Capítulo

2

Transcurrieron los días y el veinticuatro de enero de 1944, Elisabeth y Anna se prepararon para partir hacia París.

La doctora cogió una maleta de viaje de un color marrón oscuro que su madre guardaba en un armario empotrado en la pared. No era muy grande, pero sí lo suficiente para llevar todas las cosas indispensables. La mujer decidió que ya compraría lo necesario para trabajar cuando llegase a la capital francesa, y así no cargaría con mucho equipaje durante el viaje. Cuando la abrió no había nada guardado en su interior, a excepción de un libro. Curiosa por saber lo que era, Elisabeth lo recogió de su interior y, una vez que le quitó el polvo, un fabuloso recuerdo volvió a su mente, pues en aquel libro estaban los cuentos que su madre le relataba de pequeña. Evitando que le cayesen las lágrimas sobre la frágil cubierta que protegía las delicadas hojas, lo abrió y comenzó a visualizar los momentos en que su madre le relataba cada historia.

En ese momento, Anna entró en la habitación y Elisabeth cerró el libro súbitamente, provocando que el polvo se esparciera alrededor.

—Ya está todo preparado, doctora. ¿Le ayudo a hacer su equipaje? —preguntó la mujer.

—No, no hace falta. Espérame en la salita y cuando vengan a buscarnos avísame; y recuerda que tú no puedes hablar —dijo la doctora seriamente.

—Muy bien, doctora, así lo haré —dijo la sirvienta, la cual se había olvidado de su repentina pérdida de la voz.

Cuando Anna salió de la habitación, Elisabeth cogió el libro de cuentos y lo guardó en el fondo de la maleta poniendo la ropa encima de éste.

Una hora después aparecía nuevamente Anna, susurrando para que no la oyeran, avisando a la doctora que un oficial alemán había llegado para llevarlas al aeropuerto.

Elisabeth tomó su equipaje y, acompañada por Anna, salió a la calle y cerró la puerta con llave, aunque sabía que no tardarían en ir a registrar la casa. Ambas mujeres subieron al vehículo y con el estrepitoso ruido del motor encendiéndose se alejaron del lugar en dirección al aeropuerto. La doctora Braun vio cómo su hogar desaparecía nuevamente en la distancia y esperaba que la próxima vez que regresase fuese ya cuando la guerra hubiese terminado y con su padre agarrándola fuertemente con la mano. Intentando no llorar, aferró sus manos a las frías de Anna y no las soltó hasta que el coche se detuvo.

Había un gran alboroto en el lugar y la gente caminaba rápidamente de un lado a otro. Con cuidado de no tropezarse con nadie y escoltadas por el oficial, las dos mujeres anduvieron con paso firme hasta que éste se detuvo y les pidió amablemente que dejaran su equipaje en una especie de recepción, donde una mujer rubia con cara de no parar de trabajar se las llevaría para que fuesen colocadas en el portaequipajes de la aeronave.

Unas horas después, un avión salía de Berlín con pocos pasajeros, dejando en tierra a la gran muchedumbre que se había concentrado en el aeropuerto. Durante el viaje, Elisabeth no paró de mirar por la ventanita junto a la cual estaba sentada; observando cómo las nubes se movían con el viento y, en tierra firme, los campos verdes ahora se habían transformado en una árida tierra donde se celebraban las crueles batallas y donde una gran humareda de color grisáceo los cubría permanentemente.

Para los ocupantes de aeroplano fue un viaje largo, pero las dos mujeres no tardaron en sentir cómo el avión descendía más y más, y poco después el oficial salía de la sala de mandos para avisarlas de que pronto aterrizarían. Cuando el aparato tomó tierra, un fuerte temblor recorrió todo el avión, pues el aeropuerto parisino había sufrido daños.

