Dejé el mechón del cabello de Annika sobre mi escritorio y observé cómo se enroscaba solo. Iba a tener que matarla, ¿no? Intenté recordar algún momento en que me hubieran enseñado a mostrar piedad. No lo conseguí.
Quizá con Annika fuera un caso diferente. La última vez que tuvimos a alguien con sangre real en el castillo yo fui el único que tuvo valor para matarla. Si ahora me negaba, ¿quién se ocuparía de Annika?
Thistle soltó un gemido desde la ventana.
—¿Entras o sales? —le pregunté.
Ella bajó y aterrizó en mi cama. Se estiró, con la cabeza sobre las patitas. No tenía muy claro que los zorros pudieran mostrar preocupación, pero sus ojos me decían que estaba preocupada por mí.
—No te preocupes —dije, para tranquilizarla.
Crucé la habitación y me agaché a acariciarle la cabeza. Al hacerlo, me miré las manos. ¿De verdad iba a usar las mismas manos con las que acariciaba a Thistle, con las que apuntaba a las estrellas en los mapas celestes, con las que pretendía construir un ejército…, para rodear el cuello de Annika y acabar con ella?
Me agaché a recoger la ramita que tenía preparada y no pude evitar una mueca de dolor al hacerlo; luego me puse la capa sobre los hombros y salí al exterior.
El viento arreciaba de nuevo, agitando mi capa de camino al cementerio. Cogí la ramita, aún verde y con hojas, y la puse sobre el resto de las que cubrían la tumba de su madre.
—Otro tributo —dije, colocándola con cuidado—. La he conocido. He conocido al objeto de tu oración póstuma —le dije—. Está enfadada. No quiere que se le note, pero lo está. Me pregunto de dónde habrá sacado eso. De ti no, desde luego.
Miré de nuevo en dirección al castillo. Desde allí se veían las mugrientas ventanas de la parte trasera, donde vivían los nuevos reclutas. Siempre se decía que un día construiríamos alojamientos dignos. Yo aún no los había visto.
Tragué saliva.
—Me temo que voy a tener que matarla. No quiero, pero… es demasiado… observadora. Ya sabe demasiado.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, los ojos se me llenaron de lágrimas. Estaba tan cansado… Cansado y furioso y listo para algo nuevo. Pero ahí estaba yo, atado a aquel lugar olvidado de la mano de Dios, en ese castillo moribundo, ante la tumba de una mujer que había llegado a quererme mucho, demasiado, en los pocos minutos que me había conocido. Y de pronto la odié por ello.
—No entiendo por qué sigo viniendo aquí. ¡Estás muerta! No pudiste salvarte, y desde luego no puedes salvarme a mí. Nunca entenderé la bondad de tus ojos, ni por qué tengo la sensación de que me pasaré el resto de mi vida pidiéndote perdón. ¡Tu marido mató a mi padre! Y ese es el motivo de que mi madre esté en brazos de ese cerdo. Una vida por una vida.
Me giré y solté un grito que atravesó la noche.
—¿Por qué tuviste que ser tan buena conmigo? —grité—. ¿Por qué me hiciste eso?
Me quedé mirando su lápida, sabiendo que su recuerdo me perseguiría siempre. Cuando pensaba en toda la gente que había matado, a la única persona a la que recordaba era a ella. No pidió clemencia. No me escupió a la cara. Aceptó el desenlace, me aceptó a mí, y se encaminó a la muerte como si llevara años esperando encontrarse cara a cara con ella.
—A veces yo también me siento así —confesé—. A veces creo que cualquier cosa sería mejor que esto. Pero tengo la sensación de que, si en el otro lado los mundos están divididos, cuando llegue yo no estaremos los dos en el mismo sitio.
Una lágrima me surcó la mejilla, era la última que me iba a permitir derramar. Miré la lápida: aún recordaba su imagen, y ahora que había conocido a su hija la imagen era aún más vívida. Las recordaría a las dos por siempre.
Yo nunca huía, jamás apartaba la mirada, nunca buscaba excusas. Y así era como había sobrevivido. Así que tendría que seguir haciéndolo. Tenía que sacarle algo a Annika para poder presentárselo a Kawan. Tendría que ser implacable. Me negaba a fracasar. Me había quedado arrinconado en el lugar que había escogido yo mismo, y ahora iba a tener que buscar una salida.
Entré en el castillo como una exhalación, sin que me saliera nadie al paso. Llegué hasta las mazmorras, cogí la llave de la pared contraria y la metí en la cerradura. A través de los barrotes de la puerta vi que estaba hecha un ovillo en su catre, con la espalda contra la pared y las rodillas recogidas contra la barbilla. Al verme levantó la vista, y yo intenté leerle la mirada. Vi tristeza, pero también un gesto desafiante que no prometía nada bueno.
—¿Te lo has pensado? —le pregunté, cerrando la puerta tras de mí.
—No tengo ningunas ganas de hablar, y mucho menos contigo. Asesino.
La palabra me dolió tanto como la herida que me había abierto en el pecho cuando estábamos en el bosque.
—Yo prefiero considerarme ejecutor. Además, desde ese día no ha habido ninguna otra agresión entre nuestros pueblos. A eso le llamaría progreso.
