ANNIKA

Me desperté sintiendo los besos sobre mi hombro. Me había movido durante la noche y ahora estaba frente a los rescoldos del fuego, con Lennox abrazándome. Sentí su calor en mi espalda, y en el lugar de la cintura que tenía rodeado por su brazo. Intenté recordar la última vez que había dormido tan bien. Asimismo intenté recordar la última vez que me había sentido tan feliz.

Lennox dejó de besarme y enterró la nariz entre mi cabello, justo detrás de mi oreja.

—¿Ya has acabado, tan pronto? —pregunté.

—He acabado mi exploración por tu hombro. Ahora me intriga este punto justo detrás de tu oído, así que le estoy dedicando toda mi atención. Luego están tus muñecas. Son las siguientes en mi lista.

Me reí.

—Ya que estás ahí, siéntete libre de susurrarme zalamerías al oído.

Sentí que adelantaba los labios ligeramente, y que su aliento me hacía cosquillas en la piel.

—Tengo desayuno.

Levanté la cabeza de golpe, me giré y vi cómo se tendía boca arriba, poniéndose las manos detrás de la cabeza. Parecía tan tranquilo, como si no temiera nada. Y, caray, qué guapo estaba.

—Por favor, dime que tienes una de esas cosas de avena como la que me tiraste en el bosque. ¡Por favor!

Él se puso en pie y se acercó al lugar donde estaba su camisa. No me había dado cuenta de que también se había quitado el cinto, pero estaba ahí apoyado. Metió la mano en la bolsa y sacó de dentro las mismas barritas que me había dado en el bosque, envueltas en papel atado con cordel.

Me acerqué de un salto.

—He estado soñando con ellas.

—Soy mis favoritas —dijo él, sonriendo.

Cogió dos y me las dio.

—No, no. Tú también necesitas una —dije yo. Di un mordisco a la otra y observé que no estaba tan crujiente como la última vez. Probablemente por la lluvia. Pero seguía estando deliciosa—. ¿Esto es melaza?

—Miel.

—Miel…, claro. Estaba pensando en pedirle a nuestro cocinero que intentara hacerlas así, pero no sabía ni por dónde empezar.

—Yo te puedo enseñar —dijo—. Pero solo si tú me enseñas a aguantar la posición con ese bloqueo con giro que haces con la espada. ¿O soy demasiado alto para hacerlo?

—¡No, qué va! —respondí—. Déjame que disfrute de esto primero y luego te lo enseño.

Echó a caminar con su barrita asomándole por la boca, en la que lucía una sonrisa perfecta. Puso la mano sobre la camisa y la tocó por varios sitios. Hizo lo mismo con mi vestido.

Se puso su camisa mientras le daba un bocado a la barrita y seguía hablando.

—Tu vestido aún está húmedo por abajo, pero no demasiado. ¿Lo quieres?

—Aún no —dije, meneando la cabeza—. Primero las espadas.

Él sonrió.

—Si insiste, alteza.

Me chupé los dedos, disfrutando de las últimas migas. A menos que nos cayera algo del cielo, eso era lo único que teníamos. Saqué los dedos por la abertura de la cueva para lavármelos, y observé que se veía mejor el exterior que la noche anterior. Distinguía perfectamente el grupo de árboles en el que habíamos buscado refugio durante el terremoto. Aún más allá vi unos árboles y unas rocas.

La tormenta no había pasado, pero estaba perdiendo fuerza. Fui a recoger mi espada.

—No tengo muy claro que podamos levantar bien la espada, pero al menos podrás ver cómo es.

Se quedó allí de pie, con una sonrisa socarrona en el rostro.

—Si este era tu plan desde el principio, tengo que aplaudirte. Te ha funcionado perfectamente.

—Ja, ja. Tontorrón, ve a coger la tuya.

Se apartó de la pared sin dejar de sonreír. Hasta su modo de caminar era atractivo.

—Muy bien. Ponte así —le enseñé—. Apoya el peso del cuerpo en las puntas de los pies y luego empuja hacia aquí. Deja que la inercia haga girar la espada.

Lo hice muy despacio porque realmente había muy poco espacio para moverse. Lennox lo intentó, pero era evidente que allí dentro no iba a poder hacerlo.

—Creo que ya entiendo la mecánica —dijo, apoyando la espada contra la roca, cerca de la abertura—. Lo practicaré con Inigo cuando vuelva.

En cuanto lo dijo, se quedó paralizado. Era como si se hubiera roto un hechizo. Ambos tendríamos que hacer planes para lo que pasara después.

Apoyé la espada contra la pared y fui a recoger mi vestido. Me lo eché encima, a modo de abrigo, y me puse a buscar por el suelo.

—¿Dónde está mi cinta?

