El reino de Stratfel estaba en la costa, y su economía dependía en gran medida de la pesca. Por ello tenía una enorme flota pesquera y muchos barcos que podíamos robar. Las suficientes embarcaciones pequeñas como para llevar a los nuestros a la Isla y dejar en la ruina a decenas de familias del lugar.
Me mantuve a distancia para no tomar parte en el robo. Me limité a subir al barco cuando me lo indicaron, consciente de que no tenía otra opción. Me puse a juguetear con las sogas del barco, probando los nudos que sabía hacer. La vuelta de escota, la presilla de alondra, el nudo margarita… Yo esperaba que con la acción se deshiciera el nudo que sentía en la garganta, pero no era así. Nos mantuvimos cerca de la costa para no someter los barcos a peligros innecesarios. Pero al mismo tiempo teníamos la vista puesta en el mar, preguntándonos si estarían cerca.
—Ni siquiera sé qué es lo que estoy buscando —confesó Blythe—. ¿Cualquier barco que aparezca en el horizonte?
—Básicamente —respondí.
Inigo y Blythe seguían a mi lado, al igual que Griffin y Rami.
—Yo no veo nada —comentó Inigo, desanimado—. ¿No nos habrán dado una fecha errónea?
—No —respondí, meneando la cabeza—. Esto lo pensaron para atraernos a mar abierto, al menos a parte de nosotros. Están ahí fuera.
Justo en aquel momento rodeamos un saliente rocoso de la costa y nos encontramos enfrente tres enormes fragatas. Ahora que veía las embarcaciones de las que disponían, mi mayor miedo quedó confirmado: aquello era un ataque en toda regla.
—Preparad las armas —le grité a mi tripulación—. Sus barcos son más grandes, pero eso los hace más lentos. Es posible que aún no nos hayan visto, pero pronto lo harán. Cuando eso ocurra, estad atentos. No sabemos con qué defensas cuentan. Necesitaremos todos nuestros efectivos, así que cubríos los unos a los otros.
—¡Sí, señor! —respondieron todos.
Inigo ya estaba ajustando las velas, aprovechando el viento y nuestro menor tamaño para ganar ventaja. Blythe y Rami estaban una junto a la otra, disponiendo las antorchas sin encender en filas en ambos flancos del barco.
Sentí aletear la capa de mi padre a mis espaldas, y me pregunté si tendríamos que habernos dicho algo más mi madre y yo. Y, sobre todo, ¿tendríamos ocasión de decírnoslo después de este día?
Inigo supo aprovechar perfectamente el viento, y nos hizo adelantar a muchos de nuestros barcos. Yo me situé en la proa, observando. No tardarían mucho en darse cuenta de que nos tenían detrás, así que no le quité el ojo a la popa de sus barcos, esperando a que ocurriera. Miré a los lados para asegurarme de que todos estuvieran listos.
Cuando me giré a la derecha, vi a mi madre agarrada al mástil de un barco pequeño, el tercero desde el mío, observándome con un gesto que casi podría considerarse orgullo. Un momento después se señaló la ceja en referencia a la mía. Me encogí de hombros y esbocé una sonrisa. Que pensara que me había caído o que me había golpeado practicando. Ahora no era el momento de preocuparla. Asentí, y ella hizo lo propio. Me giré y me centré en lo que nos esperaba.
Quizás un minuto más tarde, un vigía nos vio. Oí sus gritos frenéticos por encima de las olas.
—Encended las antorchas —ordené.
Estábamos cerca, muy cerca. El corazón se me disparó en el pecho al pensar en ese precioso y enorme barco hundiéndose en el mar. Sería el primer paso en la aniquilación de toda su armada. La armada, luego la monarquía, luego el castillo. Dahrain sería nuestro al cabo de pocos días.
Pero entonces se giraron.
Con una agilidad mayor de lo que pensaba que sería posible en un barco tan grande, orientaron la cubierta de babor de su fragata contra nuestra mísera flotilla, lo cual creó un muro imponente.
—¡Dispersaos! —grité, viendo que nadie más daba ninguna orden—. ¡Fuego!
Estábamos tan cerca que algunas de las antorchas llegaron a la cubierta. Varias rebotaron contra el costado, pero el contacto no fue lo suficientemente prolongado como para que se extendiera el fuego. Desde aquella distancia era difícil saber si las que habían llegado a la cubierta habrían provocado daños de consideración.
En la popa del barco que teníamos más cerca se veía un penacho de humo, y eso me hizo sonreír brevemente, hasta que vi que una bala me pasaba junto al hombro.
—¡¿Qué ha sido eso?! —gritó Blythe, encogiéndose.
—¡Tienen mosquetes! —respondí.
Por supuesto que los tenían.
Llegó otra bala, que impactó contra el costado del barco, haciendo saltar astillas de madera.
—¡Agachaos! —ordené.
Sin embargo, yo, haciendo caso omiso a mi propia orden, di un salto adelante para comprobar los daños. Dos o tres de nuestros barcos se estaban hundiendo, y sus ocupantes buscaban desesperadamente algo a lo que agarrarse, suplicando que alguien les lanzara un cabo. En otro barco alguien gritaba de dolor, sangrando por un orificio en el brazo.
¿Dónde estaba mi madre? La busqué con la vista y la encontré donde la había visto por última vez, a unos barcos de distancia. Pese a la distancia pude ver las lágrimas que le caían por el rostro mientras lanzaba maldiciones y antorchas al enorme barco, dando rienda suelta a años de rabia contenida.
