Capítulo

5

El coche del suboficial se detuvo una calle antes de llegar a la tienda del viejo Louis, aunque por la suerte para el pobre hombre, ningún soldado alemán salió del vehículo. Elisabeth Braun abrió la puerta de la tienda y cuando el hombre la vio, supo al instante que era ella.

—Pero señorita, ¿dónde ha estado en estas dos semanas? Creía que le había pasado algo —dijo el hombre preocupado.

Elisabeth le sonrió y dijo:

—Mi tía necesitaba de mis cuidados y teníamos comida de sobra, así que preferí no venir. Pero ahora nos escasea, por lo que no pasará nada por dejarla sola unas horas —mintió la doctora Braun.

—En ese caso, ¿qué desea? —preguntó amablemente el viejo Louis.

La mujer sacó una larga lista de su bolso y se la entregó al tendero. Éste la observó detenidamente y después comenzó a recorrer las estanterías buscando aquello que la doctora necesitaba.

En ese mismo momento la puerta de la tienda se abrió y un joven entró. Caminó hacia el estante donde estaban colocados los cebos para pescar y el destino quiso que justo al lado, entre los cebos y las patatas, hubiese uno de los productos de la lista de Elisabeth, lo que provocó el encuentro entre ambos.

—Vaya, vaya, qué curiosa es la vida —dijo el viejo Louis—. Señorita, le presento a Pierre, capitán de barco y comerciante en algunas ocasiones. Será mejor que negocie con él mientras yo sigo con la lista.

Elisabeth miró a Pierre y éste la observó a ella. Era como si el momento de su encuentro ya estuviese predestinado, pues ninguno de los dos se sorprendió al verse. Sus ojos se entrelazaron y ambos grabaron la imagen del otro en su cabeza.

Intentando ser lo más directa posible, Elisabeth dijo:

—¿Es usted el que partirá hacia Suiza dentro de unos meses? —dijo la mujer sin bajar la mirada.

El chico estuvo callado durante unos segundos y después, costándole pronunciar palabra, respondió:

—Sí… sí, señorita, zarpo el día uno de julio hacia Ginebra, ¿le interesa? —preguntó sin pestañear.

—La verdad es que sí —dijo seriamente la doctora—; en cuanto termine de cuidar a mi tía debo ir a Suiza de inmediato.

—No será fácil que los alemanes no se den cuenta de que usted viaja a bordo, pero puedo ocultarla entre la mercancía; sí, con eso bastará —dijo el muchacho afirmativamente.

—Y, ¿cuánto me costaría? —preguntó la doctora intrigada.

—Por ser usted, se lo dejo en 300 francos suizos —dijo el chico tranquilamente.

La mujer lo miró indignada y por poco le grita; el lazo que los unía se hizo añicos.

—¡Cómo se atreve a cobrarme tal cantidad de dinero! —dijo en voz alta la doctora.

—Es lo que tiene correr riesgos y evitar que le maten —dijo sonriendo el muchacho—. ¿De acuerdo entonces?

Pensándolo unos segundos y a regañadientes, la mujer aceptó.

—Está bien, pero sólo podré pagarle cuando lleguemos a Suiza, antes me será imposible —explicó la mujer intentando que aceptara su condición.

—De acuerdo, pero será mejor que lo haga o la denunciaré a los alemanes, ¿le queda claro? —dijo el muchacho estrechando la mano de Elisabeth y así sellando el pacto.

Después de ver aquella escena, el viejo Louis se acercó a la doctora y dijo:

—Lamento interrumpir, pero ya he encontrado todo lo que había en la lista, señorita —dijo el hombre sonriendo.

—¡Oh! Muchas gracias, monsieur, ahora mismo le pago por ello —dijo la doctora devolviéndole la sonrisa y apurando para que el suboficial no sospechase por su tardanza.

Cuando estaba a punto de salir por la puerta, Pierre le dijo:

—Aún no sé su nombre.

La doctora se volvió pero fue demasiado tarde, pues su figura estaba a la vista del suboficial y éste hizo ademán de salir del coche.

La doctora lo vio y, sin mediar palabra con Pierre ni despedirse del viejo Louis, salió a paso rápido de la tienda en dirección al vehículo.

—¿Has visto eso? —dijo Pierre a Louis desconcertado.

—Sí, es extraño. Y, ¿quién será el que la lleva en coche? —respondió el viejo igual de confuso.

—¿Por qué ha tardado tanto? —preguntó el suboficial desconfiando.

—El dueño tuvo que ir al almacén porque había cosas que no tenía en la tienda —mintió la mujer.

A partir de ahí el trayecto fue silencioso y después los ojos de Elisabeth se nublaron de nuevo.