—¿Podría hacerle una pregunta, doctora Braun? —dijo el suboficial.
—Usted dirá —dijo Elisabeth sin percatarse de la forma en que el hombre la miraba.
—Ya sabe que no apruebo que le relate cuentos a los niños, pero quisiera saber qué valores les está inculcando, ya que podrían ser contrarios a los nuestros aunque usted no lo sepa.
—No se preocupe, nunca influiría en la educación de estos niños, simplemente son historias de aventuras y ciencia ficción, nada más —dijo la doctora intentando convencer al suboficial.
—Sí, seguramente; pero, si no le importa, hoy la acompañaré —dijo el hombre, acomodándose en una silla que había en la habitación.
Los veinte niños empezaron a agruparse alrededor de la mujer y el suboficial veía cómo éstos se colocaban lo más lejos posible de él.
Cuando el silencio llenó la habitación, Elisabeth dijo:
—La historia de hoy se titula: «Una búsqueda en Nueva York»—. ¿Habéis estado alguna vez en Nueva York? —preguntó la doctora a los niños.
Todos negaron con la cabeza y la risa del suboficial resonó en el habitáculo.
Después de que nadie dijese nada más, Elisabeth comenzó a relatar la historia:
«Nuestro viaje comienza en una ciudad, una ciudad que no es Nueva York pero que es igualmente importante.
Tenemos que cruzar toda Francia y dirigirnos a un país que fue próspero a lo largo de su historia». Ya sabéis a cuál me refiero, ¿no? —dijo la mujer—. «El Reino Unido, y nos dirigiremos a su capital: Londres.
Allí, en un lujoso barrio de la ciudad, vivía una pareja: Charlie y Jane. Se habían casado recientemente y ella esperaba el nacimiento de una niña a la que llamarían Caroline.
Caroline nació con todas las comodidades que una niña podría desear. Sus padres se lo dieron todo y la protegieron del mundo tanto como pudieron durante sus primeros catorce años de vida. Hasta que una fuerte crisis llevó a la quiebra de la empresa en la que trabajaba el padre de Caroline, que le obligó a emigrar a América para buscar empleo en el país de las oportunidades».
—Y, ¿consiguió encontrar ese trabajo? —preguntó uno de los niños.
«Las cartas de su padre llegaban casi a diario hablando de lo grandiosa que era la ciudad de Nueva York, y esperaba volver pronto con dinero suficiente para no tener que marcharse nunca más. Pero con el tiempo comenzaron a reducirse, hasta que llegó un momento en que no recibieron ninguna más.
Pasaron los años y ni Caroline ni su madre consiguieron contactar con Charlie; hasta que, cuando la muchacha cumplió los dieciocho años, recibieron una carta que llegó al buzón de su casa.
Su padre las escribía explicando que dentro de poco volvería, que tan sólo tenía que resolver unos asuntos y muy pronto estaría de nuevo en casa».
—Y seguro que consiguió volver con su familia, ¿no? —dijo riéndose el suboficial.
Elisabeth lo miró, pero no dijo nada y continuó con la historia:
«Un año después y sin poder esperar, Caroline decide ir a buscar a su padre a Nueva York. Su madre intenta disuadirla, sin éxito; la muchacha toma el primer avión a la ciudad donde se encuentra, o por lo menos eso cree, su padre.
Nueva York, la ciudad que tiene las aglomeraciones urbanas más grandes del mundo. Durante más de cincuenta años ha sido uno de los principales centros mundiales de comercio y finanzas, y es considerada una ciudad global en cuanto a comunicación, educación, política, moda y entretenimiento».
—Espere a que esté en nuestro poder —dijo con palabras victoriosas el suboficial.
Elisabeth lo volvió mirar y frunció el ceño. El suboficial lo vio y entendió el mensaje de no volver a interrumpir, y se rió para sus adentros.
«El avión de Caroline aterrizó en el aeropuerto del Estado de Nueva York y, tras haber conseguido salir del agobiante aeródromo, la chica cogió un taxi para adentrarse en la ciudad.
Un bosque de altos edificios dejó impresionada a la muchacha, que quedaba con la boca abierta cada vez que pasaba junto a uno. Decenas de personas caminaban a toda prisa por las calles de la ciudad y el tráfico era insoportable. Poco a poco fue llegando a su destino: el Bronx, el distrito más al norte de la ciudad de Nueva York. Allí empezaría a buscar, pues las primeras cartas de su padre hablaban de dicho barrio.
