Annika Au Sucrit observaba, embelesada, el bebé que tenía en los brazos. El pequeño bostezaba; era un movimiento minúsculo, pero para ella no era menos extraordinario que un amanecer o una sinfonía. Lennox también estaba pletórico, viendo que el niño se agarraba al mismo dedo en que llevaba su alianza de boda. Nunca reconocería que estaba tan aterrado como contento, pero su esposa seguro que lo sabía.
Lennox se giró a mirar a Annika, y pensó que no era ninguna sorpresa que hubiera encontrado una cosa más en la que ser extraordinaria. ¿Es que había algo en que no lo fuera? Y esa nueva personita que parecía tener los ojos y la nariz de su padre… ¿Qué podría llegar a hacer algún día?
Ambos se tomaron un momento para disfrutar de la nueva situación, ahora que eran una familia de tres. Sí, tendrían más tiempo después, una vez que se hubieran ido todos los visitantes, pero ahora necesitaban aquellos pocos minutos para su disfrute personal.
Lennox insistía en que les enseñarían a sus hijos los juegos de Annika, a salir en busca de las piedras de colores del palacio. Annika quería que les enseñaran las danzas del pueblo de Lennox, uniendo las manos y girando hasta marearse. Ambos decidieron que no les darían a sus hijos los nombres de sus padres, sino que usarían nombres nuevos. Y ambos decidieron que querrían al nuevo pueblo con todo su corazón.
Los dos juraron solemnemente contárselo todo a sus súbditos. Hablarían de los errores cometidos por uno y otro lado, y del perdón concedido por ambos. Reconocerían el pasado, conscientes de que no podían pasar por alto su historia ni tampoco pedir perdón constantemente por lo sucedido. Y confiarían en que si algo quedaba borrado por una mentira, con el paso de las generaciones la verdad volvería a la luz.
El hermano de Annika —ahora duque— y su esposa fueron los primeros en visitarlos. A la reina y a su mejor amiga, una cuñada que prácticamente era su hermana, se les llenaron los ojos de lágrimas al mirar el rostro del nuevo príncipe. Escalus, que había temido que algo fuera mal en el parto, estaba tan aliviado de ver a su hermana sana y salva que tardó unos minutos en ver al bebé. Cuando entraron Inigo y Blythe, Annika puso a su hijo en los brazos de Blythe y observó, complacida, como su amistad iba creciendo paso a paso. Lennox hizo un esfuerzo para no llorar cuando Inigo lo abrazó, tan orgulloso de su mejor amigo que no habría sabido expresarlo en palabras. Y Palmer se negó a entrar en la habitación, pero montó guardia en la puerta, tensándose cada vez que oía el mínimo llanto.
Hubo otros. Nobles, embajadores de visita y una sucesión de plebeyos que traían regalos de parte de todos los vecinos de sus pueblos. Y aunque no todo el mundo estaba convencido de la conveniencia de los cambios instaurados en el último año, no se podía negar que el joven rey y la joven reina estaban haciendo todo lo posible por reparar los daños, por crear algo nuevo a partir de un pasado fracturado. Así que las gentes del lugar, algunos contentos y otros algo compungidos, abandonaron los nombres de Kadier y Dahrain y llamaron a su nuevo pueblo «Avel».
Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Lennox tuviera un momento para descansar y coger aire, con su hijo en brazos, mientras su esposa dormía con la cabeza apoyada en su hombro. Lo compartían todo —el reino, la corona, el apellido— y habían creado un futuro juntos. Cada vez que le ocurría algo bueno, Lennox notaba que se tensaba, esperando que se lo arrebataran. Pero eso no ocurrió. Cada paso había supuesto siempre un nuevo desafío, pero siempre los había superado, y lo habían hecho juntos.
Así que mientras sostenía aquel ser precioso entre sus brazos se prometió compartir el optimismo de Annika. La cogería de la mano y caminarían juntos hacia el mañana.