Desenvainé la espada, dejando a Rhett rabiando en la biblioteca, y eché a correr tras Palmer, que empezó a subir las escaleras.
—¿Han rebasado la muralla?
—Sí. Hemos enviado a la guardia. Tenemos que sacar a la gente.
—Estoy de acuerdo. Después de la batalla en el mar, no tendrán compasión.
Palmer asintió.
—Correré la voz.
—¿Y yo qué hago?
Al oír la voz me paré de pronto, y al girarme vi que Annika nos seguía de cerca, pese a su vestido con vuelo y sus tacones.
—Tu misión es la de mantenerte con vida. ¿Hay algún escondite fiable? ¿Algún sitio que solo tú conozcas? —le pregunté.
Me miró de pronto con una rabia tal que tuve que dar un paso atrás.
—¿Tú crees que voy a esconderme? ¿Ahora? Mi pueblo está a punto de morir. Tu pueblo está a punto de morir. No voy a salvar mi vida mientras la de ellos corre peligro.
Oír aquello, y comprobar que nos ponía a los dos en el mismo saco, redobló mis ganas de lanzarme al combate. Al ver que estaba dispuesta a sacrificar hasta su propia vida por la causa, tuve claro que su hermano había hecho bien cediéndole la corona.
—Entonces mantente a mi lado —le dije—. No te alejes de mí ni un segundo.
Ella asintió, agachándose para quitarse los zapatos. Con la espada se arrancó una parte del vestido, acortándolo para poder correr más rápido.
Palmer se acercó, jadeando.
—Yo voy abajo. Vosotros dos quedaos en la planta superior. Espero que no lleguen a subir, pero estad preparados por si lo consiguen.
Sin decir nada más se fue y empezó a impartir órdenes. En su ausencia, resultaba fácil creer que no estaba ocurriendo nada. Allí estaba todo muy tranquilo. Me giré hacia Annika.
—Siento haber desencadenado esto.
—Yo siento que necesitaras hacerlo.
—Quiero que sepas que te escojo a ti —dije, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas—. Por encima del territorio, por encima de la corona. Te quiero a ti. Me he pasado muchos años deseando recuperar Dahrain, pero lo único que he querido en la vida eres tú. Si ocurriera algo, necesito que lo sepas.
Ella me miró, y sus ojos recorrieron mis rasgos del mismo modo que aquella noche en la mazmorra: como si tuviera claro que no iba a volver a verme nunca más.
—Y yo te escojo a ti —dijo ella, señalando a su alrededor, y en su rostro apareció una sonrisa fatigada pero genuina—. Ya ves hasta dónde llegaba mi amor, Lennox: siempre he acabado perdiendo todo lo que he querido de verdad.
Su angustia, tan patente en su voz, me impresionó. Tenía muy presente la lista de personas que tanto había querido, y me sentía honrado de figurar en ella, a pesar de lo que me iba a costar al final.
Cubrí la distancia que nos separaba, le pasé los dedos por entre el cabello y acerqué mis labios a los suyos. Si tenía que morir, al menos lo haría sabiendo que contaba con el amor de Annika Vedette.
Ella dejó caer la espada para poder rodearme con sus brazos, y yo la imité, tirando mi espada a un lado. La abracé con fuerza, con la satisfacción de ver lo bien que encajaba entre mis brazos. Aspiré su aroma, sentí su calor, percibí su sabor, y me lo guardé todo en el corazón. Pasara lo que pasara, sería un recuerdo que nadie podría arrebatarme.
Oí el caos a lo lejos. Nos separamos, concediéndonos un momento para mirarnos el uno al otro. Los dos fuimos a por nuestras espadas, y vi llegar el peligro en forma de un soldado kadieriano que se defendía en la escalera, a lo lejos. La que le hacía retroceder era Blythe, que aprovechaba cada movimiento del soldado para ganar terreno. El que intentaba frenar sus envites era Mamun, ahora lo veía.
