Capítulo

9

Poco a poco el sol iba surgiendo en el horizonte, lo que daba comienzo a una nueva mañana en el pueblo de Yvoire.

A medida que transcurrían las horas, sus habitantes iban despertando y poniéndose en sus quehaceres. De repente y mientras todos desayunan en la cocina, suena una campanita y acto seguido varios sobres entran por el buzón que hay en la puerta de entrada. Así, el cartero iba de casa en casa repartiendo el correo de aquel día. Cuando vio, a lo lejos, una casita junto a la playa, éste se detuvo. Se bajó de la bicicleta y caminó a través de la arena hasta llegar a la puerta; pero en vez de meter la carta por el buzón e irse, golpeó la puerta con fuerza haciéndose oír. Se oyeron pasos en el interior y a los pocos segundos, el propietario de la casa apareció en el umbral todavía adormilado. El cartero le dijo muy sonriente:

—Buenos días, Pierre.

—Hola, François, ¿qué te trae por aquí? —le preguntó Pierre.

—Te traigo correo de los alemanes, y ya sabes que dichos paquetes debo entregarlos en mano —dijo en voz baja el cartero.

—Sí, sí, algo he oído. Anda, dámelo, que hoy debo ir al pueblo temprano —dijo Pierre con prisa.

—No te habrás metido en algún lío, ¿verdad? —preguntó asustado el hombrecillo.

—Tranquilo, François, seguro que no es nada —dijo tranquilamente el pescador—, y ahora si me perdonas, debo prepararme para ir al pueblo.

Y diciendo eso se despidió de él y cerró suavemente la puerta.

El cartero, algo preocupado, cogió el resto de cartas y, montando en la bici, se marchó.

Los rayos de la estrella de fuego entraban por la ventana y se proyectaban directamente en los ojos de Elisabeth, como casi todas las mañanas. Ésta, un poco agotada, intentó volverse hacia el otro lado de la cama pero un simple intento bastó para que se cayera de la misma. Lanzando un leve grito y maldiciendo por lo bajo, la doctora alemana se levantó del suelo y, enrollada en una sábana como en la antigua Grecia, bajó a desayunar.

Anna ya se había levantado y estaba preparando algo de comer. Cuando vio a Elisabeth bajando las escaleras con aquel ropaje, casi suelta una risotada. Una vez que ambas estuvieron sentadas en la mesa del comedor, Anna dijo en voz muy baja:

—Como la vea, el suboficial se va a enfadar mucho con usted.

Elisabeth sonrió; no pudo reírse ya que tenía la boca llena. Además, tenía motivos para estar contenta, pues ya habían pasado otras dos semanas y le volvían a permitir ir al pueblo. Aun así, Elisabeth tardó un rato en cambiarse de ropa, porque debía ocuparse de un asunto que era de gran importancia para poder escapar de aquel lugar. Cuando lo hubo terminado, se quitó la sábana y se puso algo más cómodo.

A las once en punto, el suboficial llamaba a la puerta y la doctora, girando tres veces la llave hacia la derecha, la abrió. Éste la miró de arriba abajo y pudo descubrir que la doctora Braun se había arreglado más de lo normal. Algo sorprendido pero sin demostrarlo demasiado, esperó a que saliera de la casa y luego volvió a cerrarla con llave. A continuación, la doctora entró sola en el vehículo, pues esta vez Anna no la acompañaría y, como en las semanas anteriores, se colocó una cinta negra en los ojos para no poder ver el lugar exacto donde se encontraba la casita.

El hombre giró la llave y el motor soltó un fuerte ruido. Elisabeth sabía que ahora, una vez descosida gran parte de la tela negra de su cinta, podría ver con más claridad el camino que les ayudaría a escapar.