Fue en un pequeño hotel de tan sólo dos plantas, que el taxista le había recomendado, donde Caroline se alojó y comenzó a redactar una carta a su madre comunicándole que había llegado sana y salva.
El cambio de hora la había dejado agotada y como el sol ya se estaba poniendo, decidió que lo mejor era quedarse en la habitación y dormir un poco; la búsqueda comenzaría al día siguiente».
—Y, ¿cómo es que sabe todo eso, doctora Braun? —preguntó el suboficial algo impresionado pero sin que se le notase mucho.
—He leído mucho sobre los Estados Unidos de América y me interesa mucho su historia, espero que no le parezca mal, suboficial —dijo Elisabeth sonriendo y los niños se rieron para sus adentros.
—Aguarde a que ellos caigan y su querida Nueva York no se venga abajo —dijo seriamente el hombre.
Sin decir nada más, Elisabeth continuó:
«El sol entraba por el cristal de las ventanas mientras el ruido del tren y de los coches hacía retumbar la habitación de Caroline, la cual se despertó como si le hubieran dado un buen susto. La mesita de noche se tambaleó y la lamparita que estaba posada sobre ella por poco se cayó.
Algo adormilada aún, Caroline salió de la cama y se vistió; después de echarse agua fría en la cara decidió bajar a desayunar y, a partir de ahí, comenzar a indagar sobre la situación de su padre.
Al salir a la calle, la fría brisa de la mañana hizo tiritar a la muchacha y ésta, evitando una nueva ráfaga, entró en la primera cafetería que encontró. La camarera, una mujer regordeta y de pelo despeinado, se acercó a ella y le ofreció café. Caroline, muy agradecida, aceptó y al instante el ruido del líquido cayendo resonó en los oídos de la muchacha.
A través del cristal comenzaban a verse los primeros transeúntes que caminaban a gran velocidad hacia el trabajo, la mayoría de raza negra, pues en aquel barrio había una gran concentración.
Cuando se hubo terminado el café con alguna tostada, la chica se levantó y, después de pagarle a la señora regordeta, preguntó: “Disculpe, ¿ha visto alguna vez a este hombre?”; a lo que la señora le respondió: “¿es que es alguien famoso?”, dijo la mujer riéndose y marchándose a servir más café a un hombre que acaba de llegar.
Algo desilusionada, Caroline se levantó del taburete que había junto a la barra de la cafetería y salió de allí sin darse cuenta de que se había dejado olvidada la fotografía de su padre encima de la barra.
Cuando hubo caminado un trozo de la acera, un hombre le gritó detrás de ella: “¡Señorita, señorita!”. Caroline miró hacia atrás y vio a un señor que le hacía señas con la mano para que se acercase a él. Ésta, un poco asustada pero decidida, fue hacia el extraño y cuando llegó hasta él mantuvo una cierta distancia.
Sin más rodeos, el hombre le dijo sonriente: “Te has dejado tu foto”.
Caroline introdujo la mano en sus bolsillos y comprobó que el hombre tenía razón. Agradecida por el gesto del desconocido de devolvérsela, le dedicó una amplia sonrisa y se acercó a él para recuperarla. Cuando se la hubo devuelto éste, que ya había estado observando la imagen con detenimiento, dijo al fin: “¿Estás buscando al bueno de Charlie?”.
Al oír eso, Caroline se acercó más al hombre, pues aquello que había dicho la cogió desprevenida. Sin poder esperar más, la muchacha preguntó: “¿Conoce a mi padre?”.
El hombre la miró atónito y después de observarla fijamente encontró rasgos parecidos a su viejo amigo, y se alegró mucho de conocer a su hija. Sin esperar más, la preguntó: “Pero, ¿qué estás haciendo aquí y por qué estás buscando a tu padre?”.
En unos minutos la muchacha le relató el porqué de su viaje y el hombre se quedó muy asombrado. Al acabar, el extraño le dijo: “Mi nombre es Peter y fui compañero de trabajo de tu padre. Solíamos venir a esta cafetería después de trabajar en la fábrica. Sí, esos sí que eran buenos tiempos”.
Y Caroline, por supuesto, le preguntó qué quería decir con eso. El viejo Pete le contó que un año después de haber llegado su padre a la fábrica, ésta quebró y todos perdieron su empleo. Después, el padre de la chica le había dicho a Pete su necesidad de encontrar trabajo en otra parte de forma inmediata, y que probaría suerte en el barrio de Manhattan, seguramente en algún distrito financiero.