Yo ya sabía que era una criatura formidable. Tenía algo especial, algo más profundo que el empeño que ponía en sobrevivir. Era casi algo animal. Siguiendo su ejemplo, me giré y les grité a Blythe y a Rami:
—¡Encended las antorchas, y yo las tiraré desde aquí!
Rami me pasó la primera.
Recordé el rostro de mi padre y tiré una.
Recordé mi fría habitación y tiré otra.
Recordé la sangre que había derramado innecesariamente y tiré otra.
Recordé hasta la última cosa que iba mal por culpa de ellos, y combatí con todas mis fuerzas.
Entre todo el griterío y el estruendo de los disparos de mosquete, de las olas y del clamor, oí una voz que me hizo parar de pronto.
—¡Annika, vuelve!
Estaba ahí.
Bandera Blanca —Coleman— había dicho, específicamente, que la mantendrían lejos del combate. Así pues, ¿por qué? ¿Por qué estaba ahí?
Ahí estaba. La encontré en la popa del barco, buscando algo. Iba de blanco.
Me quedé atónito, inmóvil, viendo como el viento le agitaba el cabello, revolviéndoselo.
Recorrió los barcos con la vista y al final nuestras miradas se cruzaron.
Dejó de buscar.
¿Era a mí a quien quería ver?
No sabía muy bien cuánto tiempo había pasado, cuánto llevábamos ahí mirándonos el uno al otro, sin movernos. Algo en mi interior me decía que ambos estábamos exponiéndonos a un peligro innecesario.
—¡Lennox! ¡Lennox, coge la antorcha! —gritó Rami.
—¿Qué? —dije, reaccionando.
Ella irguió el cuerpo para acercarse más.
—Coge la antor…
De pronto, Rami estaba tendida en la cubierta, con un charco rojo cada vez mayor rodeándole el abdomen. Le habían disparado dos veces en un momento, y las balas estaban actuando a gran velocidad.
—¡Rami! —gritó Griffin, acercándose, y la rodeó con sus brazos. Le temblaban los labios. Temblaba todo él.
Ella apenas emitió sonido alguno; se limitó a mover los ojos, mirando las nubes, luego el barco y a las personas que la rodeaban… hasta que vio a Griffin.
—Tú —susurró mientras Griffin le agarraba la mano con fuerza—. Tú has arrojado luz sobre mi mundo.
—No digas eso —respondió él—. Podemos curarte en cuanto lleguemos a tierra. Tú mantén la presión sobre la herida.
Eso no valdría de mucho. Inigo ya estaba presionando la herida, y la sangre seguía saliendo.
Rami no apartó la mirada de Griffin.
—Tú has hecho… que todo… valga la pena.
—Por favor —dijo. No podía pedirle nada más—. Por favor.
—Te quiero —le dijo ella, con un atisbo de sonrisa en el rostro.
Griffin asintió.
—¿Cómo no ibas a quererme?
Rami sonrió con ganas.
—Te quiero. Y no dejaré de quererte —prometió él.
—No —susurró ella—. Yo… tampoco.
Rami levantó la mano y le pasó un dedo por la mejilla. Luego la mano cayó sobre la cubierta, sin vida. Griffin soltó un grito gutural, y aquel sonido agitó algo en lo más profundo de mi cuerpo. Blythe, también con el rostro cubierto de lágrimas, le cerró la boca a Rami. Inigo se había puesto en pie junto a Blythe. Estuvo a punto de pasarle la mano por la espalda, pero recordó que la tenía empapada de sangre y se frenó, limitándose a mirarla con preocupación.
Yo apenas conocía a Rami, pero solo podía pensar en cómo le habían robado la vida, desperdiciada sin sentido. El fuego de la rabia volvió a encenderse en mi pecho, y me puse en pie, mirando de nuevo en dirección a la fragata.
Annika ya no estaba en la cubierta. En su lugar estaba aquel cobarde del Bosque Negro, el prometido.
Teníamos que cambiar de táctica.
—¡Retroceded! ¡Retroceded! —ordené, y me giré hacia Inigo—. Poned rumbo a la Isla. Los sorprenderemos en tierra.
Él asintió y pasó a la acción, moviendo con rapidez las manos manchadas de sangre.
—¡Eh!
Me giré y vi el barco de Kawan a mi lado.
—¿Quién eres tú para dar órdenes? —me increpó.
Miré más allá, buscando a mi madre. Seguía allí, parecía ilesa, salvo por los fantasmas que la atormentaban.
Me dirigí a Kawan:
—Un soldado entrenado tarda unos veinte segundos en cargar un mosquete; en condiciones de guerra, más, por la tensión y el miedo. Se pueden convertir en treinta segundos, en un minuto. Y treinta segundos para mi espada o la de Inigo, treinta segundos para el arco de Blythe o el de Griffin… es tiempo suficiente como para someter a un país. Déjanos desembarcar para que dispongamos de ese tiempo.
Se lo quedó pensando un momento y luego asintió.
Miré a mis espaldas y vi a Griffin besando a Rami en la frente. Le apartó un mechón de pelo del rostro con delicadeza y no le soltó la mano mientras cambiábamos de rumbo en dirección a la orilla.
Era fascinante ver cómo el amor podía suavizar el carácter de alguien, animarlo o calmarlo según la ocasión. Era una perspectiva sobrecogedora. El amor era complicado.
Complicado, pero inesperadamente bello.