuando tienen delante la forma real de la fruta. Lo que nos indican ambos experimentos es que la forma de los objetos, debido a nuestros recuerdos, influye en la manera de percibir la realidad.
Otro de los investigadores que atisbó estas intervenciones del cerebro en el proceso visual fue el psicólogo alemán de origen ruso Adhémar Gelb. En 1929 llevó a cabo un curioso experimento: en una habitación oscura colocó un foco de luz e iluminó con él una hoja de papel negro. Al ser el objeto de mayor luminosidad de la escena, nuestro ojo lo percibe como blanco, pero si introducía una hoja de papel blanco junto a la primera hoja negra, la percepción cambiaba y nuestro ojo empezaba a percibirlo como gris o negro. Gelb estaba adelantando algo que después sería objeto constante de estudio por los especialistas en percepción visual y que entra en juego en algunas de las ilusiones ópticas más conocidas. El cerebro hace una calibración, y un mismo color nos puede parecer completamente diferente en función del contexto. Es muy conocida la imagen diseñada por Edward H. Adelson en la que vemos un tablero de ajedrez con casillas grises y blancas y sobre el que se asienta un cilindro verde. En la ilusión aparecen dos casillas, A y B, que nuestro cerebro percibe completamente diferentes, pero son del mismo color. Solo que B está bajo la sombra del cilindro y nuestro cerebro hace un ajuste para mantener la constante de color y equilibrar el gradiente de luz. En este caso el cerebro parece reaccionar de manera inversa a como lo hace cuando existe «constancia del color». En lugar de tomar dos tonos distintos y verlos iguales, toma dos tonos iguales y los ve diferentes. Está tomando el contexto y la experiencia previa y los está calibrando con la señal que le llega del exterior para construir la visión.
Todo esto son ejemplos de que el cerebro nunca interpreta ninguna señal visual de forma aislada. La demostración más palpable de que el color es una construcción mental la vivieron millones de personas en febrero de 2015 cuando la imagen de un vestido que se percibía indistintamente como azul o amarillo se convirtió en viral en las redes sociales. Por un instante, media humanidad sentía que se había vuelto daltónica. ¿Qué estaba pasando allí? A diferencia de otras ilusiones de percepción del color, donde el cerebro hace una estimación en función del fondo o de los elementos que hay alrededor, aquí sucedía que uno podía verlo de una manera u otra en función de las horas del día. Mi amigo Luis Martínez Otero, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante, acertó desde el primer momento con la explicación que luego darían otros neurocientíficos. En una imagen tan ambigua en la que no se sabe qué pasa alrededor del vestido, el cerebro pone en marcha el contexto interno, es decir, interpreta si en ese momento la luz es de mañana o es de tarde, por ejemplo. Si eres una persona que trabaja en un sitio sin ventanas, o en ese momento llevas un rato en una zona cerrada, es posible que al ver el vestido apliques más el filtro de transición tarde-noche y restes los naranjas, por lo que verás el vestido azul. Pero al cabo de un rato esa persona puede salir a dar una vuelta y, al mirar de nuevo el vestido, verlo distinto: su cerebro está aplicando ahora el filtro matutino y restando la luz azul, por lo que verá el vestido blanco y dorado. En este caso te está condicionando tu experiencia previa a la hora de construir una imagen, lo que has vivido unos minutos antes de mirar el vestido. Lo mejor del asunto es que fue una demostración casi universal de que nuestro cerebro pondera, contrasta y decide qué color está viendo en función del fondo, la iluminación, los colores adyacentes e incluso su impresión subjetiva sobre la hora en que está tomada la foto. Y si nadie nos dice nada, ni se nos pasa por la cabeza que otros estén viendo la realidad de forma diferente.
Ahora que sabemos que la visión no es una mera cuestión física, sino que nuestro cerebro modela y transforma lo que percibe, resulta más sencillo entender por qué Leeuwenhoek denominaba «glóbulos» a unas células que en realidad son aplanadas y se dejaba llevar por sus expectativas. Este dilema que se producía al mirar por los nuevos instrumentos seguiría estando presente más adelante, y en el siglo XIX, la aparición de la fotografía y otras técnicas de observación llevarían a una situación parecida a la que ya habían vivido Galileo y sus contemporáneos. Se desató entonces una discusión entre científicos sobre qué era más fiel a la realidad, si las cuidadas ilustraciones en las que se representaba el objeto tras recoger sus características más destacables o las fotografías que captaban el instante. En su libro Objectivity, Lorraina Daston y Peter Galison relatan con detalle el caso de un físico no demasiado conocido, Arthur Worthington, quien hacia 1875 centró toda su atención y trabajo en analizar los patrones que producía una gota al rebotar sobre una superficie. Durante casi veinte años, el británico observó la caída de pequeñas gotas de leche provisto de uno de los mejores flashes de luz que existían en la época, capaz de emitir pulsos de luz con un intervalo de milésimas de segundo. A veces dejaba caer la gota sobre líquido y en otras ocasiones lo hacía sobre una superficie sólida. Un instante después de observarla con el ojo desnudo plasmaba lo que había visto sobre el papel tratando de capturar la esencia del fenómeno.