Caroline escuchó atentamente y vio claro que debía ir allí para seguir el rastro de su padre. Sin poder esperar, le dijo al hombre: “Debo ir a Manhattan cuanto antes, ¿sabe cómo llegar desde aquí?”.
El viejo amigo de su padre, muy amable, le respondió: “Es muy fácil, ¿ves esa iglesia de allí?”, dijo señalando hacia un gran edificio unos pocos metros más adelante. Caroline lo miró y asintió. Después el hombre le dijo: “Entra en ella y verás que hay otra SALIDA de la misma justo DETRÁS DEL ALTAR”».
—¿Le ocurre algo, doctora Braun? —preguntó el suboficial.
—¿A qué se refiere? —inquirió extrañada la mujer.
—Me ha parecido que alzaba la voz y no entiendo porqué —dijo el hombre.
—Han debido de ser imaginaciones suyas; quizás esté cansado de escuchar la historia —dijo Elisabeth intentando deshacerse de él.
Pero el hombre no se movió y esperó a que ella continuase. Dando un leve suspiro, la mujer continuó:
«El hombre siguió explicándole a Caroline el modo de llegar hasta Manhattan y le dijo que, cuando hubiese salido de la iglesia siguiese todo recto y ya estaría en el nuevo barrio.
A toda prisa, la mujer se despidió del amigo de su padre y corrió al hotel para recoger sus cosas. Una vez hecho el pago y siguiendo las indicaciones del viejo Pete, la muchacha entró en la iglesia que en esos momentos se encontraba vacía. Caminó por uno de los pasillos laterales hasta llegar al altar y pudo comprobar con alegría cómo la puerta existía de verdad. La abrió sin problemas y en unos minutos entró en el barrio de Manhattan.
Una vez llegado a dicho barrio, cogió el primer taxi que pilló y pidió que la llevasen a Wall Street, la cuna de la bolsa de Nueva York y de varios centros financieros.
Aquella parte de la ciudad era la más escandalosa, con altos edificios cubriendo el cielo y cientos de personas tropezándose unas con otras. El tráfico era insoportable y los atascos parecían permanentes, pues se acercaba la hora de entrar a trabajar.
Caroline se bajó del coche en cuanto pudo e intentando no inhalar la polución que soltaban aquellos vehículos, saltó a la acera y entró en el primer edificio que se le presentó. La gran sala del banco dejó impresionada a la londinense y durante unos segundos se quedó hipnotizada por su belleza. De repente alguien tosió y Caroline volvió al mundo real. Una recepcionista con aspecto de pija y mirando a la gente como si fuera dueña de aquel hermoso banco, había llamado la atención de la muchacha. Ésta, aún embobada, se fijó como una larga cola se había formado detrás de ella y, con algo de vergüenza, avanzó rápidamente hacia la gran mesa redonda que la separaba de la recepcionista».
Algunos niños se rieron y Elisabeth sonrió, pero no dijo nada pues el suboficial miraba fijamente a los niños y no quería que hubiese ningún problema, así que continuó:
«“¿Qué desea?”, dijo en tono desagradable. Caroline le mostró la foto de su padre y le dijo su nombre esperando que hubiera trabajado allí. Lamentablemente, nadie le había visto nunca, así que la londinense tuvo que retirarse y probar en la siguiente empresa.
Pasaron las horas y la chica no había conseguido nada; nadie lo había visto ni sabía de él. Un poco cansada de buscar, encontró un pequeño hotel situado junto a Central Park y decidió que lo mejor sería pasar la noche allí.
Una vez instalada, bajó a cenar al pequeño restaurante del edificio, aunque debía andarse con cuidado pues el dinero escaseaba. La noche era tranquila y no soplaba una gota de aire. Caroline tuvo la necesidad de salir a dar un paseo nocturno por el inmenso parque situado en medio de la marea de edificios.
Todo estaba en silencio; la luz de las farolas no era suficiente para ver si alguien se escondía entre las sombras y, a causa de ello, un desconocido la asaltó».
