Reconocí el olor casi inmediatamente, aunque no veía rostro alguno.
—Estás lejos de casa —dije.
—Tú también —respondió ella. Y era cierto—. Pero estoy lista para marcharme.
Sin decir una palabra, entrecruzó sus dedos con los míos. Hasta donde me alcanzaba la vista, solo veía hierba alta y flores. Me quedé mirándole la cabeza por detrás, siguiendo con la mirada el camino que me marcaba su larga melena castaño claro.
Observé que me resultaba fácil seguirle el paso. Era agradable agarrarle la mano, su piel suave, propia de quien había llevado una vida fácil. Y su voz sonaba dulce, animándome a seguir adelante, diciendo:
—Solo un poquito más.
Caminé hasta que los campos dieron paso a una cuesta. Pronto, muy pronto, lo vería. Por fin vería mi hogar. Pero entonces, de golpe, Thistle me despertó lamiéndome la cara. Cogí aire, sobresaltado, confuso y decepcionado.
Thistle soltó un gañido, inquieta. Estaba claro que estaba alterada, probablemente porque me veía nervioso a mí. No dejaba de lamerme la punta de los dedos, intentando tranquilizarme lo mejor que podía. Últimamente había estado por ahí más tiempo de lo habitual, pero me dije que eso era bueno. Al fin y al cabo, era un animal salvaje.
Erguí el cuerpo y le rasqué las orejas. Ojalá tuviera forma de explicarle que yo también iba a estar por ahí fuera, que quizá no volviera.
—Pero estarás bien sin mí —dije—. Aun así, intenta cuidarte y no vengas a rondarles a los reclutas que queden en el castillo. Quizá te tomen por algún animal comestible.
»Y si no vuelvo, gracias por hacerme compañía. Durante mucho tiempo has sido la única. —Bajé la voz hasta convertirla en un susurro—. No se lo digas a los otros, pero sigues siendo la mejor compañía.
Le besé la cabeza y me puse en pie, y ella enseguida se acurrucó en mi fina almohada. Sonreí y me dispuse a prepararme lo mejor que pudiera. Me metí la camisa en los pantalones más resistentes que tenía y me abroché la casaca.
Empaqueté lo que solía llevar; metí una muda completa en mi bolsa, por si acaso. Iba a ser un viaje lento, con mucha gente avanzando a pie. Viajaríamos todo el día, acamparíamos por la noche y llegaríamos al mar al día siguiente, así que cogí algo sobre lo que dormir.
Por una décima de segundo estuve a punto de coger el mechón de cabello de Annika. Por algún motivo, tenía la sensación de que sería una suerte de talismán, algo que me protegería. Algo la había protegido a ella, eso estaba claro. Pero no, me dije, yo no necesitaba protección. Probablemente, el rey Theron acudiera solo con una pequeña guarnición de soldados; nosotros iríamos en masa.
De todos modos, me acerqué y lo saqué del fondo del cajón de mi escritorio. Aún estaba curvado, y me lo enrosqué en torno al dedo. Casi me daba pena por ella. Mientras se escondía en algún lugar, yo estaría tomando posesión de su castillo, mi castillo.
Me sobresalté al oír que alguien llamaba a la puerta y enseguida escondí el mechón de Annika. Thistle se fue a esconder en un rincón. Me sorprendió ver a Blythe allí tan pronto, y con un paquete en la mano.
—Buenos días.
—Buenos días a ti. ¿Qué es esto? —dije, señalando el paquete.
—No lo sé. Estaba aquí fuera, junto a la puerta, así que lo he cogido.
Me lo dio. Parecía un bulto hecho con tela negra y atado con cordel. Tiré del lazo y el paquete se abrió, desplegándose la tela. Recogí la prenda y al momento la reconocí por su forma.
No había ninguna nota —¿cómo iba a haberla?—, pero enseguida supe qué era aquello y de dónde venía. Nadie más que mi madre podía conservar la capa de montar de mi padre. Tragué saliva, mandando algo que no podía describir a lo más profundo de mi ser, junto con la infancia que tanto echaba de menos, junto con el color verduzco de la mano de mi padre muerto, junto con el vómito que no pude contener después de matar a la madre de Annika, junto con el temor que sentía cada vez que alguien significaba lo más mínimo para mí, junto con el pavor que leía en un par de ojos al darse cuenta de que yo sería la última persona que verían.