En sus decenas de dibujos Worthington refleja las formas perfectamente simétricas de las gotas al caer, con patrones de lo más variado, con forma de hongo, de anillo o de estrella de finas puntas separadas elegantemente en el aire. En ninguna faltaba la fascinante simetría que le tenía cautivado. Pero en la primavera de 1894, el físico consiguió por fin congelar el movimiento de aquellas gotas mediante la fotografía y observar el fenómeno a través de los fríos ojos de una cámara. Y lo que vio Worthington en aquellas primeras instantáneas supuso una verdadera conmoción. No había ni rastro de la simetría que él había apreciado durante dos décadas en sus meticulosas observaciones a la luz del flash. Las irregularidades eran constantes y casi ninguna gota de leche se parecía a la anterior en su manera de estallar. «La mente del observador», reconoció, «proyecta una salpicadura ideal —la autosalpicadura—, cuya perfección quizá sea imposible de alcanzar». Es más, al volver a observar y fotografiar el fenómeno a la vez, comprendió cómo su vista le engañaba, pues lo que en su percepción había sido otra gota perfecta y simétrica, aparecía después en la fotografía revelada como una pequeña muestra del caos. Como le había pasado a Robert Hooke al mirar por el microscopio las patas peludas de una mosca, Worthington había descubierto que el mundo real se alejaba mucho de la idealización que él había hecho y que estaba introduciendo un sesgo sistemático en sus observaciones. Pero no solo eso, sino que ahora reconocía que él había sido partícipe de aquel autoengaño, seleccionando solo aquellos dibujos en los que no se veían las imperfecciones y descartando los que no cuadraban con el ideal. «Tengo que confesar», escribió, «que volviendo a mirar mis dibujos originales encuentro ahora bocetos de muchas figuras asimétricas e irregulares, pero al recopilarlas ha sido inevitable rechazarlas». Worthington no había sido deshonesto en su comportamiento, simplemente estaba sufriendo en sus carnes las consecuencias de un choque en la forma de observar y comprender la realidad.
Las ilustraciones de Worthington tras observar las gotas de leche al microscopio.
Algo parecido ocurrió con los copos de nieve, cuya estructura ha fascinado a los seres humanos desde la Antigüedad. En el año 135 d. C. el chino Han Yin se extrañaba por el hecho de que las plantas y las flores tuvieran una simetría en cinco puntas pero los copos tuvieran una simetría de seis. Hacia 1611 Kepler también se interesó por el fenómeno, hasta el punto de escribir un pequeño libro sobre los copos de nieve como regalo a uno de sus mecenas. En él relata que paseaba por la ciudad de Praga cuando quedó fascinado por un poco de nieve en la solapa de su abrigo. La obra se titula Strena seu de nive sexangula («Sobre el copo de nieve hexagonal») y Kepler lo describe así:
Justo entonces, por una feliz casualidad, un poco del vapor en el aire se convirtió en nieve por la fuerza del frío y unos cuantos copos dispersos cayeron sobre mi abrigo, todos de seis puntas... ¡Por Hércules! Allí había algo más pequeño que una gota, pero dotado de forma.