—Eso lo dice el hombre que nos ha secuestrado a mí y a mis guardias —comentó, poniendo los ojos en blanco.
Estuve a punto de echarme a reír. Tenía toda la razón.
—Escucha, alteza, necesito…
—Deja de llamarme así —dijo, girándose para mirarme de frente—. Y ahórrate ese tono desdeñoso. Mi posición es producto de mi nacimiento, y no es algo que yo pueda controlar. Y desde luego no me merezco que me juzgues por ello.
—Pues tú me juzgas a mí por mi nacimiento, ¿no es así? Para tu pueblo el mío no es más que basura, tan insignificantes que no merecíamos conservar lo que era nuestro, y ahora…
Levantó una mano delicada, sin que los grilletes que aún le colgaban de las muñecas le supusieran ningún estorbo.
—Muy bien; la visita guiada por tu castillo ha sido muy limitada, pero dime: ¿tenéis una biblioteca en esta chabola?
—No —dije yo, cruzándome de brazos.
—Me lo imaginaba. ¿Y cómo puedes estar tan seguro de que tenéis algún derecho a reclamar mi reino?
—Nuestra historia es oral, se ha transmitido de generación en generación. Lo sabe hasta el último súbdito de mi reino.
Ella meneó la cabeza, suspirando.
—Yo no había nacido cuando se fundó Kadier, y tú tampoco. Tú dices que su historia es una, y yo digo que es otra. Yo diría que sé la verdad, dado que soy yo la que vive allí. No es desconsideración, no es una opinión. Y lo que sí sé es que eres la persona que me quitó a mi madre. Y no quiero tener nada que ver contigo —dijo, con tanta desenvoltura como dureza.
—Muy bien, pues, Annika. Entonces, si tan lista eres, estoy seguro de que en algún lugar de esa cabecita tuya custodias la información que necesito. Y yo sé cosas que sé que querrías saber. Probablemente lo desees más aún que la posibilidad de volver a casa. Si cooperas, puede ser que consigas ambas cosas.
Ella ladeó la cabeza.
—No vas a devolverme a mi casa, así que no finjas que lo vas a hacer.
Su tono era sereno. Parecía resignada ante la posibilidad de morir, pero le dije la verdad igualmente:
—Si puedo, te llevaré a Dahrain yo mismo.
—¿Antes o después de invadirlo?
Apreté los puños y cogí aire.
—Como mínimo te convendría evitar ponerte tan difícil.
—A ti te convendría dejar de matar a gente.
Me puse en pie y le di una patada al taburete, que salió rodando, dejando tras de sí una enorme estela de silencio.
—Lo siento —susurró.
Me giré a mirarla, sorprendido.
—Estoy cansada —confesó, mirándose las manos y moviendo los dedos—. En un mismo día se me han llevado de casa y he sido testigo de la muerte de cuatro de nuestros mejores guardias. No tengo ni idea de qué ha sido de mi prometido, y en cinco minutos me has dicho más cosas de mi madre de las que nadie me ha contado en los últimos tres años. Es sobrecogedor para alguien de mi condición y de mi sexo. Necesito dormir. Si me dejas dormir, hablaré.
Prometido. Vaya. Quizá también tendría que haberlo apresado a él.
Mi plan era agotarla. Volverla tan loca que no pudiera hacer otra cosa más que hablar. Y de momento lo único que estaba consiguiendo era que me atacara y me dejara como un tonto.
—Volveré al amanecer. Pero tú prepárate. Si no me das algo, pedirán tu cabeza.
Parpadeó al tiempo que seguía moviendo los dedos nerviosamente.
—Lo entiendo.
Me dispuse a marcharme, pero entonces, sin poder evitarlo, me giré una última vez.
—¿Tienes una constelación favorita?
Ella me miró, sorprendida, como era lógico. Luego hizo una mueca, como si aquello fuera una confesión, algo que no debía decirme.
—Casiopea.
Resoplé con un gesto burlón.
—Está colgada cabeza abajo. Para siempre. ¿Por qué ella?
Jugueteó con el anillo que llevaba en el dedo —un anillo de compromiso, supuse— antes de responder.
—Hay modos peores de vivir —dijo. Y luego, como si no estuviera muy segura de que hiciera bien preguntándolo, me lanzó una mirada fugaz y añadió—: ¿Cuál es la tuya?
—Orión.
—Eso es tan…, todo el mundo dice Orión.
—Exacto. El guardián del firmamento. Todo el mundo conoce Orión.
Ella me miró, y de pronto suavizó el gesto:
—Un buen modelo para ti, supongo.
Asentí.
—Supongo.
—Sabes que Orión no fue ningún santo, ¿no? —comentó—. Deberías apuntar más alto. A algo mejor.
Sentí el pulso en los oídos como si fuera un ruido ensordecedor y tuve que ponerme mi armadura para no dejar que aquello me afectara. Sus palabras se acercaban peligrosamente a las de su madre, y no podía volver a oírlas. Tragué saliva.
—Volveré al amanecer.
—Al amanecer.
Tiré de la puerta y eché la llave. Y con ello eché la llave a mi fatigado corazón.