Capítulo 10
Bellamy

Era alucinante lo mucho que aquel lugar cambiaba a lo largo del día. Por la mañana, todo parecía nuevo y fresco. Incluso el aire era más seco. Por la tarde, en cambio, la luz se amortiguaba y los colores se suavizaban. De momento, eso era lo que más le gustaba de la Tierra: que fuera tan imprevisible. Como una de esas chicas que siempre te tienen en ascuas. A Bellamy le atraían aquellas que no se dejaban conocer del todo.

Una carcajada llegó a sus oídos, procedente del otro lado del claro. Bellamy se dio la vuelta y vio a dos chicas encaramadas a una rama baja, que soltaban risitas mientras empujaban a un chico que intentaba unirse a ellas. Allí cerca, un grupo de waldenitas se pasaba el zapato de una chica arcadia, que resbalaba descalza por la hierba, muerta de risa. Por un momento, le dolió que Octavia aún no estuviera lo bastante recuperada como para unirse a ellos; se había divertido tan poco en su vida… Por otra parte, a lo mejor era preferible que no se encariñase con nadie. En cuanto se le curara el tobillo, Bellamy y ella se marcharían para siempre.

Rompió la envoltura de un abollado paquete nutritivo, se metió la mitad en la boca y se guardó el resto en el bolsillo, bien envuelto. Tras inspeccionar los restos del accidente, habían descubierto lo que todos temían: no había más paquetes nutritivos que los que habían encontrado al aterrizar, apenas para unas pocas semanas. O bien el Consejo suponía que les bastaría un mes para aprender a vivir de la Tierra… o bien no creían que sobreviviesen tanto tiempo.

Graham había obligado a la mayoría a entregar los paquetes rapiñados al principio y, por lo que decía, había puesto a un arcadio llamado Asher a cargo de la distribución, pero ya existía un incipiente mercado negro: la gente cambiaba paquetes nutritivos por mantas o recibía raciones extra de agua a cambio de los mejores sitios en las atestadas tiendas. Wells se había pasado el día intentando que todo el mundo accediese a colaborar en una organización más racional pero, aunque algunos estaban de acuerdo, Graham no había tardado mucho en hacerlo callar.

Bellamy se giró al oír que las risas mudaban en gritos.

—¡Dámela! —chillaba un waldenita, tratando de quitarle algo a otro chico.

Al acercarse corriendo, Bellamy se dio cuenta de que discutían por un hacha. Sosteniéndola por el mango con ambas manos, el primero intentaba ponerla fuera del alcance del otro, que alargaba los brazos hacia la hoja.

Otros chicos y chicas echaron a correr hacia ellos, pero en lugar de separar a los contendientes como cabía esperar, se desperdigaron entre los árboles para recoger distintos objetos. Había herramientas esparcidas por la tierra: más hachas, cuchillos e incluso lanzas. Bellamy sonrió cuando sus ojos se posaron en un arco con sus flechas.

Aquella misma mañana había visto huellas de algún animal: auténticas pisadas, maldita sea, que se internaban en la arboleda. El descubrimiento había provocado una gran conmoción. En determinado momento, un mínimo de treinta personas se había congregado por la zona, dos haciendo observaciones la mar de útiles e inteligentes del tipo «no creo que sea un pájaro» o «debe de tener cuatro patas». Por fin, Bellamy había señalado que eran huellas de cascos, no de garras, y que por lo tanto debía de ser un herbívoro, un animal que podrían cazar para alimentarse. Tenía la esperanza de encontrar algo que pudiera usar como arma y ahora, en el primer golpe de suerte que tenía desde su llegada a la Tierra, acababa de dar con ello. Si todo iba bien, Octavia y él se habrían marchado para cuando los paquetes nutritivos se agotaran, pero no pensaba correr riesgos.

—Esperad un momento —una voz se elevó por encima del jaleo. Bellamy alzó la vista justo cuando Wells alcanzaba el lindero del bosque—. No podemos dejar que la gente se apropie de las armas al azar. Tenemos que clasificarlas y luego decidir quién las lleva.

