La Tierra cambió de posición, girando en torno a un nuevo eje. Annika era el centro de mi mundo; por lo que parecía, lo había sido desde el principio.
Sin pensárselo dos veces se movió, situándose entre mis piernas y cubriéndonos a ambos con la capa. Se hizo un ovillo, apartando la melena para no mojarme, y yo la rodeé con mis brazos. Fue tan fácil… Comprendí de pronto cómo podía ser que alguien dejara que otra persona tuviera el control de su corazón. Annika podía hacer lo que quisiera. Podía cogerme el corazón y lanzarlo de nuevo contra ese huracán, y yo se lo agradecería. Era suyo. Yo pertenecía a Annika.
Y no había nada que hacer al respecto.
Se quedó allí, con la cabeza encajada bajo mi barbilla. Parecía estar escuchando los latidos de mi corazón. Y observé que yo estaba acariciándole el brazo con el pulgar sin darme cuenta.
—¿Lennox?
—¿Sí?
—Ya sé que has dicho que ya no usáis apellidos, pero ¿te acuerdas de cuál era el tuyo?
Sonreí. De pronto me pareció fascinante que quisiera saber mi apellido.
—Ossacrite.
—Lennox Ossacrite. ¿Y tienes segundo nombre? —dijo, levantando la mirada, como esperanzada.
Lamenté mucho decepcionarla.
—No. ¿Tú sí?
—Segundo, tercero y varios más. Te ahorraré el suplicio.
Contuve una risa, sin quitarle las manos de encima. No había sentido nunca tanta paz.
—Si esto… —empezó a decir, inquieta, sin poder levantar la vista y mirarme a la cara—. Si esto es solo cosa mía, me lo puedes decir… —Supuse que «esto» podía significar una docena de cosas diferentes, pero sabía que solo significaba una—. Soy más dura de lo que parece. Puedo soportarlo.
—Ya sé lo dura que eres. Y sé que intentas darme la posibilidad de echarme atrás. Pero no la necesito, Annika. No es solo cosa tuya. —La abracé un poco más fuerte—. Es como… el destino.
—Eso es lo que me asusta. En los libros, el destino raramente se muestra generoso con la gente —dijo, y soltó un gran suspiro—. Dime que hay una salida. Dame esperanza.
—Tú eres la especialista en escapar a los grilletes y las mazmorras. Quizá deberías ser tú la que me dieras esperanza a mí.
Se rio y me miró.
—¿De verdad vas a dejarme a mí todo el trabajo? Muy bien.
Me agarró del cuello y me besó. Me besó como si lo hubiera hecho mil veces antes, como si supiera que le pertenecía a ella y a nadie más. Y yo lo agradecí. Agradecí estar completamente en sus manos.
La besé una y otra vez, cayéndome sobre ella mientras ella se reía, enredándome en sus brazos. Si el suelo estaba frío, no lo noté. Nos acercamos el uno al otro todo lo que pudimos, envolviéndonos en la capa.
—¿Esto qué es? —preguntó, al descubrir el bordado en el interior del cuello de la capa. El emblema era circular, con una rama florida en el centro. No reconocía la forma de las hojas, así que siempre había pensado que sería meramente decorativo.
—Yo también me lo preguntaba. La capa era de mi padre, y es la primera vez que la uso. Quizás él también hacía sus pinitos con los bordados.
Eso la hizo sonreír, y yo estaba encantado. Había encontrado un nuevo juego al que jugar, una competición conmigo mismo. ¿Cuántas veces podía hacer sonreír a Annika en un minuto? ¿En una hora? ¿Podría establecer un récord? ¿Y luego batirlo?
Estaría encantado de poder jugar a aquel juego el resto de mi vida.
Nos quedamos allí tumbados un buen rato, abrazados, sin hablar. Ella me pasó un dedo por mi incipiente barba, a la altura de la barbilla, y yo jugué con un gran mechón de su pelo. Empezaba a atemperarme, y miré por encima de su hombro para asegurarme de que no dejaba de llover.
No tenía muy claro qué sucedería cuando amainara.
—Tengo otra pregunta —le dije—. ¿Me puedes hablar de Dahrain? O Kadier, como prefieras llamarlo. Dime cómo es.
—Es bonito —respondió, con una sonrisa triste—. Alrededor del palacio hay prados con árboles plantados estratégicamente para crear senderos. Pero más allá hay suaves colinas con muchas granjas. En invierno suele nevar, pero nunca he vivido una nevada intensa. Es como si el mundo quedara cubierto con una capa de cristal. Y cuando llega la primavera, las laderas de las colinas se cubren de flores de colores que anuncian el renacer de la tierra. Hay mucho espacio, y de no haberme visto obligada a vivir en el palacio, me habría gustado tener mi propia casa en el campo. —Por un momento se quedó muy callada—. No sé qué dicen vuestras historias y leyendas, pero, si son buenas, probablemente sean verdad.
Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Quería ver aquello por mí mismo. Deseaba respirar ese aire.
Annika tenía la mano apoyada en mi barbilla, intentando ofrecerme todo el consuelo posible.
—Lo siento mucho —dijo—. No sé cómo arreglar esto.
—No tengo muy claro que haya una respuesta fácil —dije.
—Sí que la hay. Seguro que hay algo evidente que estamos pasando por alto.
—¿Siempre eres tan optimista?
Levantó la vista y me miró.
—Normalmente sí.
—Me gusta. Para mí eso supone un cambio magnífico.
—Entonces, ¿tú crees que estamos condenados? —dijo ella, en tono de broma.
—Por supuesto —respondí, intentando que no se me escapara la sonrisa—. Comprobemos mi registro de actividad, ¿te parece? Salgo de expedición simplemente para llevarme algo de tu tierra y regreso a casa contigo. Intento interrogarte y huyes. Me lanzo a la batalla y acabo acorralado. Juro matarte y…, bueno, ya ves cómo me está yendo.
Se rio, y deseé poder dormirme y despertarme toda la vida oyendo ese sonido.
—Por si te sirve de consuelo, siempre fallas en la dirección correcta.
Asentí, acariciándole la barbilla con la mano.
—Quizá tengas razón.
Empezaban a pesarle los párpados. Había sido una noche larga y durísima. Habíamos empezado peleándonos y habíamos acabado abrazados.
—Puedes descansar —le dije—. Estás segura.
—Lo sé —susurró—. Es solo que no quiero perderme nada.
Acerqué la cabeza y la besé junto a la oreja, susurrándole al oído:
—Pero si duermes, quizás encuentres todas tus respuestas en sueños. Eres una chica muy inteligente.
—La verdad es que sí —masculló, casi sin fuerzas.
Contuve una risita y me giré para mirarla de frente. Ella trazaba líneas sobre mi cuerpo con las manos. Clavícula, cicatrices de batalla, mandíbula. Yo no soltaba un mechón de su cabello que le caía hacia delante, haciéndolo girar entre mis dedos. Fue ella la que se durmió primero, y yo me quedé mirándola, escuchando su respiración lenta y regular.
—¿Estás despierta? —susurré.
Nada.
—Bien. Porque soy valiente, pero hasta yo tengo mis límites. —Acerqué los labios a su oído—. Te quiero. A pesar de todo lo que ha ocurrido y a pesar de todo lo que puede llegar a pasar. Soy irremediablemente tuyo.
Listo. Ya estaba. Ahora ya no tenía más secretos.