—¡Evitad muertes innecesarias! ¡Haced prisioneros! —gritó Palmer mientras corríamos.
Inigo y yo también lo hicimos, pero no importaba. Allá donde mirara había cadáveres. Ya me temía la imagen que me encontraría al amanecer.
Si es que llegábamos al amanecer.
Si aguantábamos tanto.
Mamun sugirió ir al gran salón. Según decía, allí los combates seguían siendo intensos. Así que seguí a Palmer, esperando encontrar a Annika al final de todos aquellos pasillos.
Sabía que estábamos llegando cuando vi las manchas de sangre en el suelo. Era raro ver las huellas de unos zapatos de tacón dejando un rastro rojo por el pasillo, y me pregunté si la dama que las había dejado estaría a salvo. Nuestros pasos resonaron en el amplio salón. Unas cuantas velas seguían encendidas, iluminando con una luz muy tenue lo que parecía ser una escena de absoluta destrucción. Había sillas tiradas por todas partes y bajo las ventanas rotas se amontonaban los trozos de cristal, como hojas caídas de un árbol.
Annika tampoco estaba allí…, pero no estábamos solos.
—¡Lennox! —gritó mi madre desde el otro extremo de la sala.
Su esperanzada voz resonó como el eco. Quiso acercarse a mí, pero Kawan la agarró de la muñeca. No parecía que tuviera prisa por moverse. Y por lo que se veía ya había encontrado un trono en el que sentarse.
Mi trono.
—Siempre tienes que complicar las cosas, ¿verdad? —dijo.
Avancé lentamente, con la sensación de que él también estaba listo para poner fin a todo aquello.
—Nunca esperas. Nunca escuchas. Nunca nunca obedeces. —Hablaba con rabia contenida, y soltó a mi madre para agarrar con fuerza el apoyabrazos redondeado del trono—. Pero cuando te fuiste sin dar ningún indicio de que fueras a volver, pensé: «Si ese niñato puede colarse en el palacio sin que lo detecten, puedo tomarlo con mi ejército más fácilmente de lo que pensaba». —Levantó las manos y luego las dejó caer—. Y tenía razón.
Soltó una carcajada mientras la gente seguía muriendo a nuestro alrededor, y prosiguió:
—¡Es más, te has condenado tú mismo! Te has convertido en traidor justo cuando esto estaba a punto de acabar. ¿Ahora quién te va a seguir?
Se notaba que estaba disfrutando con aquello.
—¿Tú lo sabías? —pregunté—. El día que te presentaste en nuestra casa, hablaste con mi padre y lo convenciste de que se uniera a tu causa… ¿Ya lo sabías?
Su silencio fue la única respuesta que necesitaba.
—Siempre pensamos que la idea de atacar al rey se le había ocurrido a mi padre por su cuenta. ¿Le enviaste tú a esa misión con la esperanza de que fracasara? ¿De que muriera?
Giró levemente el cuello, incómodo ante las preguntas.
—¿Pensabas que si me denigrabas lo suficiente acabarías aplastándome? ¿Pensabas que me convertirías en tu esclavo? ¿Que nunca tendría las agallas suficientes para reclamar lo que es mío?
—¿De qué va esto? —preguntó mi madre, mirando a Kawan y luego a mí, a la espera de una respuesta.
Antes de que pudiera decir nada más, una mano me agarró del cabello y me encontré la hoja de una espada contra el cuello. Mi reacción de sorpresa no fue nada comparada con los gritos de mi madre. Palmer e Inigo se giraron enseguida, con las espadas en ristre.
—Suelta la espada —me ordenó Mamun al oído—. O muere.
Sabía que me arrepentiría, pero dejé caer la espada, que repiqueteó contra el suelo de mármol, y me encontré con la sucia hoja de la de Mamun presionándome la piel. Solo podía pensar en que, si había conseguido sobrevivir a tantas cosas para morir así, ¿qué sentido tenía?
—¿Acabo con él ya? —preguntó Mamun.
—Aún no. Puede que todavía me sea útil —respondió Kawan.
