Estaba anocheciendo y en la tienda del viejo Louis sólo quedaba un joven muchacho de unos veintitrés años de edad que compraba algunos cebos para pescar. En el momento en que éste fue a pagar por su compra, Louis le sonrió y le dijo:
—Vaya, vaya, mira a quién tenemos aquí, pero si es el joven Pierre. ¿Qué te trae por mi humilde establecimiento? —preguntó el hombre, animado.
—Hola, Louis, he venido a comprar cebos, necesito pescar algo para mi viaje —dijo el muchacho.
—Pues ándate con ojo porque estos días he visto más alemanes que de costumbre —le advirtió el viejo.
—Ésos no me preocupan; mientras me dejen salir del país no habrá problema. Muy pronto mi mercancía y yo viajaremos a tierras libres. ¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo? —le preguntó Pierre, repitiendo la oferta que le había hecho hacía ya un tiempo.
—No, mi sitio está aquí. Pero he conocido a alguien que sí está interesada en viajar en tu barco —dijo el hombre recordando a Elisabeth.
—¿De quién se trata? —preguntó intrigado el muchacho.
—Es una mujer austriaca que necesita llegar a Suiza cuanto antes, pero sabe que los alemanes no la dejarán salir de aquí por las buenas; por eso le dije que tú podrías ayudarla. Irá a verte un día de éstos para solicitar una plaza en tu barco y creo que deberías aceptarla —dijo el hombre intentando convencer al muchacho.
—¿La has mirado bien? Sabes que si me causa problemas jamás atravesaré la frontera.
—Una vez la conozcas no pensarás lo mismo. Bueno, y ahora vete que voy a cerrar, y mucha suerte con la pesca, muchacho —dijo el viejo Louis mientras acompañaba al joven hasta la puerta.
—Buenas noches, viejo amigo —dijo Pierre despidiéndose con la mano mientras veía cerrarse la tienda; después miró al frente y continuó su camino hacia el puerto.
Un fuerte ruido se escuchó en el vestíbulo, lo que provocó el despertar de Elisabeth. Pensando que el oficial Krause ya había llegado y sin siquiera mirar el reloj o descorrer las cortinas, se lavó y se vistió lo más rápido que pudo. Olvidándose completamente de Anna, bajó las escaleras y caminó con paso firme hacia la entrada principal. La llave no estaba puesta y no había forma de ver al recién llegado a través de las ventanas, pues la oscuridad lo impedía. Rebuscando en todos los cajones de la pequeña casita, Elisabeth descubrió, de entre papeles y libros, una polvorienta llave de oro cubierta de telarañas. Sospechado que ésta sirviese igualmente para la cerradura de la puerta de entrada, se la llevó consigo y giró el cerrojo hasta tres veces hacia la derecha, sacándola después del mismo. La pesada puerta fue abierta por la mujer a duras penas y cuando ésta salió al exterior se llevó la mano a la cabeza, pues aún era de noche y allí no había nadie. Contemplado temblorosa el oscuro y tenebroso bosque, volvió a cerrar la puerta e introdujo la llave en el cerrojo. Después miró al reloj de pared que había junto a las escaleras y observó que solamente eran las tres de la mañana. Olvidándose del ruido, empezó a subir los escalones, pero nuevamente una especie de golpeteo se escuchó en algún lugar de la casa. Elisabeth se volvió pero no vio a nadie; cogiendo un paraguas para intentar defenderse, la mujer recorrió cada una de las habitaciones de la planta baja de la casa, pero, algo extrañada, no encontró ser viviente alguno. Volviendo a la entrada principal, dejó su «arma» en el paragüero y, acordándose de cerrar con llave la puerta, giró ésta tres veces; aunque sin darse cuenta, el movimiento de la llave hizo un viaje más, rotando una cuarta vez. Algo extraño ocurrió pues ésta sí giró, para asombro de la doctora, una vez más y acto seguido se oyó un «clic», seguido del cual una puertecilla surgió de la pared que había debajo de la escalera.