Al salir Elisabeth del avión, un espléndido cielo azul hizo que sus penas disminuyeran durante un rato. Después de recoger su equipaje, un coche los estaba esperando a la salida y los llevaría hasta el centro de la ciudad. Elisabeth nunca había estado en la capital francesa y le impresionó su belleza y esplendor, aunque sabía que la guerra había causado estragos en ella, igual que en las demás capitales europeas. Cuando llegaron al Arco de Triunfo, el coche se detuvo en una calle enfrente de éste. Todos los ocupantes, excepto el conductor, bajaron del vehículo y el oficial acompañó a las dos mujeres al interior de un amplio apartamento en el tercer piso del edificio. Al parecer, sus antiguos dueños, una rica familia judía, habían sido deportados a un campo de concentración tras la ocupación.

Un poco incómodas con aquella información, las dos mujeres se introdujeron en la casa. Cuando todo estuvo en orden, el oficial les dijo:

—Esto es todo por ahora. Ya sabe lo que debe hacer aquí y recuerde que el día veintinueve de marzo vendrán a buscarla para que pueda coger el tren a Yvoire, ¿de acuerdo? —dijo el hombre alto y claro.

—Sí, entendido —respondió Elisabeth tranquilamente, acompañando al oficial hasta la puerta y cerrándola tras su marcha.

Cuando las dos estuvieron al fin solas, miraron a su alrededor y, soltando un gran suspiro, deshicieron las maletas y se instalaron en el lugar.

A partir del día siguiente comenzó la preparación de Elisabeth en relación con la vida en Francia, su cultura, su idioma, y por supuesto empezó a conocer a los treinta niños que fueron encontrados en un orfanato judío mediante los expedientes que le habían sido proporcionados. Era una lista que ordenaba a los judíos de menor a mayor edad, los describía físicamente y también le eran aportados, de una forma un poco menos detallada, los informes médicos de cada uno.

La doctora los estuvo revisando uno a uno y pudo comprobar que hacía falta que algún médico los atendiera de inmediato.

Durante los dos meses siguientes, Elisabeth y Anna estuvieron muy atareadas, preparándolo todo para atender a los posibles niños enfermos. Además, la doctora tuvo que consultar diversos libros sobre la cultura y leyes judías; así como la zona adonde irían, es decir, al pequeño pueblo de Yvoire junto al lago Lemán. Si su padre estaba en Suiza, debía contactar con él cuanto antes.

El veintinueve de marzo, Elisabeth y Anna estaban preparadas para partir. Una vez hecho el equipaje, el apartamento volvía a estar igual que cuando llegaron hacía dos meses a él. Esta vez, otro oficial vino a recogerlas y sin mediar palabra las acercó a la estación de tren. Cuando las dos mujeres bajaron del automóvil notaron una gran tensión entre los soldados nazis que transitaban por el andén. Un poco curiosa, Elisabeth le preguntó al oficial qué ocurría, pero éste no abrió la boca. Cuando ya estuvieron sentadas en uno de los vagones, la doctora Braun no pudo resistirse y volvió a preguntar a una mujer que estaba acomodada enfrente de ella. Ésta, de nacionalidad francesa, les explicó en voz baja la inminencia de que los aliados diesen el golpe final para recuperar Francia, por eso los alemanes estaban tan alterados. Las dos mujeres se miraron pero no dijeron nada, pues la preocupación de qué les pasaría si las encontraran los aliados en un campo de concentración para niños ayudando a los alemanes las mataba por dentro.

El viaje a través de la Francia ocupada fue largo y pesado; Elisabeth trataba de imaginarse el sitio a donde iban y cómo se las arreglaría para contactar con su padre. La luz del sol entraba por las ventanas del vagón y daba ganas de abrirlas y respirar el aire fresco mientras uno disfrutaba del bello paisaje. Ni Anna ni Elisabeth quisieron hacerlo y un profundo e incómodo silencio provocó que la mujer sentada enfrente de ellas se cambiara de asiento.

