Elisabeth Braun nació el tres de septiembre de 1912 en la capital alemana, Berlín. Era una chica de mediana estatura. Su pelo castaño lo había heredado de su madre, al igual que su delicadeza con los niños; y sus azulados ojos ocultaban su fuerte temperamento cuando algo no era de su agrado.
Su familia, aun siendo humilde, cada vez estaba más cerca de ascender a una clase social superior de la que se tenía.
Arnold Braun, padre de Elisabeth, era profesor en la Facultad de Medicina de Berlín. Siempre deseó que su querida hija siguiese sus pasos en la rama medicinal, pero tuvieron que pasar unos cuantos años para que éste consiguiera su objetivo.
Gabriela Braun, madre de Elisabeth, adoraba a los niños y por eso enseñaba en una escuela de educación infantil. Durante la infancia de su hija le contaba cuentos que la hacían reír y a veces llorar, pero la chiquilla, en cualquier caso, disfrutaba con aquellas historias que su madre le narraba.
Al cumplir los veintiún años, Elisabeth inició sus estudios siguiendo el mismo camino que su madre, pues quería contar aquellos hermosos cuentos a los niños a los que educase y que ellos pudieran disfrutar tanto como lo había hecho ella. Pero cuando empezó a haber rumores del inicio de una nueva guerra, la muchacha no vio factible elegir esa profesión, y muy a su pesar entró en la Facultad de Medicina contando con el pleno apoyo de su padre.
En 1939 finalizó sus estudios universitarios, permitiendo que cualquier hospital le abriera sus puertas, ya que al haber sido una alumna brillante había conseguido lo que su padre esperaba, es decir, que todo el mundo se pelease por tenerla en su equipo. Y no tardaron mucho en hacerlo pues al mes siguiente decenas de cartas llegaban a la casa de la muchacha, ofreciéndole un puesto para trabajar en cada uno de los distintos hospitales que había en aquel momento en la ciudad. Elisabeth necesitaba tiempo para pensarlo con calma y así poder escoger de una manera sensata, pero en ese momento estalló la Segunda Guerra Mundial y los médicos desempeñaban un papel importante en lo que se refería al cuidado de los soldados heridos. Al final tuvo que tomar una decisión y se dejó guiar por los consejos de su padre, que le recomendó un buen hospital para ejercer su oficio de una manera más que satisfactoria.
Los años siguientes fueron oscuros para la familia Braun, pues serían obligados a hacerse del partido Nazi si querían seguir viviendo en Alemania. Por otra parte, las persecuciones a los judíos provocaron que Gabriela Braun, que lo era, tuviese que esconderse en los sótanos de la casa para que no la encontraran y la trasladaran a un campo de concentración. El desconocimiento de casi toda la comunidad alemana sobre las creencias de Gabriela fue un gran alivio para la familia Braun; aun así, era mejor no llamar la atención.
A finales de 1942, la madre de Elisabeth enfermó repentinamente y debía ser operada de inmediato, lo cual era casi imposible, ya que si ponía un pie en la calle, los nazis la descubrirían y la arrestarían o algo peor; por lo que el padre de Elisabeth acordó realizar la operación en la misma casa. Por desgracia, los instrumentos médicos escaseaban, pues casi todo era enviado al frente, al igual que las medicinas. El 25 de diciembre de 1942, mientras Elisabeth y su padre descansaban tras el día anterior haber operado a la pobre mujer, ésta moría de tuberculosis antes de que dieran las doce del día siguiente.
La muerte de su madre provocó que Elisabeth se tomase cada vez más en serio su trabajo y dejase aquellos estúpidos sueños que tenía planeados para cuando finalizase la guerra.
A principios de 1943, Elisabeth fue trasladada de Berlín a Viena para ayudar a los soldados alemanes, pero los continuos bombardeos de los Estados Unidos provocaron que regresase a la capital alemana antes de lo previsto. Cuando volvió a casa, descubrió que su padre había sido enviado a Polonia y era difícil saber el momento de su vuelta.
Sería meses más tarde cuando llamasen a su puerta para informarle de que su padre había desaparecido en extrañas circunstancias y que nadie sabía nada de él. Ella mantuvo la calma hasta que el mensajero se fue, pero sus lágrimas no tardaron en brotar de sus ojos y a partir de ese momento tuvo pensamientos impropios que la llevaron incluso a intentar suicidarse; pero ella era una chica inteligente y sabía que aquélla no era la solución.
