Capítulo 30
Clarke

Durante un rato —minutos, horas, Clarke no estaba segura— no oyeron nada más que el latido de sus corazones, el susurro de sus alientos entremezclados. De pronto, un grito procedente del claro se interpuso entre ellos. Clarke y Wells se levantaron de un salto. Clarke se apoyó en Wells para no perder el equilibrio mientras el mundo se perfilaba espantoso ante ella.

Wells le tomó la mano y juntos echaron a correr hacia el claro. Clarke oyó más gritos, pero ninguno era tan aterrador como aquel rugido capaz de desquiciarte.

Las llamas devoraban las tiendas, algunas de las cuales ya se habían convertido en restos carbonizados, como cadáveres de los antiguos campos de batalla. Figuras indefinidas corrían hacia el amparo del bosque, perseguidas por los tentáculos de las voraces llamas.

Thalia, pensó Clarke, horrorizada, y salió corriendo como alma que lleva el diablo. Su amiga estaba aún demasiado débil para salir de la tienda por su propio pie.

—¡No! —gritó Wells, forzando la voz para hacerse oír entre el griterío—. ¡Clarke, no es seguro!

Pero las palabras flotaron sobre ella como un soplo de ceniza. Clarke corría en línea recta al hospital de campaña, medio ahogada por el humo, parpadeando para ver a través de las llamas.

Con un abrazo de acero, Wells la aferró por la cintura y la arrastró contra su voluntad al refugio de los árboles.

—Suéltame —chilló ella mientras se debatía con todas sus fuerzas.

Sin embargo, Wells la sujetaba con firmeza, impidiéndole hacer nada más que observar impotente cómo el fuego engullía el hospital de campaña a menos de cien metros de donde estaban. Las llamas habían alcanzado un lateral de la tienda. El toldo de plástico que la cubría ya se había derretido y el humo se filtraba por la rendija de la parte delantera.

—Déjame.

Clarke sollozaba, forcejeando para quitárselo de encima.

Wells la cogió por las piernas y empezó a arrastrarla hacia atrás.

—¡No! —gritó ella. Con la garganta en carne viva, lo golpeaba impotente con los puños—. Tengo que sacarla de ahí.

Clavó los talones en el suelo, pero Wells era más fuerte y no le sirvió de nada.

—¡Thalia!

—Clarke, lo siento mucho —le susurró Wells al oído. Estaba llorando, pero a ella le daba igual—. Morirás si entras ahí. No lo permitiré.

La palabra morirás liberó las pocas energías que le quedaban. Clarke apretó los dientes y se dio impulso hacia delante, lo que le permitió escapar momentáneamente del abrazo de Wells. Todo su ser se había reducido a un único y desesperado pensamiento: salvar a la única amiga que le quedaba en el mundo.

Gritó al notar que le cogían el brazo por la espalda y se lo retorcían.

—Suéltame —aquella vez, la palabra fue más una súplica que una orden—. Te lo ruego. Suéltame.

—No puedo —dijo Wells, que ya volvía a rodearla con los brazos. Le temblaba la voz—. No puedo.

El claro estaba vacío. Todo el mundo había huido a los bosques, llevándose consigo el equipo que habían podido transportar. Pero a nadie se le había ocurrido rescatar a la pobre chica que se estaba quemando viva a pocos metros de allí.

—¡Socorro! —gritó Clarke—. ¡Socorro, por favor, que alguien me ayude!

No recibió respuesta, salvo el rugido del fuego.

Las llamas que devoraban el hospital se hicieron más altas y las paredes se desplomaron la una contra la otra, como si el fuego se hubiera tragado la tienda y todo cuanto contenía.

—No.

Sonó un chasquido, y las llamaradas crecieron aún más. Clarke chilló horrorizada al ver que una tormenta de fuego devoraba la tienda al completo y luego, despacio, la reducía a cenizas.

Ya no podía hacer nada.

 

 

Cuando salió del centro médico, Clarke tuvo la sensación de que el vial latía en su bolsillo, como el corazón de la vieja historia que Wells había encontrado en la biblioteca hacía poco. Se había ofrecido a leérsela, pero ella se había negado en redondo. Escuchar un relato de terror previo al Cataclismo era lo que menos le apetecía del mundo. Ya había bastantes escenas de horror en su vida.

El vial que llevaba en el bolsillo no podía tener pulso, sino todo lo contrario. Contenía un cóctel de medicamentos creado con el fin de detener para siempre un corazón.

Cuando Clarke llegó a casa, sus padres habían salido. Aunque ambos pasaban casi todo el día en el laboratorio, en los últimos tiempos buscaban excusas para marcharse justo antes de que ella volviera de las prácticas y rara vez regresaban mucho antes de que se fuera a la cama. Seguramente era mejor así. Desde que Lilly había empeorado, Clarke apenas podía mirar a sus padres sin morirse de rabia. Sabía que no era justo; en cuanto alguien protestase, el vicecanciller los mataría y confinaría a Clarke. Aun así, saber eso no la ayudaba a mirarlos a los ojos.