Los niños se quedaron mirando a Elisabeth con los ojos muy abiertos y ésta, sonriendo, prosiguió:
«Caroline no lo vio venir y ambos cayeron al suelo. La mujer intentó gritar pero el extraño le tapó la boca con las manos y después con una mordaza. Luego le inutilizó las manos y las piernas para poder trabajar con más facilidad. Cuando estuvo totalmente inmovilizada, vio que forcejear sería inútil o la agotaría demasiado. El hombre empezó a hurgar en los bolsillos del pantalón de la muchacha y en el bolso que llevaba.
Cuando hubo cogido todo lo que Caroline tenía de valor, el ladrón descubrió la foto del padre de la inglesa y se quedó petrificado. Rápidamente la desató y le quitó la mordaza. La chica respiraba con dificultad pero al final consiguió hablar y le preguntó por qué la soltaba.
El ladrón aún seguía de pie, petrificado y sorprendido a la vez, pero al poco volvió en sí y le confesó sin rodeos que conocía al hombre de la foto. Caroline se quedó con la boca abierta pues no esperaba aquella noticia y no podía creerse que su padre se relacionase con aquella clase de gente.
Un poco más calmada, la londinense le preguntó de qué conocía a su padre y éste se lo contó todo:
“Tu padre y yo estuvimos trabajando durante dos años en una empresa que estaba situada unas calles más abajo. Éramos buenos amigos y hacíamos un buen trabajo”. “¿Y qué pasó?”, preguntó Caroline confusa.
“Durante la Gran Depresión, tu padre y yo tuvimos suerte de encontrar trabajo en Manhattan; pero la crisis era tan fuerte que a los dos años nos echaron a ambos. Yo siempre le decía que ya encontraríamos otro empleo en alguna parte, pero él no paraba de hablar de su familia en Inglaterra y que debía enviarles dinero de inmediato. Así que cogió todo lo que tenía y se fue de Manhattan”.
Caroline se quedó perpleja y ala vez conmovida por el esfuerzo que estaba haciendo su padre por la familia. Sin querer perder un segundo más, le preguntó al hombre: “¿Y sabe adónde se dirigió?”.
Éste estuvo pensativo durante unos segundos y después respondió: “Sí, creo que dijo que había conocido a un hombre de alto estatus social, que vivía en el barrio de Queens, y le había propuesto trabajar para él en su mansión. Sí, tiene que estar allí”.
Muy emocionada, Caroline dio un abrazo al hombre sin darse cuenta y éste lo agradeció. Después, le dio una dirección aproximada de donde podría encontrarse la mansión.
De repente las nubes cubrieron el cielo y la luna y las estrellas desaparecieron, lo que provocó que Caroline no encontrase la forma salir del peligroso parque».
Los niños volvieron a mirar fijamente a Elisabeth y ésta les devolvió la mirada.
«Un poco avergonzada, la inglesa se giró hacia el hombre y le preguntó cómo salir del frondoso bosque. Éste se rió y le dijo sin problemas: “¿Ves ese camino de ahí?”, dijo señalando a un sendero muy cerca de ellos, “camina por él todo recto y luego gira a la IZQUIERDA”».
—Cof, cof —tosió la doctora Braun.
El suboficial la miró pero no dijo nada aunque la doctora sabía que había notado la elevación de voz.
«Luego el hombre dijo: “Continúa recto y cuando veas una gran farola a la IZQUIERDA ve hacia ella. Por último, camina separada de los arbustos y si ves a alguien, corre; la puerta de salida la verás a la IZQUIERDA del camino”.
Con aquellas indicaciones y dándole algunos dólares al amigo de su padre por haberla ayudado, Caroline corrió hasta la salida de Central Park.
Al poco estaba en el hotel preparando una maleta que casi ni había deshecho. Sin poder esperar, pagó por su corta estancia y cogió el primer taxi en dirección al barrio residencial de Queens».
Elisabeth cogió aire. La historia se estaba alargando demasiado, aunque parecía que los niños preferían eso a irse a la cama. En cambió el suboficial tenía una expresión de cansancio en el rostro que cada vez era más evidente. Intentando no meterse presión a sí misma, decidió continuar hasta el final:
«Queens, el distrito más grande geográficamente de Nueva York, dejó impresionada a la londinense. Cientos de casitas residenciales llenaban los terrenos, y calles interminables se perdían en el horizonte.
Siguiendo las indicaciones del amigo de su padre, el taxista la dejó en una zona un poco más lujosa y más apartada que las demás.
Unas pocas casas ocupaban el lugar y eran muy parecidas a la mansión que Caroline y su familia tenían antes de que su empresa quebrase.