Tenía que reconocer que había sido un acierto escoger a un guardia de a pie como infiltrado: un movimiento inteligente por su parte. Un guardia nunca le disputaría el poder, nunca se le opondría. Un guardia tomaría todo lo que pudiera y huiría para vivir una vida más desahogada. Eso también explicaba por qué Mamun se había apresurado tanto a acabar con Nickolas. Había faltado poco para que nos convenciera de que no tenía nada que ver con esto.
—Tal como le dije a Nickolas, sea lo que sea lo que te ha prometido, no te lo dará —le dije a Mamun en voz baja.
Él no respondió.
—¿Qué hay de los otros? —preguntó Kawan.
—El rey ha muerto esta mañana —le informó Mamun—. El príncipe resultó gravemente herido y hasta ayer no despertó. Afortunadamente, ha huido de palacio para vivir su historia de amor.
—Confié en ti —dijo Palmer, claramente dolido—. ¿Cómo has podido hacerles esto?
—¡Tú estuviste allí! Tú lo viste empujar a su hija contra una mesa de cristal —le recordó Mamun—. Viste cómo hacía daño a su propia hija. Y también has visto lo egoísta que se ha vuelto el príncipe. Has visto al rey tomando decisiones sin sentido. ¿Para qué queremos a otra generación de reyes? —dijo, y noté que meneaba la cabeza, hablando cada vez con más desesperación—. ¡No seguiré sirviéndolos! Ni a ellos ni a los arrogantes cortesanos que me pasan sus copas vacías como si fuera un mayordomo. ¡A nadie! ¡Quiero vivir en una tierra libre!
—¿Y tú crees que ese hombre, que es capaz de poner en juego la vida de su propio pueblo en una misión suicida, va a darte la libertad? —gritó Palmer, señalando a Kawan.
—¿Y nuestro rey no era peor aún? —preguntó Mamun, haciendo callar a Palmer—. No, todo será diferente cuando hayamos acabado con ella —insistió. Por su tono noté que había dejado de hablar con Palmer y ahora se dirigía a Kawan—. Ahora mismo la princesa puede estar viva o muerta; no hay modo de saberlo. Si ha sobrevivido hasta ahora, es muy posible que si se encuentra el cadáver de este —dijo, hablando de mí— se una a él gustosamente.
—¿No sabes si está viva? —preguntó Kawan, airado—. ¿Cómo voy a confiar en ti si has perdido a la única persona que necesitamos ver muerta?
—Ya, pero es que estoy muy viva.
Pese a la fuerza con que Mamun me tenía agarrado, giré el cuello lo que pude; solo necesitaba ver a mi Annika un momento. Ella entró en el salón, descalza, arrastrando la espada por el suelo. En la otra mano llevaba dos libros unidos por una cadena. Se había enrollado las cadenas en torno a la muñeca, y daba la impresión de que le harían daño, pero no parecía que lo notara siquiera. Una enorme mancha de sangre empapaba la tela en la zona de la herida. Y además de todo eso estaba cubierta de algo —quizá suciedad o ceniza— y tenía el aspecto de haber atravesado un infierno.
—Volvemos a encontrarnos —le dijo a Kawan, a modo de saludo—. Debo decir que para alguien tan decidido a hacerse con la corona, tienes los modales de un perro.
—No tengo muy claro que sea el momento de lanzar insultos. Tengo tu reino en mis manos. ¿Quieres que ordene que maten hasta al último de tus súbditos, solo porque su patética princesa es incapaz de cerrar la boca? ¿Es que no te han enseñado a callarte cuando hablan los mayores?
Ella suspiró, girándose a mirarme. No parecía alterada al ver que tenía una espada en la garganta, al ver que su enemigo estaba sentado en el trono de su padre. Se limitó a levantar la espada, apuntando a Kawan, con un tono de hastío e irritación en la voz.
—Otro que se cree que puede decirme lo que debo hacer.
Tenía razón. Yo había cometido ese error una sola vez.
—Sal del trono de su majestad —le ordenó.
Kawan ladeó la cabeza, divertido.
—Tu padre está muerto, niña.
Ella imitó su gesto, inclinando la cabeza hacia un lado y sonriendo.
—Pero el rey está vivo. Tú y yo lo sabemos perfectamente.