No iba a llorar. Hoy no.
—Deberías ponértela —sugirió ella—. Tienes un aspecto mucho más imponente con una capa aleteando a tus espaldas. Además, no sabemos qué nos espera ahí fuera.
Tragué saliva otra vez y me eché la capa a los hombros.
A diferencia de la mía, aún tenía un color negro intenso, lo que quería decir que, aunque habían pasado muchos años, mi madre la había conservado bien. Las cintas eran largas y tenían borlas al final, y el forro estaba hecho con una tela más fina que el de la mía. En el interior del cuello había un emblema de algún tipo bordado en cordoncillo negro, de modo que había que saber que estaba ahí para verlo. Yo no sabía lo que era, pero me gustó comprobar que, después de todo aquel tiempo, mi padre aún tenía sus secretos.
Al ponerme la capa encima tuve una sensación que era como un abrazo, e intenté no pensar demasiado en ello.
—Te queda bien —dijo Blythe, de nuevo con esa luz en los ojos y un leve rubor en las mejillas.
Meneé la cabeza y cambié de tema:
—¿Cuál es el motivo de que hayas venido tan pronto?
—En realidad, hay dos —dijo, bajando la mirada.
Al principio no lo había visto a causa del paquete, pero ahora distinguí la pulsera que tenía en las manos, tejida con hierbas y tela azul, que debía de haber robado o elaborado ella misma.
No podía despreciársela.
—Gracias —murmuré, reconociendo al menos el valor que había tenido al dármela—. No quiero que te molestes…, pero no estoy listo para ponérmela.
Se mostró comprensiva, más de lo que me merecía.
—No necesito que la lleves. Solo necesitaba hacerla.
Cruzamos una mirada fugaz y aparté la cara, ajustándome mi nueva capa al cuello.
—Hum…, ¿cuál era el otro motivo?
—Oh —dijo, ruborizándose—. Kawan ha preguntado por ti. Están haciendo los últimos preparativos.
Asentí.
—Vamos.
Cogí mi bolsa y mi espada y me giré a echar una última mirada a Thistle. Ella parpadeó una vez, y yo deseé con todas mis fuerzas verla de nuevo al volver. Dejé la pulsera sobre el escritorio, cerré la puerta y seguí a Blythe por el pasillo.
Encontré a un buen número de soldados en el exterior, y vi a Bandera Blanca, Asustadizo y Reservado mirando con curiosidad, con la inquietud reflejada en sus ojos. Era evidente que no parecíamos un grupo de personas preparándose para recibir a una comitiva: viendo cómo se enjaezaban los caballos y se afilaban las espadas, estaba claro que aquello era un ejército que se preparaba para la guerra.
Kawan me hizo un gesto para que me acercara y fui hasta allí, con mi capa aleteando tras de mí. Para ser tan robusta, pesaba muy poco. Conforme pasaban los minutos, me iba dando cuenta de lo bien que estaba hecha.
Ya podía estar muriéndose de hipotermia mi mejor amigo: jamás me desprendería de esa capa.
Al acercarme vi a mi madre, como siempre, junto a Kawan. Tragué saliva, sin tener muy claro qué decir o hacer. Pensaba que habíamos cortado hasta el último hilo que nos unía. Pero ahí estaba yo, con la capa de mi padre que había recibido de ella.
Me detuve y extendí las manos, preguntándole sin palabras qué le parecía. Pese a la distancia, vi las lágrimas en sus ojos. Ella asintió brevemente, con una sonrisa tensa.
¿Alguna vez la entendería? ¿Me entendería ella alguna vez a mí?
Quizá tendríamos que contentarnos con esto.
—Nuestros invitados insisten en que dejemos aquí las espadas —dijo Kawan.
—Sería considerado una agresión —aseguró Bandera Blanca—. Su majestad no lo tolerará.