Muy emocionada, la mujer quiso llamar al timbre pero luego se dio cuenta de que ni siquiera había salido el sol y no debía molestar a los residentes. Por lo que, poniéndose lo más cómoda posible, se sentó junto a un árbol, cerró los ojos y se quedó dormida.
A la mañana siguiente, los lametones de un perro la despertaron. Al principio no se dio cuenta, pero al oír la voz de una persona, se despertó por completo. Un niño de unos nueve años de edad llamaba al animal desde la distancia y aun así, el chucho seguía junto a Caroline, como si su olor le resultase familiar. De repente un silbido proveniente de dentro de una de las mansiones hizo que el perro retrocediera y volviera con su amo. Caroline aprovechó para despertarse completamente y limpiarse las babas del animal. Un poco alterada, una mujer de unos cuarenta años, delgada y muy bien vestida se acercó rápidamente a ayudar a la muchacha pensando que su mascota la había tirado al suelo. Intentando compensar a la chica, la mujer la invitó a pasar a su casa y Caroline, un poco atontada todavía, aceptó.
Nada más atravesar las altas puertas en forma de rejas, unos amplios y hermosos jardines rodeaban la mansión y espléndidas esculturas hechas con arbustos dejaban impresionado a cualquiera. En el interior, un amplio salón se situaba a la derecha y una moderna cocina a la izquierda donde una cocinera regordeta estaba preparando el desayuno. Acompañada por la mujer, Caroline se sentó en uno de los sofás a esperar mientras su anfitriona iba a la cocina para darle algo de beber.
Caroline no creía mucho en el destino pero estaba claro que éste estaba de su parte, pues los ojos de la londinense se dirigieron hacia la chimenea. Sobre la misma había unas fotografías enmarcadas y en una de ellas estaba una cara conocida. Justo en medio, entre un hombre y una mujer y colocando una mano sobre el hombro de un niño que sujetaba a un enorme perro, estaba su padre. La chica se quedó con la boca abierta y le costó un poco volver a cerrarla. Se levantó del sofá y se acercó a la chimenea; cogió la fotografía y la miró de cerca. Caroline sonrió, pues la cara de su padre expresaba felicidad y aquella familia seguramente se habría portado bien con él.
Cuando la mujer volvió con un zumo de naranja, Caroline le contó lo que había descubierto y ésta se quedó muy sorprendida. Poco después llegó el marido de la mujer y ésta le dijo lo que le había contado la londinense. El hombre miró a la chica y, descubriendo rasgos parecidos a su padre, sonrió.
“Te pareces mucho a él”, le dijo, “a tu padre lo conocí en Manhattan poco antes de que lo echasen del trabajo. Yo necesitaba a alguien que se le diese bien la jardinería y él fue el hombre indicado. Cuando lo despidieron de su trabajo vino a mí y mi familia y yo lo acogimos como a uno más. Desgraciadamente, él también tenía una familia y siempre decía que cuando reuniera el dinero suficiente volvería a Inglaterra con ellos. Un año después de trabajar para nosotros, se fue de Queens sin dejar rastro, aunque nos escribió una nota agradeciendo lo bien que nos habíamos portado con él”, contó el antiguo jefe de su padre.
“¿Y no dejó nada diciendo adonde se dirigía?”, preguntó Caroline.
“Se había llevado todas sus cosas excepto algunos recortes de periódico que debió de perder, pues estaban ocultos debajo de su cama”, le dijo el hombre.
“¿Podría ver esos recortes?”, le preguntó Caroline.
“Quizás mi hijo aún los conserve, déjame que le pregunte”, contestó el hombre.
Minutos después, éste aparecía con un recorte viejo de periódico.
“Es lo único que he podido conseguir”, le dijo a Caroline.
El anuncio era claro, se buscaba a persona cualificada para levantar grandes cantidades de peso durante diez meses.
“Brooklyn”, dijo la chica. “Allí es donde está mi padre, en Brooklyn”, volvió a decir la londinense entusiasmada.
La familia la miró sorprendida pero no dijeron nada.
Caroline les dio las gracias por ayudarla y, dictando una última pregunta, dijo: “¿Saben dónde podría coger un taxi o algún medio de transporte para llegar hasta allí?”.
La familia se miró entre sí y todos asintieron, después el hombre se levantó y se ofreció a llevar en su coche.
