Capítulo

4

La luz entraba por las ventanas y se proyectaba en la cama de Elisabeth, la cual ya se había levantado. Anna estaba preparando el desayuno mientras la doctora se aseaba y se preparaba para el inicio de su jornada laboral. Se había pasado leyendo el libro de cuentos hasta bien entrada la noche y más tarde, en sus sueños, los personajes de los relatos la protegían de aquellos hombres que la perseguían a ella y a su padre en la pesadilla que atormentaba a la mujer noche tras noche.

Bajó corriendo las escaleras; el olor a tostadas y a café llegaba hasta el piso superior. Cuando todo estuvo listo, ambas mujeres se sentaron a la mesa y disfrutaron del banquete; pronto las irían a buscar para la misa de la mañana y debían estar preparadas para entonces. La puerta de entrada estaba abierta, pues Anna quería ventilar algo la casa y, para despreocupación de Elisabeth, la llave había sido colocada en la mesita que había junto a la puerta.

El desayuno fue silencioso, pero así debía ser si no querían descubrir a Anna. Cuando hubieron terminado y recogido todo, alguien llamó a la puerta. La doctora fue a comprobar quién era y la figura de un soldado alemán la desanimó. El hombre entró en la casa y siguiendo el debido procedimiento, les vendó los ojos, giró cinco veces la llave de la puerta principal, y les indicó el camino hacia la entrada secreta en la pared del sótano de la casa (o donde se suponía que estaba ésta).

A medida que se acercaban, las dos mujeres comenzaron a oír cánticos y supusieron que los nazis habían creado un coro con los niños. Una vez que entraron en la cavernosa iglesia, les retiraron las vendas y las dos mujeres visualizaron cómo una veintena de niños, dirigidos por un cura, cantaban de forma angelical canciones cristianas.

En silencio, Elisabeth y Anna se sentaron junto al oficial Krause, que también presenciaba el concierto y las saludó inclinando un poco la cabeza. Cuando hubieron terminado, comenzó la misa y la doctora pudo apreciar, con sorpresa, cómo los niños y niñas, judíos, se arrodillaban en los bancos de madera mientras el cura leía unos fragmentos de la Biblia. Después, una chiquilla de unos siete años salió al altar y leyó otro fragmento del libro, y así la siguieron unos cuantos chicos más de edad similar a la de ella.

Una vez el cura dio por finalizada la misa, la señora Vogel se levantó y se llevó a los niños consigo.

—Dígame, señor Krause, ¿han tenido algún progreso desde que trajeron a los niños hasta aquí? —preguntó la doctora, ya que sus conocimientos sobre los judíos habían aumentado ampliamente. Un judío heredará su condición de su madre y aunque, en este caso, al ser huérfanos no se tuviese constancia de ello, ninguno de ellos perderá el judaísmo ni cometiendo los tres peores pecados, entre ellos, el paganismo. Aun así, lo que los alemanes estaban haciendo con ellos no incurría en dicho pecado (desde un punto de vista general), teniendo en cuenta por una parte, que la Torá (uno de los dos libros sagrados de judaísmo) es uno de los tomos que conforman la Biblia. Así, aunque la doctora no mencionó nada de eso, sabía que por mucho que lo intentasen, nunca conseguirían guiarlos hacia el camino del cristianismo.

El hombre se rió y después dijo:

—No deja de impresionarme, doctora Braun. ¿No los ha visto? Poco a poco los estamos alejando de su religión y acercándolos a la nuestra; por no hablar del fomento de su inteligencia. Yo diría que este proyecto será muy exitoso, créame. Por cierto, dentro de diez minutos deberá examinar a los niños uno a uno —dijo seriamente el oficial.

—¿Y las medicinas que yo había solicitado? —preguntó la doctora.

—Se las proporcionaremos de inmediato, no se preocupe. Ahora quédense aquí mientras preparamos su nueva consulta —dijo el hombre inclinándose y caminando en dirección a una de las puertas de la iglesia.

Cuando estuvo fuera del campo de visión de ambas mujeres, Elisabeth se acercó a Anna y le susurró algo al oído. Ésta se asustó un poco al principio, pero después entendió el plan de la doctora y se preparó para ello.

