ANNIKA

Siempre me habían gustado las campanas. Una vez, mamá me había llevado hasta lo alto de la torre y le había pedido al vigilante que me las enseñara. Toqué las enormes campanas de latón y me dejó tirar de la cuerda; yo era tan pequeña que no conseguí hacerlas sonar. Pero su sonido, el tañido alegre que se extendía por todas partes desde el palacio, era sinónimo de celebración. Sonaban cuando nacía un niño en la familia real, para celebrar una gran victoria y —el único motivo por el que las había oído sonar yo— con ocasión de las fiestas.

Hoy sonaban para celebrar el Día de la Fundación. Cualquiera que tuviera vistas del palacio miraría para vernos en el balcón. Nosotros teníamos que saludar a la multitud —habría quien lo considerara una tarea frívola, pero era una de las pocas oportunidades que tenía de demostrar a la gente de Kadier que estaba ahí y que me importaban—. Cruzaba miradas con mucha gente, recibía besos que me lanzaban y sonreía con la esperanza de que nunca llegaran a sospechar que no estaba encantada con el lugar que ocupaba.

El viento me alborotó el cabello, y lo recogí con una mano y me lo pasé por encima del hombro, girándome hacia Escalus. Estaba de lo más elegante con su uniforme, engalanado con medallas en el lado izquierdo de la pechera.

Oí que la enésima dama le vitoreaba, y al ver cómo se ruborizaba me reí.

—Tendrás que acostumbrarte —le dije—. El matrimonio es lo único que te salvará de tanta devoción. Aunque quizá dejaran de intentarlo si no te pararas constantemente a recoger los pañuelos que tiran al suelo.

—¿Cómo iba a hacer algo así? —preguntó él, girándose hacia mí, incrédulo—. ¡Una dama necesita su pañuelo!

Volví a reírme al tiempo que sonaban las campanas. Papá, que estaba al otro lado de Escalus, se inclinó hacia delante para mirarme. Por el brillo de sus ojos vi que era él. Esta mañana sí era él.

—Hoy me recuerdas muchísimo a ella —me dijo—, con el cabello así, sobre el hombro, y esa risa tan dulce.

Al oír aquellas palabras de boca de mi padre casi tuve ganas de llorar.

—¿De verdad?

Cuando estaba así, cuando se disipaba por un momento la rabia que le dominaba desde la desaparición de mi madre, mi mundo cambiaba por completo. Sentía esperanza. Veía al hombre que tan orgulloso de mí solía mostrarse, que tanto me elogiaba. Me pregunté si sería capaz de disculparse por las palabras pronunciadas, por las cosas hechas. Casi tenía la tentación de preguntar…, pero podía equivocarme de plano, y en cualquier momento él podía volver a desaparecer.

«Igual que ella.»

La gente hacía ese comentario casi a diario, y era algo que a veces me daba paz.

Yo tenía la nariz puntiaguda y el cabello castaño claro de mi madre, y había un retrato de ella en el pasillo de atrás que me recordaba que también tenía sus ojos. Pero me preguntaba si no habría algo más.

Pensé en la postura que adoptaba a veces Escalus, apoyando el peso del cuerpo en la pierna izquierda, y en que mi padre también lo hacía. O en cómo tosían los dos… Yo era incapaz de distinguir quién de los dos lo hacía a menos que estuviera mirando. ¿Tendría yo también algo de eso? ¿Detalles que había olvidado en los años que habían pasado desde su desaparición?

—Hola, pequeña —me dijo Nickolas, situándose con nosotros en el balcón.

Me pregunté si alguna vez mi madre habría tenido que hacer tantos esfuerzos para sonreír, si ese era otro de los rasgos que compartíamos.

—Hola.

—¿Vas a ir a la caza ceremonial del zorro? —me preguntó, mientras saludaba con la mano a la multitud.

Odiaba tener que perderme la ocasión. Últimamente, padre no solía dejarme salir del recinto del palacio. Pero aunque me habría apetecido, no tenía ganas de ir con él.

—Como te dije anoche, estoy algo indispuesta. Me encantaría salir a cabalgar, pero será mejor que esta tarde me quede en palacio —dije para excusarme—. Aunque sé que eres un jinete excelente, así que estoy segura de que se te dará muy bien.