El coche comenzó a andar y al instante penetraron en un oscuro primer sendero. El frondoso bosque a ambos lados de la carretera impedía que la luz del sol llegase hasta ellos y Elisabeth los miró temerosa, pensando en qué animales podrían atacarles si huían de noche. Más adelante hubo un giro a la derecha en el cual un gran roble se situaba en medio de ambos caminos. Éste era tan alto que incluso sobrepasa al resto de árboles del frondoso bosque. Había varios baches en la carretera y el ruido del polvo chocando con las ruedas hacía pensar a Elisabeth que estaban en Egipto, o en algún lugar, donde ruinas antiguas y carreteras olvidas permanecían a la espera de que alguien las cruzara.

Ahora el ruido del agua moviéndose rápidamente debido al fuerte viento que soplaba aquel día hizo pensar a Elisabeth que pasaban por encima de algún río o riachuelo.

De nuevo una intersección de tres caminos, y esta vez se giró a izquierda. Una casa abandonada se hallaba a lo lejos y los campos de alta hierba la rodeaban. Un antiguo molino de viento estaba junto a ella y giraba lentamente, aunque su finalidad era inútil. El camino siguió recto hasta que se pudo divisar, a lo lejos, un puesto de control que los alemanes habían instalado. El coche se detuvo y Elisabeth vio cómo el suboficial enseñaba su documentación al soldado que estaba de guardia. Una vez comprobada su identidad, levantaba una larga barra colocada en medio del sendero y con ello permitía que el suboficial continuase con su camino. A ambos lados del puesto de control sólo había bosque y, de noche, sería casi imposible que alguien los viese pasar por allí.

Al poco ya se podía divisar Yvoire y, como Elisabeth pudo comprobar, entraban por el Este de la ciudad. Ésta estaba llena de color pues las flores de la primavera lo cubrían todo y las bellas casas eran adornadas hasta más no poder.

Una vez llegado a la carretera principal, el suboficial se detuvo casi enfrente de la tienda del viejo Louis.

—Coja lo que necesite y vuelva rápido, ¿entendido? —dijo seriamente el hombre.

Ella asintió pero no dijo nada pues sabía que tardaría más de lo previsto. Cuando entró en la tienda, el amable anciano la saludó con una gran sonrisa:

—Buenos días, señorita, ¿cómo les va a usted y a su tía? —preguntó el hombre, interesado.

—¡Oh! Mucho mejor, gracias por preguntar —respondió sonriente la doctora.

Entonces Elisabeth empezó a mirar por la tienda buscando algo o a alguien y Louis se fijó en ello.

—Si está buscando a Pierre, no ha venido hoy por aquí —dijo el hombre, lo cual desanimó a la mujer.

De repente alguien entró en la tienda y el joven Pierre apareció en el umbral de la puerta con cara de indignación. Cuando vio a Elisabeth, y durante unos segundos, la conexión entre ambos se fusionó de nuevo, aunque no duró mucho. Rápidamente Louis preguntó:

—¿Ocurre algo, Pierre?

—Esta mañana he recibido una carta de los alemanes negándome zarpar hacia Suiza en la fecha prevista. Todos están muy nerviosos, es muy posible que los aliados estén preparando algo.

Elisabeth se quedó con la boca abierta y por un momento todos sus planes de escapar y de reunirse con su padre se desvanecieron. Después volvió en sí y preguntó:

—¿Quién firma la carta?

—Un tal oficial Krause, si supiera quién es se iba a enterar de lo que es bueno —dijo furioso el muchacho.

Elisabeth se quedó petrificada, pues no se esperaba que el oficial también llevase aquellos asuntos. Con un poco de prisa por salir de allí, la mujer dijo:

—Monsieur Louis, me llevaré esto y esto y esto —dijo señalando a varios objetos y botes de medicinas que necesitaba para los niños.

Mientras el hombre iba a recoger las cosas, Pierre se acercó a Elisabeth y le dijo:

—Oye, perdona lo del otro día; no pensaba cobrarte tanto, en serio. Aunque ahora ya no importa. Si te parece, podríamos cenar juntos algún día, ya que aún no sé nada de ti —dijo sonriendo el joven.

