¿Cómo es posible que la enseñanza escolar de la literatura se haya convertido en lo que es? De entrada la respuesta que podemos dar a esta pregunta es simple: porque es reflejo de un profundo cambio en la enseñanza superior. Si los profesores de francés, en su inmensa mayoría, han adoptado esta nueva visión, es porque en la universidad los estudios literarios han evolucionado de forma paralela, ya que antes de ser profesores han sido alumnos. Este cambio tuvo lugar una generación atrás, en los años sesenta y setenta del pasado siglo, y a menudo bajo el estandarte del «estructuralismo». Yo participé en ese movimiento, de modo que ¿debería sentirme responsable de la situación actual de la disciplina?
Cuando llegué a Francia, a principios de los años sesenta, las tendencias dominantes en los estudios literarios universitarios eran muy diferentes de las de hoy en día, como acabo de recordar. Además de la explicación del texto (fundamentalmente un ejercicio práctico), se pedía sobre todo a los alumnos que se ciñeran a un marco histórico y nacional. Los raros especialistas que constituían la excepción a esta regla daban clases fuera de Francia o al margen de las cátedras de estudios literarios. En lugar de interrogarse en profundidad sobre el sentido de las obras, los doctorandos redactaban el inventario exhaustivo de elementos periféricos: biografía del autor, posibles prototipos de los personajes, variantes de la obra y reacciones que suscitó en sus contemporáneos. Para mí era necesario compensar este enfoque con otros que conocía gracias a lecturas en lenguas extranjeras: formalistas rusos, teóricos alemanes del estilo y de la forma (Spitzer, Auerbach y Kayser), y autores del Nuevo Criticismo estadounidense. Quería también que se explicitaran los conceptos que se emplean en el análisis literario, en lugar de proceder de manera meramente intuitiva. Por esta razón trabajaba con Genette para elaborar una «poética» o estudio de las propiedades del discurso literario.
Desde mi punto de vista –tanto ahora como entonces–, el enfoque interno (estudio de la relación que mantienen entre sí los elementos de la obra) debía completar el enfoque externo (estudio del contexto histórico, ideológico y estético). La cada vez mayor precisión de los instrumentos de análisis permitiría estudios más sutiles y rigurosos. Pero el objetivo último seguía siendo entender el sentido de las obras. En 1969 organicé, en colaboración con Serge Doubrovsky, unas jornadas sobre «La enseñanza de la literatura» en Cerisy-la-Salle. Releo ahora mis conclusiones tras los debates y me parecen bastante desaliñadas (es la transcripción de una intervención oral), pero claras a este respecto. Introducía la idea de una poética y añadía: «La desventaja de este tipo de trabajo es, por así decirlo, su modestia, el hecho de que no va demasiado lejos, que jamás será más que un estudio preliminar, que consiste precisamente en constatar e identificar las categorías que entran en juego en el texto literario, no en hablarnos del sentido del texto»1.
Mi intervención (y la de las personas de mi entorno en aquella época) pretendía equilibrar mejor lo interno y lo externo, la teoría y la práctica. Pero las cosas no sucedieron así. El espíritu del mayo del 68, que en sí mismo nada tenía que ver con las tendencias de los estudios literarios, transformó de forma radical las estructuras universitarias y modificó profundamente las jerarquías. El movimiento del péndulo no se detuvo en un punto de equilibrio, sino que siguió adelante en dirección contraria, hasta el extremo de que en la actualidad lo único que cuenta son los enfoques internos y las categorías de la teoría literaria.
Este profundo cambio en los estudios universitarios de la literatura no puede explicarse sólo por la influencia del estructuralismo; o si se prefiere, es preciso intentar entender de dónde procede la fuerza de esta influencia. Y aquí entra en juego nuestra concepción subyacente de la literatura. Durante el período anterior, que duró más de un siglo, en la enseñanza universitaria imperó la historia literaria, es decir, fundamentalmente el estudio de las causas que conducen a la aparición de la obra: fuerzas sociales, políticas, étnicas y psicológicas de las que se supone que el texto literario es consecuencia; y también los efectos de ese texto, su difusión, su impacto en el público y su influencia en otros autores. Lo que se prefería entonces era insertar la obra literaria en una cadena causal. Por el contrario, el estudio del sentido levantaba sospechas. Se le reprochaba que jamás podría llegar a ser suficientemente científico y se abandonó a manos de otros comentaristas, a los que se tenía en poca estima, escritores o críticos de periódicos. La tradición universitaria no consideraba que la literatura fuera ante todo la materialización de un pensamiento y de una sensibilidad, o una interpretación del mundo.