Sin saber si sorprenderse o no, la doctora se acercó a la escalera lentamente y con precaución, como si esperase que algo saliese de su interior; una vez estuvo junto a ella, observó cuidadosamente lo que había al otro lado de la puertecilla. Todo estaba oscuro pero, gracias a la claridad de la luna, se podía distinguir cómo varias escaleras realizaban un largo descenso; y al final de dicho camino, la doctora también era capaz de vislumbrar una leve luz que centelleaba sin parar. Llena de curiosidad, entró en el pasadizo y con cuidado de no hacer ruido bajó las escaleras de madera. Fue poco después cuando esa madera pasó a ser de metal, aunque ella no se dio cuenta de tal cambio. Llegó al último escalón y lo que descubrió allí la dejó perpleja: un complejo de diversos túneles se abría ante ella. Todos ellos estaban cubiertos por paredes metálicas y pequeñas bombillas colgadas del techo lo iluminaban todo. Elisabeth sabía que si se introducía por uno de esos túneles se perdería y era muy posible que luego hubiese consecuencias. Usó la sensatez y volvió escaleras arriba; ya curiosearía en otra ocasión. Cuando salió por la puertecilla, el reloj marcaba las tres y media de la mañana. Rápidamente fue hacia la puerta de entrada y giró de nuevo la llave hacia la izquierda. El pasaje secreto se cerró y todo volvió a la normalidad. Acto seguido, subió al piso superior, entró en su habitación y, quitándose los zapatos, se metió en la cama sin siquiera desvestirse; luego cerró los ojos, pero no consiguió dormir tranquila, pues todo lo que había visto le daba vueltas en la cabeza.
Una persona la movía con fuerza, como si intentase despertarla, pero ella intentaba no hacerlo, pues sumida en un profundo sueño, huía de los alemanes que la perseguían a ella y a su padre, y por mucho que corriesen no podían escapar. Ya estaban a punto de alcanzarlos cuando alguien le susurró al oído: «señorita, por favor». Parecía una súplica, así que tanto su padre como los alemanes se desvanecieron y Elisabeth abrió los ojos. Lo primero que vio fue la luz del sol que entraba por la ventana y después, a su izquierda, Anna la miraba preocupada.
—¿Qué pasa? —preguntó la doctora, intrigada a la vez que adormecida.
—El oficial Krause aguarda en la salita; llegó hace unos minutos y espera impaciente —dijo la mujer en voz muy baja.
—Pero, ¿qué hora es? —preguntó Elizabeth aún dormida.
—Las nueve y cuarto, señorita, por lo que más quiera, baje rápido a atenderle —pidió la mujer, nerviosa.
Al oír eso la doctora salió de la cama de un brinco y fue al baño a arreglarse. En diez minutos estuvo lista, pues mantenía la misma ropa con la que se había acostado aquella noche. Aprisa, pero con templanza a la vez, bajó las escaleras y pudo comprobar cómo la puerta de entrada estaba abierta; observándola de camino a la salita vio que la llave no estaba en la cerradura. Cuando entró en la habitación, Anna le estaba sirviendo al oficial un té, y la llegada de la doctora provocó que éste se levantase para recibirla. Iba vestido con un uniforme verdoso; su gorra, con el águila dibujada en ella, y el símbolo del nazismo en el brazo provocaban que la mujer se sintiese cada vez peor al estar ayudándole. Sin poder decir nada, el hombre habló:
—Buenos días, doctora Braun, espero no haberla despertado —dijo observándola detenidamente.
—No, no, es que… me estaba arreglando un poco. Como voy a conocer a los niños, quería causarles buena impresión —dijo un poco nerviosa.
—Ya, bueno, espero que les haya gustado la casa, pues será aquí donde vivirán. Si necesita cualquier cosa, deberá decírselo a uno de mis hombres que pasará una vez cada día por aquí. Su visita al pueblo será cada dos semanas y siempre irá acompañada por el suboficial. ¿Alguna pregunta? —dijo el hombre firmemente.
—Muy bien, entonces le enseñaré nuestro campo especial de concentración. Por favor, necesito que su enfermera y usted se pongan esto —dijo entregándoles unas cintas negras— por seguridad, ya sabe, por si algún aliado la detiene y le pregunta por este lugar.
Nuevamente, después de que Elisabeth y Anna cogiesen todo lo que necesitasen para examinar a los niños, los ojos de las dos mujeres fueron oscurecidos y éstas no podían ver absolutamente nada. La doctora agudizó el oído, pues quería saber si el pasaje que había descubierto aquella noche era el correcto.
