El frío del atardecer hizo estremecer a Wells. La temperatura había bajado desde el aterrizaje. Se acercó a la hoguera, sin hacer caso de las miradas maliciosas que provocó su irrupción. Todas y cada una de las noches que había estado confinado, se había dormido soñando con el momento de su llegada a la Tierra. En su sueño, le tomaba la mano a Clarke mientras ambos contemplaban la Tierra maravillados. En cambio, Wells se había pasado el día rebuscando entre piezas chamuscadas del equipo e intentando olvidar la cara que había puesto Clarke cuando lo había visto. No esperaba que se le arrojara a los brazos, pero tampoco esperaba que lo mirase como si quisiera verlo muerto.
—¿Crees que tu padre ya la habrá palmado? —le preguntó un waldenita que parecía algo más joven que Wells. Varias personas soltaron risitas.
A Wells se le encogió el corazón, pero hizo lo posible por mantener la calma. Podía tumbar a unos cuantos de aquellos vándalos sin pestañear. Se había declarado campeón indiscutible del combate cuerpo a cuerpo durante la formación para el regimiento de oficiales. Por desgracia, él solo era uno y los otros, noventa y cinco; noventa y seis contando a Clarke, que por lo visto se había convertido en su mayor enemiga de todo el planeta.
Se le había caído el alma a los pies al no ver a Glass en la nave. Para horror de todos los habitantes de Fénix, la habían confinado poco después que a Clarke, y aunque Wells había frito a preguntas a su padre, no había conseguido averiguar qué infracción había cometido su amiga. Ojalá supiera al menos por qué no la habían seleccionado para la misión. Por mucho que intentara convencerse a sí mismo de que a lo mejor la habían indultado, sabía que con toda probabilidad seguía confinada, contando los días que faltaban para su inminente cumpleaños. Se le hizo un nudo en el estómago al pensarlo.
—Me pregunto si el joven canciller nos obligará a cederle una parte de cada ración —preguntó un chico arcadio, en cuyos bolsillos abultaban los paquetes nutritivos que había recogido en el caos posterior al accidente. Por lo que Wells podía calcular, las raciones que tenían les alcanzarían para un mes, menos si la gente seguía quedándose con todo lo que encontraba. Por otra parte, no era posible que esas fueran todas las provisiones; tenía que haber un contenedor con más comida en alguna parte. Lo encontrarían en cuanto hubieran acabado de inspeccionar los restos.
—O a lo mejor espera que le hagamos la cama —apostilló una chica bajita con una cicatriz en la frente.
Wells los ignoró y alzó la vista a la interminable extensión de azul intenso. Era sobrecogedor. Aunque había visto el cielo en fotografías, jamás había imaginado que el color pudiera ser tan vívido. Le impresionaba pensar que un manto azul —compuesto de algo tan insustancial como cristales de nitrógeno y luz reflejada— lo separara del mar de estrellas y del único mundo que había conocido. Se le encogió el corazón al pensar en los tres chicos que no habían sobrevivido lo suficiente como para contemplar toda aquella belleza. Sus cuerpos sin vida yacían al otro lado de la nave.
—¿Camas? —bufó otro—. Ya me dirás tú dónde vamos a encontrar una cama en este lugar.
—¿Y dónde diablos se supone que vamos a dormir? —preguntó la chica de la cicatriz, mirando a su alrededor como si esperara que unos cuantos barracones brotasen de la nada.
Wells carraspeó.
—El equipo incluye tiendas de campaña. Solo tenemos que acabar de revisar los contenedores y recoger todas las piezas. Mientras tanto, deberíamos enviar a alguien a buscar un arroyo para saber dónde vamos a levantar el campamento.
La chica miró a ambos lados con ademán teatral.
—Por mí, podemos levantarlo aquí mismo —declaró, provocando más risillas.
Wells procuró no alterarse.
—Si acampamos cerca de un arroyo o de un lago, será más fácil…
—Qué bien —lo interrumpió una voz grave—. Llego justo a tiempo para el sermón.
Wells se volvió a mirar y vio que un chico llamado Graham se dirigía hacia ellos. Aparte de Wells y de Clarke, era el único que procedía de Fénix, aunque Graham, por lo visto, conocía el nombre tanto de los waldenitas como de los arcadios, y todos lo trataban con un respeto sorprendente. Wells no quería ni imaginar lo que habría hecho para ganárselo.
—No pretendo echar sermones. Solo intento que sigamos vivos.
Graham enarcó una ceja.
—Pues es muy curioso, si tenemos en cuenta que tu padre se ha cargado a varios de nuestros amigos. Pero no te preocupes. Sé que estás de nuestro lado —sonrió a Wells—. ¿Verdad?
Este lo miró con recelo antes de asentir con cara de pocos amigos.
—Desde luego.