Tras ellos estaban Palmer y Griffin, e Inigo se enfrentaba a alguien que yo no conocía. Daba la impresión de que todos se habían concentrado allí, guiados por un destino aciago.
—Lennox —preguntó Annika en voz baja—. ¿A quién nos enfrentamos nosotros?
Analicé la escena una vez más.
—A nadie, si podemos evitarlo, pero a todos, si es necesario.
Blythe apartó la mirada un momento de Mamun y nuestras miradas se cruzaron. Vi que ponía la vista en Annika. El gesto que hizo dejaba claro hasta qué punto se sentía traicionada. Estaba claro que yo la veía como una amiga, pero ella me veía como un enemigo.
Mamun lanzó un golpe y le hizo un corte en el brazo, pero ella se movió como si no sintiera nada, y se vino directa hacia mí. En sus ojos se veía que estaba decidida a hacerme el máximo daño posible.
En el segundo que tardé en reaccionar y adoptar la posición de defensa, Annika ya estaba allí, espada en ristre, bloqueando a Blythe con un movimiento que solo podía calificarse de elegante.
—Milady, baje la espada —le urgió Annika.
—¡Aparta! —gritó Blythe.
Blythe nunca había sido muy habladora, y enseguida reaccionó. Me sentí como pegado al suelo, incapaz de apartar la vista de aquel combate. Annika era puro estilo, Blythe era pura rabia; cuando se encontraron, fue algo hipnótico.
Me giré y vi a Inigo a mi lado. Su rival de un minuto antes yacía inmóvil en el suelo, y ahora tenía los ojos puestos en mí, preguntándome por qué me había ido.
—Eras mi amigo —dijo.
—Aún lo soy. Quizá más que nunca.
—Nos abandonaste.
—Vine a salvar a la mujer que amo y, de paso, encontré un modo de salvaros también a vosotros. De salvarnos a todos.
Por un instante vi la esperanza en su rostro, vi que quería creer. Pero perdí la ocasión de explicarme cuando un guardia kadieriano se le echó encima.
—Necesito encontrar a Kawan —le grité.
—¿Por qué? ¿Qué va a hacer él? —respondió mientras combatía.
—Nos matará a todos si no lo paramos. Te juro que podemos poner fin a todo esto sin más derramamiento de sangre.
—¡Todos quietos! —gritó Annika, con un grito tan desesperado que no solo la obedecí yo, sino también la mayoría de los que la rodeaban.
Blythe estaba en el suelo. Un guardia le había clavado la espada en la espalda, abriéndole una gran herida y haciéndole caer al suelo. Al momento, Annika se arrancó una tira de tela del vestido y presionó con ella en la espalda de Blythe para bloquear la hemorragia.
—No —murmuró Inigo—. Si alguien iba a conseguirlo, era ella.
Lo miré y vi que tenía los hombros caídos, que agarraba la espada casi sin fuerzas. Nunca lo había visto así, aquello fue lo que me asustó realmente.
Annika le puso los dedos en la garganta a Blythe.
—Aún tiene pulso. Tenemos que llevarla a que la vea el médico —dijo, y levantó la vista, esperando que alguien hiciera algo. En su mundo, eso era lo que pasaba cuando hablaba.
Por un momento, pensé que ver a la gran reina de Kadier de rodillas intentando salvar la vida de su enemiga pondría fin al ataque, pero no fue así.
Griffin habría hecho las paces consigo mismo tras perder a Rami, pero estaba claro que no con los que la habían matado. Mientras todos los demás estaban inmóviles, él echó a correr hacia delante con la espada en ristre. Tal como la llevaba, estaba claro que iba a decapitar a Annika.
Fue como si mi espada se moviera sola. Me eché hacia delante y la hundí en el pecho de Griffin.
No hizo ningún ruido. Apenas un jadeo, y cayó de rodillas.
Fui yo quien lloró. Fui yo quien emitió algún sonido, no él.