Y fue entonces, el día uno de enero de 1944, cuando Elisabeth, como cada mañana, mientras recogía el correo esperando siempre alguna buena noticia, vio cómo sus plegarias daban sus frutos. La primera carta era de su padre; venía sin remite y la doctora dedujo que éste no deseaba que los nazis conociesen su ubicación: en ella le decía que se encontraba bien y que se había instalado en Suiza, en un pueblo junto al lago Leman. La segunda carta era una citación para acudir a una reunión donde se decidiría su siguiente destino. Elisabeth no estaba muy entusiasmada con la idea de ayudar más a los nazis, y prefería huir de Alemania y reunirse con su padre en Suiza. Aun así, sabía que si no obedecía las órdenes el castigo sería terrible, y no quería arriesgarse a que descubrieran dónde se hallaba oculto su padre.
Esa misma tarde se preparó para reunirse con el oficial nazi y concretar el destino y el estado de los soldados alemanes heridos. Intentó ponerse un bonito vestido y maquillarse lo suficiente para que su preocupación pasase desapercibida. Cuando salió a la calle, el cielo gris y el polvo que cubría las largas avenidas provocaron que la mujer quisiera irse de allí cuanto antes.
Caminando deprisa y sin mirar a nadie, consiguió llegar a un cuartel que había sido instalado en el centro de la ciudad. Fue recibida por un soldado que le rogó aguardar allí hasta que llegase el oficial. La gente caminaba de un lado a otro dentro del minúsculo lugar y eso ponía nerviosa a la muchacha, pues no le gustaba aquel ambiente tan agobiante.
Por fin, un hombre alto, rubio y con una dura mirada, se dirigió a la mujer y le pidió, educadamente, que entrase en su despacho. Ella, un poco intranquila, se sentó en la incómoda silla y esperó. El oficial la miró y cuando estuvieron uno frente al otro, éste dijo:
—Doctora Braun, parece usted nerviosa, ¿no la habrá molestado alguno de mis hombres? —dijo tranquilamente.
Ella negó con la cabeza e intentó relajarse un poco, después el hombre continuó:
—Como usted sabrá, las cosas se están descontrolando un poco y al Führer le preocupa no ganar la guerra. ¡¡¡Oh!!!, lo siento, ¿quiere un cigarrillo? —preguntó cordialmente.
Elisabeth lo cogió y consiguió mantener la compostura.
—¿Sabe?, esos judíos se multiplican por momentos y no queremos que quede ninguno cuando esta guerra termine.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó la mujer sin entender nada.
—Doctora Braun, debo pedirle, en nombre del Führer, que lo que le vaya a contar ahora no salga de esta habitación, ¿entendido? —dijo el oficial mirándola fijamente.
—¿De qué se trata? —quiso saber Elisabeth, curiosa.
—Bien, hace unos meses, nos enteramos de que había un orfanato judío en el que los niños que lo habitaban tenían un coeficiente intelectual altísimo, y su ubicación se situaba en el sur de la Francia ocupada. Al principio creíamos que la mejor opción era deshacernos de todos, pero por alguna razón el oficial que dirigía la operación tuvo curiosidad por saber qué pensaban sus superiores; y de ahí surgió un nuevo proyecto que le voy a explicar ahora.
Elisabeth lo miró entre sorprendida y confusa pero no dijo nada y esperó a que continuase.
—Cuando los superiores de ew oficial se enteraron de aquello le dieron vueltas a la cabeza hasta que se les ocurrió una fascinante idea. Era un plan interesante y sabían que debían mantenerlo en absoluto secreto, o si no muchos de sus suboficiales o incluso el Führer se rebelarían contra ellos. El caso es que, poco tiempo después, se nos ordenó construir un campo de concentración muy cerca del lago Lemán, al sureste de Francia. Allí serían trasladados unos treinta huérfanos y se les trataría en iguales condiciones que en un campo normal, a no ser que aceptasen una serie de condiciones que les permitiesen obtener la libertad.
—¿Y qué tipo de requisitos son ésos? —preguntó curiosa Elisabeth.
—La única cláusula importante que los niños deben aceptar para ser libres es la de dejar de ser judíos y unirse a nosotros para servirnos en la guerra y en lo que proceda cuando la hayamos ganado. Al ser tan jóvenes será más fácil convencerles, y si no… ya sabe usted las consecuencias —dijo seriamente el oficial.
Al oír eso la doctora Braun se llevó las manos a la boca y por poco pega un grito de espanto.
—¿Y cuál es mi papel en todo esto? —preguntó aún más confusa.
