ANNIKA

Tenía el presentimiento de que mencionar mi feminidad y mi vida entre algodones provocaría en Lennox cierta confusión. A veces hasta la gente más impredecible es, en el fondo, predecible.

Esperé a estar segura de que se había alejado lo suficiente y volví a sacarme la horquilla del pelo. Pensé en Rhett, sentado más cerca de lo que debía, en la atención que dedicaba a su trabajo. Pensé en él intentando hacerme reír.

Clic.

Un grillete suelto. Faltaba el otro.

Cambié de mano. Con la mano izquierda no me desenvolvía tan bien, y me dolía al forzarla, pero aun así no podía parar.

Esta vez pensé en Escalus. Pensé en él, bordando con aguja e hilo, concentrado y en silencio. Pensé en él, actuando exactamente igual con una espada. Pensé que, si estuviera aquí, estaríamos absolutamente concentrados en salvarnos el uno al otro. Daba la impresión de que nos pasábamos la vida haciéndolo.

Clic.

Ya me había quitado los grilletes.

Me subí al catre y presioné la barra. Conseguí ganar unos tres centímetros ladeándola levemente. Quizá bastara. Pero desde luego con ese vestido no iba a conseguirlo. Demasiado voluminoso. Empecé a quitarme horquillas y a desatar cintas, quitándole las capas externas al vestido y lanzando a un lado mi casaca de montar. Una vez en corsé y camisola pensé que quizás así tuviera alguna posibilidad. Me miré de arriba abajo, preguntándome si habría algo más que entorpeciera mi huida.

Sí que lo había.

Me quité el anillo de compromiso y lo dejé sobre el montón de ropa. Me subí al ventanuco, girando la cabeza de lado para que cupiera por la abertura. Ladeé el cuerpo, pasé los brazos y los hombros y presioné desde el otro lado del muro. El corte del brazo me dolió con el esfuerzo, pero mantuve la boca cerrada y seguí adelante. Era difícil de creer que allí fuera hiciera tanto viento, dado que en la celda no se notaba, pero así era. Ojalá hubiera podido sacar también mi vestido, pero no valía la pena arriesgarse a volver. Tenía que poner toda la distancia posible entre Lennox y yo.

Volví a presionar. Tenía las caderas atascadas. Eso también me iba a doler. Empujé repetidamente, ganando un milímetro cada vez.

—Puedo hacerlo —me dije otra vez.

Me hacía daño. Estaba segura de que el brazo estaría sangrando. El corsé se me estaba rompiendo por el roce con la piedra, y sentía cómo se me clavaba en la pelvis. Notaba la presión sobre mis viejas heridas y, aunque no se abrieran, era como si me estuvieran cortando la piel.

No me importaba el dolor. Iba a escapar. No me iban a tener atrapada; no me iban a matar como a mi madre.

Él había dicho que estaba enterrada allí. Si la buscaba, quizá pudiera encontrarla. Lennox tenía razón: había cosas que deseaba más que huir. Quería saberlo todo. Quería saber todo lo que le había hecho y por qué daba la impresión de que lo recordaba tan bien. Quería saber qué aspecto tenía, y quería ir a llorar sobre su lápida.

Pero pensé en Escalus. Lo más importante era llegar a casa y advertirles a él y a mi padre de que se avecinaba una guerra.

Cuando conseguí pasar los muslos por el ventanuco, las piernas salieron con facilidad, y caí al suelo torpemente. Estaba tan dolorida que me resultaba más fácil gatear que caminar.

Aun así me puse en pie. Tenía que ponerme en marcha. Tenía como mucho hasta el amanecer antes de que se dieran cuenta de que me había ido. Si pudiera conseguir un caballo, sería mucho más fácil, pero no podía contar con ello. Tenía que evitar que me vieran y seguir adelante.

Mi camisola era blanca. Mi corsé era blanco. Llamaba la atención como una antorcha encendida en plena noche. Hundí las manos en un fango congelado y me lo extendí sobre la ropa y sobre la piel, intentando fundirme con las sombras. El frío ya empezaba a penetrar en mi cuerpo y me llegaba hasta los huesos.

«Muévete, Annika. Muévete, y te calentarás.»

No vi ningún guardia, ningún soldado de ronda. ¿Por qué iban a molestarse? Nadie sabía que estaban ahí. Ellos eran los depredadores, no las presas.

Mantuve el cuerpo tan pegado al suelo como pude, girándome a mirar atrás tantas veces que perdí la cuenta. Cuando vi que el castillo se había convertido en una mancha pequeña, aceleré el paso. Vi la espesura de los árboles a lo lejos.

Me abrí paso por entre los árboles, sabiendo que al otro lado había un claro. Pero me dio la impresión de que tardaba demasiado en llegar a ella: tropecé con las raíces y me golpeé contra los árboles más de una vez. Sin embargo, al final vi el prado. A lo lejos me esperaba aquel bosque traicionero, pero si Lennox había podido llegar a Kadier, yo también. Levanté la vista, buscando la Estrella Polar, escrutando el cielo en busca de referencias. Me orienté y eché a correr. Corrí hasta que me dolieron las piernas. Corrí tanto que tuve la impresión de que los pulmones iban a explotarme. Corrí hasta que mi cuerpo no fue más que un haz de músculos en tensión y nervios doloridos.

Corrí, corrí y seguí corriendo. Me iba la vida en ello.