Inspirado por la teoría de los sólidos platónicos, Kepler sospechaba que algunas formas geométricas, en concreto determinados poliedros, subyacían en la formación de la materia e incluso en la manera en que los planetas giraban alrededor del Sol. La nieve debía empaquetarse con una simetría de seis puntas por la forma en que se empaquetan las partículas que lo constituyen, aunque aún estaba muy lejos de conocer qué era el átomo y que la forma hexagonal se debe a la forma en que se estructuran las moléculas de H2O al formar el hielo. Aquella aparente simetría de los cristales de hielo se convirtió en objeto de todo tipo de tratados y se hicieron cientos de ilustraciones que reflejaban sus más bellas formas. Una de las primeras está ya en la Micrographia de Robert Hooke, quien muestra algunos esquemas con las formas de los copos hexagonales. A principios del siglo XIX, una de las aportaciones más populares fue la del físico y oculista John Nettis, que retrató decenas de copos de nieve preciosos y simétricos gracias a sus observaciones a través de un microscopio compuesto. Aunque admitía que había una infinidad de formas asimétricas, se limitó a poner un par de ejemplos con una nota a pie de página y a realzar solo los que eran bellos. ¿Cómo afectó la fotografía a aquellas observaciones? El primer contacto no fue problemático, más bien continuó la línea iniciada por Nettis. En 1885, un fotógrafo llamado Wilson Bentley convirtió su libro Snow Crystals («Cristales de nieve») en un superventas que siguió imprimiéndose hasta bien entrado el siglo XX. En la obra había más de 2.000 fotografías de copos de nieve, todos perfectos y simétricos y cada uno de ellos diferente de los demás. Pero aquí también llegó el conflicto. Por las mismas fechas, el meteorólogo alemán Gustav Hellman y el fotógrafo Richard Neuhauss comenzaron a fotografiar cristales de nieve y descubrieron que de simetría, nada de nada. «Uno se había acostumbrado tanto a la regularidad matemática en la construcción de los copos que es un poco decepcionante no encontrarla», escribieron. Neuhauss acusó incluso a Bentley de falsificar la realidad para hacerla más bonita. «En muchas imágenes», escribió, «Bentley no se limitó a “mejorar” los contornos; metió su cuchillo hasta el corazón de los cristales, de manera que surgieran figuras completamente arbitrarias».
«No tienes que ser científico para ver que los cristales de nieve no son simétricos», me confiesa el físico Kenneth G. Libbrecht, que lleva veinte años creando estos cristales en el Instituto Tecnológico de California. «Con que salgas, y veas la nieve, vale. Los copos no son simétricos en su mayoría. Chocan con otros cristales, el viento los rompe... Ocasionalmente consigues uno que es casi simétrico, y claro, siempre se elige ese para la foto, no coges el feo. Así que siempre fotografiamos ejemplos bonitos y no los otros.» En su caso, él intenta adentrarse en los secretos de la formación de cristales y consigue producir distintas formas alterando las condiciones de temperatura y humedad. Una de las formas de hacerlo es llenar una cámara con aire muy frío e introducir vapor de agua para que empiecen a formarse los copos. «Entonces tengo un montón de cristales que dan vueltas por el aire mientras van creciendo», asegura. Después selecciona los que más le gustan y trabaja con ellos de forma individual, hasta escoger los más espectaculares. «El proceso es prácticamente igual al que se produce en el interior de una nube, son vapores de agua condensándose en un cristal.»
Los famosos copos fotografiados por Wilson Bentley. Wikipedia.
En el verano de 2015 Libbrecht consiguió algo que durante años parecía impensable, dado el tópico de que no existen dos cristales de hielo iguales. El físico ha desarrollado un método para crear dos copos de nieve idénticos. A él le gusta llamarlos gemelos idénticos porque, como pasa con las personas, siempre hay un pequeño porcentaje de diferencias. La distancia justa para que los dos copos crezcan sin chocar y en las condiciones ambientales más parecidas posibles son dos milímetros. Un poco más cerca y ambos chocan, un poco más lejos y la temperatura y humedad ya no son iguales y los brazos de los cristales ya no crecen de la misma forma. En la Universidad de Utah, el físico Tim Garrett también trabaja con copos de nieve, pero en su caso ha desarrollado una técnica para fotografiarlos en tres dimensiones en su estado natural, mientras caen. Sus imágenes son otra prueba de que la simetría es un artefacto que introducimos con nuestras observaciones. «Los copos casi nunca están formados por un único y simple cristal», asegura. «Más bien experimentan una especie de “escarchamiento”, cuando millones de gotas de agua colisionan con el copo y se congelan en su superficie. O chocan y forman agregados.» La simetría y perfección de los copos de las ilustraciones del siglo XIX no era más que lo que los autores querían ver y lo que muchos tomaban, a veces, por realidad.