—Tengo entendido que habla inglés, francés y español, así que supongo que no tendrá problemas para comunicarse con los niños —dijo el oficial.
—¿Qué quiere usted decir?
—Doctora Braun, por órdenes de mis superiores será enviada a París durante los meses de febrero y marzo, y luego partirá al campo de concentración del lago Lemán. Allí se encargará de mantener a los niños sanos y de curar a los que se pongan enfermos.
—Y… ¿y por qué yo? —preguntó Elisabeth casi sin habla.
—Porque desde que desapareció su padre pensamos que sería de su agrado salir un tiempo de Alemania, aunque debo decirle que este campo no se encuentra en ningún mapa y muy pocos saben de su existencia, así que me permito pedirle que mantenga esto en secreto incluso cuando la guerra haya terminado. No queremos que haya ningún escándalo, ¿me ha entendido bien? —dijo claramente el oficial.
—¿Y de cuánto tiempo estaríamos hablando? —quiso saber la mujer.
—Un año, quizá dos, según los progresos que tengamos con los niños. Bueno, qué me dice, ¿estará dispuesta a hacerlo? —preguntó el hombre, esperando una respuesta afirmativa.
Elisabeth, aunque lo pensó durante unos segundos, sabía que sería una buena oportunidad para salir del país, y era posible que se las ingeniara para reunirse con su padre en Suiza. En cualquier caso debía aceptar la proposición.
—Muy bien, lo haré —dijo la mujer, muy segura.
—Perfecto; el veinticinco de este mes cogerá un avión que la llevará a París. Allí le facilitaremos un lugar para vivir los dos meses siguientes, en los cuales se relacionará con los franceses, estudiará sus costumbres y también los expedientes de los treinta niños. El veintinueve de marzo cogerá un tren que la llevara a Yvoire y allí un suboficial la estará esperando para guiarla hasta el campo de concentración. ¿Lo ha entendido todo? —dijo el oficial.
La mujer asintió y después se le ocurrió una pregunta importante:
—¿Podría llevarme a una enfermera conmigo?
—Doctora Braun, no podemos arriesgarnos a que alguien más sepa de la existencia del campo.
—Pero ella es de confianza, además tiene un problema en las cuerdas bucales y le es imposible pronunciar palabra alguna. Le aseguro que no causará ningún problema —dijo la mujer intentando convencer al oficial.
El hombre lo pensó durante unos momentos, pero al final no vio ningún problema y accedió a la proposición.
Cuando la reunión se dio por finalizada, el oficial acompañó a la mujer hasta la salida y ésta, intentando ser amable, le dedicó una pequeña sonrisa. Sin mirar atrás, Elisabeth caminó a un fuerte ritmo hasta que llegó a su casa. Cuando entró por la puerta y la cerró con llave, corrió a su habitación y no salió hasta pasadas unas horas.
Anna, la sirvienta de la familia Braun, que se encargaba de mantener la casa de éstos en perfectas condiciones, había subido para ver qué le ocurría a la doctora, pero cuando por fin consiguió acceder a la habitación pudo comprobar que la mujer había estado llorando, debido a lo rojos que estaban sus ojos.
Elisabeth le contó lo que había pasado y Anna escuchó con atención.
Cuando la doctora terminó de explicárselo todo, Anna dijo:
—¿Y ellos piensan que yo soy su enfermera y que no puedo hablar?
—Eso es, deberás cerrar la boca cuando algún oficial, suboficial, soldado o incluso los niños estén con nosotras. Si descubren que hablas sería malo tanto para ti como para mí —dijo Elisabeth muy seriamente.
—¿Y no ha visto la posibilidad de que su padre regrese? —preguntó Anna nerviosa.
Elisabeth, pensando que sería mejor no contarle nada acerca del lugar donde se hallaba escondido su padre, le mintió:
—Le dejaré una nota diciéndole que me han enviado a Francia para trabajar en un campo de concentración, pero que volveré dentro de un año o así. ¿Te parece bien? —preguntó la doctora muy convencida.
—¿Y qué pasará si la guerra termina y Alemania no es la ganadora? —preguntó Anna asustada.
—No te preocupes, he pensado en ello. Pero será mejor que no te cuente nada; cuanto menos sepas, la probabilidad de descubrirnos será más limitada —dijo Elisabeth recobrando la sonrisa.
Anna la miró extrañada pero no insistió más y, suspirando profundamente, salió de la habitación.
La doctora Braun estaba agotada y sabía que aún le quedaba un largo camino por recorrer.