Capítulo

6

La noche se cernió sobre los campos de la Francia ocupada y una pequeña casita en medio de un claro se ocultaba de los aliados.

La doctora Braun se sentó en uno de los taburetes que había en la habitación y, rodeada por todos los niños del campo de concentración, comenzó a contar una historia.

—Este relato se titula: «El secreto de los cuatro cerrojos»; escuchadlo con atención —dijo bien alto para que todos la oyeran.

«Érase una vez, en un reino muy, muy lejano, el nacimiento de cuatro bebés que el rey ansiaba obtener, pues uno de ellos sería su heredero al trono.

El parto fue terrible y la madre de los cuatrillizos acabó por morir».

Elisabeth hizo una pequeña pausa viendo que los niños la miraban con tristeza. Después de unos segundos riéndose para sus adentros, prosiguió:

«Pasaron los años y los niños fueron creciendo. Físicamente eran exactamente iguales, pero interiormente eran totalmente diferentes.

El primero en nacer era un intelectual y dominaba varios campos, como las matemáticas, la física y otras ramas de la ciencia. El segundo era un artista, dominaba la pintura, la poesía, la escritura y todo lo que tuviese que ver con el arte. El tercero dedicaba su vida al deporte, se le daba bien cualquier actividad física y nadie era rival para él en todo el reino.

El cuarto en nacer, en cambio, no era un genio en la física, ni en la poesía, ni en los deportes. Nadie en todo el reino sabía si aquel muchacho sería el elegido para ser el futuro rey, pero estaba claro que éste no hacía mucho por conseguirlo.

Siguieron transcurriendo los años y los chicos se convirtieron en cuatro fuertes hombres, y poco a poco fueron encontrando a sus futuras esposas, todas princesas de alta nobleza que los harían destacar en la sociedad en la que vivían. Todos excepto uno, el cuarto muchacho.

Nunca iba a los bailes que su padre o hermanos organizaban; ni siquiera aparecía cuando una princesa soltera se presentaba en palacio ante los hermanos que aún estaban disponibles».

—¿Y nunca encontró a nadie que lo quisiese? —preguntó una niña.

Elisabeth sonrió y asintió:

«A nuestro cuarto príncipe le gustaba salir a pasear por las noches mientras sus hermanos se codeaban con nobles y reyes.

Un día, durante uno de esos paseos nocturnos, el muchacho oyó que alguien gritaba. Intentó descubrir la procedencia de la voz, así que escuchó detenidamente. Cuando la hubo interceptado, corrió entre los árboles hasta que descubrió a una joven muchacha que era presa de unos malvados bandidos. Éstos, al ver al joven, sacaron sus cuchillos y lucharon a muerte contra él, pero no pudieron hacer nada contra el fuerte príncipe y fueron derrotados.

Mientras el muchacho se acercaba lentamente a la joven, ésta temblaba de miedo. La cogió de la mano e, intentando tranquilizarla, se la llevó consigo.

Una vez que estuvieron muy cerca del castillo, el cuarto hermano pudo descubrir a la joven entre la oscuridad. Iba vestida con harapos y tenía la cara sucia debido a que aquellos vándalos la habían tirado al suelo embarrado. Pero eso al príncipe no le importó y, al poco, se enamoraron y volvieron a verse, a escondidas, todas las noches. Hasta que al final, el cuarto hermano le propuso casarse con él. Ella al principio no supo qué decir, pero al final aceptó».

—Pero eso el rey no lo aprobaría, ¿verdad? —dijo esta vez un niño.

—Escucha y verás:

«Pasó el tiempo y el monarca vio que su fin no tardaría en llegar, por lo que debía elegir cuál de sus hijos ocuparía su trono cuando él no estuviese.

El problema era que aún no sabía a quien escoger. Había pedido consejo a la gente, pero siempre recibía distintas opiniones: “un rey debe ser culto, elija al que lo es”, le decían; “un rey debe dominar cualquier campo artístico, elija al que lo domina”; otros le decían, “un rey debe ser fuerte y vivir muchos años, elija al que está preparado para ello”, le repetían.

Pero nadie, nunca, recomendó al rey la elección del cuarto hermano, y no sabía qué hacer.

Por su parte, el cuarto hermano estaba más preocupado en cuidar a su futura esposa y a la familia de ésta, que en aquellos momentos se encontraba en la miseria.