—Supongo —respondió—. A menos que prefieras que me quede contigo.

—No, no hace falta —dije, esforzándome por mantener un tono de voz pausado y tranquilo—. Al fin y al cabo me pasaré la tarde durmiendo.

Volví a fijar la vista en la multitud y seguí saludando y sonriendo.

—He estado pensando… —dijo, saludando él también— que no quiero un compromiso prolongado. ¿Tú crees que podríamos fijar la boda para dentro de un mes?

—¿Un mes?

Tuve una extraña sensación, como si… una mano me rodeara el cuello, ahogándome.

—Tendría…, tendría que preguntar a su majestad. Es la primera vez que planeo una boda —dije, intentando disimular el miedo con una broma.

—Es comprensible. Pero sería mejor no perder tiempo.

Intenté pensar en una excusa para esperar…, pero no me vino ninguna a la mente.

—Como desees —dije por fin.

Las campanas dejaron de sonar, y nos despedimos de la multitud para volver a entrar en palacio. Aún había que celebrar la caza del zorro y el baile con cintas que hacían las niñas en la plaza. Si me quedaba en el balcón, podría verlo desde lejos. Después se organizaría una búsqueda del tesoro, en la que los niños debían buscar piedras pintadas ocultas por todo el palacio, y el día acabaría con una gran cena de gala. Desde luego, el Día de la Fundación era mi fiesta preferida.

Nos pusimos en marcha y vi que sonreía.

—Me alegra verte tan entregada a la fiesta. Esperaba tener ocasión de hablar algo contigo. —Me hizo parar y me cogió de ambas manos; fue un gesto tan tierno que por un momento me pregunté por qué tanto miedo.

Al fin y al cabo, ese era Nickolas. Lo conocía —de lejos— de toda la vida. Quizá no fuera lo que yo deseaba, pero tampoco era alguien de quien esconderse.

—Ya tienes dieciocho años. Eres toda una dama, y además princesa. Cuando se anuncie el compromiso, espero que lleves el cabello recogido.

Se me cayó el alma a los pies. Apenas diez minutos antes, mi padre había elogiado mi melena.

—Yo… Mi madre siempre llevó el cabello suelto. Yo lo prefiero así.

—En privado está muy bien. Pero ya no eres una niña, Annika. Una dama debería llevar el cabello recogido.

Tragué saliva. Estaba acercándose peligrosamente a una frontera infranqueable.

—Mi madre era una dama de una distinción inconmensurable.

Él ladeó la cabeza, hablando en un tono tan mesurado y tranquilo que parecía sorprendente que pudiera resultar al mismo tiempo tan irritante.

—No pretendo iniciar una pelea, Annika. Simplemente creo que deberías hacer gala de madurez, de corrección. Entiendo que no todas las mujeres adultas se recogen el pelo, pero la mayoría sí lo hacen. Si vas de mi brazo, espero que des una buena imagen.

Me solté de una de sus manos para pasarme la mano por la melena, que me llegaba hasta la mitad de la espalda. Era del mismo color que el de mi madre, y tenía los mismos rizos. Lo llevaba perfectamente limpio y peinado; llevarlo suelto no era nada de lo que avergonzarse.

Estaba dispuesta a luchar —no sería la primera vez—, pero no era el momento ni el lugar.

—¿Es todo? —pregunté.

—De momento sí. Voy a cambiarme para la caza del zorro. —Me levantó la mano y me la besó antes de alejarse.

Papá me miró desde el otro lado del pasillo y me sonrió. Y era una sonrisa de corazón.

Yo no quería que me viera triste. No en un día tan importante. Tenía que salir de ahí. Me escondí en una salita mientras todos se preparaban para la caza, y, cuando el palacio volvió a estar en silencio, me encaminé al único lugar donde podía esconderme.

Entré en la biblioteca, confundida, y tardé un segundo en darme cuenta del motivo de mi confusión: estaba oscuro. Rhett se había olvidado de correr la mayoría de las cortinas y el lugar estaba envuelto en sombras.

Reinaba una calma misteriosa, pero no estaba sola. Rhett estaba allí, cerca de la puerta de entrada, sentado en una butaca de terciopelo, jugando con una cerradura. Levantó la vista al oírme entrar, pero no me mostró su habitual sonrisa.