Lennox se puso a buscar conmigo, y al final la encontramos detrás de la roca en la que había apoyado el vestido. Me la entregó con gesto triste. Empecé a anudarme el vestido, y él se quedó a un par de metros, con la mirada fija en el suelo.

—Doy gracias por contar con Vosino, pero no quiero volver con Kawan —dijo—. Casi preferiría estar solo y construirme una casa en algún lugar de la tierra no reclamada de los confines del país, donde pueda olvidarme de él, y que él también se olvide de mí.

—¿Se olvidará de ti?

—No mientras siga vivo.

Me ajusté la cinta y la oculté bajo el cuello de mi vestido.

—¿Y si…? ¿Y si te vinieras conmigo?

Sonrió.

—Tu perdón significa para mí más de lo que puedo decir. Pero en Kadier soy un delincuente. Si voy allí, me juzgarán. Y dado que tu madre ya no está allí para dispensar clemencia, los dos sabemos lo que me ocurrirá.

Hice una mueca de dolor; no quería ni pensar en ello.

—¿Y si no les decimos tu nombre? ¿O si les decimos que has desertado?

—Si estuviera limpio, es posible que nuestro querido Nickolas no me reconociera, pero sería arriesgado. Y aunque no me reconociera, ¿cómo iba a hacerlo? ¿Viviendo en tu cómodo palacio mientras el resto de mi pueblo se esconde? ¿Viviendo bajo el gobierno de tu padre cuando debería sentirme un hombre libre? —Negó con la cabeza—. Annika, créeme cuando te digo que quiero estar donde tú estés más que nada en el mundo. Pero no soy un cobarde. No puedo abandonarlos.

—Tienes razón —dije, bajando la mirada—. No te lo podría pedir.

—Además —dijo, acercándose, y sentí alivio al notar que me envolvía la cintura con el brazo—, soy el único que intenta mantener a raya a Kawan. Si no vuelvo, será una barbarie.

Apoyé la frente en su pecho. No podía prometerme que no lanzaran otro ataque; nadie podía hacerlo. Pero tenía que dar gracias de que al menos pudiera intentarlo.

—¿Y si…? ¿Y si tú vinieras conmigo? —planteó.

Le miré, deseando con todas mis fuerzas que aquello fuera posible.

—No sé quién sigue vivo y quién ha muerto. Si mi hermano ha muerto, me convierto en la heredera. Si también ha muerto mi padre, soy reina. —Lennox me miró un momento; aquello no se lo había planteado—. Si no vuelvo, el reino quedará en manos de Nickolas. Y créeme, eso es algo que nadie quiere.

Tragó saliva.

—Vas a casarte con Nickolas, ¿verdad?

Asentí.

—En Kadier, es mi única opción —dije, y fijé la mirada en el suelo, sintiéndome de pronto tremendamente celosa—. Tú también tienes a alguien esperándote.

—No es lo mismo —replicó él, en voz baja.

Las lágrimas estaban a punto de asomar, pero entonces noté algo en su camisa.

—¿Tienes perro?

Él bajó la mirada y vio los pelos grises que tenía en el hombro.

—No. Tengo un zorro. Una hembra. Se llama Thistle.

—¿Thistle? Me encanta. ¿Cómo has podido domesticar a un zorro?

—Bueno, no es que se haya convertido en mi mascota —señalé—. No se nos permite tener mascotas, consumen recursos. Pero la encontré cuando era una cachorrita. Tenía la patita herida, y la curé. Es muy lista. Dejo la ventana abierta para que entre y salga cuando quiera. —Meneó la cabeza—. Los zorros grises son nocturnos. No sabes cuántas noches se ha presentado en mi habitación solo para ponerse a corretear, tirarme cosas por el suelo y luego volver a salir por la ventana.

Sonreí.

—Debe de haber sido duro dejarla allí y no poder decírselo a nadie.

—Siempre es duro marcharse.

Nos quedamos callados, pero al mismo tiempo fluían entre nosotros interminables conversaciones silenciosas. Yo no dejaba de oír un latido tras otro, y me pregunté si él oiría el grito de hasta la última fibra de mi cuerpo diciendo que le quería.

Quería decirlo. Deseaba que pudiera envolverse en ese amor como hacía con su capa. Pero me preocupaba que aquellas palabras pudieran abrir heridas incurables.

Sabía que él también sentía algo…, pero no quería acorralarlo con mi cariño. Y, de pronto, como si la Isla me dijera que lo dejara, oí que la lluvia cesaba hasta parar del todo.

Aquello cambió la acústica de la cueva. Estaba todo tan silencioso que incluso le oía respirar.

Nos quedamos allí de pie un momento, a un susurro de distancia, simplemente mirándonos. Por fin Lennox miró en dirección a la abertura en la roca, y vimos la imagen del mundo exterior.

—¿Soy un cobarde si sugiero que nos quedemos aquí? —preguntó.

Negué con la cabeza, sonriendo apenada.

