LENNOX

Antes, hacer la ronda me parecía una tarea desagradable. Ahora, poder alejarme del castillo, de la muerte, de las discusiones y de la explotación me parecía una especie de liberación. ¿Cuántas veces había intentado imaginarme la vida en otra tierra, teniendo por fin todo lo que podía querer al alcance de la mano? De pronto me daba cuenta de que si me llevaba conmigo toda la manipulación de Vosino a un nuevo palacio, se convertiría en otra prisión.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Blythe.

Inigo iba unos pasos por detrás, y Griffin detrás de él. Todos teníamos la vista puesta en el horizonte.

—En el futuro —respondí con honestidad.

Ella sonrió, contenta.

—Estoy impaciente por verlo.

Me giré hacia Inigo y le hice un gesto con la barbilla, pidiéndole sin palabras que nos diera un poco de espacio. Él asintió, disminuyendo el paso hasta situarse al lado de Griffin.

¿Cómo se suponía que iba a explicarle a Blythe que ella no había hecho nada mal? ¿Cómo iba a convencerla de que ahora mis motivos para cortar nuestros vínculos eran diferentes a los de antes? ¿Cómo podía explicarle que era el único modo en que podía expresarle mi cariño?

Cuando conseguimos apartarnos lo suficiente de los demás, me giré y la miré. Ella casi siempre estaba pendiente de mí, y también ahora me miraba.

—Tengo que decirte algo —dije, con gesto serio.

Ella no dejó de sonreír, pero estaba claro que era una sonrisa frágil.

—De acuerdo.

—En primer lugar, quiero darte las gracias. Siempre has visto lo mejor de mí, y la verdad es que nunca he entendido por qué —reconocí—. Sigo sin entenderlo. Pero que lo hayas hecho significa mucho para mí.

En sus ojos se veía que se daba cuenta de que no hacía más que intentar proporcionarle algo con lo que consolarse para cuando le rompiera el corazón definitivamente.

—Hay muchas cosas buenas en ti, Lennox —dijo, en voz baja.

—Quizá sí —respondí, encogiéndome de hombros—. Pero sobre todo quiero que sepas que yo también veo las cosas buenas que hay en ti. Pasé mucho tiempo viendo en ti únicamente a una soldado, pero… eres mucho más que eso.

Tragó saliva.

—No lo alargues —dijo, soltando aire pesadamente y apartando la mirada—. Dilo ya.

Estaba cansado de hacer daño a otras personas.

—Blythe…, tú y yo…

Ella meneó la cabeza.

—Mira, si vas a ser un líder, no puedes limitarte a pensar en cómo empezar las cosas; tendrás que pensar también en cómo acabarlas. Y tienes que acabarlas bien. —Me miró fijamente, con frialdad por primera vez desde que nos habíamos empezado a conocer—. Es la última vez que acabo algo por ti —dijo, y se dio la vuelta.

El escalofrío que me recorrió el cuerpo era tan desagradable que estuve a punto de retirarlo todo. Quizá lo hubiera intentado, de no ser porque ocurrió algo mucho más grave.

—¿Lennox? —me llamó Griffin, en voz baja.

—¿Sí? —respondí, bajando yo también la voz.

Al momento, Blythe se agazapó y yo también me agaché junto al mirador.

—A tu izquierda —susurró ella.

Me giré lentamente y me encontré con un jinete enmascarado montando a caballo con una bandera blanca ondeando en lo alto. Para entonces Griffin e Inigo ya se habían unido a nosotros y observaban la llegada del jinete solitario.

—Eso no es accidental —observó Inigo—. Nos está buscando.

—Pues entonces puede encontrarnos —dije yo, saliendo de entre los árboles y situándome en medio de la llanura, mientras los otros seguían escondidos.

El jinete me vio casi al instante y redujo el trote aún más. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, dijo:

—Lennox.

—Sí —dije, esperando que mi rostro no revelara mi sorpresa al ver que sabía mi nombre.

—Tengo un regalo para ti, una oferta de paz. Directamente de su alteza real la princesa Annika Vedette.

Dicho así, el título completo de Annika sonaba como un poema.