Tras unas cuantas paradas, por fin llegaron a su destino: Yvoire.

La estación de tren, que se encontraba a varios kilómetros del pueblo y que tan sólo contaba con una pequeña casita junto a las ruidosas vías, había sido edificada por los alemanes.

Una vez que las dos mujeres descendieron y un mozo francés les ayudó a bajar su equipaje del vagón, la máquina continuó su viaje de regreso hacia el norte. Nadie más había bajado en aquella parada y un gran silencio cubrió la estación mientras el fuerte y abrasador astro provocaba el surgimiento de la necesidad de beber algo refrescante. Un poco acaloradas, tanto Elisabeth como Anna caminaron en dirección a la casa junto a las vías, para intentar conseguir algo de información y agua para saciar la sed. Dejando las maletas apoyadas en la pared y sentándose en un banco que miraba hacia los rieles del suelo, Anna esperó mientras Elisabeth se inclinaba sobre una especie de ventanilla con forma rectangular y por la que salía un molesto humo que olía a tabaco. Intentando deshacerse de él moviendo las manos de izquierda a derecha, la mujer metió la cabeza por el ventanuco y observó la estancia. Un cigarro a medio terminar descansaba sobre un cenicero y lo mismo sucedía con un plato de comida y un vaso de vino. Una pequeña aunque cómoda cama se encontraba en el otro extremo de la casa, y junto a ella había una puerta que, según dedujo la doctora, llevaría al cuarto de baño. Pero en aquel minúsculo lugar no había nadie y el calor del sol era cada vez más insoportable. De repente, la luz del sol desapareció detrás de la mujer, lo cual fue un gran alivio para ella, pensando que una nube había oscurecido temporalmente el cielo. Se giró para volver con Anna y casi pega un grito que pudo haberse escuchado hasta en Suiza, pues delante de ella se encontraba un joven soldado alemán que la miraba fijamente a los ojos.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó el hombre sin pestañear.

—Me… me llamo Elisabeth Braun y ésta es mi ayudante Anna. El oficial Krause me dijo que un suboficial nos estaría esperando en la estación para guiarnos hasta el campo de concentración. Aquí tiene nuestra documentación si usted quiere verificar nuestra identidad —dijo casi tartamudeando.

—Vaya, vaya, permítame que me disculpe, doctora Braun, pero en los tiempos que corren es mejor no fiarse de nadie. Por cierto, a partir de hoy mismo esta estación dejará de existir por razones de seguridad, por lo que no deberá mencionar nunca cómo ha llegado hasta aquí —dijo el suboficial más cortésmente.

—¿Es por eso por lo que no hay nadie en la casa? —preguntó la doctora curiosa.

—Exactamente, es fácil deshacerse de esta gente en los tiempos que corren, ¿no le parece? —dijo sonriendo el hombre.

Elisabeth no le llegó a entender y sonrió también. Después fue hasta donde estaba Anna y le susurró al oído: «de ahora en adelante no debes pronunciar palabra alguna porque sino sabrán que he mentido y nos deportarán, o algo peor». Al oír eso, la mujer cerró la boca y ningún sonido más salió de la misma.

Tras coger su equipaje, siguieron al suboficial hasta su coche, que estaba esperando en un camino no lejos de la estación.

Sin mediar palabra montaron en el vehículo y durante todo el trayecto ninguno de los presentes dijo nada.

Poco a poco las dos mujeres pudieron divisar a lo lejos el pueblo de Yvoire y junto a él, la orilla del lago Lemán. Cuando llegaron al centro del pueblo, el coche se detuvo y el suboficial habló a la doctora sin siquiera girarse para mirarla.

—Baje del vehículo, vaya a la tienda que hay ahí enfrente —dijo el hombre señalando con el dedo a un comercio que estaba en la acera de enfrente, un poco más adelante—, y haga una lista con las cosas que podría necesitar en el campo; luego vuelva aquí y no hable con nadie, ¿entendido? —dijo el hombre seriamente.