A los diez minutos un soldado entró por una de las puertas y les indicó que lo siguieran. Esta vez, las condujeron por una zona distinta de la que el oficial Krause las había llevado el día anterior, y tras llegar a un largo pasillo y dirigirse hacia una puertecita situada a la izquierda del mismo, la visión de una cuidada y moderna enfermería deslumbró a las dos mujeres.

Los medicamentos habían sido colocados en las estanterías; una camilla con una limpia sábana y un medidor estaban en la parte izquierda del habitáculo; y un pequeño barreño y una jarra con agua descasaban sobre una mesa de metal. Las batas de Anna y Elisabeth estaban colgadas en la pared y se notaba que habían sido lavadas recientemente. Elisabeth entró en la habitación, la observó durante unos segundos y se fijó en que no tenía ventanas. Después miró a Anna y comprobó con agrado que ambas compartían el mismo pensamiento. Cuando se hubieron puesto las vestimentas, el soldado se fue y al poco entró la señora Vogel.

—Bien, doctora Braun, aquí tiene la lista de los veinte niños, desde los más pequeños hasta los mayores. Ésta quédesela para que los vaya conociendo mejor —dijo la mujer con frialdad.

Una vez se fue, Elisabeth asomó la cabeza por la puerta y se encontró con una larga fila de veinte niños y niñas esperando junto a la puerta. Mirando la lista que la desagradable mujer le había entregado, pronunció el primer nombre:

—Gabriel Alkalai —dijo en voz alta la doctora.

Acto seguido, un niño de unos seis años se separó de la fila y caminó lentamente hacia ella. La doctora lo vio y esperó a que entrase con ella. La dulce cara de la mujer alivió un poco al niño, pero aun así no se confió demasiado. Cuando estuvieron los dos dentro, el soldado cerró la puerta y también permaneció en el interior de la habitación, como Elisabeth había supuesto.

Era un niño pequeño y muy delgado; aun teniendo limpia la cara, se notaba que no había comido hacía varios días. Sus ojeras se detectaban a distancia y sus piernas flojeaban al estar tanto tiempo de pie.

Mientras la doctora lo examinó de arriba abajo, el niño la observó con detenimiento. Cuando ésta finalizó, lo sentó en la camilla y le dijo:

—Sólo tienes un poco de fiebre, pero en tu estado es normal, así que toma —dijo la doctora dándole un vaso de agua y una pastilla—; vuelve aquí dentro de dos días y veremos si estás mejor, ¿de acuerdo? —dijo calmadamente.

El niño la miró sorprendido, pues no esperaba que aquella mujer fuese distinta de aquellos hombres que habían destruido su casa y los habían encerrado en aquel horrible y tétrico lugar. Nada más tomarse la medicina, saltó de la camilla y se dirigió a la puerta acompañado por la doctora, la cual nombró al siguiente niño.

Y así, uno a uno, los niños fueron desfilando por la enfermería, y todos y cada uno de ellos salían con una sonrisa en el rostro. Al fin, cuando ya hubieron entrado todos, le llegó el turno al mayor. Tenía doce años y estaba a punto de cumplir trece, lo que quería decir que pronto celebraría el «Bar Mitzvah» (alcanzar la madurez). Su nombre resonó en el pasillo:

—Salomón Rouel —dijo la doctora en voz alta.

El chico entró en la habitación mientras el soldado alemán lo miraba con desprecio.

Y fue en ese momento cuando la doctora Braun dijo:

—Esto… Anna, ¿podrías volver a la casa y traerme mi frasco especial para los piojos, por favor? —pidió la mujer con cara de cordero degollado.

Anna asintió y fue hacia la puerta, pero el soldado la detuvo bruscamente.

—Nadie puede volver a la casa sin ir acompañada de un soldado o suboficial; son las normas, fräulein.

—¿Y no podría ir usted con ella?, es sólo un momentito —dijo la doctora acercándose cada vez más al soldado y haciendo muecas seductoras con la cara.