Cansado y sin poder decidirse por uno de los cuatro, el rey decidió visitar al hombre más sabio del reino, un viejo que habitaba en lo más profundo del bosque. Sin ser visto y cubierto con ropajes oscuros y con capucha, el rey salió una noche y se internó en el bosque.

No tardó en dar con la pequeña casa del viejo y éste no se sorprendió cuando el monarca irrumpió en su morada a altas horas de la noche».

—Y, ¿el hombre sabio pudo resolver el problema del rey? —preguntó otro niño.

«Después de tener una larga conversación, el rey salió muy satisfecho de la casa del sabio, pensando que su problema de la elección ya estaba solucionado.

Ese día reunió a toda la corte y a sus cuatro hijos para explicarles cómo daría con el sucesor al trono.

Les pondría una prueba.

Los cuatro hijos se quedaron sorprendidos pero a la vez curiosos por saber en qué consistiría dicha prueba.

Cuatro habitaciones los separaban de la sala del trono; en cada una habría una puerta sin cerrojo ni llave; para poder acceder a la siguiente sala deberían encontrar la forma de poder hacerlo; la llave se encontraría oculta en la habitación, pero el cerrojo se obtendría si se pasaba una prueba allí preparada».

—¿Lo habéis entendido? —preguntó Elisabeth esperando que los huérfanos hubiesen comprendido en qué consistía lo que el rey acababa de explicar.

Éstos asintieron y ella, conforme, continuó:

«Al día siguiente comenzaron las pruebas. Por orden de nacimiento, el primer hermano empezaría con las mismas e intentaría resolver el secreto de los cuatro cerrojos.

La primera prueba la pasó sin problemas, pero en la segunda no consiguió atravesar la puerta.

El segundo hermano consiguió pasar la primera y la segunda prueba, pero la tercera le fue imposible de superar.

El tercer hermano consiguió salvar la primera, la segunda, y la tercera prueba, pero cuando llegó a la cuarta, ésta lo derrotó.

Ya sólo quedaba el cuarto hermano, aquél al que nadie creía capaz de convertirse en el futuro rey. Su padre, como a los demás, le deseó suerte, pues él era el único que quedaba; sino el hermano que hubiese superado más pruebas se convertiría en el nuevo monarca.

Con los ojos vendados, el cuarto hermano entró en la primera sala. Después de unos segundos se destapó los ojos y la luz de las velas le cegó durante un rato. Cuando su vista se acostumbró al entorno, el chico observó detenidamente el lugar. Una gran mesa redonda había sido colocada en medio de la habitación y una estantería llena de libros estaba apoyada contra la pared.

Sobre la mesa había un papel en el que estaba escrita la siguiente pregunta: “A un experto joyero le llevan cuatro trozos de cadena, de tres eslabones cada uno, para que los una formando una pulsera”. “Para ello, dijo el joyero, tendré que cortar cuatro eslabones, uno de cada trozo, para engarzar los trozos y soldar a continuación cada eslabón cortado. Tendré, en definitiva, que hacer cuatro cortes y cuatro soldaduras”. Pero la persona que le encarga el trabajo dice: “No, no es necesario hacer cuatro empalmes. Puede formarse la pulsera con solo tres”. “¿Cómo podría hacerse esto?”.

El cuarto hermano se quedó pensativo durante unos minutos y después dijo en voz alta: “Basta coger sólo uno de los cuatro trozos y cortar sus tres eslabones. Con cada uno de los tres se empalman los otros tres trozos. Y son sólo tres. No cuatro”.

De repente y sin que el muchacho se diera cuenta, un cerrojo apareció en la puerta. Ahora la cuestión era encontrar la llave, lo cual no fue difícil pues estaba escondida dentro de uno de los libros de la estantería.

Después de introducir la llave y abrir la puerta, el muchacho entró en la segunda sala.

Un gran lienzo había sido colocado en medio del habitáculo y había una mesita, junto a éste, sobre la que reposaba la siguiente nota: “De este cuadro deberás encontrar el emblema Real que se halla oculto en esta imagen”.

El cuadro era una mezcla de colores que podían confundir a cualquiera. Paisajes, ríos, ciudades, batallas; una gran obra que guardaba algo que el muchacho necesitaba. Pero al final dio con él.

Después de decir dónde se encontraba el símbolo Real, el cerrojo de la puerta reapareció y el príncipe encontró la llave anexada detrás del cuadro.

La tercera sala estaba completamente vacía, y pegada en una de las paredes había otra nota que decía: “Si me traes un diente de la bestia te dejaré seguir”».