—Y qué —prosiguió Graham. El brillo hostil de sus ojos contradecía el tono cordial—. ¿Cuál fue la infracción que cometiste?
—No es de muy buena educación preguntar eso, ¿no crees? —Wells esbozó lo que esperaba fuese una sonrisa críptica.
—Lo siento —Graham fingió una expresión horrorizada—. Tendrás que perdonarme. Ya ves, cuando te pasas los últimos ochocientos cuarenta y siete días de tu vida encerrado al fondo de una nave, tiendes a olvidar las reglas de protocolo de Fénix.
—¿Ochocientos cuarenta y siete días? —repitió Wells—. Ya, pues no creo que te confinaran por equivocarte al contar las hierbas que seguramente robabas del almacén.
—No —dijo Graham, dando un paso hacia Wells—. No fue por eso —todo el mundo guardó silencio, y Wells vio que unas cuantas personas se revolvían incómodas, mientras que otras se echaban hacia delante para oír mejor—. Fui confinado por asesinato.
Los dos chicos se miraron a los ojos. Wells se aseguró de que su rostro no delatase lo que sentía. No quería darle a Graham el gusto de verlo impresionado.
—Oh —repuso con indiferencia—. ¿Y a quién mataste?
Graham sonrió con frialdad.
—Si hubieras pasado algún tiempo entre nosotros, sabrías que preguntar eso sí es de mala educación —se hizo un silencio tenso, antes de que Graham aligerara el tono—. Pero ya sé lo que hiciste, de todos modos. Cuando encierran al hijo del canciller, los rumores corren como la pólvora. Ya me imaginaba que no cantarías. Pero ahora que estamos charlando tan tranquilos, a lo mejor quieres decirnos qué haces aquí exactamente. Nos podrías explicar por qué tantos de nuestros amigos están siendo ejecutados después del segundo juicio —Graham seguía sonriendo, pero había adoptado un tono bajo y peligroso—. ¿Y por qué ahora? ¿Por qué tu padre decidió tan de repente enviarnos a la Tierra?
Su padre. A lo largo de aquel día, absorto en la novedad del entorno, Wells casi había logrado convencerse a sí mismo de que la escena en la plataforma de despegue —el restallido del disparo, la sangre que se extendía como una flor oscura en el pecho de su padre— no había sido más que una horrible pesadilla.
—No nos lo va a decir, claro que no —bufó Graham—. ¿Verdad, soldado? —añadió remedando un saludo militar.
Los arcadios y los waldenitas que estaban pendientes de Graham se volvieron a mirar a Wells, ansiosos por oír su respuesta, y la intensidad de sus miradas le provocó un cosquilleo en la piel. Claro que sabía lo que estaba pasando. Por qué se ejecutaba a tantos chicos y chicas poco después de su decimoctavo cumpleaños por crímenes de los que habrían sido absueltos en el pasado. Por qué la misión se había preparado deprisa y corriendo y se había puesto en marcha antes incluso de tenerlo todo atado.
Lo sabía mejor que nadie, porque él lo había provocado todo.
—¿Cuándo podremos volver a casa? —preguntó un niño que no podía tener más de doce años.
A Wells se le hizo un nudo en la garganta al pensar en la desconsolada madre que seguía en alguna parte de la nave. No tenía ni idea de que su hijo acababa de surcar el espacio con destino a un planeta que la raza humana había dado por muerto.
—Estamos en casa —le aseguró Wells, procurando que sus palabras sonasen convincentes.
Si lo repetía las veces suficientes, a lo mejor él también acababa por creerlo.
Aquel año había estado a punto de saltarse el concierto. Siempre había sido su fiesta favorita, la única velada en la que las reliquias musicales salían de sus cámaras al vacío. Ver cómo los músicos, que casi siempre ensayaban con simuladores, arrancaban notas y acordes a las reliquias era como presenciar una resurrección. Tallados y ensamblados por manos muertas hacía mucho tiempo, los únicos instrumentos que quedaban en el universo aún creaban preciosas melodías, las mismas que antaño habían inundado las salas de conciertos de las civilizaciones perdidas. Una vez al año, el auditorio Edén se llenaba de la música que había sobrevivido a la vida de la humanidad en la Tierra.
A pesar de todo, cuando Wells entró en la sala, una gran estancia oval rematada por un ventanal panorámico, la angustia que llevaba dentro desde hacía semanas lo aplastó como un peso. Las vistas casi siempre lo dejaban sin aliento, pero aquella noche las titilantes estrellas que rodeaban el blanco y azul de la Tierra le recordaron a las velas de un velatorio. La madre de Wells amaba la música.
La sala estaba tan concurrida como de costumbre; la población de Fénix casi al completo pululaba nerviosa por allí. Muchas mujeres estaban ansiosas por lucir sus vestidos nuevos, una hazaña carísima y capaz de desquiciar a cualquiera, que dependía de los retales que hubieras conseguido en el Intercambio. Wells avanzó unos pasos, lo que provocó una ola de susurros y miradas cómplices entre la multitud.