El hombre les indicó que caminaran hacia delante; Elisabeth oyó cerrarse la puerta de entrada y cómo el oficial introducía la llave en la cerradura. Sonó un primer clic, un segundo y después un tercero; y como esperaba la doctora, un cuarto. Quizás se distrajo un poco o estaba segura de que no ocurriría nada más, pero el hombre giró la llave una quinta vez y el sonido de una pared deslizándose se produjo tal y como la mujer había supuesto. El hombre les dijo que caminasen hacia delante pero luego les ordenó que girasen a la derecha, en dirección al sótano de la casa. Esto lo cambiaba todo para la doctora, y una nueva preocupación volvió a surgir dentro de ella. Cuando descendieron al sótano, continuaron caminando y notaron como si el suelo fuese inclinándose cada vez más hacia abajo. Después de haber recorrido un buen trecho, el oficial les dijo que debían bajar unas escaleras y así lo hicieron. El descenso fue corto pero agotador; el sonido de una puerta abriéndose las tranquilizó un poco y acto seguido volvieron a oír la voz del oficial:
—Esperen aquí, enseguida podrá examinar a los niños —dijo quitándoles las vendas.
Cuando los ojos de Elisabeth recuperaron la visibilidad no dieron crédito a lo que vieron, pues una especie de iglesia había sido construida en el lugar donde se hallaban. Era algo parecido a una cueva que, a pesar de todo lo que habían descendido, tenía techos altos, y donde se podía respirar con facilidad. Un hermoso altar había sido colocado en el fondo de la cueva y varias estatuas de santos estaban situadas sobre rocas altas, pero con una superficie suficientemente plana y resistente como para soportar el peso de la escultura. Una serie de bancos de madera habían sido ubicados en el centro de la estancia mirando hacia el altar, y la cruz, con Jesucristo en ella, se alzaba justo sobre éste observándolo todo desde ahí arriba.
Y, por increíble que pareciese, una inmensa vidriera había sido trabada en lo más alto de la cueva y a través de ella un fino rayo de luz llegaba hasta el suelo. Tanto Elisabeth como Anna se quedaron boquiabiertas al contemplar tal grandiosidad sin poder soltar palabra alguna y, por supuesto, Anna no podía.
Cuando el oficial volvió, traía un sujetapapeles en la mano y en él estaba la lista de los treinta niños.
—Muy bien, doctora Braun, he aquí a los niños —dijo el hombre mientras daba un golpe en el suelo con su bastón.
De una puerta al otro extremo de la iglesia salió una mujer rubia y vestida con uniforme, seguramente, de suboficial. Detrás de ella surgió una fila de personajes, unos altos y otros bajos, unos morenos y otros castaños, unos gordos y otros flacos, unos chicos y otros chicas, y un sinfín de cosas que los diferenciaban. Cuando estuvieron todos, se pusieron en línea mirando hacia delante. Después la suboficial fue donde estaba su superior y a continuación miró seriamente a Elisabeth y a Anna.
—Compruebe la lista a ver si están todos —le dijo el hombre a la mujer.
Mientras ésta cogía la lista e iba hacia los niños, el oficial Krause se acercó a las dos mujeres que observaban a los chiquillos con interés, y les habló:
—Bien, mientras pasamos lista, les explicaré el programa que ya hemos iniciado con el fin de cristianizar a estos judíos y para potenciar su inteligencia de una forma que ahora les concretaré. Cada día, a las siete y media de la mañana, realizamos una misa que da nuestro cura particular. Luego, después del desayuno, vienen aquí y leen la Biblia durante dos horas, y la señora Vogel se encarga de educarlos según nuestros intereses. Después de la comida, las chicas ayudan en las tareas de mantenimiento de este lugar y los chicos emplean su fuerza en trabajos que les ponemos para que se mantengan fuertes y ágiles. Una vez transcurrida la cena, realizamos otra misa y, al finalizar ésta, son conducidos a sus habitaciones, teniendo sólo diez minutos la luz encendida o, si no, se les impone un castigo.
—¿Y qué clase de castigos han implantado? —pregunto Elisabeth inquieta.
—Eso no es de su incumbencia, y ahora, si es tan amable de examinar a los niños, se lo agradeceríamos mucho —dijo el hombre, con una sonrisa forzada.
Cuando Elisabeth y Anna se acercaron a los niños, éstos se quedaron pasmados mirándola, pues no parecía tan feroz como las demás personas que habían estado todo aquel tiempo con ellos. Uno a uno fue observándolos a todos y cuando terminó quedó pensativa durante un momento.