La salida de Queens fue larga pues se encontraban en el otro extremo. Iniciando su trayecto todo recto por una calle arbolada se fijaron en un nuevo túnel, parecido a un CONDUCTO DE VENTILACIÓN, por el cual llegarían más rápido al otro barrio. Yendo por una larga calle con casitas a ambos lados GIRARON TRES VECES, UNA A LA DERECHA Y DOS A LA IZQUIERDA. Después de unas cuantas subidas y bajadas consiguieron llegar a su destino, Brooklyn, el distrito más poblado de la ciudad. Ahora debían dirigirse a uno de los muelles, que era donde se citaba a las personas interesadas en el trabajo. Una vez allí, Caroline agradeció de nuevo al hombre por traerla y éste, conforme, se fue.
El frío de la mañana era cada vez peor, así que Caroline entró en el lugar indicado donde, meses antes, su padre debió de estar. Dentro estaba oscuro y la escasa luz del amanecer dificultaba la visión aún más. Un singular instrumento estaba colocado sobre el mostrador, y su finalidad era avisar al dueño de su llegada. Usando la palma de la mano dio un toque al botón y acto seguido sonó un fuerte “ring”. A los pocos segundos, un hombre barbudo y gordo salió de la trastienda. Llevaba un chaleco azul, una gorra de marinero y estaba fumando una gran pipa de madera. Cuando vio a la chica soltó una risotada que incomodó a la londinense. Después, acercándose un poco más a ella le preguntó que qué hacía una belleza como ella en un lugar tan lúgubre. Y ésta, sin andarse por las ramas, sacó la foto de su padre y enseñándosela dijo: “¿Conoce a este hombre?”.
El “marinero” miró fijamente la fotografía y, después de descubrir quién era, casi le da un ataque al corazón. Después se la devolvió y le dijo: “Será mejor que no busques a ese hombre o te meterás en un buen lío”.
Caroline lo miró extrañada y le volvió a preguntar si lo conocía. El viejo lobo de mar suspiró y dijo: “Ese maldito inglés vino a trabajar para mí hace diez meses por el estúpido anuncio que puse en el periódico. Nunca debería haberlo puesto”, dijo para sus adentros el hombre. “Ya faltaba poco para el cobro por el tiempo trabajado, pero un día antes de ello vino corriendo diciéndome que alguien lo perseguía y que debía coger su dinero y largarse de aquí. Yo le dije que si era alguna banda común debía ir a la policía, pero parecía algo gordo, así que le dije que tenía un pequeño apartamento en Richmond (Staten Island) y que podía quedarse allí hasta que consiguiese salir del país. Y no he vuelto a saber más de él, y ya han pasado más de tres meses”.
Algo nerviosa y asustada a la vez, Caroline le preguntó la dirección del piso y el hombre le dijo: “En fin, tú misma, debes cruzar el estrecho de The Narrows cogiendo el ferry que encontrarás a pocos metros cerca de donde estamos para llegar a dicho barrio desde aquí, luego gira la PRIMERA calle a la DERECHA y dirígete al número trece de esa misma calle. Siempre dejo una llave de repuesto escondida dentro de una maceta. Cuando te vayas de allí, déjala donde estaba”.
La chica le agradeció enormemente su ayuda y, dándole un beso en la mejilla, salió corriendo para coger el barco.
Una vez atravesado el estrecho que separaba el barrio de Brooklyn del de Richmond (Staten Island), la muchacha fue guiada hasta la calle que el lobo de mar le había indicado y una vez llegado al número trece, el taxi se detuvo y Caroline se bajó muy emocionada y nerviosa a la vez. Con cuidado, subió las escaleras que llevaban a la puerta de entrada. Ya había amanecido y, aunque el cielo estuviera cubierto de nubes, se podía ver más o menos el interior de la entrada. Caroline llamó al timbre y, por supuesto, nadie contestó. Volvió a llamar por segunda vez y, nuevamente, no hubo respuesta. Siguiendo las indicaciones del “marinero”, buscó una maceta junto a la puerta, y debajo de ella estaba pegada la llave para entrar.