La mujer respondió afirmativamente y salió a la calle. Aquel día el pueblo de Yvoire estaba espléndido, ya que una de las peculiaridades del lugar era su estilo medieval; además, todo estaba cubierto de flores de varios colores, lo que originaba que la producción de infinidad de aromas llenase el aire puro que provenía de las zonas más alejadas del lago Lemán.

Una vez la mujer llegó hasta la tienda, ésta estaba medio vacía y sólo esperaba que no estuvieran en ella las cotillas del pueblo. Nada más entrar, el tendero la saludó y le preguntó si podía ayudarla en algo y ella, educadamente, le respondió que quizás más tarde. Lentamente fue pasando junto a todas las estanterías buscando las cosas más importantes que podría necesitar en un campo de concentración. Al poco sacó su libreta y un lápiz y comenzó a apuntar. La tienda también era, en parte, una botica, pues dos estantes estaban llenos de medicamentos. La doctora, intentando recordar los estados de salud de los niños indicados en los informes que le habían proporcionado, apuntó el nombre de algún analgésico y más tarde, cuando examinase a los muchachos más detenidamente, podría saber con certeza cuál de los medicamentos sería el apropiado.

Ya estaba a punto de salir de la tienda, cuando se tropezó con el tendero en una zona desde donde el suboficial no podía verlos.

—¿No desea comprar nada, señora? —preguntó el hombre decepcionado.

—Creo que de momento sólo me llevaré esto —dijo la mujer cogiendo un bote de medicina de forma improvisada.

—Muy bien, ¿es usted nueva en el pueblo?

—No exactamente —inventó Elisabeth—, he venido a ver a una tía mía que está enferma y vive en una casa un poco lejos de aquí.

—¿Es usted alemana? —preguntó el hombre al notar que el acento no era de una verdadera francesa.

—¡¡Oh!! No, soy austriaca —volvió a mentir. Pero no se preocupe, en los tiempos que corren es muy fácil confundirse. Por cierto, ¿sabe si hay algún barco que salga hacia Suiza dentro de poco? —preguntó llena de curiosidad e intentando cambiar de tema.

—Como bien ha dicho usted, en los tiempos que corren es muy difícil llegar hasta este determinado país, pero da la casualidad de que un barco mercante, con un permiso alemán, saldrá el día uno de julio de nuestro puerto en dirección a Ginebra —le informó el hombre.

—¿Y hay alguna posibilidad de ir en ese barco? —preguntó la mujer.

—Si quiere ir a bordo tendrá que hablar con Pierre, él es el dueño del buque, y yo creo que aceptará a una mujer tan preciosa como usted en su navío.

—Y, ¿dónde podría encontrarlo? —inquirió la doctora.

—Pregunte por él en el puerto, seguro que lo halla por allí —dijo el hombre mientras le cobraba por el frasco de medicina.

—Muchas gracias entonces y encantada de conocerle —respondió sonriente la mujer.

—El gusto ha sido mío y si alguna vez necesita algo, no dude en venir a verme —dijo mientras la acompañaba a la puerta.

Cuando Elisabeth salió de la tienda, dos mujeres regordetas entraban y la miraron de arriba abajo; la doctora las ignoró y continuó su camino en dirección al coche. Sin siquiera mirar al suboficial, la mujer abrió la puerta trasera del vehículo y se volvió a sentar junto a Anna, la cual había estado deseando todo el tiempo que ésta volviera.

—¿Ya ha anotado todo lo que va a necesitar? —preguntó el hombre mirándola por el retrovisor.

—Una vez que haya visto a los niños, sabré qué tipo de medicinas tendré que utilizar en cada caso, pero el resto de las cosas ya las he apuntado —dijo Elisabeth firmemente.

—Bien, entonces será mejor que nos pongamos en marcha —dijo encendiendo el motor—, pero antes tendrán que colocarse estas cintas negras sobre los ojos.

