La luna no había aparecido y la oscuridad impedía a los soldados alemanes ver nada. Elisabeth aprovechó esa oportunidad y la doctora y Anna salieron de sus camas y bajaron sigilosamente las escaleras. El silencio rodeaba la casita y ni siquiera el zumbido de una mosca se escuchaba. Con el mayor cuidado posible, Elisabeth cogió la llave que estaba en la mesita junto a la puerta de entrada y la introdujo en el cerrojo. La puerta ya había sido cerrada girando tres veces la llave pero, gracias a que la doctora conocía los secretos de la casa, la giró una cuarta vez.
De repente, y para asombro de Anna, una puertecita debajo de las escaleras apareció de la nada. Sin separarse de la doctora, ambas mujeres se acercaron, muy despacio y sin hacer ruido, a la entrada del pasadizo. Después, y muy decidida a ello, Elisabeth dijo:
—Toma esto —dijo entregándole a Anna un ovillo de lana—, yo tiraré de un extremo y tú lo irás soltando, así no me perderé entre los túneles que hay ahí abajo. Si viniera alguien, tira fuerte del hilo y así sabré que tendré que volver lo más rápido posible. Si no llegase a tiempo, deshaz el giro de la llave para que la puerta se cierre, ¿me has entendido? —dijo seriamente la mujer.
Anna asintió algo asustada, pero no dijo nada y tomó la madeja mientras Elisabeth cogía el extremo saliente. Luego, llevando consigo una pequeña lámpara de aceite, bajó cuidadosamente las escaleras mientras Anna la esperaba arriba.
Una vez que la doctora consiguió llegar abajo, tres caminos le provocaban tomar la decisión de cuál escoger. Sin pensarlo mucho, eligió el camino de la derecha y anduvo durante un rato por aquel frío y oscuro túnel, sin oír o escuchar nada interesante o sospechoso.
Al poco se encontró con una rejilla en el suelo y con un poco de cuidado miró a través de ella. Por desgracia, era un simple almacén sin interés.
Viendo que estaba perdiendo el tiempo, retrocedió sobre sus pasos y volvió al punto inicial.
Nuevamente eligió otro acceso y tomó el del centro. Esta vez el camino fue corto, pues una sólida pared de piedra cortaba el paso a la mujer.
Bajo sus pies había una rendija, ya que el humo de un puro recién fumado se colaba por ella. Intentando no toser ni que le llorasen los ojos a causa del humo, Elisabeth miró por la rendija. Esta vez, una sala de reuniones vacía se podía contemplar desde el conducto de ventilación. Parecía como si hubiesen estado largo tiempo conversando sobre algo importante, porque había muchos papeles sobre la mesa, cigarrillos y botellas de vino vacías.
Preguntándose sobre qué hablarían, Elisabeth retiró su mirada de la rendija y volvió a desandar el camino.
El reloj de la entrada marcaba las cuatro de la mañana y Elisabeth vio conveniente volver a la cama, ya que al día siguiente había reconocimiento médico, otra vez.
Cuando llegó junto a las escaleras, un ruido resonó en los tres túneles. Al principio fue leve pero luego cogió intensidad. Elisabeth se quedó quieta pues aquel sonido ya lo había escuchado antes, más exactamente, el día que descubrió el pasadizo. Al poco, el fuerte grito de una persona se quedó grabado en la mente de la mujer, el cual sería callado segundos después.
Sin esperar un minuto más, Elisabeth, sigilosa pero veloz, avanzó por el camino de la izquierda esperando que el sonido volviese. Un poco más adelante, tres caminos volvieron a abrirse ante ella. Se detuvo nuevamente, pero la fortuna quiso que aquél que gritaba lo hiciera de nuevo y la doctora pudo guiarse gracias a ello.
Unos pocos metros más y consiguió llegar a su destino. El conducto de ventilación se hacía cada vez más grande y el calor aumentaba. De repente hubo un cambio en las paredes, que pasaron a ser de piedra, la misma que había en la cueva. La temperatura aumentaba debido a que se hallaba a más profundidad de la que pensaba. Elisabeth no sabía qué se encontraría más adelante pero estaba preparada para ello.
El final del conducto elaborado por los alemanes provocó que la doctora se detuviera en su camino. Todo estaba oscuro pero se podía distinguir una luminosidad a lo lejos. Por desgracia, el sendero era demasiado estrecho y para poder cruzarlo debía soltar el hilo, ya que no podía tener las manos ocupadas mientras se arrastraba por el suelo. Elisabeth se deslizó por el pequeño túnel de roca hasta que dio con su final. Un boquete en la pared de piedra fue la salvación de la mujer, que pudo ponerse completamente de pie.
Ya no se oía a nadie gritar pero la mujer no desistió y siguió caminando en la única dirección que había; hasta que una luz artificial situada bajo sus pies la deslumbró. La oscuridad desapareció y Elisabeth tuvo que ocultarse tras unas rocas para que no la descubrieran.