—¿Pero la habitación no estaba vacía? —preguntaron varios niños a la vez.

«Eso mismo se preguntó el cuarto príncipe hasta que descubrió, de entre la oscuridad de la habitación, la figura de un oso. Se había traído su puñal, pero sabía que no era lo bastante fuerte como para vencerlo».

—¿Y qué hizo para conseguir el diente? —preguntó una niña de nuevo.

«El cuarto hermano se quedó quieto y no movió ni un músculo una vez que el animal lo vio. La bestia se acercó con sus grandes patas y cuando estuvo muy cerca de él, el muchacho se desplomó en el suelo.

Tras ocurrir, el oso, prudente, se acercó a él para comprobar si estaba muerto o no. El chico intentaba no respirar para que su treta saliera perfecta.

Al final, el oso cayó en la trampa y dejó de prestar atención al muchacho, y se fue preparando para su gran festín lo que llevó al cuarto príncipe a abalanzarse sobre la bestia y clavarle su puñal en la espalda».

Elisabeth dejó de hablar pues vio que los niños estaban temblando, después se lo pensó mejor y dijo:

«La verdad es que el príncipe no clavó ningún puñal al oso, sino que le dio un gran golpe con el mango del mismo, lo cual lo dejaría inconsciente durante un rato. Acto seguido, el muchacho agarró uno de los colmillos, se lo arrancó al oso y éste ni se inmutó. Un nuevo cerrojo apareció en la puerta y la llave se encontraba escondida justo dentro de la boca del animal. La cogió y abrió la puerta sin problemas.

Y, por último, la prueba final a la cual ninguno de sus tres hermanos había conseguido acceder.

Cuando entró en la habitación, lo primero que vio fue una pequeña mesa y una silla, sobre ella había un papel y una pluma junto a él. En el pergamino había escrito: “Como última prueba a superar deberás escribir los valores que aplicarás cuando seas rey y cómo los sufrirá el pueblo”.

Entonces, algo en la expresión del chico cambió, pues una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Se sentó en la silla, cogió la pluma y empezó a escribir.

Todos en la sala del trono esperaban expectantes y los tres hermanos restantes aún más. De repente una llave fue introducida en el Cuarto Cerrojo» —dijo Elisabeth en voz alta—, «y el cuarto príncipe salió de la habitación».

Los tres hermanos y el resto de la corte se quedaron con la boca abierta, pues nunca hubieran pensado que el cuarto hermano pasase las pruebas.

El rey sonrió y no parecía para nada sorprendido.

Levantando un poco el brazo provocó que todas las miradas se centraran en él. Sin dejar de sonreír dijo: «Cuatro pruebas fueron puestas a nuestros cuatro príncipes, una prueba de conocimiento, una prueba visual respecto al arte, una prueba física y valerosa, y, por último, una prueba de honradez, bondad y buena mano para la toma de decisiones, en la que mi hijo más joven ha demostrado tener lo necesario para hacer prosperar a nuestro pueblo. Tú serás, pues, mi sucesor al trono».

Y dicho esto, todos en la corte empezaron a aplaudir con devoción mientras los tres hermanos restantes bajaron la cabeza, avergonzados.

Días después, el cuarto hermano fue coronado rey y más adelante se casaría con la mujer a la que amaba, la cual sería reconocida como reina al poco tiempo.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado».

—Y ¿sabéis cuál es la moraleja de esta historia? —preguntó Elisabeth a los niños.

Éstos tenían alguna idea pero negaron con la cabeza.

—Está bien tener conocimientos matemáticos y de ciencias en general, está bien que sepáis algo de pintura o cualquier cosa relacionada con el arte, es bueno que hagáis deporte, pero nunca llegaréis a ser perfectos si no sois buenos con las personas que os rodean y los ayudáis cuando ellos precisen de la vuestra. Pues en el Cuarto Cerrojo está la clave de todo. Recordadlo bien, el Cuarto Cerrojo —dijo y repitió la doctora Braun—, y ahora todos a la cama antes de que el oficial Krause se enfade conmigo —dijo la mujer, y acto seguido los veinte niños deshicieron el círculo y se fueron a sus incómodas camas de madera y con los colchones medio rotos.

Elisabeth miró a Salomón y éste la miró a ella, ambos se cruzaron las miradas y asintieron con la cabeza. Así, el plan que la doctora tenía en mente comenzaba con éxito pues, como le había susurrado al chico el día de su primera revisión, la clave de su huída estaba en las historias que la doctora contara.