Intentó concentrarse en el escenario, donde los músicos se reunían ya bajo el árbol que daba nombre al salón Edén. Decía la leyenda que el arbolillo había sobrevivido milagrosamente al incendio de Norteamérica y había sido trasladado a Fénix justo antes del Éxodo. Ahora era tan alto como aquella sala y su cúpula de hojas proyectaba en los músicos un velo de sombras verdosas.
—¿Ese es el hijo del canciller? —preguntó una mujer a su espalda. El rubor encendió aún más las mejillas de Wells. Nunca había llegado a acostumbrarse a las miradas de incredulidad y admiración que despertaba a su paso, pero aquella noche lo estaban sacando de quicio.
Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta, pero se detuvo cuando una mano lo cogió por el brazo. Se giró rápidamente y vio que Clarke lo miraba estupefacta.
—¿Adónde vas?
Wells sonrió con amargura.
—Es que no estoy de humor para conciertos.
Clarke lo miró un segundo y luego le tomó la mano.
—Quédate. Hazme ese favor —lo llevó a dos asientos vacíos de la última fila—. Tienes que decirme qué estamos escuchando.
Wells suspiró mientras se acomodaba junto a Clarke.
—Ya te he dicho que van a interpretar a Bach —repuso él, mirando hacia la puerta como si quisiera largarse corriendo.
—Ya sabes a lo que me refiero —Clarke le entrelazó los dedos—. Este movimiento, el otro —sonrió—. Además, siempre aplaudo cuando no toca.
Wells le apretó la mano.
No hizo falta ningún tipo de presentación. En cuanto las primeras notas flotaron hacia el auditorio, la multitud guardó silencio; el arco del violinista cortó su charla nada más deslizarse por las cuerdas. Luego se le unió el violonchelo, seguido del clarinete. No habría percusión aquella noche, pero daba igual. Wells creía oír el pulso de doscientos corazones latiendo al ritmo de la música.
—Siempre he imaginado que este sería el sonido del ocaso —susurró Wells. El comentario se le había escapado, y se preparó para unos ojos en blanco o al menos para una mirada de sorpresa.
Sin embargo, el hechizo de la música también se había apoderado de Clarke.
—Me encantaría ver un ocaso —murmuró ella, apoyándole la cabeza en el hombro.
Wells le acarició la suave melena con ademán distraído.
—Me encantaría ver un ocaso contigo —se inclinó hacia ella y le dio un besito en la frente—. ¿Qué planes tienes para dentro de unos setenta y cinco años? —cuchicheó.
—Limpiar mi dentadura postiza —respondió Clarke con una sonrisa—. ¿Por qué?
—Porque acabo de decidir lo que haremos cuando salgamos juntos en la Tierra por primera vez.
Se acercaba el anochecer y las llamas de la hoguera se proyectaban en las caras de los que se habían ido acercando.
—Ya sé que todo esto es extraño, amenazador y, vale, injusto, pero estamos aquí por una razón —explicó Wells a la multitud—. Si nosotros sobrevivimos, todo el mundo sobrevive.
Casi cien cabezas se volvieron a mirarlo y, por un segundo, Wells pensó que quizás sus palabras lograsen resquebrajar las capas de rebeldía e ignorancia que habían cristalizado en ellos. En aquel momento, una nueva voz rompió el silencio.
—Cuidado con lo que dices, Jaha.
Wells se volvió a mirar y vio a un chico alto vestido con un uniforme de guardia ensangrentado. El tío que se había colado en la nave a la fuerza; el que había tomado al padre de Wells como rehén.
—La Tierra aún está convaleciente. No sabemos cuántas cochinas mentiras puede soportar.
Otro coro de risitas y bufidos se alzó en torno al fuego y Wells notó que la ira le hervía por dentro. Por culpa de aquel idiota habían disparado a su padre —a la persona responsable de proteger a toda la raza humana— ¿y tenía la desfachatez de plantarse allí y acusarle a él de contar mentiras?
—¿Perdona? —dijo Wells, levantando la barbilla con su mejor pose de oficial.
—Corta el rollo, ¿vale? ¿Por qué no hablas claro? Si no te obedecemos, nos denunciarás a tu padre.
Wells entornó los ojos.
—Gracias a ti, es probable que mi padre esté en el hospital.
Bien atendido y a punto de recuperarse, añadió Wells en silencio. Esperaba que fuera verdad.
—Eso si está vivo —apostilló Graham, y lanzó una risotada.
Wells habría jurado que el falso guardia se encogía apenado.
El hijo del canciller dio un paso adelante, pero otra voz lo detuvo, gritando desde la multitud:
—Entonces ¿no eres un espía?