—¿Y por qué tenemos que arriesgarnos a viajar desarmados? —preguntó Kawan.
Bandera Blanca meneó la cabeza.
—Nosotros hemos sido sinceros desde el primer momento. ¿Por qué cree que íbamos a aconsejarles mal?
—Yo sigo diciendo que llevemos armas —insistió él, con gesto amenazante.
—Y yo sigo diciendo que es un error.
Se produjo un silencio lo suficientemente largo como para darme tiempo de desenvainar la espada y apuntar con ella directamente a la garganta de Bandera Blanca. Reservado y Asustadizo dieron un paso atrás, pero enseguida se vieron rodeados y no hicieron ademán de escapar.
—A mí me parece que alguien que quiere asegurarse de que no llevamos armas sabe sin duda que las necesitaremos. Responde a mi pregunta y no me hagas perder el tiempo con una mentira: el rey no estará solo, ¿verdad?
El mensajero refunfuñó.
—Lo más probable es que vaya acompañado por su hijo y un puñado de guardias.
Una vez más, no podía estar seguro, pero sentía en las tripas que aquello era mentira.
Kawan, que quizá tuviera la misma sensación, agitó la mano en el aire para zanjar el asunto:
—Llegados a este punto, no importa. Vamos a llevar nuestras armas, y muy pronto vuestro rey os acompañará a la tumba. Lennox —añadió, casi como si fuera algo obvio—, ocúpate de ellos.
Sentí un nudo en el estómago, pero no hice ni una mueca.
—Atadlos —ordené, y Aldrik, Illio y Slone, que estaban detrás de Kawan, se adelantaron y les ataron las manos por delante del cuerpo. Cuando acabaron, les señalé el camino que nos llevaría hasta el mar—. Caminad.
Inigo echó a andar a mi lado.
—¿Necesitas ayuda? —me susurró.
Negué con la cabeza.
—Esto tengo que hacerlo solo. Asegúrate de que los otros están listos. Ahora no tengo dudas.
Me los llevé por el camino, entre las rocas, y cuando ya no nos podía oír el resto de la tropa Asustadizo se puso a hablar:
—¿Coleman? ¡Coleman, di algo! ¡Diles que les hemos dicho la verdad!
—No nos creen, amigo mío. No puedo hacer nada más —respondió Bandera Blanca, resignado.
—¿Qué? —replicó Asustadizo, echándose encima de Bandera Blanca. Tenía los ojos llenos de lágrimas, consciente de que su muerte era inevitable.
Reservado, que iba a la cabeza del grupo, también se giró, esperando obtener una respuesta mejor. Como todos.
Bandera Blanca —Coleman— me miró, y luego observó a sus compañeros.
—Aunque tuviera algo más que decir, no podría hacerlo. Mi silencio será mi último servicio a nuestro rey. —Y me señaló con un movimiento de la cabeza, dando por sentado que yo le contaría hasta la última palabra a Kawan.
No tenía ni idea.
—Seguid caminando. Hasta la costa —dije.
Tras intercambiar unas cuantas miradas agrias, los tres iniciaron el triste camino hacia la muerte.
Cuando llegamos a la arena negra de la playa, los puse en formación al borde del agua, frente a mí. El cielo se estaba cubriendo de nubes que amenazaban lluvia.
—No toleraré más mentiras. Hablad claro y hablad rápido. ¿Cuál es el principal punto débil de vuestro rey?
Bandera Blanca se negó a hablar, pero Asustadizo parecía esperanzado, como si con sus respuestas pudiera conseguir una prórroga.
—Sus hijos. Si tuvierais a uno de ellos, os daría lo que fuera.
—¡Cierra la boca, Victos! —le ordenó Coleman.
—¿Y vuestro príncipe?
—Su hermana. Ella es su debilidad, y él la de ella. Solo necesitáis a uno de los dos.
Coleman tenía las manos atadas, pero las agitó juntas golpeando a Victos, que cayó de rodillas.
—¿Es que quieres morir por esto? —le preguntó Victos desde la arena.
Coleman me miró con unos ojos penetrantes como cuchillos.
—No tendría ningún problema en morir por venganza, por la paz futura.