Elisabeth, aunque en un primer momento no había sentido casi nada por el hombrecillo ya que únicamente vio en él un conducto para su huída, comprobó que el cariño hacia el muchacho había aumentado considerablemente y no se dio cuenta de que poco a poco se estaban poniendo a la vista del suboficial. Al final, éste acabó por descubrirlos.

En ese momento Pierre agarraba a Elisabeth con los brazos de forma cariñosa y ella estaba muy a gusto con él. El viejo Louis observaba la tierna escena, hasta que vio desde el cristal a un militar nazi acercándose a la tienda. Por desgracia no tuvo tiempo de avisar a los enamorados y el hombre irrumpió en el lugar. Todos lo miraron y, sin que Elisabeth pudiera evitarlo, el hombre dijo:

—Usted —dijo dirigiéndose a Pierre—, suelte a esta mujer inmediatamente.

Pierre lo miró y, aunque Elisabeth quería evitar que la descubriesen, se puso delante de él y dijo:

—¿Es que ahora los alemanes también se inmiscuyen en las relaciones de los demás? ¿No tienen suficiente con haber tomado el país? —dijo plantando cara al suboficial.

Éste sacó su pistola y le golpeó la cara con ella, lo que provocó que Pierre cayera. Después le apuntó con la misma y, antes de que pudiese disparar, la doctora Braun se abalanzó sobre él y la pistola cayó al suelo.

Rápidamente, Pierre la recogió y apuntó al suboficial. Éste, muy sorprendido por lo que la doctora acababa de hacer, la agarró por el brazo y le juró que se encargaría de ella más tarde. Después vio a Pierre con la pistola e intentó negociar con él, pero éste estaba dispuesto a matarlo.

Elisabeth ya no pudo más.

—Pierre, por favor, no lo hagas —dijo casi sollozando la mujer.

Él la miró asombrado pero siguió apuntando.

Así pues, la doctora sabía que debía confesar la verdad y así no sería capaz de matarlo. Sin pensárselo más, la mujer lo confesó casi todo:

—Mi nombre es Elisabeth Braun, nací en Berlín en 1912. Estudié medicina, igual que mi padre, y ahora trabajo para las fuerzas alemanas dentro del servicio sanitario. Lo que esté haciendo aquí no es de vuestra incumbencia, pero sólo quiero que sepáis que no era mi intención mentir; sólo lo hice para que no os hiciesen daño a vosotros también —dijo la doctora cuyas lágrimas ya brotaban de sus ojos.

Aquello Pierre no se lo esperaba y bajó el arma sin poder soltar palabra. Después, el suboficial cogió la bolsa con lo que la doctora había pedido y, agarrándola del brazo, salieron de la tienda en dirección al coche. En pocos minutos dejaron el lugar atrás y a sus ocupantes no les dio tiempo a reaccionar, pues todavía estaban procesando la información que Elisabeth acababa de soltar.

Ella tenía nuevamente vendados los ojos y sabía que debía tener cuidado con el suboficial.

Aun con las malas noticias de la cancelación del viaje de Pierre, no debía abandonar la esperanza pues su plan todavía estaba en marcha. Cuando salió de Yvoire con los ojos vendados, empezó a contar a partir del número uno para saber la distancia en tiempo que había de la ciudad al campo de concentración. Empezó a contar y, una vez finalizó el viaje, habían transcurrido más o menos 500 segundos, por lo que no estaba tan lejos como parecía.

Bajaron del coche y el suboficial le quitó la venda de los ojos bruscamente. Después abofeteó a la doctora sin dejar de gritarle: «¡Te dijimos que no hablases con nadie!»; una y otra vez hasta que, de dentro de la casa, apareció el oficial Krause. Los peores temores de Elisabeth surgieron cuando le vio.

—¿Ocurre algo, suboficial? —preguntó intrigado al ver la escena.

El suboficial soltó a la mujer y le contó todo lo que había pasado en Yvoire, esperando que el oficial le impusiese un duro castigo.

