—¿Mejor?
Wells se dio media vuelta para mirar a Asher, el chico arcadio, que señalaba el tronco que estaba cortando. El suelo se hallaba cubierto de virutas y trozos de madera descartados, pero aquel no tenía mala pinta.
—Ya lo creo —asintió Wells al tiempo que se arrodillaba junto al tronco y pasó los dedos por las muescas—. Asegúrate de que todas tengan la misma profundidad. En caso contrario, los troncos no encajarán.
Cuando volvía a levantarse, Graham se acercó. Transportaba un jirón de lona chamuscada al montón de suministros rescatados que aumentaba por momentos en mitad del claro. Wells se irguió un poco más, preparado para recibir una pulla o una indirecta, pero Graham siguió mirando al frente y pasó junto a él sin decir ni pío.
El fuego había destruido las tiendas, pero casi todas las herramientas se habían salvado, así como los medicamentos. Había sido Wells quien había tenido la idea de construir estructuras permanentes de madera. Era mil veces más difícil de lo que parecía en los libros, pero poco a poco lo estaban consiguiendo.
—¡Wells! —una chica de Walden se acercó corriendo—. ¿Cómo vamos a colgar las hamacas? Eliza dice que hay que atarlas a las vigas del techo, pero no estarán listas hasta dentro de varios días, ¿verdad? Se me ha ocurrido…
—Enseguida vuelvo, ¿vale? —la interrumpió Wells. La chica lo miró como si se sintiera ofendida—. Estoy seguro de que Eliza y tú estáis haciendo un buen trabajo —añadió, esbozando apenas una sonrisa—. No tardo nada.
Ella asintió y se alejó a toda prisa evitando al pasar un montón de varillas que aún parecían al rojo vivo.
Wells miró por encima del hombro y echó a andar hacia el lindero del bosque. Necesitaba quedarse un momento a solas para poder pensar. Avanzó despacio, como si el peso que le oprimía el corazón se hubiera extendido a sus piernas para convertir cada paso en un suplicio. Al llegar a la arboleda se detuvo, inspiró profundamente el aire fresco del bosque y cerró los ojos. En aquel lugar había besado a Clarke por primera vez en la Tierra… y por última vez en su vida, seguro.
Pensaba que ya no podría sentir más dolor —saber que Clarke le odiaba, que no podía ni mirarle a la cara—, pero se equivocaba. Cuando la había visto partir con Bellamy, se quiso morir. Clarke había fingido que Wells no estaba allí cuando se había acercado a coger lo que quedaba de su equipaje. Había saludado al resto del grupo con un asentimiento antes de seguir a Bellamy al bosque.
Si ella supiera lo que había hecho en realidad por traerla a la Tierra… Lo había arriesgado todo. Por nada.
Los guardias casi no miraron a Wells cuando el chico alzó los ojos hacia el escáner de retina y cruzó las puertas. La entrada al sector C14 estaba estrictamente restringida, pero su uniforme de oficial, su paso decidido y su rostro conocido le granjeaban el acceso a casi cualquier zona de la colonia. Nunca se había aprovechado de sus privilegios, hasta aquel momento. Después de oír la conversación de su padre con el vicecanciller, su mundo se había venido abajo.
El plan que había concebido era temerario, estúpido e increíblemente egoísta, pero le daba igual. Tenía que asegurarse de que Clarke fuera enviada a la Tierra y no a la cámara de ejecución.
Wells descendió a toda prisa las estrechas escaleras, iluminadas tan solo por las luces de emergencia del suelo. No había razón para que alguien bajase a la esclusa de aire salvo para una inspección de rutina, y Wells ya había pirateado los archivos de mantenimiento para comprobar los horarios. Estaría completamente solo.
La esclusa de aire C14 formaba parte del diseño original de la nave. Y pese a los esfuerzos de los ingenieros por mantenerla en condiciones, después de trescientos años sometida a las temperaturas extremas y a los rayos UV del espacio, había empezado a deteriorarse. El borde se había llenado de minúsculas grietas y se advertían parches brillantes allí donde las habían reparado.
Wells sacó los alicates que llevaba escondidos en la cintura del pantalón. Todo irá bien, se dijo, aunque le temblaban los brazos. En cualquier caso, los evacuarían a todos muy pronto. Él solo iba a acelerar el proceso. Sin embargo, muy en el fondo sabía que no había cápsulas de transporte para todos. Y no tenía ni idea de lo que pasaría cuando llegara el momento de usarlas.
Pero aquello era problema de su padre, no suyo.
Se agachó y empezó a hurgar el borde de la deteriorada esclusa. Se encogió asustado cuando oyó un leve soplido. Enseguida se dio media vuelta y echó a correr hacia las escaleras, haciendo esfuerzos por ahuyentar el horror que le estrujaba el estómago. No quería ni pensar en lo que acababa de hacer pero, mientras volaba escaleras arriba, se dijo que había hecho lo que debía.
Se puso en pie con dificultad. Empezaba a oscurecer y había mucho trabajo pendiente en las nuevas cabañas. Tenían que terminar unos cuantos refugios, como mínimo, antes de la siguiente tormenta. Cuando se acercaba al campamento, preguntándose si Clarke se habría llevado consigo mantas suficientes, si no pasaría frío cuando bajasen las temperaturas, Asher corrió hacia él y volvió a freírlo a preguntas. Sosteniendo uno de los troncos recortados, parecía interesado en saber qué opinaba Wells de la forma y el tamaño de la muesca.
Por su parte, él estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos como para oír lo que el otro le decía. Mientras caminaban juntos hacia las tiendas, veía al chico mover la boca, pero no distinguía las palabras.
—Mira —empezó a decir Wells, pensando en pedirle a Asher que lo dejaran para el día siguiente.
En aquel momento, algo pasó zumbando junto a su cara. Un desagradable chasquido restalló en el aire y Asher salió disparado hacia atrás. La sangre borboteaba en su boca cuando cayó al suelo.
Wells se desplomó sobre las rodillas.
—Asher —gritó al mismo tiempo que sus ojos se esforzaban por entender la imagen que tenían delante. El chico yacía con una flecha clavada al cuello.
Al principio, su mente enloquecida atribuyó el acto a Bellamy. Era el único que sabía disparar así.
Gritando, Wells se dio media vuelta, pero no era Bellamy quien estaba tras él. Una fila de figuras en sombras se erguía al pie de la colina, recortada contra el sol del ocaso. De repente, supo quién había prendido fuego al campamento y quién se había llevado a Octavia. No había sido ninguno de los colonos.
Tal vez los cien hubieran sido los primeros en pisar la Tierra después de trescientos años, pero no estaban solos.
Algunas personas jamás la abandonaron.