Con mucho cuidado de no hacer ruido, la chica abrió la puerta y penetró en la casa. Todo estaba en silencio; una a una fue revisando todas las habitaciones de la planta de abajo sin conseguir nada. El piso de arriba sólo constaba de dos habitaciones y un baño. Primero entró en la de la izquierda y la revisó entera pero no encontró nada que le pudiese servir. Luego miró en el baño, que era pequeño, donde nadie podría esconderse. Y, por último, la habitación del fondo; ésta estaba cerrada pero Caroline supuso que la misma llave que tenía le serviría para abrir dicha puerta. Así pues, introdujo la llave, la giró y la empujó sin problemas. La habitación estaba a oscuras ya que habían corrido las cortinas y un silencio arrebatador llenaba el ambiente. Buscando el interruptor de la luz, Caroline escuchó un ruido, primero dio un paso y luego otro y, de repente, alguien se abalanzó sobre ella”.
Tal fue la fuerza con la que lo contó Elisabeth que todos, e incluso el suboficial, temblaron.
“El personaje tapó la boca de la muchacha y empezó a oír murmullos en sus oídos y, al instante, reconoció la voz que le hablaba. Sin querer hacerle daño, le mordió la mano y cuando el individuo gritó de dolor, la muchacha dijo: “Padre, soy yo, Caroline”.
El hombre volvió en sí y rápidamente encendió la luz y sus azulados ojos pudieron ver a su dulce hijita, a la que no veía desde hacía cinco años.
De repente, una piedra entró por la ventana; en ella venía una nota que ponía: “Te tenemos”. Sin saber qué ocurría, Caroline fue agarrada del brazo por su padre y ambos bajaron las escaleras. La chica le preguntó qué estaba pasando y éste le contestó que las explicaciones vendrían después, que lo primero era salir del país. Huyendo por la puerta de atrás, él y Caroline corrieron hacia la calle buscando un taxi y pocos momentos después un coche negro los perseguía a ambos. Al poco salieron a una avenida más amplia donde pudieron coger un transporte. Una simple palabra bastó al conductor para arrancar: “Aeropuerto”. Durante todo el trayecto el coche negro los seguía a cierta distancia y, mientras tanto, el padre de Caroline le explicaba a su hija cómo se había metido en sitios que no debía y sólo para conseguir más dinero del que necesitaba.
Cuando llegaron al aeropuerto, compraron un billete hacia Inglaterra, pero esta vez la fortuna no jugaba a su favor, pues el avión con destino a Londres había salido hacía más de diez minutos. Cuando se giraron para volver en dirección a la salida vieron cómo unos hombres corpulentos vestidos con gabardina y sombrero iban hacia ellos abriéndose paso a empujones. Sin saber lo que hacer, los ingleses se mezclaron entre la multitud e intentaron despistar a los hombres. Al fin, y tras la llegada de un zeppelín abarrotado de gente, tanto Charlie como Caroline pudieron escaparse sin ser vistos. Rápidamente, subieron de nuevo a un taxi y se dirigieron al puerto, pues un trasatlántico zarpaba en una hora hacia Inglaterra. Una vez comprados los billetes y ya flotando sobre aguas internacionales, el padre de Caroline pudo respirar tranquilo.
Varias horas después llegaban sanos y salvos a un pequeño puerto al oeste del país. Y, de vuelta a casa, Caroline le preguntó a su padre: «Pero, si hoy nos ha resultado tan “fácil” escapar, ¿por qué no lo hiciste hace tiempo?». Y él la respondió diciendo que no había tenido el valor suficiente de salir ahí a hacerles frente y que sólo cuando ella había llegado pudo tomar esa decisión, además de porque ya lo habían descubierto, claro, prosiguió el padre riéndose.
Una vez hubieron llegado a su barrio en Londres y subieron unas ESCALERAS, la llamada al timbre marcó un nuevo comienzo para aquella familia de ricos que pasó a ser pobre en un día y en la que la hija, que había sido protegida del mundo, tuvo el valor de ir a buscar a su desaparecido padre y traerlo de vuelta».
—Bien, y aquí termina nuestra historia de hoy, un poco más larga que la anterior, espero que os haya gustado —dijo sonriente Elisabeth mientras miraba fijamente al suboficial. Éste la observaba a ella y, sin decir nada, se levantó y marchó.
—Muy bien, niños, será mejor que os acostéis o se enfadarán conmigo —dijo la doctora Braun sin parar de sonreír.
Cuando salió por la puerta para ser acompañada a la casita, oyó entre susurros:
—Buenas noches, señorita Braun —dijeron a coro y en voz muy baja los veinte niños.
Ésta sonrió y, sin mirar atrás, cerró la puerta de la habitación.