Fuera lo que fuera lo que me hubiera enviado, lo agradecería. Pero desde luego ningún regalo podía ser mejor que el que me acababa de hacer: el saber que estaba viva. Tendí la mano.

—Entonces entrégame el paquete y vete.

Vi algo en sus ojos que me dejó claro que estaba sonriendo por debajo de la máscara. Tuve la impresión de que ya me había cruzado antes con esa mirada.

—No debo entregártelo hasta que me confirmes algo.

Resoplé, contrariado.

—¿El qué?

—Me ha dicho que no te dé esto a menos que puedas definirme con exactitud qué son esas «zalamerías».

Me quedé de piedra, sonriendo para mis adentros al ver que era capaz de flirtear conmigo de un país a otro.

—«Tengo desayuno» —le dije en voz baja.

Él contuvo una risita y desmontó. Se acercó cojeando levemente y se sacó una bolsita de lona del cinturón. Me la tendió.

Le miré a los ojos un momento y meneé la cabeza, incrédulo, cuando lo reconocí.

—Palmer. Así que llegaste vivo a casa. Qué audaz por tu parte volver aquí.

—Yo hago lo que me pide mi princesa —respondió.

Cogí la bolsa y aparté la mirada.

—Supongo que estará bien.

No podía preguntarle cómo llevaría la muerte de su hermano, pero necesitaba saber algo.

—Está todo lo bien que puede estar. Está intentando gobernar un país, organizar una boda y asistir a su padre y a su hermano en todo lo posible… Estoy seguro de que estará agotada, pero nunca lo reconocería.

Cada palabra de aquella frase fue como un puñetazo en el vientre, por diversos motivos.

En primer lugar, era cierto que gobernaba el país. Sabía perfectamente que era capaz de hacerlo, pero aun así me agradó oírlo.

En segundo lugar, su hermano no estaba muerto. Quizás estuviera enfermo —o quizá próximo a la muerte— pero estaba vivo, como el rey.

Y en tercer lugar…, una boda. Sabía que estaba obligada a casarse con nuestro querido Nickolas, pero se suponía que no había ninguna prisa. ¿Y si la próxima vez que se cruzaran nuestros caminos ya estuviera casada? ¿Cómo me sentiría?

—No —respondí—. No me parece el tipo de persona capaz de reconocer la derrota.

Tiré de los cordones que cerraban la bolsa, y en su interior encontré un frasco de cristal con una tapa perfectamente encajada. Parecía el tipo de frasco en el que una dama podía guardar su perfume o polvos para la cara, algo delicado, pensado para un tocador, no para un largo viaje. No resultaba fácil adivinar qué era lo que había dentro, puesto que el cristal biselado distorsionaba la imagen, pero lo abrí y encontré un minúsculo trocito de papel con una palabra escrita:

«Dahrain.»

Miré debajo y vi una tierra rica y oscura.

Me había enviado un trocito de mi hogar.

No pude evitar la emoción, aunque resultaba embarazoso dejarse llevar delante del enemigo y de mis compañeros soldados. Me llevé el frasco a la nariz y respiré hondo. Oh, qué bien olía. A plantas, a árboles…, a esperanza. Todas esas cosas podrían crecer en una tierra como esa.

Mientras yo miraba aquel frasco lleno de tierra, sentí los ojos de Palmer clavados en mí.

—Mi señor, necesito saberlo: ¿tienes intención de hacerle daño a mi princesa?

—¿Qué? —pregunté, limpiándome los ojos con el dorso de la mano lo más rápidamente posible.

—Necesito saber si tienes intención de matarla. Si existe la mínima sombra de tal posibilidad, acabaré contigo ahora mismo. Ya le he fallado una vez; no volverá a ocurrir.

—Vaya —dije, con una sonrisa sarcástica en el rostro—. Y yo que pensaba que estarías de mi lado.

Escrutó el horizonte y al momento me di cuenta de que había localizado a los otros que estaban escondidos tras los árboles. No pareció extrañarse al verlos allí.

—En cierto modo, lo estoy. Si hay alguna posibilidad de resolver todo esto pacíficamente, te apoyaré. Pero si piensas hacerle algún daño a mi princesa, a mi príncipe o a mi rey…, entonces eres mi enemigo.