En el laboratorio reinaba el silencio. Mientras Clarke se abría paso entre el laberinto de camas vacías, solo oía el zumbido del sistema de ventilación. El suave murmullo de la conversación se había ido desvaneciendo a medida que más y más cuerpos eran retirados en secreto.

Lilly parecía aún más delgada que el día anterior. Clarke caminó despacio hasta su cama y le acarició el brazo con delicadeza, estremeciéndose al notar la descamación de su piel. Se metió la otra mano en el bolsillo y rodeó el vial con los dedos. Sería tan fácil… Nadie se enteraría nunca.

En aquel momento, los delgados párpados de Lilly aletearon hasta abrirse y Clarke se quedó helada. Al mirar a su amiga a los ojos, una ola de terror y repulsión la invadió. ¿En qué estaba pensando? Sintió el impulso de destruir el vial, y tuvo que inspirar a fondo para no estrellarlo contra la pared.

Lilly movía los labios, pero no emitía sonido alguno. Clarke se inclinó hacia ella y le sonrió con tristeza.

—Lo siento, no te he oído, Lil —bajó la cabeza para acercar el oído a los labios de su amiga—. ¿Qué has dicho?

Al principio, Clarke solo notó el soplido mudo en la piel, como si Lilly no tuviera suficiente aire en los pulmones para articular las palabras. Por fin, los agrietados labios emitieron un gemido.

—¿Lo has traído?

Clarke levantó la cabeza para mirar los aterrados ojos castaños. Asintió despacio.

—Ahora.

La palabra fue casi inaudible.

—No —protestó Clarke con voz temblorosa—. Es demasiado pronto —parpadeó para contener las lágrimas que le inundaban los ojos—. Aún podrías mejorar —dijo, pero la mentira le sonó vacía incluso a ella.

Lilly hizo una mueca de dolor y Clarke le tomó la mano.

—Por favor —se le quebraba la voz.

—Lo siento —Clarke apretó la frágil manita de Lilly, dejando ya que las lágrimas corrieran por sus mejillas—. No puedo.

Su amiga abrió unos ojos como platos, y Clarke jadeó asustada.

—¿Lil?

Lilly guardó silencio, mirando algo que solo ella podía ver. Algo que la aterrorizaba. Los dolores eran terribles, Clarke lo sabía, pero las alucinaciones, esos demonios que nunca la dejaban en paz, resultaban aún peores.

—Basta.

Clarke cerró los ojos. La tristeza y el remordimiento que pudiera llegar a sentir jamás podrían compararse al sufrimiento de Lilly. Sería una egoísta si, por miedo, se negara a darle a su amiga la paz que tanto deseaba; el descanso que merecía.

Temblaba tanto que casi no pudo sacarse el vial del bolsillo y aún menos llenar la jeringa. Se colocó junto a la cama y sujetó el brazo de Lilly con una mano mientras con la otra le buscaba la vena.

—Que duermas bien, Lil —susurró.

La enferma asintió y esbozó una sonrisa que atormentaría a Clarke el resto de su vida.

—Gracias.

Clarke le sostuvo la mano durante los minutos que Lilly tardó en partir. Luego se levantó y presionándole el cuello, todavía cálido, le buscó el pulso con los dedos.

Había muerto.

 

 

Clarke se desplomó en la tierra húmeda, resollando conforme sus pulmones luchaban por respirar aire puro. Luego se acurrucó de lado. A través de las lágrimas que emborronaban su vista, distinguía las formas de las personas que la rodeaban, aquellas siluetas oscuras y difusas, quietas y calladas.

Había perdido a su mejor amiga, a la única persona que de verdad la conocía, que sabía lo que le había hecho a Lilly y la quería a pesar de todo. Aquella noche, Thalia le había pedido que hiciera las paces con Wells; y el propio Wells le había impedido ayudarla mientras la veían morir.

—Lo siento mucho, Clarke —decía Wells, buscando su mano. Ella la apartó.

—No te creo —replicó en un tono gélido. La rabia le oprimía el pecho, como si llevara un rescoldo en su interior esperando a que la furia y la pena lo avivasen.

—Era imposible sacarla de allí —balbuceó Wells—. Yo… no podía dejarte ir. Habrías muerto.

—Y has dejado que muriera Thalia en mi lugar. Porque tú decides quién vive y quién muere —él intentó protestar, pero Clarke, temblando de rabia, siguió hablando—. Lo que ha pasado esta noche entre nosotros ha sido un error. Destruyes todo lo que tocas.

—Clarke, por favor, yo…

Ella se limitó a levantarse, mientras se sacudía la ceniza de la ropa, y se internó en el bosque sin mirar atrás.

Todos tenían ceniza en los pulmones y lágrimas en los ojos. Pero Wells, además, se había manchado las manos de sangre.