—Oficial Krause, no quisiera entrometerme, pero juraría que cuando ustedes me dieron los expedientes de los niños eran treinta y no veinte —dijo Elizabeth confusa.
—Sería algún fallo nuestro pues nosotros sólo encontramos a veinte niños —dijo el hombre.
—Casi todos están sanos, excepto los más pequeños, que tienen alguna cosa de poca importancia —dijo la doctora dando su opinión sobre el estado de los niños.
—Haga una lista con todo lo que necesita y désela al soldado cuando vaya por la casa, ¿de acuerdo? —dijo el oficial tranquilamente.
—Muy bien, ¿me necesita para algo más? —preguntó la doctora queriendo marcharse ya.
—Le enseñaremos nuestras instalaciones para que sepa dónde está cada cosa cuando tenga que volver por aquí —dijo el oficial.
A regañadientes, las dos mujeres siguieron al hombre mientras la señora Vogel se volvía a llevar a los niños.
Justo detrás del altar, escondido por un hermoso lienzo, había otra puerta; sacando una llave de su bolsillo, el oficial dio cuatro giros en la cerradura y ésta se abrió. Un largo pasillo se podía distinguir frente a ellas, sin ventanas ni decoración alguna; cuando penetraron en éste y el hombre cerró la puerta de nuevo, la sensación de estar a varios metros de profundidad en el interior de una cueva desapareció. Caminaron durante unos minutos guiadas por el oficial, torciendo siempre hacia la izquierda cuando el camino se dividía en dos.
Momentos después, una nueva puerta aparecía frente a ellos, esta vez, el oficial giró la llave cinco veces y se produjo un fuerte ruido al otro lado de la misma. Y, cuando Elisabeth y Anna la atravesaron, se quedaron boquiabiertas, pues el estrecho y tenebroso pasillo desaparecía dando paso a un espectacular túnel de cristal que continuaba el camino. La primera estancia que las dos mujeres vieron al entrar fue la de una amplia habitación con varias mesas, unas junto a otras, cada una con su respectiva silla.
—Esto es el comedor. Aquéllos que se porten adecuadamente comerán, y aquéllos que progresen con nuestro programa de reeducación tendrán un plato caliente una vez por semana —dijo el oficial Krause firmemente.
—Esta sala es demasiado grande para tan pocos niños —dijo la doctora extrañada.
—No debería revelárselo, pero bueno, si nuestro objetivo se cumple será muy probable que reclutemos a un número superior de niños con coeficientes similares a los que tenemos ahora. Quizá nos estemos precipitando, pero en estos tiempos es mejor estar ya preparados —explicó el oficial.
La siguiente habitación era más pequeña que la anterior, pero no mucho más. Se trataba de los dormitorios, donde una infinidad de literas habían sido colocadas ocupando casi todo el habitáculo. La sala contigua era donde se impartían las clases y las dos mujeres lo pudieron ver perfectamente pues se estaba dando una en aquellos momentos. Los niños notaron su presencia y miraron hacia arriba, pero desviaron la mirada rápidamente porque la profesora alemana los observaba seriamente.
—¿Qué es lo que les enseñan aquí exactamente? —quiso saber Elisabeth.
—Todos los días tienen clase de alemán, estudian la geografía de Alemania, su cultura y su historia. Días alternativos les enseñamos música y literatura alemana. Y de forma continuada reciben clases basadas en la religión cristiana —dijo el hombre sin siquiera mirar hacia abajo.
La doctora no dijo nada y volvió a mirar a los niños con cara de tristeza.
La siguiente habitación era una sala de juegos por la que penetraban, de una forma que ni Elisabeth ni Anna lograron nunca a entender, varios rayos de sol. No estaba muy bien equipada, pero lo suficiente para que los niños se entretuviesen; las paredes habían sido pintadas de verde y el techo de azul, simulando, tal vez, el exterior.
La doctora lo observó detenidamente y llegó a la conclusión de que era muy posible que los niños nunca saliesen a respirar aire puro a los campos franceses. Y, como era de suponer, la esvástica y la fotografía del Führer se hallaban a la vista en cada una de las habitaciones por las que habían pasado.
El túnel de cristal terminaba allí, pero la salida estaba unos metros más adelante. Picada por la curiosidad, la doctora Braun preguntó al oficial:
—¿Hay algo detrás de esta pared?
El oficial Krause se detuvo y al girarse esbozó una tenebrosa sonrisa.