En la confluencia de las nuevas formas de mirar y adquirir conocimientos se produjeron muchos otros conflictos, como el que llevó al embriólogo Wilhelm His a lanzar un furibundo ataque contra su colega Ernst Haeckel hacia 1870. Le acusaba de estar manipulando sus ilustraciones de fetos y embriones de humanos y animales para que cuadraran con sus convicciones y teorías. «Crecí en el convencimiento de que entre todas las cualidades que debe tener un científico la fiabilidad y el respeto a la verdad de los hechos son las únicas indispensables.» Haeckel se defendió muy enfadado de estas acusaciones argumentando que aquellas ilustraciones no pretendían ser «exactas y completamente fieles», pues hasta entonces se hacía una especie de sublimación del objeto observado para representarlo con sus características más señaladas. Las ilustraciones del pasado, virtuosos dibujos con los rasgos más llamativos de cada planta o animal para su clasificación taxonómica, representaban una criatura ideal, un compendio de todos los detalles que debían figurar en el catálogo para su correcta identificación. Pero los nuevos medios de observación y registro, primero la cámara lúcida y después la fotografía, mostraban un espécimen real, alejado a veces del modelo que tan meticulosamente habían construido los naturalistas. Y en aquel camino el observador trataba a veces de hacer encajar lo que veía con lo que esperaba encontrar según las predicciones del modelo.
La apoteosis del conflicto entre lo observado y lo que se quiere observar la alcanzaron Santiago Ramón y Cajal y su colega italiano Camillo Golgi en 1906, cuando llevaron sus discrepancias hasta la mismísima ceremonia en la que les entregaban el premio Nobel de Medicina conjunto por «sus trabajos en la estructura del sistema nervioso». En dos conferencias alternas, en días consecutivos, ambos defendieron sus visiones diametralmente opuestas sobre el mismo asunto. Aunque el italiano había sido el creador de la técnica de tinción celular que Ramón y Cajal había utilizado y refinado, las conclusiones sobre lo que observaban eran muy diferentes. Golgi estaba convencido de que el sistema nervioso era una continuidad, una especie de malla o red que componía un todo, sin que las partes fueran especialmente relevantes. Por su parte, Ramón y Cajal había mejorado el sistema de tinción y había observado las neuronas individuales y el lugar en el que los axones se conectaban unos con otros. Se trataba de una guerra entre «reticularistas» y «neuronistas» de la que el científico español escribiría más adelante en sus memorias. A su juicio, Golgi estaba cometiendo «errores odiosos» y «omisiones deliberadas» con sus ilustraciones, y manipulaba sus dibujos para que encajaran con lo que él creía ver. El propio Golgi, que aseguraba hacer sus dibujos con las observaciones al microscopio, reconocía que lo que reflejaba era una versión «menos complicada que la naturaleza». Aunque probablemente actuaba de buena fe, el italiano estaba plasmando una realidad alterada, materializando lo que Ramón y Cajal calificó como una falsificación para adaptarse a sus «ideas caprichosas».
Varios tipos de estructuras nerviosas dibujadas por Santiago Ramón y Cajal en 1894. Wellcome Library, Londres.
Unas décadas antes del enfrentamiento entre estos dos eminentes neurocientíficos, el padre de la histología moderna y el inventor de las disecciones, el francés Xavier Bichat, ya había dicho que desconfiaba del microscopio porque «cuando se mira en la oscuridad, cada cual ve a su manera». Igual que había sucedido antes con el astrónomo Johannes Hevelius, autor de las cartas estelares más precisas de su época a pesar de negarse a volver a utilizar el telescopio, resulta paradójico que el naturalista que descubrió la importancia de los tejidos en el cuerpo humano evitara y prohibiera a sus estudiantes el uso de microscopios. Su defensa del vitalismo frente al materialismo explicaba en parte su posición: pensaba que los organismos vivos se diferenciaban de los objetos inanimados en una fuerza vital difícil de aprehender por muy «abajo» que se mirara. Su rechazo llegaba al punto de menospreciar los hallazgos realizados por Leeuwenhoek, Malpighi y otros naturalistas anteriores con el argumento de que se buscaban «unas primeras causas inaccesibles que no añaden nada a las nociones fisiológicas». En su Anatomía general, Bichat advertía a sus lectores:
Abandonemos todas esas cuestiones vagas en las que ni la inspección ni la experiencia pueden guiarnos. Empecemos a estudiar la anatomía donde comienzan los órganos hasta quedar al alcance de nuestros sentidos. El progreso riguroso de las ciencias de este siglo no encaja en absoluto con esas hipótesis que no han sido más que una ficción frívola de una anatomía y fisiología generales en el siglo pasado.
Bichat despreciaba los métodos de observación que llegaban más lejos por su concepción de la vida como algo más allá de la pura materia, una visión que recibiría un duro golpe en 1828, cuando Friedrich Wöhler sintetizó por primera vez un compuesto orgánico, la urea, a partir de compuestos inorgánicos, lo que demostraba que no había ninguna diferencia «trascendental» entre ambos tipos de sustancias. Algo parecido al vitalismo le ocurrió a la discusión sobre la fiabilidad de lo observado y los criterios para su reproducción, ya fuera a través de ilustraciones o fotografías: se agotó en sí misma con los nuevos descubrimientos. Discutir sobre si era mejor ver las cosas a través de un instrumento de amplificación, o si era preferible dibujarlo a través del filtro del ojo humano o fotografiarlo, perdió parte del sentido con la llegada del siglo XX y el descubrimiento de un hecho esencial: existían límites más allá del cual los instrumentos ópticos y la tecnología no podían llegar.