Un revuelo de bufidos y miradas desafiantes brotó del gentío.

—Ese chico tomó al canciller como rehén —prosiguió Wells señalando a Bellamy, que ya se había colgado el arco y las flechas al hombro—. A saber lo que es capaz de hacer. ¿Queréis que alguien como él vaya por ahí pertrechado con un arma mortal? —el hijo del canciller levantó la barbilla—. Como mínimo, deberíamos someterlo a votación.

Bellamy se echó a reír sin poder evitarlo. ¿Quién diablos se creía que era aquel niñato? Se agachó, cogió un cuchillo del suelo y echó a andar hacia Wells.

Este se quedó donde estaba, y Bellamy se preguntó si le estaba costando sudor y lágrimas mantener su posición; o quizá no fuera el pelele que él pensaba. Justo cuando parecía que se disponía a apuñalar a Wells en el pecho, Bellamy dio la vuelta al arma y, apuntando al otro con el mango, se la puso en la mano.

—Últimas noticias, niño bonito —Bellamy le guiñó un ojo—. Aquí todos somos criminales.

Antes de que Wells tuviera tiempo de responder, Graham llegó hasta ellos. Esbozó una sonrisa indolente mientras los miraba primero a uno y luego al otro.

—Estoy de acuerdo con el honorable minicanciller —dijo—. Deberíamos guardar las armas a buen recaudo.

Bellamy retrocedió un paso.

—¿De qué vas? ¿Y dejarte a ti a cargo de ellas también? —pasó un dedo por el arco—. Ni soñarlo. Yo me propongo cazar.

Graham bufó.

—¿Y qué cazabas en Walden exactamente, aparte de chicas con mal gusto y cero autoestima?

Bellamy irguió la espalda, pero no dijo nada. Morder el anzuelo de Graham sería una pérdida de tiempo. A pesar de todo, se le crisparon los dedos sin poder evitarlo.

—O puede que ni siquiera tuvieras que cazarlas —continuó el otro—. Supongo que esa es la ventaja de tener una hermana.

Con un horrible chasquido, el puño de Bellamy se estrelló contra la mandíbula de Graham. Este retrocedió unos pasos, demasiado aturdido para protegerse antes de que Bellamy le atizara otro puñetazo. Sin embargo, se rehízo enseguida y propinó al otro un buen derechazo en la barbilla. Bellamy se dobló hacia delante y usó el peso de su propio cuerpo para empujar a Graham, que aterrizó en la tierra con un fuerte golpe. Pero justo cuando Bellamy estaba a punto de patearlo, Graham se giró y golpeó las piernas de su contrincante desde abajo.

Bellamy rodó sobre sí mismo e intentó sentarse a tiempo de rechazar a su oponente, aunque no fue lo bastante rápido. Graham lo sujetaba contra el suelo y sostenía algo por encima de su cara, un objeto que destellaba al sol. Un cuchillo.

—Ya basta —gritó Wells. Cogió a Graham por el cuello y lo apartó de Bellamy, que se giró a un lado, resollando.

—Pero ¿qué diablos? —vociferó Graham mientras se levantaba a trompicones.

Haciendo una mueca de dolor, Bellamy se arrodilló. Luego, despacio, se puso en pie y caminó hasta el arco. Echó un vistazo a Graham, que estaba demasiado ocupado fulminando a Wells con la mirada como para advertir que Bellamy recogía el arma.

—Solo por que el canciller te arropara por las noches no significa que estés al mando —escupió Graham—. Me da igual lo que te dijera papá antes de partir.

—No tengo ningún interés en ponerme al mando. Solo quiero asegurarme de que no acabemos todos muertos.

Graham intercambió una mirada con Asher.

—Si eso es lo que te preocupa, te sugiero que te metas en tus propios asuntos —se agachó para recoger el cuchillo—. No quiero que tengamos que lamentar algún accidente.