—Un cobarde no, pero tampoco eres realista.

Asintió.

—Si debemos irnos, será mejor que nos separemos mientras estamos solos y no esperar a que llegue alguien y nos descubra.

—Eso creo yo —respondí—. No quiero que ningún soldado me descubra contigo. No sé si podría pararlos.

El labio le tembló como si fuera a llorar. Pero antes de que pudiera hacerlo me eché adelante y le besé. Le pasé los brazos por encima de los hombros, abrazándolo. Si su risa hacía que sonaran mil latidos a la vez, su beso era como mil despedidas al mismo tiempo.

Me separé, sintiendo el picor de las lágrimas en los ojos. Tenía que encontrar fuerzas para marcharme enseguida, o no lo haría nunca. Me aparté y me froté las manchas del vestido con la mano por hacer algo.

—Un momento —dijo Lennox, y se sacó una pequeña navaja del cinto. La levantó y cortó parte de la cinta de su capa. La borla se agitó con el movimiento.

—¿Qué haces? —protesté—. ¡Eso es de tu padre!

Sin decir nada más me acercó el cordón y me lo ató alrededor de la muñeca. Con el trozo que había cortado bastó para dar dos vueltas y anudarlo.

—Espero que sigas durmiendo con mi capa alguna vez, pero esto es mucho más fácil de llevar.

Extendí la mano y me quedé mirando el efecto de la oscura tela contra mi piel. Tenía montones de joyas en el palacio, pero nunca me había gustado tanto una pulsera. Le sonreí.

—Ahora me toca a mí —dije, agachándome y arrancando el encaje del borde de mi vestido con los dientes.

Levanté la vista y vi que tragaba saliva con dificultad, como si tuviera un nudo en la garganta.

—No tienes que…

No acabó la frase, porque le cogí de la muñeca manchada de tierra. Le envolví mi pulsera en torno a la muñeca varias veces, contenta de que me dejara hacerlo, feliz de que hubiera compartido conmigo aquella bonita tradición.

Resopló lentamente y se quedó mirando el encaje, asombrado.

—Por cierto, ¿esa navaja la tenías todo el rato?

Él miró el minúsculo objeto que tenía en la otra mano, confundido por la pregunta.

—Sí, lo siento —dijo, meneando la cabeza—. Debería habértela dejado antes.

—No —dije yo—. Bajamos las espadas porque no podíamos luchar con ellas aquí dentro, pero tú me podías haber atacado desde el primer momento. Y no lo hiciste.

Me sonrió y se encogió de hombros.

—Me has tenido dominado desde el momento en que me dejaste la cicatriz en el pecho. ¿Qué puedo decir?

—¿Desde entonces? —pregunté, atónita.

Él asintió.

—Estás loco.

—Y tú eres perfecta.

Estaba muy cerca de ceder a la tentación, pero tenía que dejarlo.

—Tengo que irme —dijo, leyéndome la mente—. Si no lo hago enseguida…

—Lo sé —respondí. Levanté la muñeca, agitando la prenda que me había dejado como si fuera un amuleto—. Gracias.

Él levantó su pulsera de encaje.

—Gracias a ti.

Fui a recoger mi espada y volví a mirar al interior de la cueva. Las huellas donde habíamos bailado, los restos de una minúscula hoguera, las marcas que no entendía en la pared. Quería recordarlo así para el resto de mi vida.

Lennox miró al exterior por la fina abertura, examinando la zona.

—Si vas al norte, deberías llegar al lugar donde habéis desembarcado —dijo, y yo asentí, esperando que hubiera alguien allí que me esperara—. Annika…

—¿Sí?

Respiró hondo, haciendo esfuerzos para mirarme a los ojos.

—Tengo que suponer que habrá más batallas. Si es así, y perdemos, ¿puedes prometerme una cosa?

Por supuesto.

—El baile que te he enseñado. Quiero que lo compartas con otros. Quiero que algo de mi pueblo sobreviva si nosotros desaparecemos. ¿Me lo prometes?

Cogí aire, estremecida.

—Te lo prometo. Y si llega esa batalla y perdemos nosotros, te ruego que dejéis que el pueblo, especialmente los campesinos, vivan en paz. Yo también quiero que mi pueblo perdure.

—Te doy mi palabra. Y… no olvides esto —dijo, señalando la cueva—. No dejes que el tiempo te convenza de que no sucedió.

—Ni tú tampoco.

Lennox me miró fijamente a los ojos una vez más y se inclinó para besarme. Se quedó allí de pie un momento, con la frente pegada a la mía y la mano entre mis cabellos. Al cabo de un momento se retiró, abatido, echó una última mirada y se puso a caminar hacia el sur. Me lo quedé mirando un instante, agarrando la pulsera que llevaba en la muñeca con la otra mano y luego me giré yo también, intentando no llorar.