—Preferimos que no observen esta habitación para que no intenten criticar nuestros métodos de castigo. Queremos que se cumplan nuestros planes y si alguien nos desobedece o intenta escapar, lo pagará caro —dijo el hombre seriamente.
Elisabeth miró a Anna y ésta le devolvió la mirada. Ambas estaban asustadas, pero sabían que debían mantener la calma.
Al poco, una nueva puerta surgió ante ellos. El oficial sacó la llave y la giró una sola vez, abriéndola sin problemas. Pero cuando la volvió a cerrar, la llave giró cinco veces y un extraño ruido se oyó al otro lado.
El resto del trayecto fue silencioso y las dos mujeres se mantuvieron unidas, apretándose fuertemente las manos. Cuando llegaron a unas escaleras, el oficial les volvió a vendar los ojos y la oscuridad provocó que perdieran la poca visión que tenían. Aun así, la doctora agudizó el oído mientras eran conducidas de nuevo a la casa. Minutos después volvían a estar en la salita y todo se encontraba como si nada hubiera pasado. El oficial Krause se despidió cordialmente y les entregó un horario en el cual estaban marcadas las horas en las que debían estar con los niños. Sin decir cosa alguna, Elisabeth cerró la puerta e, intentando recopilar todo lo que había visto aquel día, se echó en el sofá y se quedó dormida.
El olor a pescado al horno activó todos los sentidos de la doctora y al instante abrió los ojos. La mujer miró hacia el comedor y vio que la mesa estaba puesta. Un poco adormecida todavía, caminó hasta la habitación contigua y se sentó en una de las sillas de madera. Un intenso olor a limón salía de la cocina e iba acercándose cada vez más. Al poco, Anna apareció sosteniendo una espléndida bandeja de plata en la cual había una deliciosa dorada. Muerta de hambre, por poco se tira a por la comida, pero mantuvo la compostura pues debía esperar a que Anna se sentase frente a ella. Comieron en silencio hasta que la enfermera no aguantó más y dijo en voz muy baja:
—No quisiera contradecir al oficial Krause, pero creo que había treinta niños en vez de veinte. ¿Usted qué cree, señorita Braun? —preguntó la mujer.
—Juraría que había más de veinte niños cuando me entregaron los expedientes y si mal no recuerdo, muchos de ellos rondaban entre dieciséis y diecinueve años. En cambio, los que estaban hoy en la iglesia no pasaban de los trece años —dijo la doctora preocupada.
—¿Qué cree que han hecho con el resto? —preguntó Anna en un susurro.
—No lo sé, pero me temo que nada bueno; espero que los niños me cuenten algo de lo que ha sucedido aquí antes de nuestra llegada —dijo bebiendo seguidamente un vaso de agua.
No ocurrió nada más aquel día, salvo la visita de un soldado que venía a recoger la lista de medicinas que la doctora había preparado para los niños. Después no hubo más que silencio en la casa, pues Anna debía permanecer callada y Elisabeth no tenía ganas de discutir; subió a su habitación y, sacando el libro de cuentos de su madre que había escondido en el fondo de la maleta de viajes, se puso a leer.
El sol ya se ponía tras el horizonte y el viejo Louis estaba a punto de cerrar cuando un soldado alemán apareció en el umbral de la puerta.
—¿Qué desea? —preguntó el viejo tendero, temblando.
El alemán no dijo nada y le entregó la lista de medicinas. El viejo la miró y seguidamente fue a las estanterías en busca de los medicamentos. Al poco volvió con una gran cantidad de cajitas de varios tamaños y, metiéndolas en una bolsa, se las entregó al soldado, el cual dejó en el mostrador algunos francos; pero no los suficientes como para cubrir el precio real de las medicinas. Sin embargo, el viejo no dijo nada y permitió que abandonase la tienda.
Poco después llegó Pierre y encontró a Louis temblando.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el joven.
—Ha venido un soldado alemán a por medicinas y no he tenido el valor suficiente para decirle que me pagase lo que debía por los medicamentos —dijo tiritando el viejo.
—Tranquilo, ya ha pasado —le calmó el muchacho—; por cierto, la chica de la que me hablaste aún no ha aparecido, ¿ha vuelto por aquí? —volvió a preguntar el joven.
El viejo negó con la cabeza y sin decir nada más se fue a la trastienda preparándolo todo para cerrar. Pierre lo miró preocupado, pero no dijo nada y salió del lugar dejando que el silencio llenase el local.