Uno de los primeros en describir este límite en el ámbito de la observación con telescopios fue el astrónomo inglés William Rutter Dawes, a quien llamaban «ojo de águila» por su agudeza visual. Hacia 1867 Dawes había realizado un montón de pruebas con telescopios y determinó que existía un punto a partir del cual estos no permitían distinguir una estrella doble, o dos puntos brillantes superpuestos, en función de su abertura. O lo que es lo mismo, que existía un límite de difracción de la luz. Para entender cómo influyen la distancia y el diámetro del instrumento en una observación, imagina que estás en mitad de la noche y ves un punto de luz en el horizonte. Alguna vez te habrá pasado que tomas ese punto de luz por una motocicleta y hasta que no está más cerca no te das cuenta de que lo que viene hacia ti es en realidad un coche, con dos focos de luz separados. Esto se debe básicamente a dos cosas: el tamaño del agujero por el que pasa la luz a tus ojos —la pupila— y el tamaño de la onda de luz que llega hasta ellos. Ojos más grandes o telescopios con más abertura son capaces de diferenciar mejor objetos pequeños en la distancia, cuando las ondas de uno —como sucede con los dos faros del coche— interfieren con las del otro.
Este límite tiene que ver con lo que conocemos hoy como «resolución óptica» y es el motivo por el cual a medida que disminuye la abertura de un telescopio resulta más difícil distinguir entre dos objetos lejanos separados. Las variantes de la fórmula para obtener la resolución angular incluyen la longitud de onda de la luz (λ) y el diámetro del instrumento de observación (d), pero el fenómeno es el mismo que había descrito Thomas Young con su famoso experimento de la rendija: la luz entra por el agujero del telescopio/microscopio (o nuestra pupila) y unas ondas interfieren con otras cancelándose o sumándose y provocando un patrón. Por efecto de esta difracción, por ejemplo, en los instrumentos de abertura circular los objetos observados más allá del límite generan un patrón en círculos concéntricos. Mirando las estrellas, en 1828 John Herschel ya había observado algo especial:
...la estrella se ve entonces (en circunstancias favorables con la atmósfera tranquila y temperatura uniforme) como un disco planetario perfectamente redondo y bien definido, rodeado de dos, tres o más anillos alternativos oscuros y brillantes que, examinados con atención, se ven ligeramente coloreados en los bordes. Se suceden unos a otros a intervalos casi equivalentes alrededor del disco central...
Un tiempo después sería el matemático y astrónomo británico George Biddell Airy quien describiría y bautizaría el fenómeno como discos de Airy, que son los patrones circulares que produce el punto más pequeño que una lente puede enfocar. Aun así, y aunque construyéramos una lente perfecta, los astrónomos se dieron cuenta de que era imposible eliminar toda distorsión, pues el aire de la atmósfera, y las capas a diferente temperatura, están actuando a su vez como una lente y provocando pequeñas perturbaciones. Es decir, hay que inventar nuevos sistemas para conseguir ver la realidad sin que el entorno o nuestros propios instrumentos la distorsionen.
En el ámbito de los microscopios fue el físico alemán Ernst Abbe quien en 1873 se dio cuenta de que con estos instrumentos nos enfrentamos a un límite de difracción en el que el tamaño de la luz visible desempeña un papel crucial. En otras palabras, tenemos difícil observar algo que es más pequeño que la propia onda de luz con la que queremos verlo. Durante casi un siglo, el llamado «límite de Abbe» supuso un problema para la microscopía, pues si se utilizaban otras longitudes de onda, como la ultravioleta, se dañaban las muestras vivas. Sería en la búsqueda de este tipo de soluciones técnicas, y en el empeño en comprender mejor la naturaleza de la luz, como un grupo de físicos desentrañaría los secretos de la materia y entendería cómo están hechos los átomos, qué sucede en su interior a escalas aún más diminutas y cómo se podían superar los límites que hasta entonces parecía tener la óptica convencional. De rebote, y como en un homenaje póstumo a Dalton, tratando de entender qué es la luz y qué es lo que vemos, averiguamos finalmente de qué estamos hechos.