—¿Un espía? —Wells casi se echa a reír al oír la acusación.
—Sí —intervino el que se había hecho pasar por guardia—. Nos espías igual que las pulseras esas, ¿verdad?
Wells observó atentamente al chico del uniforme robado. ¿Le habría dicho alguien para qué servían las pulseras o lo había deducido él mismo?
—Si el Consejo quisiera espiaros —dijo, pasando por alto el comentario sobre los transponedores—, ¿no crees que habría elegido a alguien que pasara más desapercibido?
El impostor sonrió con aire de suficiencia.
—Podemos discutir los pros y los contras de la administración de tu padre en alguna otra ocasión. De momento, dinos una cosa: si no eres un espía, ¿qué demonios haces aquí? Nadie se traga el cuento de que te han confinado.
—Lo siento —dijo Wells en un tono que no reflejaba el menor arrepentimiento—. Apareciste vestido con un uniforme robado y tomaste a mi padre como rehén para embarcar en la nave. Creo que eres tú el que nos debe una explicación.
El otro entornó los ojos.
—Hice lo que tenía que hacer para proteger a mi hermana.
—¿Tu hermana? —repitió Wells.
La gente rompía las reglas de repoblación más a menudo en Walden que en Fénix, pero no sabía de nadie que tuviera hermanos, no desde el Cataclismo.
—Eso es —el chico se cruzó de brazos y miró a Wells a los ojos con expresión desafiante—. Ahora te toca a ti responder: ¿qué haces aquí en realidad?
Wells dio un paso al frente. No le debía a nadie ninguna explicación, y mucho menos a aquel criminal, que seguramente mentía sobre lo de su hermana y a saber sobre qué más. Entonces, un movimiento captó su atención. Clarke se dirigía hacia la hoguera desde el otro lado del claro, donde había estado atendiendo a los pasajeros heridos.
El hijo del canciller se volvió hacia el chico alto y suspiró al notar que la ira empezaba a ceder en su interior.
—Estoy aquí por la misma razón que tú —desvió los ojos hacia Clarke, que aún no podía oírle—. Hice que me confinaran para proteger a la persona a la que más quiero.
Se hizo el silencio entre el gentío. Wells les dio la espalda y echó a andar hacia Clarke, sin preocuparse de si las miradas lo seguían.
Por un momento, la imagen de Clarke lo dejó anonadado. El atardecer había transformado la luz del claro, y las motas doradas que salpicaban sus ojos verdes parecían resplandecer. Nunca la había visto tan guapa como allí, en la Tierra.
Las miradas de ambos se encontraron y un escalofrío recorrió la espalda de Wells. Hacía menos de un año era capaz de adivinar lo que estaba pensando solo con mirarla. Ahora, en cambio, no podía ni descifrar su expresión.
—¿Qué haces aquí, Wells? —preguntó ella con un tono tenso y receloso.
Está en estado de shock, se dijo él, agarrándose a aquella triste explicación como a un clavo ardiendo.
—He venido por ti —contestó él en voz baja.
Clarke puso una cara imposible de definir, una mezcla de tristeza, frustración y compasión que viajó de los ojos de Wells a su pecho.
—Ojalá no lo hubieras hecho.
Ella suspiró y, empujándolo, pasó junto a él. Se alejó sin volver la vista atrás.
Wells se quedó sin aliento y, durante un instante, no pudo hacer nada más que tratar de recordar cómo respirar. Enseguida oyó un coro de murmullos procedente de la hoguera y se dio media vuelta para mirar, curioso pese a todo. La gente señalaba el cielo, que se había convertido en una sinfonía de color.
Primero, unas franjas anaranjadas cruzaron el azul del firmamento, como un oboe que une su melodía a una flauta para convertir un solo en un dueto. La armonía se transformó en un crescendo de colores cuando el amarillo y el rosa se sumaron a la música. El cielo se oscureció, lo que destacó aún más el despliegue de tonalidades. La palabra ocaso no podía contener el sentido de la belleza que los envolvía, y por millonésima vez desde que habían aterrizado, Wells descubrió que los términos que había aprendido para describir la Tierra palidecían ante la imagen real.
Incluso Clarke, que no había parado ni un momento desde el accidente, se detuvo en seco y echó la cabeza hacia atrás para apreciar mejor el milagro que se desplegaba en lo alto. A Wells no le hacía falta verle la cara para saber que abría unos ojos como platos y separaba una pizca los labios para coger aire, estupefacta al contemplar una imagen con la que llevaba soñando mucho tiempo. Con la que ambos llevaban soñando mucho tiempo, se corrigió Wells. Apartó la vista, incapaz de seguir mirando el cielo, y la angustia mudó en algo denso y punzante en su pecho. Era el primer ocaso que los humanos presenciaban en tres siglos, y él lo estaba admirando a solas.