La tierra yacía sola mecida por la oscuridad,
desnuda en sus aguas sin vida ni Adán, el espíritu
del padre la abrazó como su hogar, el cielo y la
tierra se besaron y el sol empezó a brillar. De sus
caricias nacieron poemas de luna y estrellas, de
sus tímidas risas la música del mar, de su tierno
amor blancas palomas, la brisa y la lluvia, veranos
de azahar. Cabellos de bosques y barbas de
nubes, vestidos de ángeles que hilan el soñar,
donde las miradas de hadas y las travesuras de
duendes sonreían como el día y no paraban de
jugar. Las barbas del padre se nublaron y los
cabellos de la madre empezaron a temblar, las
mariposas y los cisnes se callaron y una voz
comenzó a hablar. La voz dijo que su pueblo no
tenía cuerpo ni mundo donde estar y rogaba que
la tierra fuese su hogar. La madre y el padre se
miraron y de aceptación fue su ademán, los
conejos y las ardillas lo hablaron, la voz parecía
ruiseñor de sinceridad. La madre rasgó su vestido
de ángeles, se arrancó una pestaña de barro y
empezó a moldear, hizo una casa de arcilla, a la
que hoy llamamos cuerpo, e invitó a la voz a
pasar. La voz movió lo que hoy llamamos dedos,
y la cara repetidamente se empezó a tocar. La
nariz, la lengua, el culo… y sus piernas saltaron
de felicidad. Vinieron otros y el padre y la madre
los trataron por igual, pero el reloj del tiempo
mostró que algunos no sabían amar; actitudes de
mal, creadores de odios, muerte en vida, vaginas
de corazones rotos. La madre y el padre se
preguntaron; ¿pero si les hicimos como a
nosotros? Entre el fuego de la guerra y la sangre
de la tierra entendieron que sin amor éramos
monstruos.
No miréis hacia arriba,
mirad hacia vuestros lados.