El hombre empezó a sudar y al poco cayó prendido bajo los encantos de la doctora.

—Está bien, pero que sea rápido —dijo el hombre saliendo de la habitación acompañado de Anna, la cual cerró la puerta tras de sí.

Una vez solos, Elisabeth se relajó y mirando fijamente a Salomón, dijo:

—No tardarán en volver, así que debemos hablar lo más rápido posible —dijo la mujer en voz baja.

El chico no dijo nada y miró hacia otro lado.

—Sé que no confías en los alemanes, pero créeme, yo tampoco lo hago. Estoy aquí en contra de mi voluntad y sólo porque mi padre ha huido a Suiza, y ésta es la mejor manera de llegar hasta él. Supongo que es difícil de creer pero es la verdad —dijo la doctora intentando persuadir al muchacho.

Esta vez el chico giró la cabeza y la miró.

—Gabriel me ha contado que usted es diferente de los demás, dice que es buena y que no va a hacernos daño. ¿Es cierto o sólo intenta engañarnos?

—Tienes mi palabra de que no os haré nada —dijo la mujer queriendo convencerle.

El chico la volvió a mirar y finalmente se convenció.

—¿Qué quiere de mí? —le preguntó el muchacho.

—Hace un mes me enviaron a París para conocer la cultura de los franceses, perfeccionar mi habla de vuestro idioma y sobre todo para conoceros a vosotros mediante los expedientes que encontraron en vuestro orfanato. Pero da la casualidad de que los papeles que me entregaron pertenecían a treinta niños y no a veinte. ¿Tú sabes algo sobre esto?

—Es cierto que éramos treinta antes, pero lo que están haciendo con nosotros ya no funcionaba con los mayores, pues se negaban a renunciar a sus creencias, ya que el que nace judío lo es para siempre —dijo mirando fijamente a la doctora.

—¿Y a dónde los llevaron? —preguntó Elisabeth temiendo una posible respuesta.

—Los mayores fueron enviados a Alemania, se lo escuché a uno de los suboficiales, y al resto los trasladaron a la sala de castigos, de la cual no volvieron —dijo el muchacho saltándole alguna lágrima—. Mi hermano era uno de ellos, intentó protegerme pero eran más fuertes, no puede… no puede hacer nada —dijo, y sin que la doctora lo viese venir, el muchacho la abrazó.

—No te preocupes, yo os sacaré de aquí —dijo ella conmovida por aquel niño sin familia y contemplando la posibilidad de qué les pasaría si el proyecto no tenía éxito.

Salomón la miró y una sonrisa se dibujó en su cara.

—¿De verdad? —preguntó el chico pensando que habían sido imaginaciones suyas.

—Haré todo lo que esté en mi mano para que así sea —dijo con firmeza la mujer.

Justo en ese momento se abrió la puerta y el soldado entró en la habitación seguido de Anna, que portaba un frasco en sus manos.

—Muy bien —dijo la doctora—, vamos a quitarte esos piojos.

El chico no la desobedeció, pues su visión de futuro había cambiado radicalmente.

Una vez terminado el reconocimiento, Elisabeth solicitó hablar con el oficial Krause porque debía pedirle un favor. Una vez se hubieron reunido, la doctora le planteó la idea de acercase e incrementar la confianza con los niños mediante la exposición de varios cuentos o relatos basados en aventuras y fantasía. Con ello, le sería más fácil tratar con los huérfanos y también se abría la posibilidad de descubrir si de verdad estaban avanzando en el proyecto o simplemente era todo una pérdida de tiempo. El oficial escuchó atentamente y estuvo reflexionando durante unos minutos; al final, y tras mucho pensar, dijo:

—Está bien, doctora Braun, le permito hacerlo, pero tenga por seguro que habrá siempre un soldado vigilando de que no se vaya de la lengua o exprese ideas que sean malinterpretadas por estos judíos —sentenció firmemente el hombre.

La mujer sonrió e inclinó la cabeza en señal de gratitud. Después, y sin poder expresar la felicidad que la inundaba por dentro, se dio la vuelta y regresó a su reclusión en la casita de cuento de hadas.