Lo que vio en aquella habitación la dejó horrorizada: era una especie de laboratorio y en una camilla había un niño que ella no reconoció, pero que parecía mayor que los que vivían en el campo de concentración. La idea de pensar que ése era uno de los diez niños que faltaban en la lista heló la sangre a la mujer. Entre las personas que había allí abajo estaba el suboficial que dirigía a varios hombres y mujeres con bata, los cuales sostenían en sus manos frascos y utensilios de cirugía.
Sin poder seguir mirando, la doctora Braun se puso en pie con cuidado y caminó sigilosamente hasta el hueco de la pared. Se volvió a meter en el túnel y se arrastró hasta la salida donde el trozo de hilo la esperaba. Lo cogió y comenzó a caminar en dirección a la casa. Cuando tres pasadizos se abrieron ante ella, gracias al largo hilo de lana, supo elegir correctamente por dónde debía de rehacer el camino. Aun así, sabía que los otros dos túneles todavía tendrían que ser investigados.
Por desgracia, ya era muy tarde y debía volver a la casa cuanto antes o Anna se pondría histérica.
El reconocimiento médico fue como todos los demás. Con la diferencia de que Elisabeth tenía cada vez más ganas de huir de aquel horrible lugar. El último en ser examinado fue Salomón, el mayor de los veinte, y el cual tenía cara de no haber pegado ojo en toda la noche.
Ella lo miró preocupada, pero no dijo nada, pues los ojos del soldado alemán no se desviaban del niño judío. Después del reconocimiento y ya saliendo por la puerta, el niño dijo en lengua francesa:
—¿Lo has oído, verdad?
Fue lo único que pudo transmitir a la doctora, porque el soldado le gritó y lo sacó a patadas de la enfermería.
Elisabeth lo miró y comprendió que el chico no había podido dormir en toda la noche a causa de los gritos y de su propia preocupación de ser el siguiente. La doctora Braun lo sabía y tampoco olvidaba que aún había dos túneles por investigar.
Cayó la noche de nuevo y todavía no había comenzado el proceso de la luna creciente, por lo que Elisabeth debía aprovechar que la oscuridad estaba de su lado. Como la noche anterior, se giró una cuarta vez la llave de la puerta de entrada y el acceso al pasadizo se abrió. Anna cogió el ovillo y la doctora tiró de él. Caminó por el pasadizo de la izquierda y se detuvo cuando los tres nuevos túneles se abrieron ante ella. Sin saber cuál elegir primero, Elisabeth se introdujo por el camino que tenía más a mano, el de la derecha.
Anduvo durante un rato sin encontrarse nada hasta que, como las veces anteriores, comprobó que el recorrido estaba cortado por otra pared que daba final al conducto. Debajo del mismo, una ranura llevaba a las cocinas y el olor a los restos de una cena mal condimentada provocaba que Elisabeth tuviera que taparse la nariz.
Sin más que hacer allí, la doctora dio media vuelta y volvió al principio del camino. Sólo quedaba un pasadizo, el del centro, y Elisabeth tenía puestas en él todas sus esperanzas. El túnel era largo y oscuro y la mujer tardó mucho en avistar algún foco de luz. Bajo sus pies se oían voces y golpeteos; luego silencio. El camino comenzó a descender y los conductos de ventilación empezaban a ser cada vez más verticales, pero la doctora nunca llegó a caerse.
Al final, después de girar dos veces hacia la derecha y una hacia la izquierda, una nueva pared le impedía el paso, pero ésta no la detuvo pues no era un simple muro, sino una puertecita con diminutas rendijas por las que pequeños rayos de luz iluminaban el final del conducto. Elisabeth la movió sin problemas; daba paso a un nuevo pasadizo mucho más amplio y que resultaba familiar a la mujer.
Dio un giro a la derecha y caminó recto; el sendero estaba iluminado con pequeñas lucecitas en el techo, lo que facilitó la visión del lugar. Elisabeth tardó poco en darse cuenta de que se encontraba en el pasadizo por el que, el primer día, el oficial Krause les había enseñado las instalaciones.
La doctora Braun siguió caminado pues sabía a dónde la llevaría. Al final, una puerta la separaba de otra habitación, pero no tenía la llave para abrirla.
No debía perder ni un segundo, así que retrocedió y volvió con Anna. Cogió la llave que estaba en la cerradura de la puerta de entrada a la casita y se la llevó consigo. Pasado un minuto, y sin hacer ruido, regresó hasta la puerta cerrada del pasadizo.
La giró con cuidado una vez, y luego otra y otra y hasta una cuarta vez. Pudo haberla girado una quinta vez pero Elisabeth sabía que si lo hacía ocurriría algo que la descubriría. Así que, una vez girada la llave una cuarta vez, la doctora empujó la puerta y ésta se abrió. Sin dejar de caminar y siempre girando a la derecha en los cruces, Elisabeth consiguió llegar a la puerta que la separaba de la iglesia en forma de cueva. No podía arriesgarse a que la vieran, así que solamente metió la llave y la giró cuatro veces. Se oyó un clic y la puerta se abrió; la doctora se asomó y descubrió el enorme templo en las rocas. Cerró la puerta rápidamente y giró la llave nuevamente cuatro veces. A paso firme desanduvo el camino y volvió con Anna, ésta muy preocupada.
Lo había conseguido, había encontrado una salida del campo de concentración.