Bellamy no podía dormir. Los pensamientos se arremolinaban en su mente, cada cual más acuciante, tanto que no podía distinguir dónde terminaba uno y dónde empezaba el otro.
Mirando las estrellas, intentó imaginar qué estaría pasando en la nave. No se podía creer que la vida siguiera como siempre a cientos de kilómetros de allí: los waldenitas y los arcadios deslomándose a trabajar mientras los habitantes de Fénix lucían sus modelitos en la cubierta observatorio e ignoraban las estrellas. Era lo único que añoraba de la colonia: las vistas. Antes del despegue, había oído decir que un cometa estaba a punto de llegar; el espectáculo desde la nave sería alucinante.
Escudriñando la oscuridad, trató de calcular cuántos días llevaban en la Tierra. Si sus cálculos eran correctos, el cometa cruzaría el cielo aquella misma noche. Seguro que habría una elegante fiesta de avistamiento en Fénix y reuniones menos formales en Walden y en Arcadia. Bellamy se sentó para observar el firmamento. Desde el claro no se veía nada —los árboles tapaban buena parte del cielo— pero desde la sierra tendría mejores vistas.
Octavia dormía tranquilamente a su lado, con su cabello brillante desparramado alrededor de la cabeza y la cinta roja atada a la muñeca.
—Vuelvo enseguida —le susurró antes de echar a correr por el claro.
El denso enramado del bosque impedía el paso a la luz de las estrellas, pero, gracias a sus muchas expediciones, conocía bien aquella zona del bosque: era capaz de prever cada pendiente, cada recodo y cada tronco del camino. Cuando por fin llegó a la cresta, se detuvo para recuperar el aliento. El aire frío le aclaró las ideas y las molestias en las piernas lo distrajeron de sus preocupaciones.
La bóveda celeste tenía el mismo aspecto que cualquier otra noche en la Tierra, y sin embargo daba una sensación distinta; las estrellas latían con un pulso eléctrico, como si supieran que algo estaba a punto de suceder. Y entonces, de repente, ocurrió. El cometa surcó el espacio, un rayo dorado contra la plata del firmamento, iluminando cuanto lo rodeaba, incluso el suelo.
Notó un hormigueo en la piel, como si las chispas del astro corrieran también por sus venas y hubieran impregnado sus células de algo más que energía: de esperanza. Al día siguiente, Octavia y él se marcharían para siempre. Al día siguiente, dejarían atrás la colonia y nadie volvería a decirles lo que debían hacer o qué clase de personas tenían que ser.
Cerró los ojos e imaginó la sensación. Ser libre de todo y de todos… incluso del pasado. Incluso, quizás, de los recuerdos que lo habían atormentado toda su vida.
Bellamy corrió por el pasillo, sin hacer caso de las protestas de sus vecinos y de las inútiles amenazas que proferían unos guardias demasiado perezosos como para perseguir a un niño de nueve años particularmente rápido solo para echarle la bronca. Sin embargo, a medida que se iba acercando a su hogar, todo aquel ímpetu se esfumó. Desde aquella terrible noche que había pillado a su madre tratando de matar a Octavia, lo ponía nervioso volver en casa.
Abrió la puerta y entró como un vendaval.
—¿Mamá? —gritó. Cerró la puerta tras él con cuidado antes de decir nada más—. ¿Octavia? —esperó, pero nadie respondió—. ¿Mamá? —volvió a llamarla.
Cruzó la sala principal y abrió unos ojos como platos al ver los muebles volcados. Todo indicaba que a su madre se le habían vuelto a cruzar los cables. Caminó despacio hacia la cocina, con el estómago tan encogido que le habría cabido en el ombligo.
Alguien gimió, y Bellamy cruzó la puerta a toda prisa. Encontró a su madre en el suelo de la cocina, tendida sobre un charco de sangre. Un cuchillo yacía a su lado.
Ahogó un grito y corrió hacia ella para sacudirle el hombro, desesperado.
—Mamá —chilló—. Despierta. Mamá.
La mujer pestañeó apenas y emitió otro leve gemido. Bellamy se puso en pie y jadeó al darse cuenta de que se había manchado de sangre los pantalones. Tenía que encontrar a alguien. Buscar ayuda.
Regresó a la habitación principal y, justo cuando estaba a punto de salir para avisar a un guardia, un ruido lo detuvo en seco. Volvió la vista al armario, que estaba entreabierto, un jirón de oscuridad que acechaba entre la puerta y la pared. Cuando se acercó, una carita llorosa asomó del interior.
—¿Estás bien? —susurró Bellamy a su hermana, cogiéndola de la mano—. Vamos —pero la niña volvió a meterse en el armario, temblando. El miedo que Bellamy sentía por su madre se esfumó al mirar a esa niña que había aprendido a temer la luz—. Ven, Octavia —la persuadió, y ella, indecisa, volvió a asomar la cabeza.
Por fin, salió a gatas del armario y miró a su alrededor con los ojos abiertos de par en par.
—Ven —repitió Bellamy. Cogió del suelo del armario la cinta roja que le había regalado y le ató los rizos negros con algo parecido a un lazo—. Estás guapísima.
La tomó de la mano, y se le aligeró el corazón cuando los deditos de su hermana se la apretaron. La llevó al dormitorio de su madre, la subió a la cama y se acurrucó a su lado, rezando para no tener que oír más ruidos procedentes de la cocina.
Sentados en el lecho, esperaron muy callados hasta que los gemidos de su madre cesaron y se hizo el silencio.
—Todo va bien, O —dijo Bellamy, estrechando a su hermana pequeña contra el pecho—. Todo va bien. Nunca más tendrás que esconderte.
Cuando la cola del cometa desapareció en la negrura, Bellamy bajó corriendo por la ladera, preocupado por si Octavia despertaba y lo echaba en falta. Pero al doblar la curva y buscar con la mirada el familiar despliegue de tiendas, solo vio llamas.
El campamento estaba ardiendo.
Bellamy se detuvo en seco y jadeó cuando la primera bocanada de humo llegó a sus pulmones. Durante un momento, solo pudo atisbar llamas y sombras, pero luego empezó a distinguir figuras. Gente que corría en todas direcciones, algunos saliendo de las tiendas en llamas, otros huyendo hacia los árboles.
Mientras volaba como una flecha hacia las mantas donde se había tendido junto a su hermana, sin dejar de escudriñar la oscuridad en busca de la silueta tendida de Octavia, solo tenía una idea en la cabeza. El terror que le arrebató el aliento no hizo sino confirmar lo que ya sabía: Octavia no estaba allí.
Gritó su nombre, mirando como loco a ambos lados y rezando para oír su vocecilla llamándole desde el borde del claro, adonde quizás había corrido para ponerse a salvo.
—¡Octavia! —chilló de nuevo, volviendo la cabeza en todas direcciones y forzando la vista para ver a través del humo. No te dejes llevar por el pánico, se dijo, pero no le sirvió de nada. Las llamas se abrían paso entre la oscuridad y Octavia no estaba por ninguna parte.
Bellamy acababa de contemplar el cielo solo para caer después en lo más profundo del infierno.