—¿Ese es el nuevo candado? —pregunté, sentándome frente a él.

Asintió y me lo entregó. Pesaba más de lo que parecía. Me saqué una horquilla del cabello, de ese cabello que tan ofensivo parecía de pronto, y me puse manos a la obra.

—¿De dónde lo has sacado? Parece muy viejo —comenté, usando la horquilla para examinar el interior de la cerradura.

—Estaba en un cubo, en la cocina. Alguien debe de haberlo visto ahí, y nadie sabe dónde ha ido a parar la llave.

No parecía muy animado, y era algo raro en él. Rhett había aprendido a abrir cerraduras y a birlar carteras en las atestadas ciudades de la periferia del país antes de llegar a palacio en busca de un trabajo honesto.

A mi madre, como ya he dicho, se le daba muy bien perdonar.

Rhett había trabajado duro en los establos, pero tenía muchas ganas de aprender. Cuando la anciana directora de la biblioteca falleció, le sugerí a mi madre que un joven con el cerebro y la energía de Rhett sería el mejor candidato para hacerse cargo de ella, y curiosamente le pareció bien. Rhett tenía un talento natural. No solo para la biblioteca, sino para cualquier tarea que emprendiera. Me ayudó con la lucha de espadas, aunque no se consideraba algo demasiado apropiado para mí, y encontró tiempo para enseñarme a abrir cerraduras y birlar carteras. Pese a que yo nunca alcancé el nivel de destreza que tenía él, me divertía igualmente.

—¿Pasa algo? —le pregunté, distraídamente, justo en el momento en que mi horquilla había dado con un punto que parecía que iba a ceder.

—He oído un rumor.

—Rumores —repetí—. Mmm. Nunca sé si son actos de mala fe o si quienes los lanzan pretenden divertir. Supongo que depende del tema. ¿Abajo se dicen cosas tan malintencionadas como arriba?

—Bueno… —dijo Rhett, jugueteando nerviosamente con una pajita que tenía entre los dedos—. De hecho, es un rumor de arriba.

—¿Oh? —respondí yo, y dejé lo que estaba haciendo de golpe. Me lo soltó sin rodeos:

—¿De verdad te has prometido con Nickolas? ¿Por qué no me lo has dicho?

Había algo en el tono de sus palabras, en el modo en que se le habían oscurecido los ojos al decirlo, que dejaba claro que estaba molesto al haber tenido que enterarse por boca de otros. No me esperaba que se lo hubiera tomado tan mal.

—Pues sí. Fue anoche. No es que intentara ocultártelo. Es que de momento no tengo muchas ganas de contárselo a nadie.

—¿Así que es cierto? ¿De verdad vas a casarte con él? —preguntó, con énfasis en la voz; evidentemente, aquello no le era indiferente.

—Sí.

—¿Por qué?

Levanté los brazos, exasperada.

—Pues porque tengo que hacerlo, obviamente —respondí, y volví a hurgar la cerradura, solo que mucho más torpemente, por culpa de los nervios.

—Oh —dijo él, suavizando la voz—. ¿Así que no… estás enamorada de él?

Levanté la vista y le miré con frialdad.

—No, no le quiero. Pero como quiero lo mejor para Kadier, me casaré con Nickolas igualmente. Aunque sienta que es como si alguien hubiera construido una jaula en torno a mi pecho, impidiéndome llenar los pulmones. Quizás…, quizás haya leído demasiados libros. —Me encogí de hombros—. Pero yo esperaba encontrar un amor apasionado, una sensación de libertad en los confines de mi vida… Y eso no va a ocurrir. Nickolas no es mi alma gemela, ni es mi gran amor. Es la persona predestinada para mí, nada más. Simplemente intento llevarlo de la mejor manera posible.

—¿Al menos te gusta?

Suspiré.

—Rhett, aunque sea entre tú y yo, no tengo muy claro que estas preguntas sean apropiadas.

Me cogió la mano en la que aún tenía la cerradura, envolviéndome los dedos con los suyos. Notaba los callos que se había hecho años atrás, las cicatrices de las heridas curadas.

—¿No se trata precisamente de eso? Conmigo siempre puedes hablar, Annika. De verdad.