—Es usted extraordinaria, doctora Braun, si me permite decirlo. No sólo se atreve a desobedecernos, sino que también habla con los civiles. Supongo que habrá tenido la amabilidad de no contarles nada sobre nuestro proyecto, ¿verdad? —dijo seriamente el oficial.

Elisabeth negó con la cabeza mientras sus lágrimas le caían cual rocío al amanecer.

Después, el oficial Krause se acercó a ella y dijo:

—Ya que quiere jugar con nosotros, nosotros jugaremos con usted. A partir de ahora no podrá volver al pueblo, tampoco podrá contarles más cuentos a los niños, pues no deben distraerse en su educación. Y deberá permanecer en la casa sin posibilidad de salir al jardín. Espero que esto le enseñe a no traicionarnos una vez más —dijo el hombre con una sonrisa en los labios.

Dicho esto, metieron a la mujer en la casita, le quitaron la llave y cerraron desde fuera, dando solamente tres giros.

Anna bajó corriendo las escaleras, ya que había oído gritos y se había asustado. Cuando vio que Elisabeth estaba llorando fue hacia ella y la abrazó. Ambas se sentaron en uno de los sofás y cuando la doctora estuvo algo más calmada, le contó a Anna lo que había pasado. Ésta escuchó atentamente lo que le contaba y se quedó muy sorprendida y desilusionada al ver que el barco no zarparía hacia Suiza. Sin saber qué decir, sacó de su bolsillo una pequeña llave hecha de oro y se la mostró a la mujer:

—La hice como me dijo, señorita, aunque ahora ya no sirva para nada —dijo haciendo ademán de tirarla al suelo.

Pero no pudo, pues Elisabeth le sujetó el brazo.

—El plan seguirá como hasta ahora, no vamos a dejar que se salgan con la suya —dijo secándose las lágrimas. Venga, Anna, debemos hacer más copias de esta llave —dijo levantándose de su asiento y poniéndose manos a la obra.

Las semanas pasaban y tanto Elisabeth como Anna podían ver la luz del sol sólo a través de las ventanas de su casa. La hora de la tercera historia se acercaba, pero aquella era una de las prohibiciones que el oficial Krause le había impuesto, por lo que debía ingeniárselas para transmitírsela a los niños.

Tocaba reconocimiento médico, y la veintena de muchachos y muchachas se puso en fila a la espera de ser diagnosticados. Todos tenían las caras demacradas, pues debido a la falta de la doctora Braun, el oficial Krause había castigado a los niños con no comer durante una semana.

Elisabeth estaba horrorizada; aunque los niños no supiesen que ella había tenido la culpa de aquello, se sentía fatal por todo.

El último en presentarse ante ella fue Salomón, el mayor de los veinte niños. En voz muy baja y haciendo que le examinaba, la doctora Braun le dijo:

—Feliz cumpleaños, Salomón.

El niño la miró asombrado y después sonrió.

De repente, la doctora vio en él su salvación y, comportándose como si hubiese encontrado algo raro en el muchacho, dijo:

—¡Oh! Otra vez los piojos. Por favor, Anna, ve arriba y tráeme el frasco para ello, que me lo he vuelto a olvidar. ¿Es que nunca se lavan la cabeza? —dijo sarcásticamente al soldado que vigilaba la enfermería.

Éste la miró un poco cortado y, sin decir nada, acompañó a Anna hasta la casita. Justo cuando cruzaron la puerta y la cerraron, Elisabeth susurró algo al oído del muchacho; algo que duró hasta que volvieron el soldado y Anna.

Una vez terminó de contárselo, el chico asintió con la cabeza. Cuando el soldado entró en la sala, Elisabeth fingía que examinaba al muchacho, y éste la interrumpió para darle el ungüento para los piojos.

—Bien —dijo ella—, vamos a ver si conseguimos librarnos de ellos —volvió a decir guiñándole un ojo a Salomón.