La sonrisa de Kawan desapareció inmediatamente.
—¡Mátalo! —ordenó.
—¡Abajo! —gritó Annika.
Me agaché, pero no lo suficientemente rápido. Se llevó un mechón de mi cabello al hacerle un tajo a Mamun con la espada, abriéndole el cuello por un lado.
Él retrocedió, llevándose las manos al cuello, intentando parar la hemorragia.
Yo ya estaba en el suelo, así que cogí mi espada y cargué contra Kawan. En los escasos segundos que tardé en cruzar la sala, él se jugó la última carta que escondía en la manga.
Se sacó una daga. Al principio pensé que era para mí, pero en lugar de eso se giró y se la clavó a mi madre en el vientre.
—¡No! —gritó Annika, a mis espaldas.
Mi madre cayó al suelo, pero yo no perdí de vista a Kawan, que se disponía a desenvainar la espada. De pronto la vista se me tiñó de rojo, di un salto adelante y me dispuse a acabar con él de una vez por todas. Pero antes de que pudiera llegar, Inigo estaba ahí.
Inigo siempre había sido algo más rápido que yo. Más fuerte, más listo, más sensato. Solo una vez había tenido suerte, y había tenido que rendirse ante mí.
Dio un empujón a Kawan, haciéndole caer de nuevo sobre el trono, bloqueando su huida y obligándome a dar un paso atrás.
—¿De verdad eres rey? —me preguntó.
Annika, que había corrido al lado de mi madre, respondió por mí.
—Sí, sí, lo es.
—Entonces demuestra que eres un rey justo. Llévalo a juicio. Tú viniste hasta aquí en busca de la paz; él provocó la guerra. Seamos mejores que él.
Una vez más, Inigo me demostró que era mejor que yo en todos los sentidos.
—Estoy segura de que el oficial Palmer estará encantado de llevárselo a las mazmorras en cuanto pueda —comentó Annika, sin alzar la voz, mientras le apartaba el cabello del rostro a mi madre.
Di un paso atrás.
—Átalo —ordené.
Inigo asintió y se dispuso a inmovilizar a Kawan en el suelo.
—No vas a tenerlo tan fácil —murmuró Kawan.
—Eso ya lo veremos —respondí.
—Reina madre —dijo Annika, con delicadeza. Mi madre la miró. Empezaba a sangrar por la comisura de la boca, y supe que eso no era buena señal. Me aparté y caí de rodillas junto a Annika—. ¿Tiene alguna orden, mi señora? ¿Algo que desee que haga?
Ella esbozó una sonrisa.
—¿De verdad es rey mi Lennox?
Annika levantó el brazo, mostrando la muñeca envuelta en cadenas.
—Sí. Aquí tengo la prueba. Y usaré la poca autoridad que me confiere mi nombre para asegurarme de que ocupa su puesto. No tiene que preocuparse de nada, mi señora.
Ella asintió casi sin fuerzas y se giró hacia mí.
—Has escogido bien. Mejor que tu padre.
—No digas eso —respondí, sintiendo las lágrimas a punto de asomar.
Alargó un brazo tembloroso para cogerme la mano.
—La desesperación me ha impedido ser valiente. Lo siento.
—Hace mucho que te perdoné. Y espero que tú también me perdones.
Sonrió.
—Entonces sí que tengo una orden.
Bajé la cabeza, mostrándole el respeto que debería haber recibido hacía ya mucho tiempo.
—Lo que sea.
—Vivid. Vivid una vida llena de felicidad.
Me temblaban los labios, pero no quería echarme a llorar delante de ella; no quería que fuera eso lo último que viera.
—Sí, mi señora.
Le tembló todo el cuerpo un momento y se quedó inmóvil. Y así, el mismo día, Annika y yo nos habíamos quedado huérfanos.
No tenía palabras para expresar todo lo que sentía. La desesperación, la esperanza, la incertidumbre. Hoy había ganado el derecho al trono, pero sentía un agujero en el estómago, un vacío imposible de llenar.
Al final, no importaba que pudiera hablar o no. Annika había llegado al límite y perdió el conocimiento, cayendo pesadamente entre mis brazos.