Tal como había hecho los últimos días, Annika trabajó hasta horas después de ponerse el sol. Y hasta aquel momento, entrada la noche, no tuvo ocasión de repasar la última nota que le habían puesto sobre la mesa: la petición de los nobles del reino de que se casara casi inmediatamente.
Annika no tenía ni idea de cuándo podría llegar el ataque, y no tenía muchos recursos para dar seguridad a su pueblo. Una boda, la promesa del mantenimiento de la dinastía…, eso sí podía dárselo. Se puso en pie, alejándose de todas aquellas tareas que de pronto se habían convertido en su responsabilidad, y se acercó a la ventana. Escrutó el cielo, buscando a Orión.
Ahí estaba, suspendido sobre su cabeza, el guardián de los cielos. Sacó el cordón negro con la borla que llevaba en el bolsillo y se lo enrolló en torno a la pulsera, y sintió que ella también tenía un guardián que la protegía.
En un dormitorio mucho menos fastuoso, Lennox estaba agachado, casi como rezando. Se encontraba de rodillas, con un fragmento de encaje entre las manos, mirando por la ventana que había sobre su cama, buscando a Casiopea. Cuando la encontró, solo pudo pensar en Annika. Pero mientras observaba las estrellas, que brillaban como una lejana esperanza, recordó que no volvería a verla, que nunca más la tendría a su lado. Pensaba pasar todo un día reclamando todo lo que le pertenecía. Sintió una punzada de dolor al pensar que reclamar esas tierras supondría una condena de muerte para Annika.
En su silencio, en su soledad, cada uno de ellos se preguntaba qué estaría haciendo el otro en ese momento. En la imaginación de Annika, Lennox estaba afilando su espada. En la de Lennox, Annika estaba dando órdenes. Ambos sonrieron, aunque estaban muy equivocados.
Pero ¿cómo iban a saber que estaban haciendo exactamente lo mismo, agarrándose a los pequeños fragmentos que conservaban el uno del otro y deseando desesperadamente tener a la persona amada a su lado?