Esta tendencia, que ha durado mucho tiempo, es la que ha recuperado y exacerbado la fase más reciente de los estudios literarios. Ahora se ha decidido (por citar sólo una formulación entre miles) que «la obra impone el advenimiento de un orden que rompe con el estado de cosas, la afirmación de un ámbito que obedece sus propias leyes y su propia lógica»2, y del que hay que excluir toda relación con el «mundo empírico» o la «realidad» (palabras que ahora sólo se emplean entre comillas). En otras palabras, en adelante la obra literaria se presenta como un objeto lingüístico cerrado, autosuficiente y absoluto. En 2006, en la universidad francesa, estas generalizaciones abusivas siguen presentes como postulados sagrados. No es sorprendente que los alumnos de instituto aprendan el dogma que afirma que la literatura no tiene la menor relación con el resto del mundo y estudien sólo las relaciones de los elementos de la obra entre sí. Y no cabe duda de que esto contribuye al creciente desinterés que los alumnos manifiestan respecto de la carrera de Letras: en varias décadas han pasado del 33 al 10 % de todos los inscritos en las pruebas de acceso a la universidad. ¿Para qué estudiar literatura si no es más que la ilustración de los medios necesarios para analizarla? En efecto, una vez concluido su recorrido, los estudiantes de letras se ven abocados a una elección dramática: o ser a su vez profesores de letras, o apuntarse al paro.
A diferencia de la escuela y del instituto, la universidad no obedece a programas comunes, por lo que podemos encontrar representantes de escuelas de pensamiento muy diferentes, incluso opuestas. Aun así, la tendencia que se niega a ver en la literatura un discurso sobre el mundo ocupa una posición dominante y ejerce una notable influencia en la orientación de los futuros profesores de francés. La reciente corriente de la «deconstrucción» no conduce en otro sentido. Es cierto que sus representantes se cuestionan la relación de la obra con la verdad y los valores, pero sólo para constatar –o más bien para decidir, ya que lo saben de antemano, porque ése es su dogma– que la obra es inevitablemente incoherente, que por lo tanto no consigue afirmar nada y que subvierte sus propios valores. A esto lo llaman deconstruir un texto. A diferencia del estructuralista clásico, que dejaba de lado la cuestión de la verdad de los textos, el posestructuralista sí quiere examinarla, pero lo que invariablemente comenta es que jamás se encontrará respuesta. El texto sólo puede decir una verdad, a saber, que la verdad no existe o que es inaccesible para siempre jamás. Esta concepción del lenguaje se extiende incluso más allá de la literatura y afecta, sobre todo en las universidades estadounidenses, a disciplinas cuya relación con el mundo hasta ahora no se había puesto en duda. Así, se describirá la historia, el derecho, incluso las ciencias naturales como si fueran géneros literarios, con sus reglas y convenciones. Al ser equiparadas con la literatura, que se supone que sólo obedece a sus propias exigencias, también estas disciplinas se han convertido en objetos cerrados y autosuficientes.
¿Estoy sugiriendo que debe eliminarse totalmente la enseñanza de la disciplina en beneficio de la enseñanza de las obras? No, pero cada una debe encontrar el lugar que le corresponde. En la enseñanza superior es legítimo enseñar (también) los enfoques, los conceptos que se aplican y las técnicas. La enseñanza secundaria, que no está destinada a especialistas de la literatura, sino a todos, no puede tener el mismo objeto. Lo que está destinado a todos es la literatura en sí, no los estudios literarios, por lo tanto es preferible enseñar la primera que los segundos. La labor del profesor de secundaria no es tan sencilla: interiorizar lo que ha aprendido en la universidad, pero en lugar de enseñarlo, hacer de ello una herramienta invisible. ¿No es pedirle un esfuerzo excesivo, que ni siquiera sus propios profesores fueron capaces de hacer? No nos sorprendamos después si no lo hace del todo bien.