—¿No os fiáis de nosotras? —preguntó la mujer un poco nerviosa, pero evitando que se le notase mucho.

—No queremos complicaciones si ocurriese algo inesperado, así que pónganse de una vez esas cintas —dijo con un tono amenazador.

A partir de ese momento todo se volvió oscuro y ni Elisabeth ni Anna pudieron ver nada. El ruido del motor y los continuos baches que fueron apareciendo provocó que las dos mujeres perdieran contacto auditivo con el exterior, y poco a poco, los rayos de sol que atravesaban las oscuras cintas que les cubrían los ojos fueron desapareciendo lentamente.

Varios minutos después, todo posible ruido se disipó y un profundo silencio llenó el lugar donde quiera que estuviesen. La puerta trasera del vehículo se abrió y Elisabeth, siendo agarrada por el brazo, salió del coche seguida de Anna, la cual la sujetaba fuertemente de la mano. Después, el hombre las empujó hacia delante indicándoles que caminasen, y así lo hicieron. El trayecto fue corto y poco tardaría en quitarles esas incómodas vendas de los ojos.

Cuando Elisabeth consiguió adaptarse a la luz del sol, descubrió lo que había en aquel recóndito lugar. Una singular casita, igual que las que aparecían en los cuentos de hadas, yacía sobre un verdoso campo lleno de flores y rodeado por un bosquecillo; un bosque oscuro y sombrío cuya espesura dificultaba el traspaso de los rayos del sol a través de sus ramas.

—¿Qué es este sitio? —preguntó intrigada la doctora.

—Éste será su lugar de residencia durante su estancia en el campo de concentración, y debe saber que si intenta adentrarse en el bosque, es muy posible que no salga viva de él —dijo el suboficial firmemente.

—¿Y dónde se supone que está el campo? —volvió a preguntar la mujer.

—De momento instálense aquí. Mañana el oficial Krause vendrá personalmente para enseñarles nuestras instalaciones y concretarle cuál será su función en este lugar. Bien, nos veremos mañana entonces —dijo el suboficial dejando las maletas en el suelo, entregándole la llave a Elisabeth y levantando la visera del sombrero con la mano en señal de despedida. Después se dio la vuelta y se adentró en el bosque; al poco desapareció en la penumbra.

Elisabeth se quedó quieta durante unos segundos y después contempló la casa preguntándose qué haría en aquel apartado lugar. Anna, igual de intrigada, cogió el equipaje mientras la doctora metía la llave por la cerradura. Necesitó tres giros para abrir la puerta y requirió la ayuda de Anna para empujarla, pues pesaba demasiado. Cuando accedieron al interior, una espléndida casita de campo se abría ante ellas. Muy despacio, Anna dejó las maletas junto a una mesita que había sido colocada a la derecha de la puerta y sobre la cual había un jarrón con rosas. Elisabeth intentó no mirarlas para evitar caer en la tentación y siguió andando hacia la siguiente habitación; Anna, por su parte, se aventuró a entrar en otra. En el salón principal, las paredes habían sido cubiertas con papel en el cual había dibujos de diversas flores; una gran mesa redonda presidía el centro del habitáculo además de una gran lámpara colgada del techo. Junto al salón había una pequeña salita con dos sofás y una butaca colocada cerca de la chimenea donde el fuego ya ardía. Cuando ambas mujeres se encontraron de nuevo en la entrada principal, Anna le contó a la doctora que la casa tenía una buena cocina y un amplio sótano. Unas escaleras de madera subían al primer y único piso donde debían estar los dormitorios y los cuartos de baño; y así era, dos habitaciones, una para cada una, y dos sencillos lavabos conectados con las mismas. Agotadas por el viaje, subieron las maletas a las habitaciones y sin siquiera deshacerlas se echaron en las camas y se quedaron profundamente dormidas.