—No es así como vamos a hacer las cosas por aquí —afirmó Wells, sin ceder a la amenaza.

—¿Ah, no? —Graham enarcó las cejas—. ¿Y qué te hace pensar que tú tienes algo que decir al respecto?

—Porque no soy un idiota. Pero si te has propuesto convertirte en el primer asesino de la Tierra en varios siglos, adelante.

Bellamy suspiró mientras cruzaba el claro en dirección a la zona donde había descubierto huellas de animal. No le apetecía nada ponerse a jugar a ver quién mea más lejos, no si había comida que buscar. Se colgó el arco al hombro y se internó en el bosque.

Como había aprendido a muy temprana edad, si quieres algo, tienes que conseguirlo tú mismo.

 

 

Bellamy tenía ocho años cuando los visitaron por primera vez.

Su madre no estaba en casa, pero le había explicado al detalle lo que debía hacer. Los guardias rara vez inspeccionaban su unidad. Muchos se habían criado allí cerca, y aunque era verdad que a los nuevos reclutas les gustaba presumir de uniforme y molestar a sus antiguos rivales, les parecía de mal gusto revisar las casas de sus vecinos. Por desgracia, saltaba a la vista que el oficial a cargo de aquel regimiento no era de por allí. No solo por el acento engolado. También por la expresión con que miraba su diminuta vivienda, una mezcla de sorpresa y asco, como si se preguntara cómo era posible que en aquella pocilga vivieran seres humanos.

Había entrado sin llamar, cuando Bellamy estaba fregando los platos del desayuno. Solo tenían agua corriente unas pocas horas al día, por lo general mientras su madre trabajaba en los campos solares. Se había asustado tanto, que había dejado caer la taza que tenía en las manos. Horrorizado, la había visto rebotar en el suelo y luego rodar hacia el armario.

Los ojos del oficial se movían de lado a lado; estaba leyendo algo en su registro de córnea.

—¿Bellamy Blake? —preguntó con su extraño acento de Fénix, como si tuviera la boca llena de pasta nutritiva.

El niño asintió despacio.

—¿Está tu madre en casa?

—No —dijo él, haciendo lo posible por hablar con seguridad, tal como había practicado.

Otro guardia cruzó el umbral. El oficial le hizo una seña, y el recién llegado empezó a hacer preguntas en un tono robótico, como si hubiera repetido el mismo discurso muchas veces aquel día.

—¿Tiene usted el equivalente a más de tres comidas en su residencia? —preguntó en tono inexpresivo. Bellamy negó con la cabeza—. ¿Tiene usted alguna fuente de energía aparte de…?

El corazón de Bellamy latía tan desbocado que casi no oía la voz del guardia. Aunque su madre y él habían ensayado aquella escena y otras muchas en incontables ocasiones, nunca se había imaginado que el oficial tendría una mirada tan despierta y penetrante. Cuando los ojos del tipo se posaron en la taza caída para desplazarse al armario después, Bellamy pensó que el corazón le iba a estallar.

—¿No vas a contestar a la pregunta?

Bellamy alzó la vista y descubrió que los dos hombres lo miraban fijamente. El oficial fruncía el ceño con impaciencia, el otro solo parecía aburrido.

Intentó disculparse, pero su «lo siento» sonó más bien como un jadeo.

—¿Vive aquí algún inquilino permanente aparte de las dos personas registradas en esta unidad?

Bellamy inspiró hondo.

—No —respondió con firmeza.

Por fin se había acordado de adoptar la expresión de fastidio que su madre le había obligado a practicar ante el espejo.

El oficial enarcó una ceja.

—No sabes cuánto lamento hacerte perder tu precioso tiempo —dijo con falsa cordialidad.

Echando una última ojeada al piso, salió a toda prisa seguido del guardia, que cerró la puerta tras ellos.

Bellamy se dejó caer de rodillas, demasiado aterrorizado para responder a la pregunta que le aporreaba la mente: ¿qué habría pasado si hubieran abierto el armario?