La concepción reduccionista de la literatura no sólo se pone de manifiesto en las aulas escolares o universitarias, sino que cuenta con gran cantidad de representantes entre los periodistas que reseñan libros, incluso entre los propios escritores. Nada tiene de sorprendente. Estos últimos han pasado todos por la escuela, muchos de ellos también por las facultades de letras, donde les enseñaron que la literatura sólo habla de sí misma y que la única manera de rendirle homenaje es destacar cómo funcionan sus elementos constitutivos. Si los escritores aspiran a recibir elogios de la crítica, deben ajustarse a esta imagen, por pálida que sea. Por lo demás, muy a menudo ellos mismos empezaron siendo críticos. Esta evolución es más pronunciada en Francia que en el resto de Europa, y en Europa más que en el resto del mundo. Al mismo tiempo cabe preguntarse si no encontraremos aquí una de las explicaciones del escaso interés que suscita hoy en día la literatura francesa más allá de las fronteras del país.
Muchas obras contemporáneas ilustran la concepción formalista de la literatura: cultivan la construcción ingeniosa, los procedimientos mecánicos de creación del texto, las simetrías, los ecos y los guiños. Aun así, esta concepción no es la única tendencia imperante en la literatura y la crítica periodística francesas en estos comienzos del siglo XXI. Hay otra corriente influyente que encarna una visión del mundo que podríamos calificar de nihilista, según la cual los hombres son tontos y malos, la destrucción y la violencia muestran la verdad de la condición humana, y la vida es el advenimiento de un desastre. En ese caso ya no podemos pretender que la literatura no describe el mundo, pero en lugar de ser una negación de la representación, se convierte en una representación de la negación. Pero eso no le impide ser también objeto de una crítica formalista, dado que, para ésta, el universo representado en el libro es autosuficiente, nada tiene que ver con el mundo exterior, es lícito analizarlo sin cuestionarse la pertinencia de las opiniones que expresa el libro ni la veracidad de la imagen que representa. La historia de la literatura ofrece muchas muestras de ello: es fácil pasar del formalismo al nihilismo, y viceversa, e incluso pueden cultivarse ambos a la vez.
Por su parte, la corriente nihilista cuenta con una importante excepción, que tiene que ver con esa pequeña parte del mundo que constituye el propio autor. En efecto, otra práctica literaria surge de una actitud complaciente y narcisista que lleva al autor a describir con todo detalle sus más mínimas emociones, sus más insignificantes experiencias sexuales, sus reminiscencias más fútiles. Cuanto más repugnante es el mundo, más fascinante es uno mismo. Y además, hablar de uno mismo no elimina ese placer, ya que lo fundamental es hablar de uno, y lo que se diga es secundario. Entonces la literatura (en este caso mejor decir la «escritura») no es más que un laboratorio en el que el autor puede estudiarse a sí mismo cuanto le plazca e intentar conocerse. Podríamos calificar esta tercera tendencia, tras el formalismo y el nihilismo, de solipsismo, que toma el nombre de esa teoría filosófica que postula que el propio yo es el único ser que existe. Es cierto que la teoría es tan inverosímil que está condenada a la marginalidad, pero eso no le impide convertirse en un programa de creación literaria. Una de sus recientes variantes es lo que se ha dado en llamar la «autoficción»: el autor se dedica también aquí a evocar sus estados de ánimo, pero además se libera de toda coacción referencial y goza así a la vez de la supuesta independencia de la ficción y del placer de darse importancia a sí mismo.
Es evidente que el nihilismo y el solipsismo literarios van de la mano. Ambos se apoyan en la idea de que el yo y el mundo están radicalmente separados, es decir, que no existe un mundo común. Sólo puedo afirmar que la vida y el universo son del todo insoportables si previamente me he excluido de ellos. Y de forma recíproca, decido dedicarme en exclusiva a describir mis propias experiencias sólo si considero que el resto del mundo no tiene valor, y además no me incumbe. Así pues, estas dos visiones del mundo son igualmente parciales: el nihilismo omite incluir en la desoladora imagen que representa un espacio para sí mismo y para sus semejantes; el solipsismo olvida representar el marco humano y material que le hace a él mismo posible. El nihilismo y el solipsismo no refutan la opción formalista, sino que la completan. En cualquier caso, aunque de modos diferentes, lo que se niega o se desprecia es el mundo exterior, el mundo que el yo comparte con los demás. Y en buena medida por esta razón la creación contemporánea francesa va de la mano de la idea de literatura que orienta la enseñanza y la crítica, una idea limitada y pobre hasta el absurdo.