—No puedo consentir más muertes. Nunca le haré daño, ni desearé que nadie se lo haga. Y ese es el motivo de que te diga esto: hay alguien en el castillo que quiere acabar con la vida de su alteza.

De pronto abrió los ojos como platos.

—¿Quién?

—Alguien que estuvo en la Isla. Es lo único que sé. Kawan cree que tu rey y tu príncipe están muertos. Voy a dejar que lo siga creyendo. Pero está convencido de que ahora lo único que nos separa de la corona es tu princesa.

Paseó la mirada por la hierba, moviendo los ojos nerviosamente, como buscando posibles nombres.

—Casi todo el ejército estaba en esa isla —dijo, lentamente—. Cualquiera de ellos habría podido verse acorralado por Kawan.

—No conozco cómo funcionan las cosas en vuestra corte. ¿Hay alguien en el palacio que pudiera guardarle algún rencor a la princesa?

Palmer me miró, incrédulo.

—No conozco a nadie en todo el país que no la adore. Es todo bondad.

—Bueno, entonces, en una situación en la que no hay nadie…, ¿podría ser cualquiera? —insistí.

Palmer asintió, horrorizado.

—Debes volver inmediatamente —dije—. Tienes que protegerla. Después de todo lo ocurrido, confiará en ti más que en ningún otro guardia, ¿no? ¿Te dejará estar a su lado?

—Veremos. Pero creo que ambos deberíamos ser sinceros. —Me miró, obligándome a sostenerle la mirada—. Llegados a este punto, ¿quién podría protegerla mejor que tú?

Tragué saliva.

—También es posible que nadie pudiera ponerla más en riesgo.

—Aun así, deberías venir conmigo.

Me giré a mirar hacia los árboles, donde Blythe y los otros esperaban, impacientes. ¿Qué sería de ellos si los abandonaba? Después de tanto esperar, de que pusieran sus esperanzas en mí, ¿cómo iba a abandonarlos?

—No puedo.

Aunque no le veía todo el rostro, observé su decepción a través de la máscara.

—Entonces recemos los dos para que viva. —Se giró y montó en su caballo—. ¿Tienes algo para su alteza? ¿Una prenda? ¿Algún mensaje?

Una prenda. Todo lo que yo tenía se lo daría. Ya tenía mi capa; tenía una pulsera hecha con el lazo; tenía hasta el último rincón de mi corazón. Si pudiera darle algo de gran valor, se lo daría, pero no tenía nada.

Ella lo tenía todo.

Me eché la mano al cinto y saqué las barras de avena que tanto le gustaban.

—Dale esto, y por favor dile que no deje de practicar los pasos.

—Otro mensaje en código —dijo él, meneando la cabeza—. Muy bien. Cuídate.

—Tú también.

Se giró y se fue, mirándome por encima del hombro una vez más antes de arrancar a galopar.

—¿Vas a dejar que se vaya? —exclamó Blythe, incrédula, corriendo hacia mi posición, con los otros siguiéndola.

Asentí.

—Ha entregado su mensaje, y yo necesitaba darle otro.

—¿Quién te ha mandado un mensaje? —dijo ella, mirando cómo se alejaba—. ¿El rey y el príncipe no están muertos?

Una vez más, encontré el modo de responder sin mentir:

—Fue la princesa quien lo envió.

—Oh —dijo ella, aparentemente molesta—. ¿Y?

Suspiré, agarrando con fuerza el frasco de tierra envuelto en su bolsita de tela.

—Creo…, creo que quiere la paz.

Blythe se rio.

—Dentro de unos días estará muerta y no tendrá la posibilidad de pedir la paz. Podemos hacernos con su territorio. Menuda imbécil —añadió, cruzándose de brazos y observando cómo desaparecía Palmer entre los árboles.

—¿Estás bien? —preguntó Inigo.

Asentí, con la mirada perdida.

—Sí, es solo que tengo demasiadas cosas en la cabeza.

Pero no eran demasiadas. Era solo una persona. Y no podía creerme que hubiera dejado pasar una ocasión para estar a su lado.