Me giré hacia Reservado, el que no había dicho nada desde el momento de su llegada. Miró al suelo, y no tuve claro si era en señal de desafío o si aceptaba su destino.
—Tú. ¿Cómo te llamas?
—Palmer —respondió él.
—¿Tú no tienes nada que decir?
Victos se puso en pie, y Coleman miró a Palmer, ansioso por oír lo que tenía que decir. Él se me quedó mirando un momento.
—Su alteza real dice que afirmas que nuestro reino es vuestro.
—Es cierto. Lo afirmo.
—También dice que no pudiste aportar ninguna prueba de ello.
—Nosotros no tendremos vuestras grandes bibliotecas, pero eso no hace que sea menos verdad.
—La princesa puede tener una sensibilidad más bien romántica, pero es una persona razonable. Si tuvierais pruebas de eso, encontraría el modo de alcanzar la paz. En eso es como su madre.
Asentí.
—Y más dura de lo que cabría pensar.
Palmer me miró con una mueca que no supe interpretar.
—Claro que es dura. Ni te imaginas por lo que ha pasado.
Fruncí los párpados. Conocía bien una parte de su dolor, se lo había causado yo mismo.
—¿Qué quieres decir?
Me miró a los ojos.
—Si muero hoy, no será con la vergüenza de haber divulgado sus secretos. No puedo decir más.
Era evidente que suscitaba una gran lealtad entre sus súbditos.
—Una última pregunta, pues: si tanta devoción sientes por ella, por su familia, ¿por qué me cuentas todo esto?
—¿La verdad? Tendrías que matar a su majestad para arrebatarle la corona de las manos. Y lo mismo en el caso del príncipe. Pero ¿la princesa? —Palmer bajó la mirada y meneó la cabeza—. La he observado desde la distancia durante años, desde antes de que perdiera a su madre, y puede que sea una de las pocas personas que entiende que en este mundo hay cosas más valiosas que los títulos y las coronas. Hará lo correcto siempre que pueda. Es la única llave que te puede abrir la puerta del reino, si es que hay una. Pero yo los apoyaré hasta el fin si resulta que no eres más que un mentiroso. Y sin ánimo de ofender, espero que vivan, pase lo que pase.
Chasqueé la lengua.
—No me ofendes. Gracias por tu honestidad.
Coleman respiró hondo.
—¿Bueno, qué? ¿Nos tenemos que poner de rodillas?
—No —respondí, meneando la cabeza—. Tenéis que nadar.
Se giraron y miraron las enfurecidas aguas del mar.
—Estoy cansado de derramar sangre innecesariamente. Vais a nadar. Si os ahogáis, será cosa vuestra. Si sobrevivís y conseguís llegar a la costa…, bueno, para cuando lleguéis, esa tierra será mía, así que yo no os aconsejaría que os quedarais.
Se quedaron inmóviles un buen rato, atónitos.
—Bueno, en marcha. Tengo cosas que hacer.
Victos y Coleman echaron a caminar hacia el agua. Yo sabía que no era imposible del todo mantenerse a flote durante horas con las manos atadas…, pero desde luego sería complicado.
—Palmer —susurré—, las manos.
Él alargó los brazos y le corté la cuerda lo suficiente como para que tuviera la posibilidad de soltarse y ayudar a los otros.
—Un regalo de un hombre sincero a otro.
Él asintió y siguió a los otros al agua.
Me quedé mirando un rato, hasta que desaparecieron tras unas rocas frente al extremo sureste de la playa.
Envainé mi espada y volví con el grupo. Busqué a los de la noche anterior, con la seguridad de que todo lo que sospechaba era cierto. Aquello no iba a ser tan sencillo como pensaba Kawan. Su rey pretendía acabar con Kawan, por lo menos, si no ya con todos nosotros. Y su castillo estaría a nuestra disposición. Miré a Inigo, asentí y él me devolvió el gesto. De momento, no hacía falta decir nada.
Kawan salió a mi encuentro, sobresaltándome:
—¿Y bien?
Ni siquiera tuve que mentir:
—Sus cuerpos ya están en el mar.