—Griffin —sollocé, poniéndome de rodillas a su lado—. Griffin, lo siento mucho. Yo no…, yo…
Él levantó la mano y agarró la mía, manchándomela de sangre. Temblaba incontroladamente. Respiró un par de veces con esfuerzo y luego habló:
—De todos modos…, era demasiado duro… seguir adelante… sin ella.
Asentí y me giré para mirar a Annika, que tenía los ojos cubiertos de lágrimas. Luego me volví de nuevo a mirarle a él, que había sido la alegría del castillo.
—Así es como me siento yo.
Por un momento, pareció comprenderlo todo y sus ojos se le iluminaron.
—Entonces…, te per…
La tensión de su mano desapareció. Mi amigo me había dejado.
Di un paso atrás, asqueado conmigo mismo. No quería que muriera nadie más; su vida siempre pesaría sobre mi conciencia.
—¿Dónde está Kawan? —pregunté, con una voz tan grave y profunda que ni siquiera me parecía que fuera mía.
Inigo, Palmer, Mamun y el soldado sin nombre guardaron silencio. Annika seguía en el suelo, junto a Blythe.
Nadie tenía una respuesta, y tampoco importaba. Otra oleada de soldados aparecieron por las escaleras, enfrascados en la batalla, entrechocando sus espadas frenéticamente. Ahora había un peligro añadido, ya que se oían disparos de mosquetes. Nos tuvimos que levantar y nos pusimos en guardia. Recuperé mi espada, sacándosela con cuidado a Griffin, y me puse delante de Annika.
—Frenadlos, pero no los matéis si podéis evitarlo —ordené, aunque no tenía muy claro con qué autoridad.
Inigo estaba a mi izquierda, y Palmer, a mi derecha. Mamun y el otro soldado avanzaron, atacando con precisión, hiriendo a los atacantes en el muslo, en el brazo, en las manos…
—¿Y ahora, qué? ¿De pronto somos aliados? —preguntó Inigo.
—Tengo pruebas —dije, y por el rabillo del ojo vi que se giraba a mirarme—. Pruebas de cuál es la verdadera historia de este territorio. Annika las encontró.
Él la miró, y ella le devolvió la mirada, asintiendo.
Tuve que dejar de hablar, intentando apartar la mente de lo que acababa de hacer, esperando poder luchar con el suficiente cuidado como para no tener que volver a hacerlo. Annika estaba a mi lado, siguiendo nuestras iniciativas, atacando con la misma habilidad que si estuviera combatiendo con una sombra.
—¡¿Qué estás haciendo?! —exclamó alguien, con rabia y estupor en la voz.
Era nuestro querido Nickolas, cómo no, que había llegado de otra escalera. No me sorprendió lo más mínimo que hubiera sabido esquivar el foco de la batalla.
—Salvar a todos los que pueda —respondió ella, como si fuera de lo más obvio.
—¡Por Dios! —replicó él, atreviéndose una vez más a llevarle la contraria.
—¡Aparta! —le gritó ella, dándole un empujón mientras bloqueaba a duras penas el ataque de una espada dahrainiana.
—¡Deberías estar escondida! —le insistió él, tirándole del brazo.
Esta vez su idiotez fue demasiado lejos. Al tirar de ella la dejó indefensa, y la punta de la espada, afilada como una cuchilla, le hizo una herida en el pecho.
—¡Ah! —gritó.
Se agachó y se cubrió la herida con la mano.
Nickolas y yo nos miramos. Tuve claro que esa noche podría matar a alguien más. Él pareció comprender qué había hecho, y decidió llevársela de allí.
Annika soltó un grito cuando la levantó; temí que la herida fuera más profunda de lo que me había parecido en un principio.
Jadeando, me señaló y gritó con todas sus fuerzas, de modo que todos —tanto kadierianos como dahrainianos— la oyeran:
—¡Ese es vuestro rey! ¡Es nuestro rey! ¡Salvad al rey!