Miré en el interior de aquellos ojos marrones que rebosaban ternura. No me quedaba mucha gente con la que pudiera sincerarme. Escalus sabía más que nadie de mi vida, y Noemi prácticamente también. Madre ya no estaba ahí, y en mi padre ya no podía confiar, no podía contarle nada realmente importante. Pero Rhett… tenía razón. Siempre me había sincerado con él.

—¿Y qué quieres que te diga? Tengo un cargo específico asignado por nacimiento. Y va asociado a una serie de responsabilidades. Intento aceptarlo con cierta elegancia. ¿Estoy enamorada? No. Pero muchas parejas se casan sin estar enamorados. Ahora mismo, solo espero respeto.

—Muy bien. ¿Y tú lo respetas a él?

Tragué saliva. Había puesto el dedo en la llaga.

—Annika, no puedes hacerlo.

Me reí, con una risa cansada, para nada divertida.

—Te aseguro que lo hemos probado todo. Si un príncipe y una princesa no han podido impedir esto, no creo que un bibliotecario lo consiga.

Había sido un golpe bajo, algo que no le habría dicho nunca de no ser por lo dolida que estaba.

—Lo siento —añadí casi inmediatamente—. Si quieres ayudarme, apóyame. Ahora mismo necesito a todos los amigos con los que pueda contar. Necesito a alguien que me recuerde que debo buscar lo positivo en todas las situaciones.

Se quedó mirando el suelo un rato.

—Desde luego, su postura corporal es… notable. Si alguna vez necesitas una vara para medir algo, no encontrarás una mejor.

Me reí a carcajadas, lo cual provocó también las risas de Rhett, y él a su vez me hizo reír aún más.

—¿Lo ves? —dije—. Ya me siento mejor que cuando he llegado.

—Siempre podrás contar conmigo, Annika.

Le miré a los ojos, esos ojos marrones tan sinceros. Al menos siempre podría acudir a él.

Y entonces, sin aviso previo, me cogió la cara con ambas manos y me plantó un beso en los labios.

Yo di un respingo, y la cerradura se me cayó de las manos a la alfombra.

—¡¿Qué estás haciendo?!

—Tienes que saber lo que siento, Annika. Y sé que tú sientes lo mismo.

—¡Tú no sabes nada! —dije, limpiándome la boca con la manga, aún perpleja—. Si hubiera entrado alguien, ¿sabes lo que habría pasado? ¡Y habría sido diez veces peor para ti que para mí!

Se puso en pie y me cogió de nuevo de las manos.

—Pues entonces no les des esa oportunidad, Annika.

—¿Qué?

—Huye conmigo.

Dejé caer los hombros, agotada.

—Rhett…

—Acabas de decir que querrías un amor que desafiara a la razón. Si mi amor no desafía a la razón, no sé qué otro amor podría hacerlo.

Meneé la cabeza, confusa. ¿Me había equivocado al interpretar su afecto todo este tiempo?

—No puedo.

—Sí que puedes —insistió—. Piensa en ello. Podrías ir a tu habitación y empaquetar todas las joyas que posees. Y yo podría sacar dinero de los bolsillos de todo el que encontráramos de aquí a la frontera. Una vez fuera de Kadier, nadie te conocerá. Podríamos construirnos una casa. Yo podría encontrar un trabajo. Podríamos, simplemente, ser nosotros mismos.

—Rhett, deja de decir tonterías.

—¡No son tonterías! Piensa en ello, Annika. Podríamos ser libres.

Me planteé su propuesta por un momento. Podríamos llevarnos los caballos que quisiéramos y, con la fiesta en curso, si nos fuéramos en ese momento, no se darían cuenta de nuestra desaparición hasta la mañana siguiente. Y tenía razón en que nadie me reconocería. Me había pasado los últimos tres años en la capital, y apenas había salido del recinto del palacio. A menos que cabalgara bajo un estandarte, la gente no tendría ni idea de que por mis venas corre sangre real.

Si realmente lo quisiera, podría desaparecer.

—Rhett…

—No tienes que decidirlo ahora. Piénsalo. Solo tienes que decir una palabra, Annika, y yo te llevaré lejos de aquí. Y te amaré toda mi vida.